Abandonada
Le había dado
carta blanca para negociar con la Tocha; le había dicho que ella, con
tenerlo a su lado, tenía bastante; que solo deseaba mirarlo y tocarlo.
Pero no se pudo imaginar nunca que mirarlo y tocarlo no sería
suficiente. Nunca pensó que teniéndolo tan cerca podía tenerlo tan
lejos.
Ella creyó que podría soportarlo, que las concesiones que pactase con
la Tocha no influirían en sus relaciones afectivas. Que sería fuerte y
no desfallecería. Que lo apoyaría, que estaría a su lado y que aunque
no interviniese en lo que él escribía, ella sería feliz viéndolo y
tocándolo.
Pero no fue así. Su relación sentimental sí se vio afectada. Porque el
Escritor se transformó. Se convirtió en otro. En un ser desconocido.
Estaba totalmente ido, en otro mundo. Su carácter había cambiado. Le
hablaba y no respondía; nunca lo había visto así cuando se relacionaron
por el programa de internet. Bueno, entonces no lo veía, pero lo sentía
como si lo viese. Solo tras su encuentro en Madrid notó en sus
conexiones alguna sombra, algún cambio al que no dio importancia,
porque pensó que sería debido a las dificultades para arrancar con su
segunda historia.
Pero entonces se debía a otra cosa. Con ella siempre era cariñoso:
Era cariñoso, pero lo notaba más distante, no le escribía apenas sobre su segunda historia y todos los días hacía alguna referencia al tiempo que pasaron juntos en la habitación cerrada.
Sí, cuando la Tocha aparecía en sus comentarios, todo cambiaba. Se ponía de mal humor. Se atascaba, se ponía nervioso, se alteraba, le entraban las dudas:
Y fue entonces cuando se atrevió a decirle que la necesitaba, que quería tenerla cerca y que sabía de un lugar perdido…
Y ahora, en ese lugar perdido, tan idílico y maravilloso al principio, todo era distinto. El Escritor no hablaba, solo gesticulaba.
Y él negaba con la cabeza.
Y volvía a mover la cabeza negativamente, pero no la escuchaba. Si le comentaba algo.
Levantaba la mano para que callase sin dejarla terminar la frase.
No había tiempos, había perdido la noción del tiempo, dormía cuando se
le cerraban los ojos, daba igual el lugar: en la silla, sobre las
teclas del ordenador, en el sofá que había en su escritorio o en la
cama a horas intempestivas. Y cuando se echaba en la cama, lo hacía con
la mirada dirigida al techo, pensativo, absorto, perdía el sentido
durante unos minutos y se despertaba sobresaltado. Iba al escritorio,
cogía el boli
y apuntaba, una sola frase: iguales ante la ley. O una sola palabra:
nulo. Una ley: El Fuero de los Españoles. Y a continuación un número.
No comía, o lo hacía a destiempo. Ella le preparaba platos exquisitos,
que él no miraba. Si comía algo, lo hacía absorto, pinchaba y se iba,
no decía nada, movía de vez en cuando la cabeza y se llevaba las manos
a ella.
La Musa lo seguía a todas partes. Comía como él, a trompicones, sin
saborear nada; se acomodaba a sus ritmos de sueño y lo seguía, porque
él tampoco estaba quieto, parecía como si alguien le aplastase la
cabeza. Subía y bajaba, de la cocina al escritorio, del escritorio a la
cocina, de la cocina al salón y del salón a la huerta.
De la huerta no disfrutaba, porque tampoco la miraba, no miraba las
plantas, miraba al horizonte, pero con la mirada perdida. Siempre
llevaba una libretilla en el bolsillo y a veces apuntaba algo, algo que
ella no veía porque tampoco podía seguirlo de cerca, pero se daba
cuenta de su estado, de que vagaba entre tomateras y manzanos, pero que
no estaba allí, estaba en otra parte, en un lugar al que le había
prohibido el acceso.
