Los ojos verdes

Unos ojos verdes lo miraban. Unos ojos verdes que él no veía. Una mano se posó en su hombro, él tampoco se dio cuenta. Ni oyó la voz que le decía:

La teniente responsable de la Policía Judicial de la Guardia Civil (EMUME) de la Comandancia de León, había visto verdaderas atrocidades, alguna había vivido incluso en sus propias carnes, pero no por eso dejaba de revolvérsele el estómago cuando llegaba a su unidad el último caso de violencia machista. En su mente no existía anestesia posible, la rutina no amortiguaba el golpe, más bien al contrario: lo acrecentaba.
Había visto casos terribles, pero aquel vídeo sobrepasó todos los límites. La sumió en tal estado de rabia y de impotencia que no pudo reprimir su ira:

Fueron solo unos segundos. Sabía que tenía que dominarse. Perder el control era lo peor que le podía pasar. Cuando asumió la responsabilidad de dirigir la unidad más dolorosa del cuerpo ya sabía a lo que se enfrentaba. Pero lo hizo con ganas. Había vivido un caso de cerca y quiso poner su granito de arena. Decidió dedicar su vida a luchar contra la lacra más grave que a su juicio se daba en la sociedad: un cáncer que degradaba a la raza humana.
Un vídeo que llegó a la página web de la guardia civil de forma misteriosa. Normalmente las denuncias llegaban a través del teléfono que no deja rastro, pero esta vez, sin saber cómo, llegó a la página de la VioGen que inmediatamente reenviaron a su departamento para que ella se hiciera cargo. Ambos departamentos trabajaban coordinados y en muy pocos minutos identificaron el caso. En VioGen hacían su seguimiento desde que se produjo la primera denuncia. Sabían lo peligroso que era el maltratador, tenían constancia de su personalidad psicópata, creían que su lugar era algún centro rehabilitador, pero ellos no hacían las leyes. Ellos cumplían los protocolos y este lo habían cumplido estrictamente. Existió la denuncia, existió el juicio, la orden de alejamiento, la pulsera de reconocimiento. Todo lo que la ley requería se cumplió escrupulosamente. Todo estuvo controlado hasta una fecha en la que la víctima dejó de emitir señales.
Lo último que tenían recogido del caso fue su presencia en Madrid. Salió de su dirección habitual de Barcelona e indicó el recorrido que iba a realizar y el lugar donde iba a pernoctar. Todo estuvo controlado y funcionó a la perfección el dispositivo de seguridad. Supieron que el maltratador la siguió y que se cruzó con la víctima en la estación de Atocha. El reconocimiento de su agresor le produjo un desmayo. Fue atendida por el SAMUR        y en la cámara de la estación quedó todo grabado. El maltratador estuvo en todo momento localizado a través de la pulsera de reconocimiento y siempre hubo alguien de la unidad que lo siguió de cerca.
Después no hubo nada, pero tampoco extrañó en la unidad, porque la víctima permanecía sin salir del entorno de su domicilio durante largas temporadas.  Sabían que estaba atemorizada y que había tomado la decisión de estar encarcelada en su propia casa. La persona encargada de seguir su caso había tenido varias conversaciones con ella y sabía que se había parapetado en las redes sociales. Se apartó del mundo real y asumió vivir en el virtual.
Había visto casos terribles, pero este vídeo lo superaba todo. La agresión en directo. El crimen grabado y enviado a la web tan solo unos segundos después de haber sido cometido. La víctima, tan tranquila, tan despreocupada; saliendo de la ducha desnuda. Y aquel cuchillo, en aquella mano, entrando en el cuerpo por el costado izquierdo, justo por debajo del pecho, de un pecho que todavía goteaba agua. Y el grito desgarrador y la cara del hombre asesino la descompusieron. No se lo podía creer, estaba acostumbrada a situaciones terribles, pero esto la desbordó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se quedó parada, aterrada como en su primer caso:

