Ella en su  corazón

Los dedos…¡cuánto saben los dedos!, ¡si los dedos hablaran! Ellos fueron los primeros que pidieron ayuda, que tocaron la tecla de mayúscula para que las letras fuesen más potentes, para que la súplica llegase con más fuerza a su destinataria. Ellos pasaron noches y noches en vela tecleando letras, formando palabras, construyendo frases, redactando párrafos: suprimiendo, añadiendo, cambiando…, hasta lograr el texto deseado.
Ellos fueron los primeros que palparon la suavidad de la cara de la Musa. En aquel café-bar tan lleno de espejos, antes de que sus bocas se unieran, los dedos se ofrecieron, los de él y los de ella a la vez, se ofrecieron y se encontraron, sin pedir permiso, se unieron por instinto, se agarraron, los de una mano y los de la otra, porque mientras sus ojos se miraron, mientras se dijeron las palabras mágicas, las claves que antes habían sido acariciadas también en el teclado por los dedos; ahora, ellos, permanecieron unidos. Fueron los primeros en acariciar su cara, los suyos, la de ella; los de ella, la de él;  y fueron los primeros en atrapar sus cuerpos, para abrazarse y presionar, cada uno en la espalda del otro, para darse el primer beso.
Los dedos unidos…, unidos palpándose…, unidos acariciándose y unidos esperando la salida a la calle; para apretarse y relajarse, para descubrir la plaza de Santa Ana y juguetear, porque mientras sus ojos descubrían la estatua de Lorca, leían la frase escrita en su peana y observaban el aleteo de las palomas, ellos suavemente se tocaban, se hacían cosquillas, avanzaban en el deseo…, y preparaban el camino para poseerse.   
Ellos fueron los protagonistas principales durante el día y la noche en el tiempo en que la puerta de aquel hotel permaneció cerrada. Acariciaron todas las partes de un cuerpo totalmente entregado y fueron cómplices, compañeros, de otros dedos que hicieron las mismas caricias en otro cuerpo también entregado. No se separaron ni un momento, porque cuando la puerta se abrió los dedos permanecieron unidos, unidos por los pasillos con vistas panorámicas al Madrid de los Austrias, unidos en el comedor, donde degustaron manjares exquisitos, y unidos en la terraza en la que se relajaron y contemplaron sus vidrieras y a través de ellas el trasiego continuo de gente jugueteando, también con sus manos, por la plaza. Desde la placidez de sus cómodas butacas y degustando combinados de zumos exóticos observaron sus plantas, y entre las enredaderas y las aspidistras comentaron la leyenda del sol y la luna relacionada con el edificio de enfrente.
Y unidos los dedos entre la palma de la mano y el torso, descubriendo las rugosidades, las protuberancias y la suavidad…, la suavidad de sus yemas. Unas yemas que enloquecen, que excitan todo lo que tocan, porque lo elevan a un estado mágico: al estado del deseo.

Los dedos del Escritor vuelven a teclear. Temblorosos, desconcertados, torpes y lentos, golpean unas letras conocidas:

Y se apartan del teclado. Se buscan, se entrecruzan los de una mano con los de la otra, se aprietan…
El Escritor baja la cabeza, cierra los ojos, no puede pensar, solo los dedos se dan cuenta de lo que le pasa, pero están atados, uniendo las dos manos, entrecruzados, sujetando el abdomen, apretando sus entrañas. Al fin se separan. Los de la mano derecha suben hasta la frente y la masajean, pero no encuentran nada. Masajean la piel, acarician la cara, pero nadie responde. La mano derecha sujeta la cara del Escritor que tiene el codo apoyado en el tablero de la mesa de su escritorio. Los dedos de la mano izquierda vuelven al tecleado…, sin vida…, vacilan…, no saben en qué letra posarse. El Escritor levanta la cabeza y mira por la ventana que tiene enfrente, pero no ve nada. La mano derecha también ha vuelto al teclado, sus dedos acarician temblorosamente las teclas sin saber tampoco en qué letra posarse. Con todos los dedos acariciando el teclado, la inercia los lleva.

Se vuelven a parar, nadie les ordena nada. Se han quedado huérfanos, pero tienen que seguir escribiendo.

Poco a poco los dedos del Escritor vuelven a la vida, van cogiendo ritmo, van recibiendo órdenes. Órdenes de una mente desdoblada por lo que sus pulsaciones se multiplican, a ellos les da igual quien les mande escribir, les da igual que sea una persona pesimista o que sea una optimista, ellos solo quieren teclear, coger velocidad, volver a la vida. Se dan cuenta de que en la mente del Escritor hay dos personas, pero en ese desdoblamiento la magia vuelve a funcionar, y las ideas, de él o de ella, da igual, llegan nuevamente hasta sus yemas que son receptoras y creadoras al mismo tiempo.

 

    Ya los dedos del Escritor se mueven seguros. Son ajenos a quien les dicta y se sienten más libres. Poco a poco van cogiendo ritmo. Cada vez están más contentos, son más bailarines. Teclean las letras, pero no saben quién les da las órdenes.
¿De quién son esos dedos que toman vida propia, que se mueven cada vez más rápidos ajenos al estado de ánimo del Escritor, que han tomado rienda suelta al destino y que se han hecho autónomos? Teclean, teclean las letras como locos y las frases aparecen libres, juguetonas, como sin dueño. El Escritor es un mero observador de unas manos, de unos dedos enloquecidos, que tocan la letra justa, la adecuada.
A veces tienen la sensación de que adelgazan, de que se estiran, de que su piel se rejuvenece, se hace más suave y sensible, porque recuerdan…, recuerdan aquellos otros que tantas veces tocaron, que compartieron paseos, que se escondieron en un bolsillo mientras sus dueños hablaban, que jugaron a evadirse y concentrarse en ellos mismos, ajenos a los pensamientos, ajenos a las conversaciones, ajenos a las risas: porque formaron el mundo del tacto. Y compartieron caminos inhóspitos, veredas estrechas en donde se apretaban y los unos tiraban de los otros, subieron por cuestas empinadas, llegaron a cimas y, mientras sus dueños respiraban jadeantes y admiraban los paisajes, ellos se palpaban, ¡siempre palpándose!, ¡siempre acariciándose!, como si su vida fuese solo eso: tocarse, acariciarse y siempre disfrutar los unos de los otros.
Compartieron sueños, porque mientras sus dueños dormían ellos se buscaban e instintivamente se unían, se entrecruzaban y se saboreaban; y compartieron con ellos los sofocos, que provocaban y al mismo tiempo controlaban, porque ellos jugaban con sus dueños y les hacían subir y bajar, jadear, gritar, deshacerse, desparramarse y penetrarse. Y ellos los observaban y disfrutaban al tiempo que los hacían sus esclavos.
Hasta las yemas de los dedos del Escritor llegan impulsos para posarse en las teclas de otras letras, para alterar su ritmo y cambiar el orden de las combinaciones, para hacer aparecer palabras que nunca antes habían escrito. Palabras nuevas, más hermosas, más tiernas, más dulces, que forman frases también diferentes, con una sensibilidad exquisita, y se dan cuenta de que han ganado, de que son más rápidos, más ágiles y más sensibles.

 

Y los personajes aparecen nuevamente en su mente.