No tenía manos, ni ojos, ni oídos, solo un andar vago y una mirada ida,
porque su mente se había ido a otra parte. No tenía mano para ofrecer a
la Musa porque entre su mente y las yemas de sus dedos había un
cortocircuito que lo llevaba a otras manos y a otro cuerpo. No veía,
porque los ojos de ver no eran verdes ni azules, no tenían pestañas ni
cejas, eran hilos que atravesaban el tiempo y el espacio para posarse
en el punto del horizonte donde la imaginación se esconde; y no oía
porque tenía los ruidos de los disparos tan dentro que lo aturdían.
Tampoco percibía el trabajo que Sebas hacía cada día, porque él sí venía todos los días. A pesar del desplante que le dio el día que comenzó todo, Sebas no faltó ni una sola mañana.
Sebas solo le había enseñado unas plantas de tomates y le había preguntado el lugar donde quería plantarlas y esperó una respuesta amable, pero el Escritor fue brusco:
Y
Sebas tembló y retrocedió; pero la Musa se lo explicó todo, le dijo que
le preguntase a ella, que él estaba en otro mundo y que, hasta que
volviese a este, era mejor no hablarle; le dio carta blanca para que
hiciese lo que mejor le pareciese, que plantase lo que considerara
oportuno, porque ella no entendía de huerta, pero que no le hiciese
caso, que siguiese viniendo todos los días y que, si no le hablaba, no
se lo tuviese en cuenta. También le dijo que, si ella alguna vez estaba
descortés, o menos amable de lo habitual, se debería a lo pendiente que
estaba del Escritor y de su estado de ánimo. Le dijo que a ella tampoco
le hacía caso, y que estaba preocupada, pero que lo tenían que aceptar
así.
Plantaron las tomateras, y aunque le había dicho que ella no
sabía de huerta, esta vez, para compensarlo por el desaire, lo ayudó; y
entre los dos decidieron el sitio más adecuado.
Desde ese día fueron cómplices e iniciaron una relación nueva.
Sebas llegaba todos los días sin decir nada, sembraba lo que le parecía
bien en el lugar que consideraba más adecuado, cavaba o regaba cuando
era necesario y, de la misma forma que había llegado, se iba. Si veía a
la Musa, se saludaban con un gesto de manos. Si era al Escritor a quien
veía, no le decía nada, lo observaba simplemente al tiempo que se
repetía a sí mismo: “Estos escritores están locos”.
Cada uno estaba a lo suyo: Sebas, a la huerta; ella, tras los pasos del Escritor; y este, en el mundo perdido del ensueño.
Ya
las tomateras habían crecido y los tomates estaban a punto de
enrojecer, pero él bajaba a la huerta y seguía sin verlos. Habían
pasado tres meses y los estados de ánimo estaban a punto de
precipitarse. Tres meses interminables, porque lo que comenzó con un
juego, con un momento mágico en el que ella encontró la plena
felicidad, no volvió a repetirse.
La Musa aguantó sin decir nada,
tragándoselo todo, porque así lo había aceptado. Así lo aceptó cuando
dejó todo el camino libre a la Tocha, cuando permitió que pactase sin
contar con ella, cuando creyó que la presencia física sería suficiente
y que bastaría para hacerlo feliz. Pero ya no aguantaba más, porque
conoció la felicidad y la echaba tanto de menos que estaba a punto de
estallar. Sus nervios estaban a flor de piel, su vida se había
convertido en una rutina. En seguir sus pasos, en acomodarse a sus
ritmos, en una lucha interna que la carcomía.
Su cuerpo le pedía guerra, el juego amoroso la llamaba de día y de
noche; verlo la excitaba, y verlo así, tan metido en la mente de otra
mujer, la encendía aún más. Y su cabeza le pedía calma, paciencia,
tiempo. Le decía que al final sería suyo, que lo de la Tocha sería una
historia pasajera. Pero el tiempo pasaba y ella se desesperaba. Y tenía
que vivir con su desesperación, no podía dar muestras de flaqueza,
tenía que hacer teatro, sufrir por dentro y reír por fuera, porque,
aunque él no le hacía caso, ella sabía que la necesitaba y que
cualquier desfallecimiento suyo sería fatal para él y para la historia.
