La cárcel
Si salgo un día a la vida
mi casa no tendrá llaves:
siempre abierta, como el mar,
el sol y el aire.
Que entren la noche y el día,
y la lluvia azul, la tarde,
el rojo pan de la aurora;
la luna, mi dulce amante.
Que la amistad no detenga
sus pasos en mis umbrales,
ni la golondrina el vuelo,
ni el amor sus labios. Nadie.
Mi casa y mi corazón
nunca cerrados: que pasen
los pájaros, los amigos,
el sol y el aire.
Marcos Ana.
Hoy ha amanecido a la misma hora, pero no he visto salir el sol.
Hace frío, como todos los días hace mucho frío. Todos los días paso
frío, un frío que me hiela, que penetra hasta los huesos y que deja
aterida mi mente. Hasta en agosto he pasado frío, porque aunque sudaba
por fuera, me helaba por dentro.
Hoy tengo aún más frío en el
alma: no podré felicitar a mi padre. No podré tirarle de las orejas ni
darle dos besos. Cumple cincuenta y cuatro años y nos tiene preparado
un besugo. No es un besugo cualquiera: es el mejor besugo, el más
grande, el único capaz de saciar el apetito de toda la familia. Todos
los años nos agasaja el día de su cumpleaños con un besugo. Él lo
compra, lo compra el día anterior. A última hora de la tarde, después
de salir de la fábrica en la calle Hermanos García Noblejas y después
de haber hecho, como todos los días, una hora extra, se acerca andando
hasta el mercado de Las Ventas y repasa todos los puestos de pescado.
Es el final de la tarde y él sabe que hubiese sido mejor comprarlo a
primera hora de la mañana. Pero no desespera, confía en su intuición,
porque sabe que los besugos grandes se venden con más dificultad y que
a última hora de la tarde suelen estar algo más baratos. Por eso va
buscando el más grande y el más fresco. Los mira uno a uno y el que
tiene mayor tamaño, el que tiene el ojo más limpio y más trasparente, y
el que tiene las agallas con la sangre más roja, lo atrapa en su mente,
se lo indica al pescadero y lo compra. No le importa el precio, ese día
no le importa porque se ha pasado todo el año ahorrando. Él ha hecho
muchos días la compra en ese mercado. La hace porque le gusta y porque
le pilla de paso camino a su casa, en el barrio de la Concepción.
Siempre busca el pescado más fresco y al mismo tiempo el más barato, el
de temporada. Sabe cuando la sardina, el boquerón, la palometa, el
chicharro o los mejillones tienen el mejor precio. Sabe en qué puesto
lo tienen más fresco y, sobre todo, sabe que al pescado hay que mirarlo
a los ojos. Los ojos los delatan, por ellos muestran lo frescos que
están, en ellos se nota si llevan más de un día expuestos al público.
Él comprará el besugo y mi madre lo asará en el horno. Antes habrá
hecho una tarta, la habrá hecho antes para que no coja olor, para
aprovechar el calor y para ahorrar energía. Por la noche toda mi
familia disfrutará de la alegría de vivir, a mi padre le harán soplar
las velas de la tarta y todos brindarán por mí. Brindarán por mí, y por
que vuelva, porque hoy no podré saborear ese exquisito manjar que todos
los años compra mi padre y cocina mi madre. A mi madre le resbalarán
dos lágrimas, brotarán de sus ojos, recorrerán sus mejillas y antes de
abandonar su cara, su mano, suavemente, las habrá repartido por todo su
rostro.
Sé que lo celebrarán así, como siempre, porque yo se lo he ordenado, no
quiero que mi cárcel se convierta también en la suya. Se lo he ordenado
y sé que lo cumplirán, porque tengo a una persona infiltrada, una
persona que piensa igual que yo, pero que no está en la cárcel porque
es mujer. Mi hermana mayor es la garantía de que mis padres no se
hundan, ella los obligará a que mi orden se cumpla.
