Él en sus manos: el círculo del amor
El amor es un
círculo, le dijo el Escritor en Madrid una de las noches en las que la
puerta del hotel permaneció cerrada: la excitación, el clímax, la
ternura…
Y cuando acaba la ternura, vuelve a empezar la excitación: el amor es un círculo.
“Minúscula semilla,
insignificante vida,
poro seco que de mi mano
pasas a dormir en un surco arropado
por la sábana fina de la arena y el manto húmedo del estiércol.
Rompes el suelo en un instante,
en el instante del rayo de sol penetrando en la vagina de la tierra.
Y emerges al son de los tambores,
fragante.
Se te ve trepar entre terrones buscando el aire,
con tu tallo
y tus hojas manchadas de rocío,
escuchando a un grillo que te cante.
De la noche a la mañana floreces,
capullo verde,
pétalo blanco,
morro arrugado,
mirada gacha,
juventud domada.
Domada a golpes de las tempestades, los terremotos y las inundaciones.
Alcanzas esplendor cuando enrojeces,
cuando en el horno te doran,
cuando explotan tus carnes,
cuando mueres en mi boca.”
Desde que el Escritor se desvaneció en sus brazos, desde que
perdió la consciencia, hasta que resucitó y se puso poético, pasaron
más de veinticuatro horas.
Lo primero que hizo la Musa fue
amortiguar el golpe. A pesar de tenerlo agarrado por los hombros no
pudo evitar su caída. No la pilló por sorpresa lo sucedido. Se temía
que le pasase algo así desde que el insomnio se apoderó de su mente y
su cuerpo se demacró hasta unos límites difíciles de imaginar. Por eso,
cuando lo vio aquella noche tan irreconocible, tan fuera de sí, se
colocó detrás, como hacía siempre, y con una delicadeza aún mayor que
en otras ocasiones, apoyó las manos en sus hombros, muy suavemente,
para no entorpecer el ritmo de su escritura, y se dedicó a vigilar su
estado.
Desistió de la lectura y de la comprensión del texto que aparecía
vertiginosamente en la pantalla del ordenador y se concentró
exclusivamente en observar su cuerpo. Un cuerpo que sudaba más de lo
habitual. El sudor aparecía en la frente del Escritor nada más sentarse
y empezar a tocar el teclado. Desde que la Tocha se adueño de él,
sudaba y sudaba. La Musa asimiló la derrota y aceptó ser su samaritana
y esperarlo. Pero esa noche la frente del Escritor era un manantial y
su mano no era suficiente esponja para secarla. Tuvo que sacar el
pañuelo y limpiarla una y otra vez. Sudaba, temblaba y…, a veces, se
estremecía. Estaba asustada y se imaginaba que pudiera pasarle algo
grave, pero a pesar de estar prevenida nunca pensó que el
desfallecimiento fuese tan brusco.
La cabeza cayó de repente, los brazos perdieron la tensión, la silla
giró bruscamente y el tórax cayó hacia el suelo. Ella trató de
sujetarlo y al mismo tiempo lo acompañó en la caída. Hincó su rodilla
izquierda y ofreció su pecho. La inercia ya lo dominó todo y ambos
cayeron. Él, inerte; ella, amortiguando a duras penas el golpe, topó
con sus glúteos en el suelo y evitó que la cabeza del Escritor se
golpease.
Quedó aturdida, no sabía qué hacer, solo ofreció su cuerpo para que el
de él descansase e inconscientemente buscó la postura más cómoda: ella,
sentada con las piernas estiradas; y él, acomodado en su pecho.
Lo segundo que hizo la Musa fue vencer el miedo. Inmediatamente le
agarró una mano y le buscó el pulso. Notó con alivio que su pecho se
contraía y después se expandía. Despacio, pero se contraía y se
expandía. Encontró su pulso con una mano al tiempo que con la otra le
tentó la frente. Respiró profundamente y notó la respiración de él.
Trató de acompasarla con la suya e intentó reanimarlo moviéndole la
cabeza y dándole palmaditas en la cara, pero el Escritor no reaccionó:
solo respiraba y se dejaba caer.
El pulso, la temperatura, la respiración: las constantes vitales. Le
pareció que todo estaba a unos niveles más bajos de lo normal. ¿Qué
hacer? ¿Qué hacer?, se preguntaba, pero pronto supo que todo estaba en
sus manos, que no podía solicitar ayuda a nadie, que tenía que recordar
lo que había aprendido sobre primeros auxilios y que, sobre todo, tenía
que mantener la calma.
