Viaje

La carretera es un peligro. No quería hacer ese viaje, en realidad no quería hacer ningún viaje: no le gustaban. No le gustaba cruzarse con esos locos de la carretera. La mayor parte eran personas normales, conductores que respetaban las normas de circulación, pero siempre en un viaje de más de quinientos kilómetros había algún loco que lo pasaba a una velocidad supersónica; que hacia algún adelantamiento temerario, que ponía en peligro su vida y la de algún otro; o que se pegaba a su trasero como una lapa. Los viajes largos le producían además un estado de ansiedad que se concretaba en unos días previos malhumorado y nervioso. Además el cansancio hacia mella en su cuerpo nada más pasar los cien kilómetros y aparecía la somnolencia que incrementaba la sensación de angustia. No, no le gustaban los viajes, y este menos, porque no lo acababa de convencer.
Pero ella lo animó. La Musa le hizo ver que ese viaje era inevitable. Después de concluir la historia de la Tocha no tenía excusa para desatender las peticiones de su editor. Lo retrasó todo lo que pudo para aprovechar aún más la relación de ensueño que mantenían ahora en La Linde. Era un idilio a tres: la naturaleza se había incrustado entre ellos y les acompañaba constantemente en su disfrute sensual. Pero el paso del tiempo es inexorable y sus relaciones con el editor peligraban. Desde su huida de Madrid raro era el día que no recibía algún correo que lo apremiase a la realización de su trabajo. Correos que él abría muy de tarde en tarde, que no respondía más que esporádicamente y siempre diciendo lo mismo: necesito tranquilidad para concentrarme. Tampoco respondió a sus llamadas, durante los tres meses de obsesión con la Tocha tuvo el teléfono apagado, y solo después de su renacimiento en la huerta lo activó. Comprobó que tenía un montón de llamadas perdidas, la inmensa mayoría eran de su editor, pero no lo llamó. Simplemente le puso un sms diciendo: “Concluido el trabajo, en breve te lo enviaré por correo”.
Después del envío el editor fue contundente y convocó una rueda de prensa en Madrid. Él protestó y amenazó con no ir, pero la Musa lo convenció.

La rueda de prensa se aplazó. El editor la puso el día señalado por el Escritor: un miércoles de la segunda semana de septiembre. Eso lo tranquilizó, ganó tiempo para colmar su pasión amorosa, pero irremisiblemente el día llegó.
   
Salió temprano. A las cinco de la mañana. No quería pernoctar en Madrid, porque no quería pasar ni una sola noche separado de la Musa. El día anterior se acostó pronto con la intención de dormir lo suficiente para encontrarse despejado, pero no lo logró. La idea del viaje lo martirizaba y le impedía conciliar el sueño. Quería llegar temprano a Madrid donde tenía la cita concertada para las doce. Eligió el camino más largo. Saldría de La Linde por la provincia de Lugo para llegar a Pedrafita y coger la autopista. Era más largo, pero pensó que sería el más rápido porque, aunque tenía unos treinta kilómetros más, tenía menos de carretera secundaria y más de autopista. Además era el que había hecho con más frecuencia, el que más lo relajaba por la belleza del paisaje, y el que más le gustaba.
En la primera hora solo hizo los cuarenta y nueve kilómetros que lo separaban de la autopista. Disfrutó de una carretera sinuosa, llena de curvas y tan estrecha que por algunos tramos resultaba imposible que pasasen dos coches, pero él sabía que a esas horas del día no se encontraría con ninguno y que en cualquier caso las luces le servirían de referencia para reducir aún más la baja velocidad que llevaba. Una carretera que él conocía como la palma de la mano y que le sirvió para que su despertar fuera relajado y tranquilo. Notó cómo se despertaba el día y cómo los laterales de la carretera iban tomando vida a medida que las sombras se convertían en majestuosos castaños, en estirados cerezos o en los capudres con sus hojas compuestas e imparipinnadas, oblongas con sus bordes aserrados y adornados con sus pomos pequeños, carnosos, globosos y de un rojo coral extraordinariamente llamativo.
Cuando llegó a Pedrafita aún no había salido el sol, lo esperaban más de cuatrocientos kilómetros de autopista, monótonos,  con el único sobresalto de los  viaductos que despedían Galicia dando la bienvenida a la Meseta y que culminaban con los majestuosos Ruitelán y Samprón. Eran dos viaductos paralelos aunque a distintos niveles que parecían gemelos. El Ruitelán se cruzaba en dirección a Madrid mientras que el Samprón se hacía a la vuelta. Su paso siempre le producía un vértigo especial, a pesar de la robustez de su estructura y de la sensación de aislamiento que producía el perfecto acabado de sus laterales, él, se imaginaba un trozo de carretera fantasmagórico construido en el espacio; un vacío se apoderaba de su cuerpo y le aparecía un ligero temblor en los brazos. Agarraba con más fuerza el volante y concentraba su mirada en la montaña que se divisaba en el horizonte. Procuraba no mirar a los lados, pero la curiosidad y el reto a sus propias debilidades conseguían que de reojo alguna vez lo hiciera.
 Iba bien de tiempo, le quedaban seis horas y el trayecto se hacía en menos de cuatro. Puso la velocidad de crucero ligeramente por encima de los ciento veinte y calculó que tendría tiempo suficiente para hacer dos paradas en lo que le quedaba de recorrido, una para desayunar y la otra para relajarse un poco. Pero cuando asomaba el sol siempre le pasaba lo mismo: lo deslumbraba. Hubiese preferido que el día fuese nublado, que el otoño se hubiera adelantado una semana, pero no, el sol del final del verano apareció espléndido, desafiante, por el horizonte. Lo tenía enfrente y, aunque bajó el quitasol y se cambió de gafas, le ganaba la partida. Conseguía que la visibilidad disminuyera hasta unos límites tan peligrosos que le obligaba a frenar desactivando la velocidad de crucero y sumiéndolo en un estado de somnolencia y de nerviosismo que lo invitaban a parar e intentar dar al menos una cabezada.
Lo hizo en la primera zona de descanso. Se aposentó reclinando el asiento para intentar relajarse un poco, pero la ansiedad le impedía conciliar el sueño. No obstante,
 lo intentó durante cinco minutos, de los cuales en uno perdió levemente la consciencia. Se restregó los ojos, estiró las piernas, pensó que había sido suficiente y volvió a incorporarse a la carretera.
El sol no había tomado aún suficiente altura y las molestias continuaron. Circulaba con mucha concentración, pero estaba preocupado, se sentía inseguro en la carretera y temeroso de cualquier contratiempo. No llegó a dormirse, porque hizo verdaderos esfuerzos para mantener la consciencia: bajó los cristales, subió el volumen de la radio y cantó en solitario, pero pasó unos momentos terribles que solo superó cuando un conductor temerario hizo un adelantamiento demasiado pegado y lo obligó a frenar. Entonces se le debió de subir toda la adrenalina a la cabeza, porque de repente se sintió despejado. Su cuerpo, primero se sobresaltó y, después, se revitalizó tanto que empezó a conducir como al comienzo, con todas las garantías de ser totalmente consciente. La carretera se escondió entre montañas, abandonó la dirección este y se orientó hacia el sur: el sol dejó de molestarlo.