Leía todo lo que él escribía, pero estaba sobrepasada, ¡escribía
tanto…! Cambiaba, tachaba, corregía, abría un borrador y luego otro,
separaba capítulos, cortaba párrafos, intercambiaba frases…, todo
a una velocidad de vértigo. A ella no le daba tiempo a ordenarlo en su
mente, a saber lo que era prueba y lo que era definitivo. Y además
tenía que seguirlo, porque no quería que anduviese solo por la huerta,
temía por su estado, porque dormía poco, apenas comía y estaba
demacrado. Cuando se sentaba ante el ordenador y escribía sudaba,
perdía peso de día en día y su estado físico se degradaba.
La Musa ya solo tenía un deseo: que todo acabara cuanto antes y que no le pasara nada.
Tres
meses sin entender nada. Había procurado estar con él como había estado
cuando se conectaban todos los días a través de internet. Hacer lo que
hacía entonces a todas horas, estar en su vida cada segundo. Penetrar
en sus pensamientos, adivinarlos. Y lo que conseguía entonces en la
distancia no lo lograba ahora con la presencia. Lo que antes eran
halagos, gestos cariñosos, frases amables que se intercambiaban con los
párrafos que escribía, ahora eran refunfuños, frases desconsideradas,
órdenes de dejarlo solo.
Y es que el Escritor estaba ahora tan
metido en la historia de la Tocha que se había desconectado de la
realidad; no tenía rincón donde estar tranquilo, no tenía sueño, no
tenía hambre, no tenía voz, no tenía sentimientos, no tenía Musa. Solo
tenía Tocha, Tocha, Tocha…, y solo tenía unos dedos como apéndice
último de un cerebro que ordenaba, que estructuraba, que organizaba,
que priorizaba y, sobre todo, que sacaba a la luz todo lo que había ido
almacenando durante días; durante días de conversación, de
correcciones, de discusiones; todo parecía que había quedado grabado en
su mente y ahora había llegado el momento de echarlo fuera, de parirlo.
Era el momento del parto y no tenía más sensaciones que la de expulsar
todo lo que llevaba dentro. De gritar… ¡Fuera!
Por eso no hacía caso a la Musa, por eso pasaba las horas metido en su
mundo, martilleando las teclas del ordenador con una prisa inusitada.
Nunca había escrito tan deprisa; sin embargo, a pesar de la rapidez que
quería imprimir a sus dedos, la velocidad no era la suficiente como
para satisfacer las prisas que su cerebro le exigía. Y por eso dejaba
frases incompletas, y avanzaba; dejaba palabras mal escritas, y
avanzaba; dejaba párrafos sin terminar, y avanzaba. Dejaba capítulos
con lo esencial de su contenido, y avanzaba.
Avanzaba sin hacerle caso, avanzaba y se olvidaba de todo, se olvidaba
de comer, se olvidaba de dormir, se olvidaba de amar. Se había metido
en el pozo creativo, en el de la inspiración, en el de la soledad más
infinita; y nadie, ni siquiera ella, podía sacarlo de allí.
La Musa estaba en lo más profundo de su abatimiento, porque era una sensación nueva, la sensación de no contar para nada, de no existir. Una sensación desconocida, porque nunca antes en toda su relación con él lo había padecido. Y la Musa por primera vez tuvo celos, se arrepintió de haber sido tan generosa, porque veía que se le escapaba, que, aunque lo tenía en sus brazos, lo tenía más lejos que cuando estaban separados por casi mil kilómetros.
No se daba cuenta de que era la primera vez que convivía con él en el momento cumbre de la creatividad; no se daba cuenta de que cuando escribió La Flory, ella estaba todavía separada por los cables del ordenador, estaban todavía en los momentos de las conexiones puntuales. No se daba cuenta de que entonces, aunque él se escapara con otra en los ratos en los que no estaba conectado, ella estaba absorta en la esperanza. Porque aunque, por aquel entonces, se resistía al encuentro; ya presentía que sería inevitable.