Le besó la frente y sin apartar sus labios comprobó que el sudor era
frío. Lo acarició tiernamente intentando revitalizarlo, pero se dio
cuenta de que era imposible: estaba agotado.
Lo contempló ensimismada. Lo hizo detenidamente. Observó cómo
respiraba, cómo su pecho subía y bajaba; asimiló que lo tenía en sus
brazos, que era su dueña, que lo cuidaba y lo protegía; y perdió la
noción del tiempo. Pero el cuerpo del Escritor la oprimía, hubiese
querido permanecer sin notar su peso, sin sentir el dolor producido en
su rodilla por la caída, sin tener los glúteos doloridos por su impacto
con el suelo, y sin tener el pecho aplastado, pero el tiempo lo puso
todo en su sitio y ella se cansaba. Lo tenía que llevar a la cama. No
podía despertarlo y además no quería hacerlo una vez que comprobó que
era el sueño lo que paralizó su vida y que sus ritmos vitales se
acercaban a la normalidad. Pensó en cómo llevarlo a la cama. A su mente
acudió la escena cinematográfica del galán que coge en sus brazos a la
amada y la lleva, como si no pesase, como si fuese una pluma… Lo pensó,
lo llevó en volandas como en las películas, pero su cuerpo seguía
aplastándola, la realidad vencía a la fantasía y tenía que hacer
algo, porque el suelo no era el lugar idóneo para pasar la noche.
Solo tenía dos opciones: llevarlo a la cama o traer el colchón al lugar
donde se encontraba. Optó por lo primero, pero… ¿cómo llevarlo? Pensó y
pensó. En brazos no podía, aunque había perdido mucho peso, sus fuerzas
eran limitadas y no podía levantarlo. Se acordó de los muebles, de los
electrodomésticos, de cómo los llevan los operarios deslizándolos por
el suelo, y se acordó de la manta. Sí, lo apoyaría en una manta y lo
arrastraría hasta la cama. Así, sí podría. Y lo hizo. Alcanzó unos
cojines y se los puso debajo de la cabeza. Cuando estuvo acomodado su
cuerpo se fue a buscar la manta. Moviéndolo de un lado y después del
otro consiguió ponerla debajo. Tiró de ambas puntas y comprobó que así
si podía arrastrarlo.
Lo arrastró por el pasillo y lo llevó hasta la habitación donde
dormían, lo colocó en paralelo a la cama y pensó en la forma de
tumbarlo encima. Cogiéndolo por los sobacos consiguió sentarlo en el
suelo, respiró para tomar fuerzas y oyó por primera vez desde el
desmayo un leve gemido. Lo abrazó con más fuerza y dando un gran
impulso logró que la cabeza y el tórax se posaran en la cama. Ya todo
fue más fácil, primero le subió los brazos y después, cogiéndolo de una
pierna, consiguió hacerlo girar hasta tumbarlo encima.
Una vez conseguido su propósito, se tumbó ella en paralelo y respiró
profundamente. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que ahora podía
controlar mucho mejor su estado. Buscó un termómetro y le tomó la
temperatura. Como sospechaba, era baja, más baja de lo normal, pero eso
no lo preocupó, era lógico después de todo lo que había pasado. Se tomó
a continuación la suya: era normal. La diferencia no era excesiva, pero
deseó compartirla, equilibrarla dándole un poco. Le tomó el pulso y sus
pulsaciones también estaban por debajo de lo normal, tampoco le dio
importancia, por último buscó el tensiómetro. Como se imaginaba, la
tensión también tiraba hacia abajo, pero atando todos los cabos dedujo
que era lo esperado después de todo lo que había pasado. Se tranquilizó
y se alegró de haberle encargado a Sebas comprar todos esos aparatos
sanitarios cuando vio que la salud del Escritor se deterioraba.
El Escritor descansaba plácidamente y ella, a pesar de las altas horas
de la noche, no tenía ni pizca de sueño. Era feliz contemplándolo.
Pensaba que era suyo, que podía hacer con él lo que quisiera, que todo
lo que había sufrido antes, cuando la ninguneaba, lo podía recuperar
ahora con creces, porque él estaba agotado, profundamente dormido,
totalmente entregado y ella era su única dueña.
