Él en sus manos: el círculo del amor

 

 

        
El amor es un círculo, le dijo el Escritor en Madrid una de las noches en las que la puerta del hotel permaneció cerrada: la excitación, el clímax, la ternura…
Y cuando acaba la ternura, vuelve a empezar la excitación: el amor es un círculo.

 

 

 

 “Minúscula semilla,
insignificante vida,
poro seco que de mi mano
pasas a dormir en un surco arropado
por la sábana fina de la arena y el manto húmedo del estiércol.

Rompes el suelo en un instante,
en el instante del rayo de sol penetrando en la vagina de la tierra.
Y emerges al son de los tambores,
fragante.

Se te ve trepar entre terrones buscando el aire,
con tu tallo
y tus hojas manchadas de rocío,
escuchando a un grillo que te cante.

De la noche a la mañana floreces,
capullo verde,
pétalo blanco,
morro arrugado,
mirada gacha,
juventud domada.
Domada a golpes de las tempestades, los terremotos y las inundaciones.

Alcanzas esplendor cuando enrojeces,
cuando en el horno te doran,
cuando explotan tus carnes,
cuando mueres en mi boca.”

 

 Desde que el Escritor se desvaneció en sus brazos, desde que perdió la consciencia, hasta que resucitó y se puso poético, pasaron más de veinticuatro horas.
Lo primero que hizo la Musa fue amortiguar el golpe. A pesar de tenerlo agarrado por los hombros no pudo evitar su caída. No la pilló por sorpresa lo sucedido. Se temía que le pasase algo así desde que el insomnio se apoderó de su mente y su cuerpo se demacró hasta unos límites difíciles de imaginar. Por eso, cuando lo vio aquella noche tan irreconocible, tan fuera de sí, se colocó detrás, como hacía siempre, y con una delicadeza aún mayor que en otras ocasiones, apoyó las manos en sus hombros, muy suavemente, para no entorpecer el ritmo de su escritura, y se dedicó a vigilar su estado.
Desistió de la lectura y de la comprensión del texto que aparecía vertiginosamente en la pantalla del ordenador y se concentró exclusivamente en observar su cuerpo. Un cuerpo que sudaba más de lo habitual. El sudor aparecía en la frente del Escritor nada más sentarse y empezar a tocar el teclado. Desde que la Tocha se adueño de él, sudaba y sudaba. La Musa asimiló la derrota y aceptó ser su samaritana y esperarlo. Pero esa noche la frente del Escritor era un manantial y su mano no era suficiente esponja para secarla. Tuvo que sacar el pañuelo y limpiarla una y otra vez. Sudaba, temblaba y…, a veces, se estremecía. Estaba asustada y se imaginaba que pudiera pasarle algo grave, pero a pesar de estar prevenida nunca pensó que el desfallecimiento fuese tan brusco.
La cabeza cayó de repente, los brazos perdieron la tensión, la silla giró bruscamente y el tórax cayó hacia el suelo. Ella trató de sujetarlo y al mismo tiempo lo acompañó en la caída. Hincó su rodilla izquierda y ofreció su pecho. La inercia ya lo dominó todo y ambos cayeron. Él, inerte; ella, amortiguando a duras penas el golpe, topó con sus glúteos en el suelo y evitó que la cabeza del Escritor se golpease.
Quedó aturdida, no sabía qué hacer, solo ofreció su cuerpo para que el de él descansase e inconscientemente buscó la postura más cómoda: ella, sentada con las piernas estiradas; y él, acomodado en su pecho.
Lo segundo que hizo la Musa fue vencer el miedo. Inmediatamente le agarró una mano y le buscó el pulso. Notó con alivio que su pecho se contraía  y después se expandía. Despacio, pero se contraía y se expandía. Encontró su pulso con una mano al tiempo que con la otra le tentó la frente. Respiró profundamente y notó la respiración de él. Trató de acompasarla con la suya e intentó reanimarlo moviéndole la cabeza y dándole palmaditas en la cara, pero el Escritor no reaccionó: solo respiraba y se dejaba caer.
El pulso, la temperatura, la respiración: las constantes vitales. Le pareció que todo estaba a unos niveles más bajos de lo normal. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?, se preguntaba, pero pronto supo que todo estaba en sus manos, que no podía solicitar ayuda a nadie, que tenía que recordar lo que había aprendido sobre primeros auxilios y que, sobre todo, tenía que mantener la calma.
Le besó la frente y sin apartar sus labios comprobó que el sudor era frío. Lo acarició tiernamente intentando revitalizarlo, pero se dio cuenta de que era imposible: estaba agotado.
Lo contempló ensimismada. Lo hizo detenidamente. Observó cómo respiraba, cómo su pecho subía y bajaba; asimiló que lo tenía en sus brazos, que era su dueña, que lo cuidaba y lo protegía; y perdió la noción del tiempo. Pero el cuerpo del Escritor la oprimía, hubiese querido permanecer sin notar su peso, sin sentir el dolor producido en su rodilla por la caída, sin tener los glúteos doloridos por su impacto con el suelo, y sin tener el pecho aplastado, pero el tiempo lo puso todo en su sitio y ella se cansaba. Lo tenía que llevar a la cama. No podía despertarlo y además no quería hacerlo una vez que comprobó que era el sueño lo que paralizó su vida y que sus ritmos vitales se acercaban a la normalidad. Pensó en cómo llevarlo a la cama. A su mente acudió la escena cinematográfica del galán que coge en sus brazos a la amada y la lleva, como si no pesase, como si fuese una pluma… Lo pensó, lo llevó en volandas como en las películas, pero su cuerpo seguía aplastándola,  la realidad vencía a la fantasía y tenía que hacer algo, porque el suelo no era el lugar idóneo para pasar la noche.
