Homenaje

Todos los años en la misma fecha y en los mismos lugares se hacía el homenaje. No era solo un homenaje. Era: El Homenaje.

Primero, el abrazo. Un abrazo perpetuo en una plaza ya histórica. El abrazo se hacía mucho más grande ese día. En la plaza estaba inmortalizado, pero ese día crecía, se ensanchaba, se hacía mucho más luminoso. Miles de manos se unían y todas juntas recordaban y luchaban.

Después, el acto central. Un acto que se repetía año tras año. Unas palabras que aunque cada año eran pronunciadas por distintas personas, siempre parecían ser las mismas. Y un lugar vacío...
En el lateral del escenario, donde estaban quienes presidían el acto, siempre había una silla vacía. La silla destinada a una persona que no quería recordar. Este año la silla estaba ocupada. La ocupaba una mujer altiva, segura, desafiante, valiente, orgullosa de haber luchado y decidida a seguir luchando. Una mujer que perdió el miedo.
Cuando la Tocha intervino se hizo un silencio absoluto. Era la primera vez que hablaba. Ella, sin estar físicamente presente, siempre había estado en el acto. Pero ese día, sí. Ese día estaba allí. Estaba y, refugiada en el espejo del Escritor, habló. Ese día tomó la palabra.
La palabra. La que ahogaba su pecho, la que no traspasaba su garganta porque todavía tenía el nudo angustioso del recuerdo. La palabra, tenía que quedarle la palabra. Tenía que buscar la palabra en sus entrañas. La palabra ahogada, la palabra asesinada. ¡La palabra!

 

La conexión entre el Escritor y la Tocha ahora era total. De la misma manera que se había escapado de la Musa, se había introducido en ella. El espejo ahora estaba limpio y la Tocha se reflejaba tan nítidamente en él que no se distinguía la realidad de lo reflejado. Sus mentes estaban tan conectadas que lo que aparecía en el teclado del ordenador no se sabía de qué cabeza salía. El Escritor era el que materializaba las frases, pero la mente de donde salían era confusa. No sabía si era él quien pensaba o era la Tocha quien le transmitía sus pensamientos. Y tampoco sabía quién hablaba. La palabra salía por boca de la Tocha, pero resonaba en su mente como si fuese él quien la pronunciaba.
Sí, ella estaba allí. Él estaba allí. Todos estábamos allí. ¡Ella estaba allí! ¡Con ellos…! ¡Mojada! ¡Empapada! ¡En-san-gren-ta-da!
Y la mente del Escritor retrocedió hasta la fecha terrible del 24 de enero de 1.977, y él se vio allí, junto con las personas que estaban en aquella sala, y oyó los disparos. Oyó los gritos, la desesperación, la rabia…, sintió la sangre correr por su rostro, por sus brazos…, empapándolo. Sintió el peso de unos cuerpos encima del suyo, unos cuerpos desconocidos, que se juntaban con el suyo y lo hermanaban. Sintió cómo se estremecían, cómo lo aplastaban y cómo lo protegían.
Y las palabras que oía no sabía de quién eran, y los pensamientos que ocupaban su mente no sabía si eran los suyos o eran los de la Tocha que le llegaban tan nítidamente que se convertían en suyos. Nunca había oído, ni sentido nada igual. Lo que al principio le escondía la Tocha, ahora, desatado el nudo que atenazaba su vida, se lo ofreció al completo, penetrando hasta lo más profundo de su ser, y, mientras los pensamientos eran totalmente compartidos, la voz de ella siguió sonando, como un cántico nuevo, sonoro y melódico. Dulce como su sonrisa. Serena y profunda como su mirada:

 

La sangre que él compartía, la que corría por sus manos, la que empapaba su ropa, la que lo deshacía por dentro… 

Vuestra sangre salvó a la clase trabajadora. Que perdió el miedo. Que salió a la calle. Que se unió en la lucha. Que encontró la solidaridad. La solidaridad verdadera, la total, la que no se limita al reparto material de las cosas, la que llega hasta el fondo: hasta el alma.
Vuestra sangre estaba impregnada de todo vuestro ser. Vuestro trabajo, vuestra riqueza y vuestros conocimientos fueron compartidos…
 
Porque eran sus conocimientos los que compartían y los que repartían. Y eso es lo difícil, porque lo que otros se guardaban para sus luchas internas, lo que les servía para ocupar un puesto más alto en la escala del poder, ellos lo pusieron a disposición de todos, al servicio de los más necesitados, de los más débiles…, de la clase obrera.

 

La Musa estaba detrás del Escritor, lo observaba, intentaba leer lo que escribía pero no le daba tiempo, ni a leer, ni a asimilar el contenido; solo le sujetaba los hombros, le masajeaba el cuello, sabía que no la veía, que no la sentía. Sabía que ella ahora no existía, pero ya no le importaba, porque solo pensaba en él, en que terminase pronto, en que no desfalleciera, en que no le pasara nada, porque estaba a punto de explotar, de caer en el mismo precipicio donde habían caído ellos.

¡Go—tas… de—san—gre…!”

El Escritor suda. La Musa le agarra los brazos. Lo aprieta. Lo mueve. Ve cómo su brazo derecho se levanta. Cómo se tensa. Cómo el puño se cierra y un grito desgarrado, seco, agonizante, sale de su boca

Y se desploma.