Le quitó la ropa. Toda, porque sabía que él se sentía más libre sin
nada en su cuerpo. Así se lo había dicho la primera noche que pasaron
juntos, y así lo hacía ella ahora, disfrutando de ser quien tomase la
decisión. Y decidió también ser ella libre, totalmente libre, sin nada
en su cuerpo que le privase de esa libertad que tanto había anhelado en
los días en que se sintió abandonada.
Contemplarlo y respirar felicidad era todo lo que tenía que hacer.
Abrazarlo para intercambiar el calor, para que él recibiese lo que ella
desprendía. Acurrucarse a su lado, cuando notó que el sueño llamaba
también a su puerta. Dormir unas horas y despertarse, porque su sueño
era breve. Volver a comprobar su temperatura y ver cómo poco a poco se
iba ajustando a la suya. Acariciarlo de nuevo, contemplarlo…, y
besarlo, suavemente, para no despertarlo.
Las horas se le hicieron cortas. La primera noche tardó en dormirse y
cuando lo hizo fue de forma intermitente. Lo controlaba despierta y lo
controlaba dormida. Porque soñaba que le tomaba el pulso o la
temperatura. Con la cara pegada a su hombro, escuchando el ritmo de su
respiración, oliendo su cuerpo y besándolo, se dormía y se despertaba.
Amaneció un nuevo día. La tenue luz comenzó a introducirse por los
resquicios de la ventana y poco a poco fue penetrando en la habitación.
A pesar de estar la persiana bajada, a medida que los rayos solares
fueron tomando altura, la luz triunfó sobre la penumbra y los ojos de
la Musa vieron con nitidez el cuerpo del Escritor. Dormía plácidamente,
como si fuese un niño, y una media sonrisa se dibujaba en su cara. Una
media sonrisa constante. La señal de la felicidad que llevaba siempre
dentro. Nada que ver con la risa exagerada que exhiben otros para
camuflar el vacío interior. Risa exagerada y, a continuación, seriedad
absoluta. No, nada que ver con su medía sonrisa constante. La media
sonrisa que la cautivó desde el primer momento. Desde su encuentro en
la barra de aquel café-bar antiguo, de aquella barra de mármol frío y
cálido al mismo tiempo, porque el calor estaba en sus ojos, en su
mirada de ida y vuelta a aquel reloj que marcaba las ocho. Una hora,
las ocho, que se quedó parada, mientras ella hacia el mismo recorrido
de ida y de vuelta.
Una media sonrisa que perdió cuando la Tocha se apoderó de él. Algo muy duro, muy doloroso tenía que estar viendo para que desapareciese. Y lo fue, pero ya pasó. Y la Musa creyó que se le escapaba, que lo perdería del mismo modo que desaparecía su sonrisa. Pero no lo aceptó, supo que tenía que esperar y esperó. Ahora lo contemplaba, y en la placidez del sueño, vio cómo la recuperaba y a través ella notó la felicidad que desprendían sus ojos.
Se habían mezclado tanto sus pensamientos, habían entrado tantas
veces el uno en el otro que ya no había cabida para la duda. El juego
era de verdad, no un juego ficticio, era de carne y hueso. Un juego de
ideas y frases compartidas al que solo faltaba ponerle la cara.
Por
eso cuando acudió a la cita ya no tenía ninguna duda, lo conocía como
si hubiese compartido con él la vida, y cuando le dijo: Me gustas, se
lo dijo sin apenas mirarlo, porque le hubiese gustado, aunque hubiese
sido más feo, aunque hubiese sido más viejo, aunque hubiese tenido
algún defecto físico, porque se lo dijo sin verlo, porque solo vio sus
ojos, sus ojos que miraban al reloj y que después la miraban a ella, y
que le dijeron que era verdad todo lo que veía por dentro y confirmaron
todo lo que ya sabía.
Porque sentía el leve contacto de una uña que la rozaba, desde la
nuca hasta el coxis, haciendo el trazo de la verticalidad del amor,
descendiendo cariñosamente, lentamente, como la punta de un puñal que
se clavaba sin hacer herida, que la abría sin producir sangre, porque
le abría el alma y la dejaba totalmente abierta, totalmente desnuda por
dentro.
Así se encontraba ella siempre que encendía el ordenador,
en sus brazos, entregada y elevada hasta esa nube. Una nube que la
transportaba a un mundo irreal, porque no notaba su peso, porque su
cuerpo fluía, se elevaba, se evaporaba, sentía cómo se deshacía y se
convertía en algo ligero, gotas diminutas que se elevaban gozosas, que
se enlazaban con otras gotas que no eran las suyas, pero que juntas
formaban esa nube vaporosa que se balanceaba movida por el viento;
gotas de ella y gotas de él que se confundían sin saber cuáles eran las
de cada uno y que bailaban por encima de la realidad.