Solo tenía dos opciones: llevarlo a la cama o traer el colchón al lugar donde se encontraba. Optó por lo primero, pero… ¿cómo llevarlo? Pensó y pensó. En brazos no podía, aunque había perdido mucho peso, sus fuerzas eran limitadas y no podía levantarlo. Se acordó de los muebles, de los electrodomésticos, de cómo los llevan los operarios deslizándolos por el suelo, y se acordó de la manta. Sí, lo apoyaría en una manta y lo arrastraría hasta la cama. Así, sí podría. Y lo hizo. Alcanzó unos cojines y se los puso debajo de la cabeza. Cuando estuvo acomodado su cuerpo se fue a buscar la manta. Moviéndolo de un lado y después del otro consiguió ponerla debajo. Tiró de ambas puntas y comprobó que así si podía arrastrarlo.
Lo arrastró por el pasillo y lo llevó hasta la habitación donde dormían, lo colocó en paralelo a la cama y pensó en la forma de tumbarlo encima. Cogiéndolo por los sobacos consiguió sentarlo en el suelo, respiró para tomar fuerzas y oyó por primera vez desde el desmayo un leve gemido. Lo abrazó con más fuerza y dando un gran impulso logró que la cabeza y el tórax se posaran en la cama. Ya todo fue más fácil, primero le subió los brazos y después, cogiéndolo de una pierna, consiguió hacerlo girar hasta tumbarlo encima.
Una vez conseguido su propósito, se tumbó ella en paralelo y respiró profundamente. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que ahora podía controlar mucho mejor su estado. Buscó un termómetro y le tomó la temperatura. Como sospechaba, era baja, más baja de lo normal, pero eso no lo preocupó, era lógico después de todo lo que había pasado. Se tomó a continuación la suya: era normal. La diferencia no era excesiva, pero deseó compartirla, equilibrarla dándole un poco. Le tomó el pulso y sus pulsaciones también estaban por debajo de lo normal, tampoco le dio importancia, por último buscó el tensiómetro. Como se imaginaba, la tensión también tiraba hacia abajo, pero atando todos los cabos dedujo que era lo esperado después de todo lo que había pasado. Se tranquilizó y se alegró de haberle encargado a Sebas comprar todos esos aparatos sanitarios cuando vio que la salud del Escritor se deterioraba.
El Escritor descansaba plácidamente y ella, a pesar de las altas horas de la noche, no tenía ni pizca de sueño. Era feliz contemplándolo. Pensaba que era suyo, que podía hacer con él lo que quisiera, que todo lo que había sufrido antes, cuando la ninguneaba, lo podía recuperar ahora con creces, porque él estaba agotado, profundamente dormido, totalmente entregado y ella era su única dueña.
Le quitó la ropa. Toda, porque sabía que él se sentía más libre sin nada en su cuerpo. Así se lo había dicho la primera noche que pasaron juntos, y así lo hacía ella ahora, disfrutando de ser quien tomase la decisión. Y decidió también ser ella libre, totalmente libre, sin nada en su cuerpo que le privase de esa libertad que tanto había anhelado en los días en que se sintió abandonada. 
Contemplarlo y respirar felicidad era todo lo que tenía que hacer. Abrazarlo para intercambiar el calor, para que él recibiese lo que ella desprendía. Acurrucarse a su lado, cuando notó que el sueño llamaba también a su puerta. Dormir unas horas y despertarse, porque su sueño era breve. Volver a comprobar su temperatura y ver cómo poco a poco se iba ajustando a la suya. Acariciarlo de nuevo, contemplarlo…, y besarlo, suavemente, para no despertarlo.
Las horas se le hicieron cortas. La primera noche tardó en dormirse y cuando lo hizo fue de forma intermitente. Lo controlaba despierta y lo controlaba dormida. Porque soñaba que le tomaba el pulso o la temperatura. Con la cara pegada a su hombro, escuchando el ritmo de su respiración, oliendo su cuerpo y besándolo, se dormía y se despertaba.
Amaneció un nuevo día. La tenue luz comenzó a introducirse por los resquicios de la ventana y poco a poco fue penetrando en la habitación. A pesar de estar la persiana bajada, a medida que los rayos solares fueron tomando altura, la luz triunfó sobre la penumbra y los ojos de la Musa vieron con nitidez el cuerpo del Escritor. Dormía plácidamente, como si fuese un niño, y una media sonrisa se dibujaba en su cara. Una media sonrisa constante. La señal de la felicidad que llevaba siempre dentro. Nada que ver con la risa exagerada que exhiben otros para camuflar el vacío interior. Risa exagerada y, a continuación, seriedad absoluta. No, nada que ver con su medía sonrisa constante. La media sonrisa que la cautivó desde el primer momento. Desde su encuentro en la barra de aquel café-bar antiguo, de aquella barra de mármol frío y cálido al mismo tiempo, porque el calor estaba en sus ojos, en su mirada de ida y vuelta a aquel reloj que marcaba las ocho. Una hora, las ocho, que se quedó parada, mientras ella hacia el mismo recorrido de ida y de vuelta.

