Solo jugaba

Estaba escondida en el lugar más adecuado: en el altillo del aseo matrimonial. Se conocía bien la casa, era la suya. La conocía palmo a palmo, por eso sabía cuál era el lugar más adecuado para grabar el vídeo erótico más preciso. Lo había intentado una vez, pero no lo consiguió.
En la otra ocasión temió ser descubierta cuando oyó abrirse una puerta y una voz susurró cariñosamente:

El Escritor volvió demasiado pronto. O ella calculó mal el tiempo. Pasó muchos días observando la casa. Ella tenía llaves y podía entrar cuando quisiera, pero el Escritor debía estar fuera. Y el Escritor no salía. No entendía cómo podía pasar semanas y semanas sin salir de La Linde. Cuando estaba con ella, aún en los momentos de mayor obsesión literaria, salía y daba largos paseos por el campo, ahora no. Llevaba más de tres meses vigilándolo minuciosamente y no lo había visto salir nunca. Pero ese día creyó haberlo conseguido. Por fin el Escritor salió de su cobijo. Salió en coche e iba acompañado por Sebas. Pensó que irían a Navia a comprar cosas necesarias para la casa y para la huerta y que dispondría de toda la mañana. Que la Musa colaboraría utilizando la ducha para que ella pudiese realizar su trabajo. Llevaba más de seis meses inactiva y sus ingresos se resentían. Decidió dar un paso más mediante la grabación de un vídeo. Colgarlo en la red podría servirle de amenaza constante y de seguro para sus necesidades financieras. Creyó que tendría tiempo suficiente, pero no fue así. Cuando estuvo acomodada en su altillo oyó abrirse una puerta y escuchó la voz de su marido. Se quedó petrificada y temió ser descubierta y humillada. Su trabajo debía ser perfecto, como el de un experto detective, y en ningún caso podía ser desenmascarada. Se acurrucó en el fondo y permaneció en el más absoluto silencio hasta que la tranquilidad de la noche y los ronquidos de dos personas dormidas le despejaron el camino y le permitieron la huida.
Esta vez lo tenía claro. El Escritor tenía una rueda de prensa en Madrid. Si salía de La Linde solo, tendría al menos doce horas para encontrar el momento adecuado y culminar con éxito su trabajo. Era difícil pensar que en doce horas de un día de septiembre, aún caluroso, la Musa no se diese una ducha. Tardó en hacerlo.
Llevaba ocho horas en el altillo en un incómodo reposo, porque, apenas salió el coche y comprobó que el Escritor iba solo, ella culminó su estrategia de entrar en la casa sin ser descubierta. Había pasado la noche en vela, sabía que el Escritor madrugaría, por eso, como un cazador en su puesto de vigilancia, hizo guardia desde las cuatro de la madrugada camuflada tras un enorme castaño que había en el recodo que daba acceso a la finca. Lo vio salir y aprovechó los ruidos de los grillos y los mochuelos para camuflar los que hacían sus llaves al abrir las puertas. Entró descalza en la casa y con la suavidad del andar de un gato llegó hasta el altillo del cuarto de aseo de la habitación matrimonial mientras la Musa dormía plácidamente. No eran las ocho de la mañana cuando ya estaba perfectamente acomodada, con su móvil preparado, esperando la ducha del despertar matutino.
Pero no fue así. La Musa no se duchó esa mañana. Entró y salió del baño. Hizo sus necesidades fisiológicas, pero no se duchó hasta por la tarde. Cuando lo hizo eran casi las seis y a ella la pilló cansada y somnolienta. Había estado todo el día apoyada en las tablas de madera, en una posición incómoda, estática, para evitar los ruidos; no había dormido esa noche, no había desayunado, ni comido, ni bebido, y estaba exhausta. Sin embargo lo asumió con agrado, era el precio, ¾pensó¾, por su duro trabajo. El ruido del agua la despertó. Activó todos sus mecanismos y se dispuso a grabar el vídeo. No había cortinas ni mamparas, el cuerpo de la Musa estaba totalmente descubierto. El agua resbalaba por sus senos. Ella agudizó el ojo en el móvil y activó la posición de vídeo. Estaba tan absorta que no vio a un hombre con un cuchillo en la mano entrar en el baño. Lo vio cuando formó parte de la escena, pero solo vio el cuchillo. El cuchillo y una cara asesina que la obligó a gritar.

 

 

 

 

 

Solo jugaba. Ella solo jugaba. Jugaba a ganarse lo que yo le había ofrecido por una separación amistosa. Hubiese sido fácil, yo le ofrecí lo suficiente para que pudiera llevar una vida digna, sin preocupaciones, pero hubiese sido su muerte. Ella lo debió de pensar así: si se acomodaba a lo que yo puntualmente le pasase los fines de mes, no tendría nada que hacer. Su vida se convertiría en una rutina, en un continuo viaje a la nada. Haciéndome chantaje tenía el mismo salario y además tenía un trabajo asegurado. Un trabajo que la entretendría y que haría tan meticulosamente como si fuese una detective profesional.
No tenía otra cosa que hacer. Chantajearme era su única obsesión. Y lo hacía conocedora de que no tenía más pretensión que la del juego. Solo le quedaba jugar porque nuestra vida en común duró solo el tiempo en el que maduran las flores. Las unas fructifican, las otras se marchitan y mueren. Y nuestra flor se apagó cuando nos dimos cuenta de que conseguir el fruto deseado nos resultaba imposible. Lo intentamos por todos los medios, nos hicimos todas las pruebas posibles, pero la posibilidad de engendrar un hijo fue nula y ella se negó en rotundo a optar por la adopción. Yo me refugié en las historias y ella se dio cuenta de que no podía seguir mi juego: el juego de adornar la vida con frutos imaginarios.
Entonces tomó el camino de la nada, de la inexistencia. Ni tomaba decisiones ni aceptaba mis propuestas. Se limitó solo a jugar. Jugar conmigo. No dejarme tranquilo, pero sin atormentarme. No quiso la separación porque estaba segura de que su flor tampoco maduraría con otro. Se convirtió en mi sombra. Una sombra de la que no me pude deshacer nunca. Porque aunque yo hubiese conseguido, tras un camino de sentencias y juicios, una separación, un divorcio, la sombra me hubiese seguido a todas partes, porque ella no se hubiese conformado. Me había perdido, porque era incapaz de seguir el sendero de mi alma, pero no me iba a abandonar porque la visión que tenía de mí: mi imagen, no se la apartaba de la cabeza. Accedió a vivir en lugares distintos, a no tener ninguna relación ni ningún contacto, pero nunca renunció al hilo clandestino de estar ligada a mí por la magia secreta de la extorsión. Ambos lo sabíamos y ambos lo aceptábamos.
Por eso nos acostumbramos al nuevo rumbo de nuestras vidas. Ella convirtió en rutina hacer fotos a las mujeres con las que me relacionaba y yo a satisfacer las demandas económicas, no excesivas en ningún caso, que ella me solicitaba. Y así convertimos el chantaje en un juego. Porque para mí era llevadero, equivalía más o menos a lo que le hubiese correspondido por ley, y para ella era inevitable. Hacía fotos eróticas periódicamente y me las enviaba por correos electrónicos. Yo hacía periódicamente una transferencia bancaria que la tranquilizaba por una temporada.
La mujer de los ojos verdes lo escuchó con toda su atención y lo entendió todo. De vez en  cuando le cogía una mano y se la apretaba. Notaba que al relatar lo sucedido comenzaba nuevamente a vivir y lo invitó a seguir.

El Escritor no lloró. No se le notó el llanto. Todo lo llevaba dentro.