La cárcel

Si salgo un día a la vida
mi casa no tendrá llaves:
siempre abierta, como el mar,
el sol y el aire.

Que entren la noche y el día,
y la lluvia azul, la tarde,
el rojo pan de la aurora;
la luna, mi dulce amante.

Que la amistad no detenga
sus pasos en mis umbrales,
ni la golondrina el vuelo,
ni el amor sus labios. Nadie.

Mi casa y mi corazón
nunca cerrados: que pasen
los pájaros, los amigos,
el sol y el aire.
Marcos Ana.

 

 

Hoy ha amanecido a la misma hora, pero no he visto salir el sol. Hace frío, como todos los días hace mucho frío. Todos los días paso frío, un frío que me hiela, que penetra hasta los huesos y que deja aterida mi mente. Hasta en agosto he pasado frío, porque aunque sudaba por fuera, me helaba por dentro.
Hoy tengo aún más frío en el alma: no podré felicitar a mi padre. No podré tirarle de las orejas ni darle dos besos. Cumple cincuenta y cuatro años y nos tiene preparado un besugo. No es un besugo cualquiera: es el mejor besugo, el más grande, el único capaz de saciar el apetito de toda la familia. Todos los años nos agasaja el día de su cumpleaños con un besugo. Él lo compra, lo compra el día anterior. A última hora de la tarde, después de salir de la fábrica en la calle Hermanos García Noblejas y después de haber hecho, como todos los días, una hora extra, se acerca andando hasta el mercado de Las Ventas y repasa todos los puestos de pescado. Es el final de la tarde y él sabe que hubiese sido mejor comprarlo a primera hora de la mañana. Pero no desespera, confía en su intuición, porque sabe que los besugos grandes se venden con más dificultad y que a última hora de la tarde suelen estar algo más baratos. Por eso va buscando el más grande y el más fresco. Los mira uno a uno y el que tiene mayor tamaño, el que tiene el ojo más limpio y más trasparente, y el que tiene las agallas con la sangre más roja, lo atrapa en su mente, se lo indica al pescadero y lo compra. No le importa el precio, ese día no le importa porque se ha pasado todo el año ahorrando. Él ha hecho muchos días la compra en ese mercado. La hace porque le gusta y porque le pilla de paso camino a su casa, en el barrio de la Concepción. Siempre busca el pescado más fresco y al mismo tiempo el más barato, el de temporada. Sabe cuando la sardina, el boquerón, la palometa, el chicharro o los mejillones tienen el mejor precio. Sabe en qué puesto lo tienen más fresco y, sobre todo, sabe que al pescado hay que mirarlo a los ojos. Los ojos los delatan, por ellos muestran lo frescos que están, en ellos se nota si llevan más de un día expuestos al público.
Él comprará el besugo y mi madre lo asará en el horno. Antes habrá hecho una tarta, la habrá hecho antes para que no coja olor, para aprovechar el calor y para ahorrar energía. Por la noche toda mi familia disfrutará de la alegría de vivir, a mi padre le harán soplar las velas de la tarta y todos brindarán por mí. Brindarán por mí, y por que vuelva, porque hoy no podré saborear ese exquisito manjar que todos los años compra mi padre y cocina mi madre. A mi madre le resbalarán dos lágrimas, brotarán de sus ojos, recorrerán sus mejillas y antes de abandonar su cara, su mano, suavemente, las habrá repartido por todo su rostro.
Sé que lo celebrarán así, como siempre, porque yo se lo he ordenado, no quiero que mi cárcel se convierta también en la suya. Se lo he ordenado y sé que lo cumplirán, porque tengo a una persona infiltrada, una persona que piensa igual que yo, pero que no está en la cárcel porque es mujer. Mi hermana mayor es la garantía de que mis padres no se hundan, ella los obligará a que mi orden se cumpla.
Los inocentes sufren, sufrimos…, con valentía, con ilusión, con esperanza y con rabia. Siempre tendremos la esperanza, porque sabemos que la razón está de nuestra parte y llegará el día en que nos la reconozcan. Los malvados gozan haciendo sufrir a sus semejantes. Gozan sin remordimientos, se ensañan, pero el gesto retorcido de su cara, el odio de su mirada y la furia con que nos maltratan los delata. Saben que llegará el día en el que su poder se acabe, en que la justicia se imponga y en que dejarán de ser los dueños de las vidas de otras personas.
Hoy daré vueltas por un patio oscuro. Haré fila y recogeré una comida que no he podido elegir. Anochecerá, recogeré un café frío e insulso y no podré dormir hasta altas horas de la noche, pero seguiré escribiendo para acercarme a mi familia, para estar en el recuerdo brindando por mi salida y para seguir apuntando todo lo que me roban, lo que me están arrebatando sin tener ningún derecho. La carta de hoy, que es continuación de la de ayer y que precederá a la de mañana, es mi alimento. El alimento que nutre mi espíritu y que me fortalece para seguir luchando.
(Carta doscientas veintisiete: desde mi cárcel.)