   Una media sonrisa que perdió cuando la Tocha se apoderó de él. Algo muy duro, muy doloroso tenía que estar viendo para que desapareciese. Y lo fue, pero ya pasó. Y la Musa creyó que se le escapaba, que lo perdería del mismo modo que desaparecía su sonrisa. Pero no lo aceptó, supo que tenía que esperar y esperó. Ahora lo contemplaba, y en la placidez del sueño, vio cómo la recuperaba y a través ella notó la felicidad que desprendían sus ojos.

Se habían mezclado tanto sus pensamientos, habían entrado tantas veces el uno en el otro que ya no había cabida para la duda. El juego era de verdad, no un juego ficticio, era de carne y hueso. Un juego de ideas y frases compartidas al que solo faltaba ponerle la cara.
Por eso cuando acudió a la cita ya no tenía ninguna duda, lo conocía como si hubiese compartido con él la vida, y cuando le dijo: Me gustas, se lo dijo sin apenas mirarlo, porque le hubiese gustado, aunque hubiese sido más feo, aunque hubiese sido más viejo, aunque hubiese tenido algún defecto físico, porque se lo dijo sin verlo, porque solo vio sus ojos, sus ojos que miraban al reloj y que después la miraban a ella, y que le dijeron que era verdad todo lo que veía por dentro y confirmaron todo lo que ya sabía.

Porque sentía el leve contacto de una uña que la rozaba, desde la nuca hasta el coxis, haciendo el trazo de la verticalidad del amor, descendiendo cariñosamente, lentamente, como la punta de un puñal que se clavaba sin hacer herida, que la abría sin producir sangre, porque le abría el alma y la dejaba totalmente abierta, totalmente desnuda por dentro.
Así se encontraba ella siempre que encendía el ordenador, en sus brazos, entregada y elevada hasta esa nube. Una nube que la transportaba a un mundo irreal, porque no notaba su peso, porque su cuerpo fluía, se elevaba, se evaporaba, sentía cómo se deshacía y se convertía en algo ligero, gotas diminutas que se elevaban gozosas, que se enlazaban con otras gotas que no eran las suyas, pero que juntas formaban esa nube vaporosa que se balanceaba movida por el viento; gotas de ella y gotas de él que se confundían sin saber cuáles eran las de cada uno y que bailaban por encima de la realidad.

Al amanecer del segundo día la Musa estaba muy preocupada. No por el estado aparente del Escritor que seguía plácidamente dormido y con las constantes vitales prácticamente normalizadas. Llevaba ya casi treinta horas sin apenas moverse, solo con algún que otro ronquido y con leves sonidos guturales. La Musa pensó que ya era demasiado tiempo y que su ciclo metabólico se estaría resintiendo. Pasar tanto tiempo sin ingerir ningún alimento, ni líquido ni solido, no podía ser nada bueno. Tener al ralentí el aparato digestivo y el urinario comenzó a obsesionarla. La posible alteración del ciclo metabólico era la duda que la asaltaba. Ella había evacuado una vez sólido y tres o cuatro veces líquido a pesar de los pocos alimentos que había ingerido. En todo el tiempo solo había tomado líquidos: un café con leche desnatada, dos infusiones y agua; y un   yogur y tres piezas de fruta como elementos sólidos.
Tenía que despertarlo. Y lo hizo a besos: primero en la cara y después por todo su cuerpo. Besarlo, besarlo, besarlo…, lamerlo, lamerlo, lamerlo… y olerlo hasta despertarlo.  
Besarle un pezón y luego el otro, después el ombligo, pasar su lengua para humedecer la piel de su vientre y para darle aliento. Besar su ingle y lamer su pene flácido y seguir..., seguir lamiendo desde arriba hasta abajo y desde abajo hasta arriba, coger un dedo de su mano meterlo en su boca y chuparlo. Eso era todo lo que tenía que hacer para que su despertar fuese placentero. Y eso fue lo que hizo.
Notó como su cuerpo se estiraba, como cambiaba de posición, como respondía a sus caricias arrimándose, como empezó a emitir sonidos inconexos, como sus manos empezaron a buscar su cuerpo y como su voz sonó nuevamente.

Y en la huerta se puso poético. Agarrado de la mano de la Musa  volvió a ver, a oler y a sentir. Hicieron el recorrido matutino, las plantas aún tenían un ligero rocío y los rayos solares se reflejaban con un brillo especial en las hojas.
Los tomates, de diferentes tamaños, relucían y trepaban por las plantas empinadas. Sebas se había encargado de hacer un entarimado para sujetar las tomateras y evitar que se rompiesen por el peso de sus numerosos frutos. Estos trepaban como si fuesen un rosario, y acomodaban su color y su tamaño a la altura que ocupaban en la planta: en lo más alto aún quedaban flores y tomates pequeños, pero según descendían aumentaban de tamaño y cambiaban poco a poco el colorido pasando del verde exagerado al rojo tentador.
El Escritor cogió uno, lo mordió, y sin soltarlo de su boca se lo ofreció a la Musa, ella lo recibió gozosa, hincó sus dientes, chupó parte de su jugo, lo apretó y lo que aún quedaba entre las dos bocas no pudo soportar la presión y explotó. Un jugo pegajoso acompañado de diminutas semillas salpicó sus mejillas y las llenó de vida. Ambos aprovecharon el momento para lamerse, saciar su sed y comenzar el juego que tanto estaban deseando.  
La oda al pimiento le salió en un momento de fulgor, cuando sus sentidos comenzaron a excitarse contagiándose de lo que sucedía en la naturaleza:
  
Se le vio trepar entre terrones…,

Cortó el más rojo:

Volvió a ver los manzanos, frescos, lozanos, repletos de manzanas relucientes, respingonas…, y volvió a perder el control de su mano. Arrancó la más hermosa y le salió otra vez la vena poética:

                   Porque tú no eres reina, eres reineta,
sin los vestidos largos que enloquecen,
con columpios al aire que te mecen,
tú eres manzana, gorda, verde y prieta.

Esperando el mordisco que te meta
mis ganas y mis blancos dientes crecen.
De pensarlo mis carnes se estremecen,
como si fueses reina con peineta.

Me enloquece tu cara tan rosada,
en tu casa jugando respingona,
colgada de la rama, mi manzana.

Por los mozos del pueblo deseada,
arrancada del árbol sin corona,
mañana, tú, serás republicana.