El único atractivo de Madrid en un día aún de verano es ir seleccionando las aceras en busca de la sombra. No le apetecía nada estar en Madrid un día tan caluroso. Menos aún si todo estaba relacionado con trámites promocionales y propagandísticos.
La rueda de prensa tuvo dos partes. La primera corrió a cargo del editor que anunció que la novela sería una trilogía y que la primera parte aparecería en diciembre. Dio a conocer también a los medios el proyecto de llevarla al cine.
En segundo lugar intervino el Escritor. Centró su presentación en la igualdad entre hombres y mujeres. Tuvo la habilidad suficiente como para orientar las preguntas en esa dirección. Destacó que era una novela de mujeres: tres historias de mujeres en tres épocas decisivas de la historia de nuestro país. Y recalcó que no podía adelantar más.
Hecha así la introducción, las preguntas de los asistentes fueron encaminadas en ese sentido:

¿Por qué los personajes de las mujeres en la mayoría de los casos son secundarios? ¿Por qué siempre están acomodados al del protagonista principal: al hombre? ¿Qué influencia puede tener la literatura en que el genérico de la lengua sea el masculino? ¿Por qué la presencia de la mujer en la RAE es tan escasa?
Preguntas que llevaban siempre a las mismas respuestas:

Una vez concluida la rueda de prensa, comenzó la pelea con el editor. El anuncio inesperado de publicarla por partes lo enfureció y el enfrentamiento fue constante desde el principio. Tenían mundos diferentes en su cabeza y difícilmente podían coincidir en sus apreciaciones.
El editor tenía prisa por publicar la novela, tenía diseñada ya la estrategia de editarla por partes. Cada historia sería un volumen y así el beneficio se multiplicaría por tres. Había cedido los derechos a una productora cinematográfica que ya trabajaba en la adaptación al cine de La Flory y en la posibilidad de hacer una segunda parte en función de cómo fuera recibida la primera.
El Escritor solo tenía un mundo: La Linde. Era el mundo donde había unido todo: la creatividad, el goce de la naturaleza y su encuentro definitivo con el amor. En su cabeza no tenía cabida la ambición. Desde que encontró su refugio lo único que le importaba era la tranquilidad. Quiso marcharse nada más terminar la rueda de prensa, pero el editor le truncó sus planes anunciándole que tenía comprometida una comida con el productor de cine.

Y a las dos se despidió. Guardó las formas, eso sí: saludó, tomó un sangüis y un zumo de frutas al tiempo que intercambiaban amablemente unas frases banales y se disculpó dejando todo en las manos de su editor.