Los inocentes sufren, sufrimos…, con valentía, con ilusión, con
esperanza y con rabia. Siempre tendremos la esperanza, porque sabemos
que la razón está de nuestra parte y llegará el día en que nos la
reconozcan. Los malvados gozan haciendo sufrir a sus semejantes. Gozan
sin remordimientos, se ensañan, pero el gesto retorcido de su cara, el
odio de su mirada y la furia con que nos maltratan los delata. Saben
que llegará el día en el que su poder se acabe, en que la justicia se
imponga y en que dejarán de ser los dueños de las vidas de otras
personas.
Hoy daré vueltas por un patio oscuro. Haré fila y recogeré una comida
que no he podido elegir. Anochecerá, recogeré un café frío e insulso y
no podré dormir hasta altas horas de la noche, pero seguiré escribiendo
para acercarme a mi familia, para estar en el recuerdo brindando por mi
salida y para seguir apuntando todo lo que me roban, lo que me están
arrebatando sin tener ningún derecho. La carta de hoy, que es
continuación de la de ayer y que precederá a la de mañana, es mi
alimento. El alimento que nutre mi espíritu y que me fortalece para
seguir luchando.
(Carta doscientas veintisiete: desde mi cárcel.)
Fue ella quien rompió el silencio. Alguien lo tenía que hacer. La
noche era un suplicio, él daba vueltas y vueltas mientras oía a
su esposa hacer lo mismo…, vueltas y más vueltas. Alguien tendría
que hablar…, pero ¿quién rompe ese nudo que se ha puesto en la
garganta?… Al final fue ella quien lo rompió.
- ¿Tú tampoco puedes dormir? ¾contestó con otra pregunta para tener más tiempo y para ordenar mejor su mente.
- Tampoco.
- Pues en qué voy a pensar: en lo que nos ha dicho.
Escondió lo que llevaba horas y horas dándole vueltas en la cabeza,
lo que había estado rumiando en la cama en silencios interminables,
porque los recuerdos se acumulaban en su mente, venían inconexos, a
trompicones, machacándolo, y él, entre vuelta y vuelta, los
recuperaba, los ordenaba y los sosegaba para volverlos a la vida. Y
revivía todos los momentos como si el tiempo no hubiese pasado, repetía
una tras otra las palabras que un día había escrito y que ahora le
impedían conciliar el sueño. Escondió lo que no tenía cabida en una
simple respuesta y siguió por el camino correcto: por lo que cabía en
la consciencia de una realidad compartida, por el camino que habían
dejado abierto tan solo unas horas antes.
- Es que no puedo entenderlo…
- Yo creo que tú te has pasado. No debiste hacer alusión a lo económico.
- Sí, yo a lo mejor me he pasado, pero es que tú no has llegado.
- ¿No he llegado?
- No, parecía como si estuvieses dispuesto a aceptarlo.
- Yo no he llegado porque he pensado, y tú te has pasado porque te has dejado llevar por tus impulsos.
- Pensado…, no sé qué hay que pensar si hace cuatro días estábamos gritando por las calles: ¡No a la guerra!
- Siempre hay que pensar, y en los momentos difíciles, más.
- No te entiendo.
- Si la obligamos a elegir va a ser peor. No la podemos poner en el dilema de nosotros o él.
- No tiene que elegir, tiene que obedecer.
- Es mayor de edad.
- Pero depende de nosotros.
- Ahí
es donde te vuelves a equivocar. Te equivocaste al decírselo y te
equivocas ahora por no reflexionar. No eres capaz de ponerte en su
lugar.
- ¿Y tú sí?
- Yo lo intento.
- Tú te pones de su parte, que no es lo mismo. Se lo consientes todo. Siempre le has consentido todo.
- Y tú siempre regañas, no razonas. Ni escuchas.
- No lo puedo entender. Tú tenías que ser quien más te opusieras.
- Y
me opongo, pero no a gritos. Lo hago con argumentos. Escúchame, por
favor. No quiero que Alba eche a perder su vida. No quiero llevarla a
que tome una decisión visceral. Quiero que reflexione y para eso es
necesaria la calma. Antes de pronunciar las frases hay que pensar lo
que se dice, si no, cogemos el camino del “y tú más…” y nos enzarzamos
en peleas que pueden concluir en algo totalmente diferente a lo que
queremos.
- Yo es que no lo puedo aguantar.