Al amanecer del segundo día la Musa estaba muy preocupada. No por el
estado aparente del Escritor que seguía plácidamente dormido y con las
constantes vitales prácticamente normalizadas. Llevaba ya casi treinta
horas sin apenas moverse, solo con algún que otro ronquido y con leves
sonidos guturales. La Musa pensó que ya era demasiado tiempo y que su
ciclo metabólico se estaría resintiendo. Pasar tanto tiempo sin ingerir
ningún alimento, ni líquido ni solido, no podía ser nada bueno. Tener
al ralentí el aparato digestivo y el urinario comenzó a
obsesionarla. La posible alteración del ciclo metabólico era la duda
que la asaltaba. Ella había evacuado una vez sólido y tres o cuatro
veces líquido a pesar de los pocos alimentos que había ingerido. En
todo el tiempo solo había tomado líquidos: un café con leche desnatada,
dos infusiones y agua; y un yogur y tres piezas de fruta
como elementos sólidos.
Tenía que despertarlo. Y lo hizo a besos:
primero en la cara y después por todo su cuerpo. Besarlo, besarlo,
besarlo…, lamerlo, lamerlo, lamerlo… y olerlo hasta despertarlo.
Besarle un pezón y luego el otro, después el ombligo, pasar su lengua
para humedecer la piel de su vientre y para darle aliento. Besar su
ingle y lamer su pene flácido y seguir..., seguir lamiendo desde arriba
hasta abajo y desde abajo hasta arriba, coger un dedo de su mano
meterlo en su boca y chuparlo. Eso era todo lo que tenía que hacer para
que su despertar fuese placentero. Y eso fue lo que hizo.
Notó como su cuerpo se estiraba, como cambiaba de posición, como
respondía a sus caricias arrimándose, como empezó a emitir sonidos
inconexos, como sus manos empezaron a buscar su cuerpo y como su voz
sonó nuevamente.
Y en la huerta se puso poético. Agarrado de la mano de la Musa
volvió a ver, a oler y a sentir. Hicieron el recorrido matutino, las
plantas aún tenían un ligero rocío y los rayos solares se reflejaban
con un brillo especial en las hojas.
Los tomates, de diferentes
tamaños, relucían y trepaban por las plantas empinadas. Sebas se había
encargado de hacer un entarimado para sujetar las tomateras y evitar
que se rompiesen por el peso de sus numerosos frutos. Estos trepaban
como si fuesen un rosario, y acomodaban su color y su tamaño a la
altura que ocupaban en la planta: en lo más alto aún quedaban flores y
tomates pequeños, pero según descendían aumentaban de tamaño y
cambiaban poco a poco el colorido pasando del verde exagerado al rojo
tentador.
El Escritor cogió uno, lo mordió, y sin soltarlo de su boca se lo
ofreció a la Musa, ella lo recibió gozosa, hincó sus dientes, chupó
parte de su jugo, lo apretó y lo que aún quedaba entre las dos bocas no
pudo soportar la presión y explotó. Un jugo pegajoso acompañado de
diminutas semillas salpicó sus mejillas y las llenó de vida. Ambos
aprovecharon el momento para lamerse, saciar su sed y comenzar el juego
que tanto estaban deseando.
La oda al pimiento le salió en un momento de fulgor, cuando sus
sentidos comenzaron a excitarse contagiándose de lo que sucedía en la
naturaleza:
Se le vio trepar entre terrones…,
Cortó el más rojo:
Volvió a ver los manzanos, frescos, lozanos, repletos de manzanas relucientes, respingonas…, y volvió a perder el control de su mano. Arrancó la más hermosa y le salió otra vez la vena poética:
Porque tú no eres reina, eres reineta,
sin los vestidos largos que enloquecen,
con columpios al aire que te mecen,
tú eres manzana, gorda, verde y prieta.
Esperando el mordisco que te meta
mis ganas y mis blancos dientes crecen.
De pensarlo mis carnes se estremecen,
como si fueses reina con peineta.
Me enloquece tu cara tan rosada,
en tu casa jugando respingona,
colgada de la rama, mi manzana.
Por los mozos del pueblo deseada,
arrancada del árbol sin corona,
mañana, tú, serás republicana.