 

Fue ella quien rompió el silencio. Alguien lo tenía que hacer. La noche era un suplicio, él daba vueltas y vueltas mientras oía a  su esposa hacer lo mismo…, vueltas y más vueltas. Alguien tendría que hablar…, pero ¿quién rompe ese nudo que se ha puesto en la garganta?… Al final fue ella quien lo rompió.

Escondió lo que llevaba horas y horas dándole vueltas en la cabeza, lo que había estado rumiando en la cama en silencios interminables, porque los recuerdos se acumulaban en su mente, venían inconexos, a trompicones, machacándolo,  y él, entre vuelta y vuelta, los recuperaba, los ordenaba y los sosegaba para volverlos a la vida. Y revivía todos los momentos como si el tiempo no hubiese pasado, repetía una tras otra las palabras que un día había escrito y que ahora le impedían conciliar el sueño. Escondió lo que no tenía cabida en una simple respuesta y siguió por el camino correcto: por lo que cabía en la consciencia de una realidad compartida, por el camino que habían dejado abierto tan solo unas horas antes.

 

Todo cambió en el setenta y cuatro. La carta con membrete del ministerio del Ejército fallaba:
“Que una vez agotadas todas las prórrogas posibles a que dan derecho los estudios que viene realizando, se incorporará al servicio miliar previo sorteo de mozos en el año mil novecientos setenta y cuatro…”
Había burlado todas las incorporaciones al ejército desde la concesión de su primera prorroga en el año mil novecientos setenta. Tenía entonces veinte años y llevaba casi tres trabajando en Standard Eléctrica y al mismo tiempo estudiaba el último ciclo de Maestría Industrial en la escuela de San Blas, en la modalidad de escolaridad complementaria. Modalidad que le permitía compatibilizar el trabajo con los estudios.
Por aquellas fechas tuvo conocimiento de personas que estaban encarceladas por haberse declarado objetores de conciencia y buscó la forma de contactar con gente de su entorno. Cuando lo consiguió, formaron un grupo clandestino que estudió concienzudamente la Ley General del Servicio Militar de 1968 y en particular el artículo 32 en el que se fijaban las condiciones para la solicitud de la prórroga de segunda clase por razones de estudios.

Hizo su primera solicitud de prórroga con solo dieciocho años cuando desde el ayuntamiento lo localizaron para iniciar el proceso de reclutamiento. Cuando se la concedieron estudiaba el primer curso del tercer nivel de Maestría Industrial en la rama de Electrónica. Ya había cursado los dos primeros niveles que establecía la Ley de Formación Profesional del año 1.955, que aún seguía vigente. El primero de Iniciación Profesional y el segundo de Oficialía Industrial. Con su título de oficial entró en Standard Eléctrica, siguió sus estudios de Maestría y le concedieron la primera prórroga. La vida le sonreía. Se la concedieron por un año sin ponerle ninguna dificultad. Las prórrogas debían ser solicitadas año a año hasta un periodo máximo de siete. No tuvo problemas al año siguiente, el setenta y uno, porque seguía sus estudios en el segundo curso. A partir de la obtención del título de Maestro Industrial, sus problemas empezaron a aparecer: tenía que dar continuidad a sus estudios y el sistema empezaba a ponerle infinitas trabas. No pudo entrar directamente en la Escuela de Peritos Industriales, porque para ello la puntuación media de todos los cursos debía ser al menos de notable y aunque se esforzó por sacar las mejores calificaciones posibles no pudo evitar quedarse por debajo de la puntuación solicitada.  
Tenía, pues, que hacer un examen de ingreso en la Escuela de Peritos Industriales, pero como no tenía asegurado el aprobado que le garantizase de nuevo la prórroga para el año siguiente, se volvió a matricular en la misma escuela de San Blas para hacer en esta ocasión la rama Administrativa. Consiguió dos prórrogas más, pero en el setenta y cuatro todo se vino abajo. Solicitó la prórroga pensando que aprobaría el examen de acceso a la Escuela de Peritos, pero ni aprobó el examen ni le fue concedida la prórroga.   
A quienes habían seguido el camino del bachillerato y la universidad todo les resultaba más fácil. Las prórrogas las  conseguían por el mero hecho de estar matriculados, así las tenían aseguradas hasta el final de su carrera y después los que optaban por la objeción de conciencia se iban al extranjero con su título debajo del brazo. Pero esos eran pocos, la mayoría aprovechaba las ventajas de su carrera universitaria para hacer las milicias, una mili fácil, en una academia militar, que les proporcionaba el título de alférez y un traje de cadete que embelesaba a muchas mozas de provincias.
No se presentó en el tercer reemplazo el día señalado: el 18 de julio de 1.974. No acudió a cumplir con sus obligaciones para con la patria. Tampoco salió de España, como hicieron otros, él quiso esperar. Y esperó a que la Policía Militar lo detuviese…
Lo detuvieron y lo juzgaron. Lo juzgaron por lo militar: en un consejo de guerra. Lo hicieron con unas leyes injustas, que no permitían la posibilidad de defenderse, que ocultaban toda la información y que reprimían brutalmente todas las protestas de las asociaciones demócratas: plataformas que empezaron a proliferar como setas para defender las libertades y los derechos sociales.

 

 

 

 

Ese domingo había algo raro en el ambiente. Todos los festivos se levantaban tarde, pero cuando lo hacían se respiraba un clima alegre por la casa. La madre, que era quien se levantaba primero, a una hora que consideraba prudente, comenzaba a canturrear y a hablar elevando el tono con el fin de que todos se despertaran y la casa comenzase su ebullición. Ese día todo era extraño. La madre se levantó como siempre, pero no dijo nada, ni cantó, ni pronunció palabra, no dijo nada. Después se levantó el padre y tampoco pronunció una palabra. Cuando se levantaron los hijos menores lo hicieron risueños, pero como nadie respondió a sus bromas con la alegría de otros domingos desistieron y se sumaron, alucinados, al clima del silencio.
Alba permaneció encerrada en su habitación. Todos pasaron por su puerta, pero nadie se atrevió a abrirla. Serían las doce cuando el padre, sin poder aguantar más, la golpeó con los nudillos y la abrió suavemente. Vio que su hija estudiaba, se acercó hasta su escritorio y apoyó sus manos sobre sus hombros. Le masajeó lentamente el cuello, y cuando ella le respondió acariciándole las manos, le preguntó:

Alba no respondió, pero le apretó las manos y él recibió el apretón como su mejor respuesta y le volvió a preguntar:

La cárcel es fría por dentro…, un patio…, unos muros…, la verticalidad del olvido. Pero sus barrotes no apresan tus pensamientos, sus paredes gruesas son incapaces de encerrar tu imaginación…

 

 Te roban un día y después otro y otro…

 

Me han robado el uno de enero de mil novecientos setenta y cinco, y el dos, y el tres…, todos los días de enero…, y de febrero y de marzo…, todos los meses del año mil novecientos setenta y cinco, y del setenta y seis, y enero…, y febrero del setenta y siete. Hasta el día  de la amnistía, ¡me los han robado! Y todavía nadie lo ha reconocido. Me han robado el tiempo, pero no me han robado la memoria.