La niña

Iba agarrada de la mano y no la soltaba. Alternaba los pasitos cortos y rápidos con otros más largos y más lentos. Iba al ritmo que le marcaba su tía. Y solo lloraba…, andaba y lloraba. Y cuando no lloraba era aún peor porque se tragaba sus lágrimas y se ahogaba. Tosía, carraspeaba y el hipo se adueñaba de ella.  Desde que su vida se convirtió en una sombra se agarró a la mano de su tía y no hubo forma de conseguir que se soltase.    
Cuando la tía oyó el grito de su marido: “¡Chicaaa, yaaa!”, se apresuró a salir. Intentó deshacerse de su sobrina, quiso dejarla con su hijo, pero fue imposible. La niña se agarraba desesperadamente a su mano. Cuando conseguía soltarla se agarraba a su vestido. Y cuando la separaba del vestido volvía  a cogerle la mano. Cuando su primo la separaba lo mordía y chillaba: “¡Yo con tú! ¡Yo con tú! ¡Yo con tú...!”. Fue imposible dejarla en la casa y no tuvo más remedio que salir al encuentro de su marido con la niña agarrada de la mano.
Iban, guardando un poco de distancia, detrás de un carro al ritmo que marcaban las dos vacas que tiraban de él. Llamando a las vacas iba un hombre que parecía un fantasma. No se debía aún de haber puesto el sol, pero su luz no se notaba, porque la neblina lo hacía todo invisible. Primero subieron una pequeña cuesta por la que abandonaban el pueblo. Las últimas casas los despidieron en silencio porque nadie se atrevía a salir a la calle. Todas las puertas y todas las ventanas estaban cerradas a pesar de que el traqueteo del carro, los cencerros de las vacas y sobre todo el llanto y los gritos de la niña penetraban hasta sus rincones más escondidos.
Sus pies golpeaban al suelo con rabia. Pataleaba y lloraba. Lloraba… lloraba…
No tenía pechos todavía, solo un pezón herido, lleno de lágrimas, lagrimas que le brotaban de todas las partes de su cuerpo, que salían por todos los poros de su piel empapando su blusa. Lágrimas que brotaban de sus ojos. Ojos que se habían convertido en una fuente inagotable de llanto. Ojos rojos, que se abrían y se cerraban intentando anular el tiempo, intentando dar marcha atrás y borrar el presente. Lágrimas reales que pasaban por las mejillas, que empapaban su camiseta y que se agarraban a ese pezón sangrante. Lágrimas secas, lágrimas hondas, que salían del corazón y se clavaban como espinas, dejando una herida para toda la vida.
Pataleaba, daba patadas con todas sus fuerzas y pegaba al suelo porque quería pegar al mundo, quería remover la tierra porque el dolor que llevaba dentro no cabía en su cuerpo. Pegaba al suelo porque no podía pegar a la muerte.
Salieron del pueblo y siguieron un camino rodeado de zarzas. Un sendero estrecho, encajonado entre dos paredes, que dejaba prados y eras a cada lado. Un camino que les llevaba a la tapia del cementerio.
En el carro iban dos bultos envueltos cada uno en una manta. Dos bultos que fueron tirados a una zanja cuando el hombre fantasma llegó a su destino. Llamó con la ijada a las vacas, dio la vuelta al carro y lo aculó ante una zanja que había cavado esa misma mañana.  Sin subirse al carro echó mano a una punta del hatillo que formaba el primer bulto y arrastrándolo hasta la parte más trasera le dio el impulso necesario para que de un solo golpe fuese a parar al hueco de la zanja. Y subió al carro para alcanzar al otro bulto, que estaba más retirado, e hizo con él lo mismo.
El hombre fantasma cogió la pala. Y palada a palada fue tapando la fosa. Frente a él dos mujeres estaban quietas. Agarradas de la mano y apretándoselas. La una, aunque era joven, no lo parecía, la ropa negra y la cara arrugada por el llanto la daban el aspecto de una mujer madura. Tenía ya un hijo y a partir de ahora tendría una hija más.  La otra era una niña que dejó de llorar para gritar desesperadamente: “má…ma, má…ma, má…ma”. Una niña herida.

 
Una herida que veía ahora mientras esa mujer adorable, de más de noventa años, volvía  a mi mente. Avanzaba hacia mí pisando las olas con rabia,  diciéndome: “Sigue, no has hecho más que empezar”. Y me mostraba sus pechos colgantes, con ese pezón descansando en la cintura, ese pezón que aún guardaba esa herida,  que era la primera que se veía, que era la primera que se notaba: una cicatriz en el centro de un pezón gastado.

 

Bajó a dar una vuelta por la casa como solía hacer todos los días desde la muerte de sus padres. Hacía tan solo dos semanas que los habían enterrado. Entonces todavía acudía la gente del pueblo a los entierros. Sus padres fueron de las primeras víctimas. Primero murió la madre y a los dos días, el padre.
Estaban en la terrible tarea de tener que repartirse las cosas queridas. Las ropas, los muebles, los enseres..., había sido su casa durante toda su vida y se resistía a abandonarla. Cuando ella se casó se fue a vivir a la casa nueva, una casa que hizo su esposo y una cuadrilla de albañiles del pueblo. Tardaron más de un año en hacerla y se casó justo cuando la casa estuvo en disposición de ser habitada.
En la casa nueva ya había tenido un hijo y poco a poco la había ido amueblando a su gusto, pero ella sentía un especial apego por su casa vieja, en ella había vivido su infancia y en ella se almacenaban los recuerdos. Unos recuerdos dolorosos porque tras la muerte de sus padres todo fue desasosiego y dolor. Cada habitación, cada mueble, cada rincón, era una espina que se clavaba en su alma.
Pero bajaba todos los días porque su hermano, que se quedó a vivir en ella cuando se casó, estaba allí, y estaba tan ligada a él que no podía pasar ni un solo día sin verlo. Pero ese día se encontró a su hermano vomitando en la portá,  a su cuñada tumbada en la cama y a la niña llorando encerrada en la cocina. Se asomó a la cama y vio la cara roja de su cuñada, intentó acercarse, pero un grito la cortó en seco.

         El llanto de la niña llegaba desde la cocina. Junto al llanto llegaban las patadas que daba a la puerta y los gritos entrecortados de: “¡Ma..ma! ¡Ma...ma! ¡Ma...ma!”

        
Rompió a llorar su cuñada y su llanto desgarrador la emocionó y las lágrimas rodaron también por sus mejillas. Pero reaccionó. Con los ojos llorosos se dirigió a la cocina. La puerta estaba cerrada, su cuñada había echado el chaspillo, y la niña como no llegaba no podía abrir, solo podía llorar y gritar: “¡Ma...ma! ¡Ma...ma! ¡Ma...ma!”. Hizo lo que su cuñada le había indicado: desnudó a su sobrina, que se resistía pataleando y dándole puñetazos, echó la ropa al fuego, se despojó del mantón, se desabrochó la camisa, cogió a su sobrina y la apretujó contra su pecho, se volvió a abrochar la camisa, solo se abrochó  los botones bajeros porque el resto no la alcanzaban, se echó el mantón y lo ató aprisionando contra ella a su sobrina y salió huyendo.
No notó en su cuerpo el dolor por los arañazos que le proporcionaba la niña. Porque su sobrina se resistió. Primero a ser desnudada y después a ser cogida y aprisionada. No quería salir, quería ir con su madre, y entre sollozos, entre puñetazos, entre arañazos y mordiscos seguía gritando: “Ma...ma! ¡Quiero ver a ma...ma!”
No notó ningún dolor en su cuerpo porque todo lo llevaba en su alma: el sollozo de su cuñada entre los gritos de “¡vete! ¡vete! ¡vete! ” y los de su  hermano que entre arcada y arcada gritaba: “¡Quiero verla! ¡Quiero verla! ¡Quiero verla!”
 

Todos los días bajaba a la casa a dar una vuelta. El primer día mató una gallina. La coció y apartó el caldo. Se tapó la boca con un pañuelo y se lo bajó. “No te acerques”, fue el recibimiento de su cuñada, y ella obedeció. Les dijo que les bajaba un caldo y una gallina guisada y se marchó. Se marchó mirándoles la cara de reojo porque no se atrevía a mirarlos de frente. Porque la aterraba ver otra vez los pómulos rojos o las uñas negras.
Estaban los dos en la cama. Tiritaban porque la fiebre era altísima. El médico les había visitado y les había dicho que estaban en las manos de Dios.
Les vio luchar contra la muerte, porque a pesar del peligro no podía evitar bajar a verlos. Siempre con las mismas precauciones: cubriéndose la boca y evitando acercarse.  Al cuarto día se los encontró muertos. No entró a despedirse. No los besó ni los tocó. Solo huyó desesperadamente.
Subió corriendo a la casa nueva. Recorrió la calle llorando y gritando.

La vio llegar llorando, pataleando y maldiciendo. Aunque intentó consolarla supo que no había consuelo y que lo que correspondía era hacer lo que se debía hacer.
Fue a la casa del médico a comunicarle el fallecimiento. Lo encontró abrumado. Ni se inmutó cuando le dio la noticia. Tampoco se acercó a la casa de los fallecidos para certificar su fallecimiento. Solo lo invitó a pasar a su despacho,  sacó un folio y le firmó los partes de defunción.
Solo los había visitado una  vez. Acudió parapetado por el equipo que había diseñado para protegerse de los contagios y cuando vio el color de sus caras dio el caso por perdido.

No supieron quien murió antes, pero dedujeron que fue ella porque estaban los dos en la misma cama y la mano de él agarraba la de ella.

Atardecía cuando se puso las botas de goma encima de las abarcas y los peales que llevaba sujetos con las calzaderas. Cuando se metió por la cabeza el poncho de plástico que utilizaba para ir a por berzas para cubrirse todo el cuerpo. Cuando se tapó la cabeza con el pasamontañas que utilizaba en las mañanas heladas para ir a llevar a las vacas. Cuando cogió unos guantes que se fue poniendo por el camino. Era una tarde de otoño, el día había sido lluvioso, pero a esa hora del atardecer se había despejado. Quedaba el rocío en las zarzas y una neblina restaba visibilidad al paisaje.
Era el momento adecuado. Nadie del pueblo los acompañaría. Era una tarea que tenían que hacer solos. Como un fantasma bajó por la calle la Aldea. No se cruzó con nadie. Cuando llegó a la casa de su cuñado levantó el carro que estaba debajo de un cobertizo y lo dejó levantado apoyándolo en el mozo. Buscó un ubio y lo ató con el sobeo a la pértiga.  Abrió la puerta de la portada y un olor a heces pestilentes lo echó para atrás. Se quitó un guante y sacó un pañuelo de su bolsillo que se lo ató a la cabeza tapándose la nariz. Volvió a entrar en la cuadra y se dirigió a donde estaba atada una vaca. La desató y la agarró de un cuerno. El animal no lo extrañó, lo siguió dócilmente hasta acoplar su testuz a la camella del yugo y no opuso resistencia cuando su cuerno fue atado al ubio con la coyunda. Después repitió el proceso. Volvió a la cuadra, agarró por el cuerno a la otra vaca, y la unció en la otra camella.
Cogió la ijada, llamó a las vacas y tiró del carro hasta el corral. Todo estaba preparado. Faltaba el último trago y lo tenía que hacer él solo. Nadie le iba a ayudar, pero lo tenía que hacer. Entró en la sala por el pasillo que se comunicaba con la portada. La puerta de la alcoba donde dormían estaba abierta. No se atrevía a mirar. Conteniendo la respiración entró y vio los dos cuerpos tendidos. Ella estaba tendida hacia arriba y tenía los ojos cerrados. Él estaba de lado y tenía una mano agarrando la de su mujer. Las manos ya estaban negras.  Las sábanas estaban manchadas. Las heces estaban mezcladas con los vómitos, el hedor era insoportable pero tenía que seguir.  No sabía cómo llevarlos hasta el carro. No los podía tocar. Buscó una manta y la extendió en el suelo. Utilizando una esquina del poncho agarró el brazo de su cuñado y lo deslizó por la cama hasta hacerlo caer sobre la manta. Hizo un hatillo juntando una esquina de la manta con la opuesta. Lo arrastró por el pasillo, lo llevó hasta el corral y lo subió encima del carro. Repitió el mismo proceso, recorrió el mismo camino con el cuerpo de su cuñada y cuando estuvieron los dos cuerpos acomodados en el carro, volvió a coger la ijada, pinchó a las vacas en el cuello y comenzó a subir por la calle que lo llevaba al cementerio. Al llegar a la altura de la casa nueva solo dio un grito:

 El atardecer fue muy largo. Cuando volvió ya era de noche. Dejó el carro en su sitio y desunció una a una las vacas. Las volvió a atar con la cadena al pesebre. Cerró la hornilla por donde entraban y salían las gallinas. Comprobó que las puertas de las cochiqueras estaban bien cerradas.  Encendió una cerilla y cuando la hierba prendió dejó la caja a su lado y salió de la cuadra. Cerró el portón bajero. Se quitó el pañuelo y lo tiró dentro de la cuadra. Lo mismo hizo con el pasamontañas, con el poncho, con las botas de goma y con los guantes. Cerró la puerta de arriba cuando comprobó que el fuego había prendido. Cuando vio que las llamas empezaron a tomar fuerza y el humo comenzó a llenar la cuadra, cuando las vacas comenzaron a dar los primeros resoplidos, los primeros respingos y los primeros espantos; se dio media vuelta, se marchó y ya no volvió a mirar hacia atrás. Solo escuchó los ruidos. 
Los ruidos se hicieron cada vez más intensos, se mezclaban los bramidos con los gruñidos, el cacareo de las gallinas con el balido de los corderos. El golpeo de las cadenas y el pataleo de las vacas en los pesebres con el revoloteo de las gallinas en el gallinero y los saltos desesperados de los corderos y las ovejas. Todos los ruidos juntos, sin poder distinguir muy bien los unos de los otros. Todo un llanto terrible de la naturaleza.
Oyó cada vez más ruido, escuchó la desesperación, pero no volvió la cabeza. No vio cómo cedían los primeros cabrios del techo, cómo se derrumbó una parte del tejado y las llamas empezaron a vislumbrarse por todo el pueblo. Ruido. Ruido  del fuego mezclado con el grito desesperado de los animales. Ruido que se metía en su cabeza mezclándose con la rabia y la ira que le impedían que las lágrimas salieran de sus ojos. Ruido que le obligaba a andar más deprisa, a golpear con más fuerza el suelo.
Recorrió la calle de la Aldea sin ver el espectáculo que dejaba a su espalda. Era ya entrada la noche cuando las llamas iluminaron el pueblo y todo el mundo supo lo que había pasado en esa casa. Una casa menos en el pueblo. Una casa más… ¡quemada!