La cabeza del Escritor funcionó perfectamente durante las dos primeras horas de viaje. Atendía a la conducción al mismo tiempo que su mente volaba, alternativamente, al conflicto entablado con el editor y al deleite amoroso que soñaba encontrar esa noche.  La jugada del editor no se la esperaba. Se temía algo, porque en todas sus publicaciones anteriores siempre le alteró sus planes con alguna sorpresa de última hora. Pero partir una novela era la primera vez que le ocurría y lo puso de muy mal humor. Tanto que, aunque quería olvidarlo para centrarse exclusivamente en la noche romántica que se imaginaba, no lo conseguía.
Paró unos quince minutos en una estación de servicio próxima a Benavente y se reanimó con una infusión. Aprovechó para hablar con la Musa y decirle que llegaría sobre las ocho. No supo si fue el aroma de la menta poleo o la conversación lo que le reactivó por dentro, pero lo cierto es que volvió a retomar la marcha totalmente relajado.  El deportivo devoraba los kilómetros al ritmo constante que había marcado en su velocidad de crucero. Las nubes fueron apareciendo a medida que las montañas de León se acercaron, pero eran nubes altas que, aunque ocultaban el sol, para satisfacción del conductor, no interferían en la luminosidad del paisaje.

Llegó sereno al viaducto de Samprón, el punto en el que, sin poderlo remediar, se le encogía el estómago. El Ruitelán en el sentido contrario parecía colgado del vacío. Miró hacia abajo un instante y sin tiempo para dominar su mente vio un coche volar. Se quedó petrificado. Frenó. Cerró los ojos. Movió la cabeza de un lado a otro. ¡No podía ser cierto! Pero lo era. Un estallido como el de una bomba sonó y le obligó a abrir los ojos y dirigir su mirada hacia el vacío. Cuando lo hizo, una inmensa llamarada certificó que era cierto. Que vio un coche volar, cruzar el lateral, saltar por los aires y precipitarse al vacío. Al vacío que a él tanto lo aterraba. El vértigo se apoderó de él y no supo qué hacer. Se paralizó. Reaccionó cuando un coche lo pitó. Entonces se orilló y se dio cuenta de que otro también había parado unos metros más adelante. Llamó al 062 y con una voz temblorosa contó lo que acababa de presenciar.

Condujo nervioso por la carretera secundaria, extremó la precaución y redujo la velocidad, pero la imagen del coche lanzado al vacío no se le iba de la cabeza. Llegó a La Linde abatido y se extrañó de que una hoja de la puerta estuviese abierta. Se bajó para abrir la otra y se estremeció cuando vio la sangre…
Sangre, sangre, sangre....., miedo, miedo, miedo..., angustia, angustia, angustia...
Nada más tocar la madera de castaño la sangre se pegó en sus dedos. Todavía estaba caliente, pegajosa, como prueba evidente de algo terrible. Se estremeció y el color rojo, que llegó a su mente antes de que sus ojos lo advirtiesen, le produjo un escalofrío, un temblor, un miedo espantoso que se apoderó de todo su ser, algo terrible tenía que haber sucedido. El corazón le dio un vuelco. El peor presagio se cruzó por su cabeza.
Siguió el sendero de la sangre, el camino terrible de la desesperación, el sendero que nunca se quiere seguir, sus pies andaban por inercia, pero su mente estaba quieta, paralizada por el horror, todo era rojo, no había verdes en las hierbas, ni amarillo en las hojas de los árboles, solo el rojo lo guiaba, y el rojo lo llevó hasta un cuerpo tendido, retorcido, totalmente ensangrentado. Un cuerpo boca abajo, con la ropa desgarrada, con el cabello rapado. Un cuerpo desconocido al que dio la vuelta para verle la cara y entonces descubrió…

Unos ojos abiertos, sin vida, lo miraron. Todavía tenían escrito el mensaje de la súplica, de la ayuda, del socorro..., pero él solo vio a una mujer conocida. Estaba muy cambiada, tenía el pelo prácticamente rapado, los labios muy pintados y la cara estirada. Habían desaparecido todas las arrugas y parecía una persona joven, mucho más joven de lo que en realidad era. Hacía mucho tiempo que no la veía y si se hubiese encontrado con ella por la calle, tan pintada y tan cambiada, difícilmente la hubiese reconocido.
¿Qué hacía su esposa allí? ¿Por qué los había descubierto? ¿Por qué estaba allí asesinada? ¿Qué hacía ese móvil pisoteado...? Y volvió a darle otro vuelco el corazón, vino a su mente otra vez el miedo, el miedo aterrador. Entonces apareció la niebla, bajó del monte oscureciéndolo todo. Niebla, mucha niebla, maldita niebla, ha venido a oscurecer la vida. Solo el rojo se vislumbra entre la niebla, un hilo rojo que lo llevó por un camino que no quería recorrer. Algo más había pasado y comenzó como un loco a gritar...

    Gritaba y corría tras un sendero rojo, cada vez gritaba con más fuerza y corría más deprisa, porque nadie respondía.

Entre la niebla la sangre fosforecía señalando el camino del horror.

La puerta de la casa estaba abierta y con huellas de sangre. La niebla había entrado también en ella, pero el reguero de sangre seguía ahí, más perceptible en las baldosas y en los pomos de la barandilla…, en las puertas abatidas. Subió los escalones tambaleándose, la sangre lo guiaba y lo llevaba de la mano al lugar al que no quería llegar. Y antes de que sus ojos la vieran ya estaba su alma destrozada.

Sangre..., sangre…, sangre...