La mordió y la sujetó en su boca: sonrosada, verde, prieta…, y se la ofreció a ella, repitiendo la escena del tomate. Ella mordió y la sujetó con sus dientes, y mientras la sujetaba se la ofreció a él, para que continuase mordiendo, para alternarse entre la sujeción y el mordisco. Y así, atrapada entre las dos bocas, comida a mordiscos compartidos:
Mañana, tú, serás republicana.
“¡Claudia, claudia!, ¡qué dulzura!
¡Claudia, claudia!, ¡qué frescor!
¡Verte al sol y ya madura!
¡Sorber tu jugo esparcido
entre esos pechos tan duros!
¡Amanecer en tus brazos!
Salir al sol mañanero.
Resucitar de un naufragio.
¡Claudia, coñuda es pasión!
Las ciruelas eran su debilidad. Y no las había visto ni las había
olido ni las había comido, a pesar de que la Musa se las había ofrecido
todas las mañanas, en los días en que su mente perteneció a la Tocha.
Pero hoy sí, en esta mañana embriagadora las veía, las olía, las
saboreaba y las compartía. Y repitió con ellas el mismo proceso que con
el tomate y la manzana, deleitándose en la excitación que les provocaba
la naturaleza y alargando el proceso del gozo.
La ciruela pasaba
de su boca a la de ella, y de la de ella, a la de él. Se intercambiaban
sus jugos y cuando conjuntamente los devoraban, buscaban otra, la más
gorda, la más amarillenta y al mismo tiempo la más roja, la que
empezaba a abrirse de carnes y a ofrecerles su líquido: la más ¡coñuda!
Explotó claudia: su rosa, su verde, su amarillo, su anaranjado…se
convirtió en un jugo dulcísimo, en una carne sabrosa que se deshacía en
el paladar de ella y en el de él, que se mezclaba, que pasaba jugando
de uno a otro, que se divertía antes de ser tragada. Se mezclaron sus
jugos. Claudia, les unía. Claudia compartida, les juntaba, formaba una
vida nueva. Claudia saltando, salpicando la cara del Escritor,
escurriendo su miel sobre el pecho de la Musa. Dejando la piel
pringosa, el cuerpo dulce, meloso, dispuesto para ser lamido, para ser
saboreado…
Agua,
el agua lo apaga y el agua lo enciende.
Agua,
agua que apaga el fuego,
agua que trae la calma,
que reposa en la tierra,
que la hace fértil y porosa,
agua que hace historia.
La Tocha es historia…, el agua la apaga.
Lo llevó a la ducha porque sabía que necesitaba el agua. Ella
también lo necesitaba después de su excitación en la huerta. Necesitaba
lavar su cuerpo, su cuerpo y el de él. Ser ella quien lo lavara, apagar
todo el sofoco que le había producido la Tocha. Todo el recuerdo. El
agua lo apaga.
Y el agua lo enciende. Enciende el fuego. El fuego
nuevo, el deseado, el que apareció en la huerta. Porque ahora solo hay
dedos, dedos y yemas de dedos, solo hay bocas, labios humedecidos; solo
hay piel, piel erizada; solo hay pezones, pezones erectos; solo hay
genitales, genitales que se buscan; ahora, bajo el agua, solo hay dos
cuerpos, dos cuerpos que quieren ser uno.
Después del contacto salvaje con la naturaleza, después de compartir el jugoso cuerpo de las ciruelas claudias,
de pasar de una boca a otra la carne jugosa de su pulpa, después de
estrujarla y compartirla, después de haber iniciado el camino de
despertar su cuerpo, la Musa sabía que debían pasar del rocío temprano
de la mañana al calor del agua templada en la ducha.
Tenía que
conseguir que el Escritor desconectase totalmente de la Tocha, lo tenía
casi logrado después de las horas de sueño, pero tenía que estar segura
de que era suyo, suyo al cien por cien, después de los días de abandono
total no podía permitir que ni siquiera un segundo su mente se apartase
de ella.
Sabia de la magia del agua, conocía el poder exótico de la crema de
baño, confiaba plenamente en el poder de sus manos, sabía que cuando
todo se juntaba, la magia de la excitación estaba asegurada. Por eso lo
llevó a la ducha y lo despojó de su ropa, por eso lo incitó a que él
hiciera lo mismo con la ropa de ella y por eso cuando templó el agua y
le regó de arriba abajo su cuerpo, supo que era su dueña. Pero ahora
vivo, libre, totalmente entregado: suyo.