 La mordió y la sujetó en su boca: sonrosada, verde, prieta…, y se la ofreció a ella, repitiendo la escena del tomate. Ella mordió y la sujetó con sus dientes, y mientras la sujetaba se la ofreció a él, para que continuase mordiendo, para alternarse entre la sujeción y el mordisco. Y así, atrapada entre las dos bocas, comida a mordiscos compartidos:

Mañana, tú, serás republicana.

 

 

“¡Claudia, claudia!, ¡qué dulzura!
¡Claudia, claudia!, ¡qué frescor!
¡Verte al sol y ya madura!
¡Sorber tu jugo esparcido
entre esos  pechos tan duros!
¡Amanecer en tus brazos!
Salir al sol mañanero.
Resucitar de un  naufragio.
¡Claudia, coñuda es pasión!

Las ciruelas eran su debilidad. Y no las había visto ni las había olido ni las había comido, a pesar de que la Musa se las había ofrecido todas las mañanas, en los días en que su mente perteneció a la Tocha. Pero hoy sí, en esta mañana embriagadora las veía, las olía, las saboreaba y las compartía. Y repitió con ellas el mismo proceso que con el tomate y la manzana, deleitándose en la excitación que les provocaba la naturaleza y alargando el proceso del gozo.
La ciruela pasaba de su boca a la de ella, y de la de ella, a la de él. Se intercambiaban sus jugos y cuando conjuntamente los devoraban, buscaban otra, la más gorda, la más amarillenta y al mismo tiempo la más roja, la que empezaba a abrirse de carnes y a ofrecerles su líquido: la más ¡coñuda!
Explotó claudia: su rosa, su verde, su amarillo, su anaranjado…se convirtió en un jugo dulcísimo, en una carne sabrosa que se deshacía en el paladar de ella y en el de él, que se mezclaba, que pasaba jugando de uno a otro, que se divertía antes de ser tragada. Se mezclaron sus jugos. Claudia, les unía. Claudia compartida, les juntaba, formaba una vida nueva. Claudia saltando, salpicando la cara del Escritor, escurriendo su miel sobre el pecho de la Musa. Dejando la piel pringosa, el cuerpo dulce, meloso, dispuesto para ser lamido, para ser saboreado…
  

 

Agua,
         el  agua lo apaga y el agua lo enciende.
 Agua,
agua que apaga el fuego,
agua que trae la calma,
que reposa en la tierra,
que la hace fértil y porosa,
agua que hace historia.
La Tocha es historia…, el agua la apaga.

Lo llevó a la ducha porque sabía que necesitaba el agua. Ella también lo necesitaba después de su excitación en la huerta. Necesitaba lavar su cuerpo, su cuerpo y el de él. Ser ella quien lo lavara, apagar todo el sofoco que le había producido la Tocha. Todo el recuerdo. El agua lo apaga.
Y el agua lo enciende. Enciende el fuego. El fuego nuevo, el deseado, el que apareció en la huerta. Porque ahora solo hay dedos, dedos y yemas de dedos, solo hay bocas, labios humedecidos; solo hay piel, piel erizada; solo hay pezones, pezones erectos; solo hay genitales, genitales que se buscan; ahora, bajo el agua, solo hay dos cuerpos, dos cuerpos que quieren ser uno.
Después del contacto salvaje con la naturaleza, después de compartir el jugoso cuerpo de las ciruelas claudias, de pasar de una boca a otra la carne jugosa de su pulpa, después de estrujarla y compartirla, después de haber iniciado el camino de despertar su cuerpo, la Musa sabía que debían pasar del rocío temprano de la mañana al calor del agua templada en la ducha.
Tenía que conseguir que el Escritor desconectase totalmente de la Tocha, lo tenía casi logrado después de las horas de sueño, pero tenía que estar segura de que era suyo, suyo al cien por cien, después de los días de abandono total no podía permitir que ni siquiera un segundo su mente se apartase de ella.
Sabia de la magia del agua, conocía el poder exótico de la crema de baño, confiaba plenamente en el poder de sus manos, sabía que cuando todo se juntaba, la magia de la excitación estaba asegurada. Por eso lo llevó a la ducha y lo despojó de su ropa, por eso lo incitó a que él hiciera lo mismo con la ropa de ella y por eso cuando templó el agua y le regó de arriba abajo su cuerpo, supo que era su dueña. Pero ahora vivo, libre, totalmente entregado: suyo.
Por eso esparció por su cuerpo una crema suave y porosa cuyos efectos conocía perfectamente y lo invitó a que él con su mano hiciese lo propio con ella. A que lo hiciese por todas sus partes, por arriba y por abajo, por la espalda y por el pecho, por las manos, por los brazos, por los muslos y por los pies.
El paso de la ternura a la excitación es alargado, es un tiempo  que es necesario dominar, se estira y se encoge, se paraliza para disfrutarlo, se juega alargándolo y conteniéndolo, las yemas de los dedos son el mejor instrumento, con ellas se eleva el miembro, con ellas se seduce la mente. La Musa lo sabía.

 

Subiendo por tu cuerpo… Le dijo el Escritor en Madrid una de las noches en la que la puerta estuvo cerrada,… la senda del costado

Y ahora en el lecho; el Escritor subía…, subía y bajaba. Su lengua subía y bajaba por la línea más sensible de su espalda, y ella recordaba. Recordaba el soneto alejandrino. Y el nombre del poeta: Javier Egea, el olvidado, el atormentado, el desesperado… el suicida…

me llego hasta tus senos donde apasiona el vuelo,

Y llegaba… y volaba…, y ella lo recibía y también volaba…

lanzo el ancla a tus labios, me enredo por tu pelo

Y la voluptuosidad que desprendían sus labios la atrapaba, y ella también se enredaba, sus dedos se enredaban entre los cabellos de él para atraparlo…

y vienen, van los besos, en un vaivén callado.

Para poseerlo, para disfrutarlo…

Con qué pasión se vence tu cuerpo enamorado

Desde el coxis hasta la nuca su lengua se paseaba. Despacio,recreándose…

cuando grito mis versos, te beso y me consuelo;

Regaba de saliva la piel que recubría las protuberancias de su columna vertebral como pétalos de rosas cubiertos de rocío…

con qué pasión de amor, con qué dulce desvelo

Y penetraban hasta el interior, hasta la médula…,

pasas las lentas noches quemándote a mi lado.

para revolucionarla, porque no era solo la espalda quien recibía las caricias…,

Y cuando llego al punto más cálido, en el lecho,

desde el interior de su médula se ramificaban…

me desbordo de versos, de besos, trecho a trecho,

y llegaban a todas las partes de su cuerpo…,

y hago brotar el canto más bello y más alado.

con la misma intensidad y el mismo erotismo…,

Para tu boca tengo los labios más amantes,

y ella se abría, todo su cuerpo se abría y gozaba al notarlo…

para tus labios tengo los besos más quemantes,

y cuanto más se abría, él más dentro llegaba…

para tus besos tengo mi verso enamorado.

Un verso enamorado que buscaba todos los rincones de su ser y que penetró hasta lo más profundo de sus entrañas.

 Un verso enamorado que a ella le obligó a gritar:

        
 Y el olor apareció en la cama, el olor de dos cuerpos sudorosos, entregados y receptivos al mismo tiempo; y el tacto, el tacto se multiplicó hasta adueñarse del último rincón de cada cuerpo; y el color de sus ojos, de los ojos de él, de los ojos de ella, lo iluminó todo; y el sabor de su cuello, el de él y el de ella, les hizo explotar. Como una claudia, explotar, reventar, esparcirse, introducirse por todos los poros de la piel.
Un dedo, solo un dedo se posó en su pecho; una frente, solo un trozo de frente rozó su mejilla; una nariz, solo la punta de una nariz se posó en su cuello; unos labios, unos labios humedecidos besaron su axila; una lengua, solo la puntita de una lengua, lamió su pezón aún erecto; un pie, solo la punta del dedo gordo de un pie, le acarició el empeine. La Musa respiró, respiró profundamente para que todas las caricias que estaba recibiendo penetrasen más profundamente en el interior de su cuerpo. Le acarició el cabello, le apretó la cabeza contra su pecho y recibió todo su agradecimiento para compartirlo, para compartirlo y devolvérselo con creces.
    El agradecimiento, el cariño, la ternura…, todo se concentra en un lamido. En cientos de lamidos. Todos los necesarios para apagar el fuego de unos cuerpos sofocados.
Respiraron unidos tres o cuatros veces, su tórax subió y descendió al unísono, y cuando estuvieron totalmente relajados reapareció la palabra. Solo se dijeron cuatro: