Alba
        
Es la primera en levantarse. Aunque procura no hacer ruido, él se despierta. Todas las mañanas la siente abrir dos puertas: la del cuarto de baño y la de la cocina. Siente sus pisadas suaves por el pasillo, el chorreo de la ducha y el ruido del microondas.  Todos los días aprovecha el leve ruido que hace su hija para desperezarse y para disfrutar de esos últimos momentos en el lecho matrimonial. Se acurruca en el cuerpo de su esposa, adaptando su posición a la que ella en esos momentos tiene, que suele ser la de silla con la espalda curvada; una adaptación, a su estilo, de la posición fetal; comparte su calor, palpa la suavidad de su piel hurgando entre el pijama y el cuerpo, absorbe el olor cargado que se ha acumulado durante toda la noche en la cama y escucha...
Siempre notó sus ruidos en la noche. Desde recién nacida, el llanto, e incluso los más leves gemidos, lo despertaban. Saltaba precipitadamente de su cama y en pocos segundos se encontraba observando a su hija. La veía en la oscuridad, porque sus ojos se adaptaban perfectamente a la penumbra y aprovechaban la luz mínima de la noche para observar sus movimientos, para oír su respiración tranquila y gozar de ese momento arropándola un poco y dándole un beso.  Era como si un sexto sentido, el paternal, se hubiese despertado en él con su nacimiento. Fue la primera, después nacerían otros dos, pero ese sentido nunca se apartó de su cabeza.
Ahora se alegra de que lo despierte, ella le prepara el camino. Él es el siguiente, procura levantarse antes de que se haya ido, pero a veces no lo consigue y, cuando lo logra, apenas tiene tiempo de despedirla. Ella cargada de libros, con su plumas, su cuello de bufanda y el gorro fosforescente, sale disparada y cierra la puerta respondiendo a su saludo matutino con un: “a..diós…, ya llego tarde”.
 Son las ocho de la mañana. Desde la ventana la ve cruzar la calle y subir la pequeña cuesta que la lleva hasta el metro. Ningún día se resiste a la tentación de asomarse y seguir su caminar risueño, con su andar saltarín, a medio camino entre la carrera y el paso acelerado. A veces da un pequeño salto para tomar impulso y mantener ese pequeño trotecillo. Saluda precipitadamente con la mano a una persona que se cruza en su camino y continúa por la acera, escondiéndose entre los árboles, hasta perderse en la boca del metro. No ve su cara, solo observa su silueta, pero por el ritmo de sus pasos y por el cimbreo de su cuerpo él sabe que una sonrisa la acompaña: Alba ya va a la universidad.
A él también le hubiese gustado ir y haber hecho una carrera: una ingeniería. Haber estudiado el Bachiller Elemental, el Bachillerato Superior de Ciencias y el Preuniversitario. Haber participado del mundo estudiantil y desde él haber luchado por la libertad y la democracia. Haber compartido los libros con las asambleas y haber defendido en ellas sus posiciones, haber argumentado en libertad como quería que fuese el mundo, haber luchado por conseguirlo preparando manifestaciones y saltos…, y sobre todo: haber vivido.
Pero en su familia no tenía cabida ese sueño. El salario de su padre que, por no tener estudios, nunca  pasó de ser trabajador subalterno con la categoría de almacenero en FEMSA, la empresa en la que trabajaba; no llegaba para dar ese tipo de estudios a él y a sus dos hermanas. Solo daba para dar fuerzas a la esperanza, porque sus padres nunca desistieron de que sus hijos estudiasen: por la vía de la formación profesional, pero que estudiasen.
Ingreso en la Escuela de Maestría Industrial de San Blas a los catorce años y a los diecisiete tenía el titulo de oficial industrial en prácticas por la rama de la electrónica. Eligió la electrónica porque su padre le había repetido hasta la saciedad que en la electrónica estaba el futuro. 
No se equivocó su padre, y con su título recién estrenado encontró, con tan solo diecisiete años, su primer trabajo como aprendiz en Standard Eléctrica, con un horario que le permitió seguir una escolarización mixta en el mismo instituto de formación profesional de San Blas.
 Haber llegado a la universidad, aunque hubiese sido por la vía de la Escuela de Peritos Industriales o por la del examen de acceso a los mayores de veinticinco años era su sueño, pero todo se quebró en el setenta y cuatro cuando le denegaron la última prórroga.

Mientras ve a Alba alejarse por la ventana reflexiona un par de minutos sobre su pasado y piensa en ella. Son los únicos de calma, solo son dos, los tiene cronometrados. En ese momento se regodea en inflar su dicha y se agarra a las burbujas del recuerdo: cuando floreció la vida…, cuando se perpetuó el orgasmo. Y todo se ensancha, se hace más largo el tiempo, más amplia la cama. Lo que fue efímero se hace eterno: todo en una mirada tras la ventana, todo en un par de minutos.
Después él retoma su rutina: primero el uso del cuarto de baño y después el de la cocina. En cinco minutos la casa será un revuelo, un trasiego de personas disputando los espacios, regateando al tiempo. Su mujer y sus otros dos hijos pelearán primero por el cuarto de baño y después por el microondas y por un espacio en la mesa. Tienen estipulado un orden, pero si uno lo altera, aunque solo sea en dos o tres minutos, todo se precipita, aparecen los nervios y de vez en cuando se oye una voz más alta que otra. Todo se concentra en el siguiente cuarto de hora. En esos momentos todos son víctimas de los horarios.
Él saldrá a las ocho y media a una oficina de Telefónica que está en la calle Irún, una zona céntrica de la ciudad. Tardará media hora en llegar, y allí compartirá con unas cuarenta personas una enorme sala llena de mesas. En la suya, dividida por dos mamparas en forma de aspa, se sentarán otras tres personas con las que tiene un mayor grado de confidencialidad.  Una vez en su trabajo, como operador técnico de planta interna, interpretará circuitos, planos, soportes gráficos, hará informes y análisis estadísticos, localizará averías y las reparará, hará inspecciones y atenderá reclamaciones.
A las nueve menos cuarto la casa se quedará vacía, los hijos habrán ido al instituto más cercano a su domicilio, el mayor estudia primero de Bachillerato y el pequeño, segundo de ESO; y la esposa, al centro de salud, que se encuentra a cinco estaciones de metro, para cumplir fielmente sus responsabilidades de enfermería.
Todos los días laborables tendrán que ajustar cuatro agendas diferentes a los horarios de comidas; por la cantidad y por su contenido, el microondas sabe perfectamente a quien corresponde cada plato. El primero siempre es a gusto del consumidor, salvo el día que es obligado comer legumbres, los hijos elegirán diferentes tipos de pasta y la madre de ensaladas.
Él tendrá el horario partido y comerá el menú del día en un típico restaurante de comidas de los múltiples que hay por la zona donde trabaja, y podrá elegir entre tres o cuatro primeros y otros tres o cuatro segundos. Solo los fines de semana coinciden en las comidas. Ese sábado por la tarde, mientras los padres descansan, los hijos menores han salido precipitadamente de casa:

Alba ha sentido la puerta y se ha dado cuenta de que sus dos hermanos han salido de la casa. Era lo que estaba esperando. Ha entrado en el salón donde sus padres alternan un duermevela con las imágenes de un documental sobre animales salvajes, ha carraspeado para llamar su atención, los ha observado un instante y se ha dirigido a una esquina del sofá para acomodarse en el sitio que quedaba libre, al mismo tiempo los ha nombrado con firmeza:

El padre, que ha permanecido callado, cambia su sitio, se acerca a su hija, le coge las manos y la mira fijamente a los ojos:

¿Cómo puede cambiar todo en un momento? El padre estaba desbordado. La hija se iba y la madre no hacía nada por relajar la situación. Trató de sujetar a su hija, pero lo esquivó. No lo pudo evitar. Ni logró que su hija permaneciese en el salón ni que su esposa se tranquilizase. Observó la situación impotente, y vio cómo su hija, con la cara desencajada, con los ojos llorosos y los puños cerrados salió del salón y con paso acelerado se dirigió a su habitación.
Silencio…, el salón es silencio…, la casa es un silencio total. Él pasea dando vueltas por el salón, sale al pasillo, llega hasta la puerta de la habitación de su hija, donde se ha encerrado tras un fuerte portazo, y se vuelve: no sabe qué hacer. Su esposa sigue en el salón, está desencajada, el rictus de su cara refleja su inmenso desengaño, tampoco sabe qué decir. Y él deambulando del salón al pasillo, del pasillo al salón y sin saber qué hacer. Tendría que calmar a su mujer y tranquilizar a su hija, pero no le salen las palabras adecuadas para sosegar a su esposa ni se atreve a entrar en la habitación de su hija de donde salen los sonidos del llanto.
Está tentado a abrir la puerta, pero espera, espera, espera... El padre quiere dejarla un tiempo para respirar. Después golpea con los nudillos la puerta y entra. La ve tumbada boca abajo con muestras de estar aún llorando. Le coge delicadamente el pelo y se lo echa hacia un lado. Después le habla, más bien le susurra al oído:

El padre aprovecha el estado de su hija para explayarse en su discurso. La observa abatida, escondida en su cama para ocultar su estado, pero el padre lo sabe, sabe que ha llorado, porque su cuerpo se estremece, porque está callada y no le contesta. Sabe que no le contesta, porque no puede; porque, si lo hace, se le escaparía un sollozo, pero lo nota, lo nota en las convulsiones de su cuerpo y en ese hipo que de vez en cuando la delata. También sabe que sus palabras la relajan, que su discurso tranquilo la sosiega, y sobre todo, sabe que el contacto de sus manos acariciándole los cabellos sirven de puente para que la comunicación fluya.

Por fin lo ha dicho, lo ha dicho y ha respirado, ha respirado profundamente, ha echado fuera lo que la ahogaba y está mejor. El padre aprovecha para allanar el camino.