Por eso esparció por su cuerpo una crema suave y porosa cuyos efectos
conocía perfectamente y lo invitó a que él con su mano hiciese lo
propio con ella. A que lo hiciese por todas sus partes, por arriba y
por abajo, por la espalda y por el pecho, por las manos, por los
brazos, por los muslos y por los pies.
El paso de la ternura a la excitación es alargado, es un tiempo
que es necesario dominar, se estira y se encoge, se paraliza para
disfrutarlo, se juega alargándolo y conteniéndolo, las yemas de los
dedos son el mejor instrumento, con ellas se eleva el miembro, con
ellas se seduce la mente. La Musa lo sabía.
Subiendo por tu cuerpo… Le dijo el Escritor en Madrid una de las noches en la que la puerta estuvo cerrada,… la senda del costado
Y ahora en el lecho; el Escritor subía…, subía y bajaba. Su lengua subía y bajaba por la línea más sensible de su espalda, y ella recordaba. Recordaba el soneto alejandrino. Y el nombre del poeta: Javier Egea, el olvidado, el atormentado, el desesperado… el suicida…
me llego hasta tus senos donde apasiona el vuelo,
Y llegaba… y volaba…, y ella lo recibía y también volaba…
lanzo el ancla a tus labios, me enredo por tu pelo
Y la voluptuosidad que desprendían sus labios la atrapaba, y ella también se enredaba, sus dedos se enredaban entre los cabellos de él para atraparlo…
y vienen, van los besos, en un vaivén callado.
Para poseerlo, para disfrutarlo…
Con qué pasión se vence tu cuerpo enamorado
Desde el coxis hasta la nuca su lengua se paseaba. Despacio,recreándose…
cuando grito mis versos, te beso y me consuelo;
Regaba de saliva la piel que recubría las protuberancias de su columna vertebral como pétalos de rosas cubiertos de rocío…
con qué pasión de amor, con qué dulce desvelo
Y penetraban hasta el interior, hasta la médula…,
pasas las lentas noches quemándote a mi lado.
para revolucionarla, porque no era solo la espalda quien recibía las caricias…,
Y cuando llego al punto más cálido, en el lecho,
desde el interior de su médula se ramificaban…
me desbordo de versos, de besos, trecho a trecho,
y llegaban a todas las partes de su cuerpo…,
y hago brotar el canto más bello y más alado.
con la misma intensidad y el mismo erotismo…,
Para tu boca tengo los labios más amantes,
y ella se abría, todo su cuerpo se abría y gozaba al notarlo…
para tus labios tengo los besos más quemantes,
y cuanto más se abría, él más dentro llegaba…
para tus besos tengo mi verso enamorado.
Un verso enamorado que buscaba todos los rincones de su ser y que penetró hasta lo más profundo de sus entrañas.
Un verso enamorado que a ella le obligó a gritar:
Y el
olor apareció en la cama, el olor de dos cuerpos sudorosos, entregados
y receptivos al mismo tiempo; y el tacto, el tacto se multiplicó hasta
adueñarse del último rincón de cada cuerpo; y el color de sus ojos, de
los ojos de él, de los ojos de ella, lo iluminó todo; y el sabor de su
cuello, el de él y el de ella, les hizo explotar. Como una claudia,
explotar, reventar, esparcirse, introducirse por todos los poros de la
piel.
Un dedo, solo un dedo se posó en su pecho; una frente, solo un trozo de
frente rozó su mejilla; una nariz, solo la punta de una nariz se posó
en su cuello; unos labios, unos labios humedecidos besaron su axila;
una lengua, solo la puntita de una lengua, lamió su pezón aún erecto;
un pie, solo la punta del dedo gordo de un pie, le acarició el empeine.
La Musa respiró, respiró profundamente para que todas las caricias que
estaba recibiendo penetrasen más profundamente en el interior de su
cuerpo. Le acarició el cabello, le apretó la cabeza contra su pecho y
recibió todo su agradecimiento para compartirlo, para compartirlo y
devolvérselo con creces.
El agradecimiento, el cariño, la ternura…, todo se
concentra en un lamido. En cientos de lamidos. Todos los necesarios
para apagar el fuego de unos cuerpos sofocados.
Respiraron unidos tres o cuatros veces, su tórax subió y descendió al
unísono, y cuando estuvieron totalmente relajados reapareció la
palabra. Solo se dijeron cuatro: