Muelas del Valle

La Muela Grande, dominadora del valle, erosionada por la lluvia, ofrecía múltiples imágenes. La imaginación era indispensable  para observar la cara de un hombre viejo, la cabeza de un asno, la joroba de un camello o a la mujer embarazada.
La Muela Chica…, cuya cima se alargaba en lastras pedregosas que eran aradas y en las que se sembraba centeno. Un centeno que apenas levantaba tres cuartas del suelo y solo permitía a los labradores recoger el doble de lo que habían sembrado. Una cosecha escasa, pero que era aceptada por los hombres del pueblo porque les permitía guardar una parte para la siembra del año siguiente y utilizar la otra para alimentar a la pareja de vacas que utilizaban para labrar el campo. La Muela Chica parecía querer acariciar a la Muela Grande.
Se iba acercando sin llegar a tocarla y entre las dos surgía como por encanto mágico un estrecho valle donde anidaban los gurriatos, las palomas, los mirlos o los tordos. Infinitas especies de pájaros saludaban por las mañanas el amanecer y despedían por las tardes la luz del día. Eran cánticos compartidos por los corderos que pasaban sus días en los borreguiles a los que se llegaba por una vereda llena de curvas, inaccesible para los  carros, por las que trepaban los chiquillos del pueblo por las mañanas cuando iban a llevar a las dos o tres ovejas paridas con sus corderillos respingando. El camino se convertía entonces en un juego que continuaba por las tardes cuando volvían a  recogerlas. 
Entre la Muela Grande y la Muela Chica nacía la Fuente Mayor. La Fuente Mayor era una de las tres fuentes que daban la vida al pueblo. Además de servir en su parte alta para alimentar a ovejas y corderos, en su parte baja escondía unos pequeños linares donde se sembraban patatas, berzas, cebollas y todo tipo de verduras y hortalizas. El nacimiento de la Fuente Mayor era una tolla circular donde se cogían los perifollos y los berros en los principios de la primavera. Una tolla de la que salía un chorro de agua que serpenteaba entre cantos y zarzas hasta llegar a una poza grande. Una poza que todos los años limpiaban los dueños de los linares para almacenar el agua y poderlos regar en el verano.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           
La Muela Grande era la madre del pueblo; frente a ella, y separadas por el río que bajaba del pinar y las casas que aparecían en semicírculo zigzagueando por callejuelas estrechas, aparecían las pequeñas lomas de los montecillos que hacían de puerta hacia la Meseta.
De las entrañas de la Muela Grande brotaba un manantial que los vecinos habían canalizado para convertirlo en una fuente de la que vertían dos caños en un pilón. A la fuente de la Canaleja acudían todas las mañanas las mujeres del pueblo con cántaros para aprovisionarse del   agua que necesitaban para todo el día. Esto la convertía  en un lugar de encuentro donde entablaban conversaciones mientras esperaban su turno para poner el cántaro, o durante los paseos de ida y de vuelta a sus casas.
Durante el verano eran las vacas las que se sumaban a esa procesión diaria porque la Canaleja era la única fuente que no se secaba. El contraste entre las estaciones del año era exagerado. En invierno todos los riachuelos se agigantaban, las fuentes manaban cantidades impresionantes que se sumaban al inmenso caudal del río del pinar. Para cruzar el río grande existía un puente. Lo construyeron los antepasados con troncos de álamos que había que renovar periódicamente ante el deterioro causado por  las nieves y las lluvias.
En verano todo se secaba.  Menos  la Canaleja, que, aunque sus chorros disminuían de caudal, mantenía un hilo que constantemente caía y permitía a las familias tener agua fresca y al ganado saciar su sed.
Frente a la Muela Chica, la Muela Triste lamentaba no ser azotada por las lluvias y no tener erosionadas sus entrañas. Por eso la llamaban Triste, porque no se apreciaba en ella ninguna figura. Por más que se forzase la imaginación, en ella solo se veían cardos y espinos. Era un cerro árido orientado hacia el oeste, por eso las lluvias no lo sacudían.
Barzabales  era la última estribación de Somosierra. Era un cerro pequeño, pero en él todavía se podían ver los últimos pinos que hacían de frontera entre la sierra abrupta y la media montaña. Los pinos competían en el cerro con los robles y los enebros. Era una lucha continua en la que nadie ganaba. Era la zona intermedia. Más arriba los pinares ejercían su dominio. Más abajo las fresnedas y los robledales eran quienes se adueñaban del paisaje.
El pinar era la sangre de un pueblo comunero. El espíritu solidario, que caracterizaba el pueblo, tenía su origen  en el reparto de la leña y en el aprovechamiento común de los pinos. Todos los años se hacían cortas de pinos que se vendían a las serrerías y cuyo valor era repartido en partes iguales entre los propietarios. Cada vecino tenía una suerte que no podía ni vender ni repartir. Eso obligaba a las familias a estar más unidas y a hacerse más numerosas con el paso de las generaciones. La leña era también recogida y repartida en lotes entre los habitantes del pueblo.
Entre Barzabales y la Muela Grande nacía la Fuentona que se convertía en un riachuelo que atravesaba los prados más ricos del pueblo y que pertenecían a los vecinos más privilegiados. Estaban separados por un entramado de paredes, de zarzas y de teleras. El hecho de tener agua permitía a sus dueños dejar a las vacas pastar durante largos periodos de tiempo en la primavera y en el otoño.
Los Rebollares eran unos parajes llenos de curvas y veredas que buscaban la cima de la Muela Grande por un lado y el pico del cerro de Barzabales por el otro. Aquí los prados eran más grandes, pero eran más áridos y no tenían agua. Sus dueños llevaban sus vacas por las tardes y las recogían por las mañanas en los meses que no estaban cubiertos de nieve.

En la ladera norte de Somosierra, custodiado por el este por la Muela Grande y la Muela Chica y por el oeste por la Muela Triste; atravesado por un río que baja del pinar y que recoge las aguas del arroyo de la Fuentona, se asienta Muelas del Valle.
A la salida del pueblo, cercada por las tres muelas, se encuentra la iglesia románica de San Pedro. En el libro bautismal que se conserva en la sacristía figura que el 23 de julio de 1.915 nació una niña que bautizaron con el nombre de Florencia Ruiz Castellanos, hija de Bonifacio Ruiz y de Genoveva Castellanos.
En Muelas del Valle, en el otoño de 1.918   murieron sesenta y cuatro personas. El censo antes de que la gripe apareciera en el pueblo era de ciento veintiuna personas.
Genoveva y Bonifacio murieron el 19 de octubre de 1.918, fueron enterrados el mismo día en una zanja que se hizo fuera del cementerio. La hicieron en la zona norte que era una zona arenosa y donde era fácil cavar. No se enterraron en el cementerio porque consideraron a la gripe como un castigo de Dios.

En su desesperación algunos familiares de los fallecidos prendieron fuego a las casas de estos con todas sus pertenencias dentro, incluidos los animales.