Un vídeo que lo aclaró casi todo. Aclaró el lugar aproximado del suceso. Aclaró quién era el asesino, quién era la víctima y cuál era la motivación, pero que se convirtió en el fleco que quedaba de la investigación, algo incomprensible: ¿Quién lo envió? ¿Por qué lo hizo?
Estaba ya en el helicóptero en dirección a León cuando le pasaron otra llamada telefónica. Una denuncia de un conductor que había comunicado aterrado cómo un coche se había saltado la valla protectora del viaducto de Ruitelán y se había precipitado al vacío. Se la pasaron inmediatamente, porque pensaron que podía estar relacionada con el caso. El lugar era próximo al del crimen y por el tiempo transcurrido podía ser el suicidio del asesino.
Y dos horas más tarde, cuando estaban localizando el punto exacto y el lugar adecuado para el aterrizaje, le pasaron la llamada angustiosa. Una llamada muda, de una persona que no decía nada y solo respiraba entrecortadamente.
Silencio, silencio, terrible silencio cuando se sabe lo que te van a decir, cuando se siente el dolor al otro lado, porque se siente el ahogo, se nota en la respiración angustiada que presagia el desastre.

    Silencio, silencio, terrible silencio cuando se sabe que al otro lado hay unos ojos llenos de lágrimas que ahogan su voz.

Todo encajaba en el puzle que tenía diseñado en su cabeza sobre lo sucedido. Encajaba que la víctima hubiese contactado con el Escritor a través de internet. La unidad de Barcelona ya había intervenido su ordenador. Encajaba que se hubiese enamorado y que hubiese creído encontrar un lugar seguro. El estado decrépito del Escritor y el lugar paradisiaco lo atestiguaban. Encajaba que el agresor los hubiese descubierto porque en una mente obsesiva todo era posible. Pero todo se desmoronó cuando en el lugar del suceso descubrió horrorizada a una segunda mujer asesinada. No encajaba que hubiese otra víctima. Que una persona lo grabase en directo, que lo enviase en el momento a la Guardia Civil y que pagase su osadía con su vida era algo muy difícil de comprender. Tal vez el Escritor pudiese aclararle algo, pero su estado era tan decrépito que no se atrevía a interrogarlo.

Le apretó un poco más el hombro, le dio un leve zarandeo y le volvió a suplicar:

Entonces él volvió la cara, miró a la teniente con una mirada totalmente vacía y vio sus ojos verdes. Notó que una mano se posó en su hombro y que otra le ofrecía una infusión.
Cogió la taza y, como si estuviese sonámbulo, empezó a sorber.
La teniente mantuvo su mano en el hombro y se lo masajeó levemente. Estaba ante un hombre que no estaba allí. Que no se sabía dónde estaba. Estaba aterrado, destrozado por el dolor, matado... y había huido, había huido hacia no se sabe dónde, hacia la nada, porque ni tenía palabras, ni tenía mirada, ni oía,  ni sentía nada...
Aguantó acariciándole el hombro, porque a ella tampoco le salían las palabras. Intentó con la presión de sus dedos insuflarle vida y esperó. Esperó que dijera algo, que reaccionara, pero él no apartaba su mirada de un cuerpo limpio, tapado con una sábana, un cuerpo que tenía los ojos cerrados, pero que lo miraba. En realidad miraba a los dos, miraba a todo el mundo, porque  la expresión de su cara no era ni de dolor, ni de terror, ni de angustia, ni de odio: era plácida, relajada, como si estuviese a gusto en el lugar donde se había instalado.

La teniente no tuvo prisa, retiró su mano del hombro para recibir la taza que él le devolvió una vez que hubo terminado de beber la tila y buscó en su mirada alguna reacción. Pero él seguía absorto sin poder asimilar lo que había sucedido. Su ayudante le pasó una nota: “La segunda víctima es la esposa del Escritor. No sabemos por qué estaba aquí”.
La teniente la leyó, pensó que el Escritor tendría la clave, pero no supo cómo preguntárselo.

Fue lo primero que dijo, lo dijo suplicando, con miedo, con temor a quedarse sin nada, con el temor a dejar de ser su dueño.

 

 

   
La teniente de la Guardia Civil, la que decidió que tenía que dedicar su vida a proteger a las mujeres, la que tenía los ojos verdes… se estremeció.