- Ya,
pero igual que nos dio un portazo ayer y se fue a su habitación, otro
día se puede ir de casa. Tenemos que diseñar una estrategia que la haga
reflexionar y el enfrentamiento no es el mejor camino.
- Pues ya me dirás…
- Si
radicalizamos nuestras posturas, ella va a radicalizar la suya, y así
no adelantamos nada. Con el agravante de que ahora en el ejército se
tiene un sueldo y él, aunque cobre poco, cobrará algo, y además está en
un cuartel por lo que no tiene apenas gastos. Ya te lo ha dicho, no
necesita nuestro dinero para irse un fin de semana. Se va con lo de él.
Y si nos enfrentamos, perdemos. Siempre perdemos, en esta situación los
padres siempre tienen las de perder, a no ser que pensemos. Estoy
seguro de que si nos ponemos duros se nos va.
- Y su carrera, ¿se la va a pagar él también?
- En
principio puede pensar que sí, que con el dinero de él puede tener
suficiente. Porque claro, nosotros no vamos a llegar al extremo de
echarla de casa, ni de negarle la comida. Y si la ponemos en la
tesitura de elegir, lo más seguro es que lo elija a él, y después si
las cosas les van mal, su orgullo la va a impedir dar marcha atrás y
pedirnos ayuda. Porque tú sabes, igual que yo, lo cabezota que es.
- O sea que, ¿tú crees que es mejor no entorpecer las cosas y jugárnosla a que les vaya mal en su relación?
- Por
lo menos actuar para que nunca pierda su confianza en nosotros. Hablar
con ella para que no pierda sus principios, darle razones, que ella
hablé con él, que trate de hacerlo cambiar, así, si algún día les van
mal las cosas, si no prospera su relación, siempre tendrá una puerta
abierta.
- ¡Está bien! Encárgate tú, yo no digo nada…
- Pero tampoco te pongas así.
- ¡Así!, ¿cómo?
- Haciéndote la víctima.
- No
me hago la víctima. Tú te entiendes mejor con ella, tienes paciencia y
ella te escucha, así que te dejo todo para ti. Conmigo es imposible,
siempre terminamos a gritos.
- Vale, pero tranquilízate. Cuanto más serenos nos vea más difícil se lo pondremos.
Todo cambió en el setenta y cuatro. La carta con membrete del ministerio del Ejército fallaba:
“Que una vez agotadas todas las prórrogas posibles a que dan derecho
los estudios que viene realizando, se incorporará al servicio miliar
previo sorteo de mozos en el año mil novecientos setenta y cuatro…”
Había burlado todas las incorporaciones al ejército desde la concesión
de su primera prorroga en el año mil novecientos setenta. Tenía
entonces veinte años y llevaba casi tres trabajando en Standard
Eléctrica y al mismo tiempo estudiaba el último ciclo de Maestría
Industrial en la escuela de San Blas, en la modalidad de escolaridad
complementaria. Modalidad que le permitía compatibilizar el trabajo con
los estudios.
Por aquellas fechas tuvo conocimiento de personas que estaban
encarceladas por haberse declarado objetores de conciencia y buscó la
forma de contactar con gente de su entorno. Cuando lo consiguió,
formaron un grupo clandestino que estudió concienzudamente la Ley
General del Servicio Militar de 1968 y en particular el artículo 32 en
el que se fijaban las condiciones para la solicitud de la prórroga de
segunda clase por razones de estudios.
Hizo su primera solicitud de prórroga con solo dieciocho años cuando
desde el ayuntamiento lo localizaron para iniciar el proceso de
reclutamiento. Cuando se la concedieron estudiaba el primer curso del
tercer nivel de Maestría Industrial en la rama de Electrónica. Ya había
cursado los dos primeros niveles que establecía la Ley de Formación
Profesional del año 1.955, que aún seguía vigente. El primero de
Iniciación Profesional y el segundo de Oficialía Industrial. Con su
título de oficial entró en Standard Eléctrica, siguió sus estudios de
Maestría y le concedieron la primera prórroga. La vida le sonreía. Se
la concedieron por un año sin ponerle ninguna dificultad. Las prórrogas
debían ser solicitadas año a año hasta un periodo máximo de siete. No
tuvo problemas al año siguiente, el setenta y uno, porque seguía sus
estudios en el segundo curso. A partir de la obtención del título de
Maestro Industrial, sus problemas empezaron a aparecer: tenía que dar
continuidad a sus estudios y el sistema empezaba a ponerle infinitas
trabas. No pudo entrar directamente en la Escuela de Peritos
Industriales, porque para ello la puntuación media de todos los cursos
debía ser al menos de notable y aunque se esforzó por sacar las mejores
calificaciones posibles no pudo evitar quedarse por debajo de la
puntuación solicitada.
Tenía, pues, que hacer un examen de
ingreso en la Escuela de Peritos Industriales, pero como no tenía
asegurado el aprobado que le garantizase de nuevo la prórroga para el
año siguiente, se volvió a matricular en la misma escuela de San Blas
para hacer en esta ocasión la rama Administrativa. Consiguió dos
prórrogas más, pero en el setenta y cuatro todo se vino abajo. Solicitó
la prórroga pensando que aprobaría el examen de acceso a la Escuela de
Peritos, pero ni aprobó el examen ni le fue concedida la
prórroga.
A quienes habían seguido el camino del bachillerato y la universidad
todo les resultaba más fácil. Las prórrogas las conseguían por el
mero hecho de estar matriculados, así las tenían aseguradas hasta el
final de su carrera y después los que optaban por la objeción de
conciencia se iban al extranjero con su título debajo del brazo. Pero
esos eran pocos, la mayoría aprovechaba las ventajas de su carrera
universitaria para hacer las milicias,
una mili fácil, en una academia militar, que les proporcionaba el
título de alférez y un traje de cadete que embelesaba a muchas mozas de
provincias.
No se presentó en el tercer reemplazo el día
señalado: el 18 de julio de 1.974. No acudió a cumplir con sus
obligaciones para con la patria. Tampoco salió de España, como hicieron
otros, él quiso esperar. Y esperó a que la Policía Militar lo detuviese…
Lo detuvieron y lo juzgaron. Lo juzgaron por lo militar: en un consejo
de guerra. Lo hicieron con unas leyes injustas, que no permitían la
posibilidad de defenderse, que ocultaban toda la información y que
reprimían brutalmente todas las protestas de las asociaciones
demócratas: plataformas que empezaron a proliferar como setas para
defender las libertades y los derechos sociales.
Ese domingo había algo raro en el ambiente. Todos los festivos se
levantaban tarde, pero cuando lo hacían se respiraba un clima alegre
por la casa. La madre, que era quien se levantaba primero, a una hora
que consideraba prudente, comenzaba a canturrear y a hablar elevando el
tono con el fin de que todos se despertaran y la casa comenzase su
ebullición. Ese día todo era extraño. La madre se levantó como siempre,
pero no dijo nada, ni cantó, ni pronunció palabra, no dijo nada.
Después se levantó el padre y tampoco pronunció una palabra. Cuando se
levantaron los hijos menores lo hicieron risueños, pero como nadie
respondió a sus bromas con la alegría de otros domingos desistieron y
se sumaron, alucinados, al clima del silencio.
Alba permaneció
encerrada en su habitación. Todos pasaron por su puerta, pero nadie se
atrevió a abrirla. Serían las doce cuando el padre, sin poder aguantar
más, la golpeó con los nudillos y la abrió suavemente. Vio que su hija
estudiaba, se acercó hasta su escritorio y apoyó sus manos sobre sus
hombros. Le masajeó lentamente el cuello, y cuando ella le respondió
acariciándole las manos, le preguntó:
- ¿Qué tal has dormido esta noche?
- Mal, tardé mucho en conciliar el sueño.
- A nosotros nos pasó lo mismo, pero tu madre ya ha entrado en razón. No te gritará más y aceptará tus decisiones.
Alba no respondió, pero le apretó las manos y él recibió el apretón como su mejor respuesta y le volvió a preguntar:
- Y tú, ¿qué has pensado?
- Me he reafirmado en dos cosas: la tolerancia y el diálogo.
- Muy buenas las dos, ¿por cuál empezamos?
- El diálogo ya lo hemos empezado.
- Pero no ha de ser solo conmigo, tendrá que ser también con él.
- ¿A qué te refieres?
- A ampliar el campo. A que dialogues con él. Además, él también tendrá padres, ¿no?
- Claro
- Pues
tendrá que dialogar con ellos. ¿A sus padres les parece bien que se
vaya un fin de semana con una chica que ellos no conocen?
- No lo sé.
- ¿No lo sabes porque no lo habéis hablado o porque él no se lo ha contado a sus padres?
- Se lo habrá dicho también este fin de semana. Está en su pueblo.
- ¡Ah! ¿Es de un pueblo?
- Sí, de un pueblo de Toledo.
- Pues
eso, diálogo, habla con él. Dile que tus padres se oponen con toda
firmeza a que su hija se vaya a pasar un fin de semana con una persona
a la que no conocen. Y dile que piense si ir un fin de semana contigo,
en contra de nuestra voluntad, es la mejor manera de comenzar una
relación en la que en algún momento entraremos de alguna forma
nosotros. ¿O quieres tenerla a nuestras espaldas?
- No. Si os lo estoy contando.
- Pero no lo conocemos.
- Lo conoceréis después.
- ¿Y por qué no antes?
- No lo hemos pensado.
- Pues
pensadlo. Que lo hable con sus padres y que les diga que se va un fin
de semana con una chica en contra de la voluntad de sus padres. Y si lo
ha hablado ya, a ver qué le han dicho. Me extraña que les parezca bien
ir con una chicha en esas condiciones. ¿O es que como él es hombre a
sus padres les da igual?
- ¡Qué cosas dices, papá!
- Lo
digo con intencionalidad, porque si sus padres tienen las mismas
opiniones que nosotros sobre la igualdad entre los hombres y las
mujeres, entonces le dirán lo mismo que le diría yo a uno de tus
hermanos.
- ¿Y qué les dirías?
- Lo mismo
que a ti. Nos opondríamos con la misma rotundidad a que se fuese un fin
de semana con una mujer a la que no conocemos. No sé si me entiendes,
yo no me opongo a que vivas tu vida, pero no nos escondas nada, no me
opongo a que te vayas un fin de semana con él, pero preséntanoslo
antes. Él viene aquí y lo conocemos. Tú vas a su pueblo, te conocen sus
padres y después seguís vuestro camino.
- Me parece lógico, lo hablaré con él. Sigo tu consejo y me pongo en vuestro lugar. Y tú, ¿te has puesto en el mío?
- ¿Quieres decirme que pasamos al punto de la tolerancia?
- Más o menos.
- Y dejamos zanjado que antes de marcharos un fin de sanana nos lo vas a presentar.
- Dejamos
zanjado que lo hablaré con él. Y sobre la tolerancia me he fortalecido
en mis principios. He encontrado nuevos argumentos que me afianzan en
lo que te expuse ayer.
- Cuenta.
- Sin ir más
lejos, en nuestra familia hay personas que tienen creencias religiosas
y otras que solo creen lo que se sustenta en la razón, y conviven.
Entre las personas con creencias religiosas, unas creen en una religión
y otras en otra, y conviven. Es más, puede darse el caso de personas
casadas y que cada uno practique una religión diferente. Eso es
tolerancia, y eso es lo que me habéis enseñado.
- Sí, eso es
tolerancia, y precisamente quienes tienen unas creencias no se
adiestran de forma violenta para enfrentarse con quienes las tienen
distintas, que es lo que hacen los ejércitos.
- Bueno…, en la
mayoría de las guerras, por no decir en todas, el componente religioso
es uno de los causantes del conflicto. Luego las creencias están dentro
de los ejércitos, es más, hay ejércitos fanáticos en los que su razón
de ser está condicionada por las creencias. Y en el resto, de alguna
forma también. Todos se identifican con algún credo religioso. Luego
las creencias, aunque no se adiestren como tales para actuar
violentamente, nunca se mantienen al margen.
- Sí, en eso
tengo que darte la razón, las relaciones humanas son muy complejas y
las creencias están siempre en el foco de los conflictos, pero volvamos
a la tolerancia.
- Pues ahí es donde debe aparecer: en las
relaciones humanas tan complejas. Tenemos que convivir y la tolerancia
tiene que ser eso: saber convivir con quienes piensan algo distinto.
- Pero tiene que haber unos límites, no podemos ser tolerantes con la maldad, con la injusticia, con la violencia…
- Él no es malo, no es violento…, solo está equivocado.
- Pero
el ejército sí. Y los ejércitos no se equivocan. Todos los ejércitos
son violentos, deliberadamente beligerantes y ninguno es tolerante con
el adversario. ¿Cómo compaginamos eso? Si ellos son cien por cien
beligerantes y nosotros cien por cien tolerantes, estamos condenados
irremisiblemente a perder. ¿Nos resignamos? ¿Aceptamos la derrota de
antemano? ¿O seguimos con la lucha pacífica?
- ¿La lucha pacífica no es un oxímoron?
- Yo
creo que no. Una manifestación no es violenta por naturaleza y sí es
una forma de lucha. A Torrejón hicimos marchas pacíficas y conseguimos
que las bases americanas se fueran. Yo creo que hay que ser tolerantes
con los equivocados, pero al mismo tiempo luchar por sacarlos de su
equivocación. Y debemos ser beligerantes con las instituciones. No
podemos permanecer impasibles ante las guerras.
- No, pero no podemos utilizar sus mismas armas, porque entonces seríamos como ellos.
- Pero sí podemos aprovechar al máximo las nuestras. Tú dices que has hablado con él y que lo intentas convencer, ¿no es así?
- Sí.
- ¿Y has aprovechado todos tus argumentos?
- Todos los que me han venido a la cabeza.
- ¿Y los míos? ¿Has aprovechado los míos?
- Ahora no te entiendo.
- Pues
es muy fácil, si no podemos utilizar sus armas tendremos que sumar
nuestros argumentos. Tú has leído todas mis cartas, pero ¿se las has
dado a leer a él? ¿Le has dicho que he pasado casi tres años en la
cárcel sin haber cometido ningún delito?
- A tanto no hemos llegado.
- ¿Te falta confianza?
- No, pero toda relación lleva unos ritmos. Y a ese nivel, el de que influyan los pensamientos de los padres no hemos llegado.
- De ahí la importancia de que nos lo presentes.
- Vale, pero eso ya lo hemos dejado claro.
- Sí,
pero lo que yo quiero hacerte ver es que todo se relaciona, y que tus
relaciones de pareja, al final tienen que estar interconectadas con tus
relaciones familiares. Y si tú quieres influir en él en lo que
consideres que puedan ser decisiones erróneas, no debes desaprovechar
ninguna ayuda.
- Creo que nos estamos desviando del tema,
estábamos en la tolerancia y en la necesidad de aceptar que otras
personas piensen de forma diferente.
- Estábamos en la
necesidad de poner límites a la tolerancia, y a la necesidad de ser
beligerantes con la violencia, incluida la institucionalizada, y a ser
beligerantes con nuestras armas: con las del diálogo, las de la
solidaridad y la de unirnos todos los pacifistas en la misma lucha. Hoy
día las guerras son interminables. No hay acuerdos de paz, se aniquila
al jefe, se mata al adversario para que no se puedan firmar acuerdos,
así las guerras se hacen eternas y la industria armamentística tiene
asegurado su futuro. Antes al enemigo se lo capturaba, se lo apresaba
incluso, pero se firmaban acuerdos de paz con el vencido. Ahora no, en
Palestina, en Argelia, en Afganistán, en Irak…, se ha matado al jefe, o
a los jefes, para que no se pueda firmar con ellos nunca la paz.
- ¡Qué radical te pones! Ni que estuviésemos en la tercera guerra mundial.
- Si
entendemos por radical ir a la raíz de los problemas, en este caso el
de la violencia, sí me pongo radical. Radical con una visión global de
los conflictos. La guerra en el sentido tradicional, y me refiero a la
Segunda Guerra Mundial y a las anteriores, puede ser que a día de hoy
no se la pueda llamar mundial, pero si nos fijamos en las diferentes
formas de violencia que existen hoy en día, si a las guerras
estrictamente declaradas añadimos: el terrorismo, incluido el de los
estados y el de los grupos de presión de todo tipo; la lucha por
el control de los alimentos básicos y sus dramáticas consecuencias de
muerte y miseria; las guerras económicas, con bruscas subidas y bajadas
intencionadamente de los precios de los productos energéticos; la
guerra informática por el control de las mentes y de las comunicaciones
y un largo etcétera; entonces sí que me atrevo a opinar que estamos en
un conflicto mundial al que los pacifistas tenemos que hacer frente.
- ¿Y cómo nos podemos enfrentar a todo ese cúmulo de conflictos violentos?
- Pues,
como dijo alguien, agrupándonos todos. La lucha entre la guerra y la
paz puede ser la definitiva: la final. No sé si estará ya aquí, no sé
si esta será la lucha final, pero, por si acaso, agrupémonos todos los
que queremos la paz.
- ¡Qué fácil lo ves tú todo! Recurres al
pasado y buscas recetas viejas. La vida ahora no es como antes, ahora
cada uno va a lo suyo. Ese concepto global de la violencia no lo siente
nadie, yo creo que hemos perdido la capacidad de relacionar las cosas,
de todas formas aunque fuese como tú dices, nosotros lo vamos a tener
que vivir a nuestra manera. Nada será como vosotros os lo imagináis ni
como vosotros quisierais solucionarlo. Si nos tenemos que agrupar
también lo haremos a nuestra manera. Para bien o para mal los tiempos
cambian y no lo hacen al gusto de una generación o de otra,
simplemente cambian, como cambian las personas y las sociedades.
Podemos estar inmersos en una revolución y desconocerlo. Nada se puede
hacer con el paso del tiempo. Simplemente pasa y poco podemos hacer las
personas, o al menos eso es lo que nosotros creemos ahora. A lo mejor
hay unos pocos que manejan los hilos y la mayoría somos sus esclavos, a
lo mejor nos han educado para eso. Para pensar como tú dices,
tendríamos que haber tenido otra educación, haber tenido otras
vivencias y sobre todo haber tenido necesidades.
La cárcel es fría por dentro…, un patio…, unos muros…, la
verticalidad del olvido. Pero sus barrotes no apresan tus pensamientos,
sus paredes gruesas son incapaces de encerrar tu imaginación…
- Los conflictos están en otro mundo, -continúa reflexionando
Alba sin darse cuenta de que su padre ya no la escucha-, son ajenos a
la juventud, nosotros vivimos el día a día. Si estuviésemos pensando en
lo que tú dices no podríamos vivir, estaríamos angustiados...
Te roban un día y después otro y otro…
- …sería imposible vivir. Seguro que tenemos lagunas en la
formación que hemos recibido, sobre todo en la fortaleza para defender
nuestros derechos, pero eso ya es inevitable y tendremos que convivir
con esas carencias.
Me han robado el uno de enero de mil novecientos setenta y
cinco, y el dos, y el tres…, todos los días de enero…, y de febrero y
de marzo…, todos los meses del año mil novecientos setenta y cinco, y
del setenta y seis, y enero…, y febrero del setenta y siete. Hasta el
día de la amnistía, ¡me los han robado! Y todavía nadie lo ha
reconocido. Me han robado el tiempo, pero no me han robado la memoria.
- ¡PAPÁ!
- Perdona. No te escuchaba.
- ¿En qué piensas?
- Me he ido donde tú sabes. Donde tú sabes que he estado. No quiero que os roben ni un segundo de vuestras vidas.
- ¿Quién nos lo va a robar?
- ¡Díselo,
hija! Dile que esté con nosotros. Dile que lea mis mil y una cartas
desde la cárcel y sobre todo dile que todos los días que me han robado
quiero convertirlos en días de paz. Dile que no se deje él robar
ninguno. Ni él ni tú, pero sobre todo, hija, colabora, colabora: ¡Que
no os roben la dignidad! Colabora, hija, colabora.
- ¡Vaale, padre! Ya te lo he dicho: estoy en ello.