Confianza

La cabeza del Escritor se está llenando. Se llena a una velocidad de vértigo. De carpetas vivas, con personas vivas, con familias vivas. Carpetas que se juntan en otras más gruesas, que no están encima de la mesa. Son  iguales, con separadores por capítulos, por episodios, por momentos. Son muchas. Son estanterías enteras. Todas llenas. Cinco filas de baldas de aluminio que ocupan el largo de la pared. Y en el lomo de cada una hay un número, un nombre que hace referencia a un sector, a una crisis y una fecha.
Cuando las vio el Escritor, se asustó. La Tocha no tenía una historia, tenía miles de historias. Y no eran historias individuales como las que vio en las carpetas que había encima de la mesa, eran historias colectivas. De hombres y de mujeres que compartían vivencias. De muchas familias que estaban afectadas por lo que allí estaba anotado. Ahora empezaba a comprender por qué se reía la Tocha. Por qué le retaba. En su mirada había un desafío que parecía decirle: demasiado para ti. Pero había también una complicidad: sigue mirando, si te atreves. Y siempre le dejaba una pista: una herida, un reguero de sangre…, para picar su curiosidad, para que no abandonase. 
También entendía sus reservas:

El Escritor está asustado y perdido. Asustado, porque la Tocha, ahora, es un volcán en erupción, quiere ofrecérselo todo; y perdido, porque no sabe qué camino coger, qué hilo seguir entre los miles que se le ofrecen como conexión entre el cerebro de la Tocha y el suyo:

La Tocha se lo ofreció todo, pero al mismo tiempo le siguió retando:

 

La asamblea
La primera asamblea fue legal. El jurado de empresa utilizó los cauces que la ley sindical disponía para su celebración cuando el conflictivo colectivo afectase a la reestructuración de los puestos de trabajo. Pero la candidatura unitaria tuvo que tragar y aceptar después de un agrio debate que la presidencia de la mesa correspondiera al secretario del sindicato provincial de la rama, una persona puesta a dedo por la estructura del vertical y que formaba parte de las causas del conflicto. Además tuvieron que aceptar una representación de la empresa.
Entre los miembros del jurado de empresa hubo diferentes posiciones sobre aceptar o no la imposición que el aparato sindical exigía para la celebración de la asamblea. La presidencia de una persona del Régimen y la intervención de un miembro de la empresa no solo tergiversarían las causas del conflicto, sino que también amedrentarían a los asistentes. Después de un arduo debate entre las dos partes el sector mayoritario aceptó. Lo hizo, entre otras cosas, para que no se les pudiese reprochar en ningún momento que no  hubiesen intentado la solución del conflicto por la vía legalmente establecida.
El número de asientos del amplio salón sindical no fueron suficientes para acoger a todos los trabajadores afectados. Los pasillos y los laterales estaban repletos de gente de pie. Había mucho nerviosismo entre los asistentes y el cuchicheo era constante. 
Desde el principio todo se desarrolló según lo que el sector mayoritario se temía: un enfrentamiento total entre los dos modelos de sindicato. El presidente de la mesa, con gesto serio y autoritario, dio la palabra en primer lugar al representante de la empresa:

Aparecen los primeros pitos en la asamblea y el presidente interviene llamando al orden.

 Los pitos y los abucheos aumentan y obligan nuevamente a la intervención del presidente de la mesa.

Pitos y abucheos generalizados y gestos amenazantes entre la mayoría de los asistentes. El presidente se levanta y al tiempo que golpea la mesa amenaza:

Un representante del sindicalismo democrático se levanta y sin esperar a la aprobación del presidente exclama:

La intervención del conocido líder sindical tranquiliza a los asistentes. La asamblea vuelve a la normalidad y el representante de la empresa sigue su intervención.

Fuertes abucheos. El líder sindical que había intervenido antes pide la palabra y otro miembro de la mesa hace lo propio. El presidente resuelve:

Por las puertas de acceso al salón empiezan a asomarse personas perfectamente trajeadas y por la puerta de acceso a la mesa entran cuatro que se colocan de dos en dos en cada una de las esquinas. El presidente se levanta y dice:

Y sale por la misma puerta por la que habían entrado los de la policía social. Le siguen el representante de la empresa y los representantes de la minoría sindical. Algunos de los asistentes también abandonan la sala. El líder sindical que estaba hablando vuelve a tomar la palabra.
Debemos tener calma compañeros. Ya nos imaginábamos esto. Hemos aceptado esta asamblea para que quede constancia de nuestra voluntad negociadora dentro de los cauces legalmente establecidos. Sabemos que nuestras propuestas no van a ser aceptadas, pero queremos que todos las sepáis y que nos deis vuestro apoyo o vuestro rechazo. Ya habéis escuchado la primera y ya habéis visto cómo se ponen de nerviosos en cuanto se habla de las cuentas. La segunda sería la de hacer un estudio detallado de la cartera de pedidos, para tener un conocimiento exacto de las posibilidades de supervivencia en el futuro. La tercera, el estudio de los salarios…, de los salarios de los altos cargos, de los contratos blindados, de los acuerdos sobre pensiones vitalicias y de las comisiones y otras formas de recibir emolumentos de los miembros del Consejo de Administración. También una investigación sobre las causas de las alteraciones en las cotizaciones bursátiles ocurridas en las últimas fechas. La cuarta será pedir la relación de los altos cargos del gobierno que han recalado en los últimos años en el citado Consejo, analizar las razones para sus nombramientos y los tipos de contratos y sueldos que reciben. Y la última, y en función del resultado de las dos anteriores, que las consecuencias sean repartidas justamente. Si no hay dinero para los trabajadores, que tampoco lo haya para los directivos. Si hay que reducir puestos de trabajo, que se haga equitativamente. El ahorro económico con el despido de un directivo es superior al ahorro de veinte asalariados no cualificados.

No hace falta contar. Aunque alguna mano no está levantada, las que a simple vista se ven levantadas significan una mayoría abrumadora.

Nadie lo pide y las propuestas son aprobadas. Por la puerta de la tribuna entra un ujier con un sobre que entrega al líder sindical, quien dice:

Abucheos, silbidos y gritos de: “¡No nos vamos! ¡Que nos saquen!”, se oyen en la asamblea. Una persona sube a la mesa ¾es el abogado laboralista¾  y habla con la representación sindical.

 

 

La asamblea clandestina
No hacía falta micrófono, la acústica era perfecta. La nave central estaba llena, no era la primera vez. La iglesia del Dulce Nombre estaba acostumbrada a esconder entre sus cuatro paredes los secretos de los obreros. Allí se hablaba sin miedo, se decía lo que se sentía. Un ligero eco acompañaba a las voces de las personas que hablaban envolviéndolas en un clima de sosiego, que se traducía en un alivio para los oídos de quienes las recibían. La altura de la nave central imprimía confianza. 
No había mesa. Las nueve personas que presidían la asamblea estaban en un banco igual al de los demás, solo que en dirección contraria para que se les viera la cara. La composición fue compleja. Hubo que satisfacer las demandas de todas las partes. Los representantes del Vertical, que eran un monolito, acudieron y exigieron estar presentes en la presidencia del acto. Fueron acompañados por los acólitos de siempre: personas agradecidas a la empresa y fieles al Régimen. Entre los representantes de las candidaturas unitarias había más diferencias. Estas estaban integradas por todas las corrientes sindicales clandestinas que se habían presentado en listas unitarias en las últimas elecciones sindicales. Aunque había coincidencias en lo fundamental, siempre había pequeños matices que era necesario limar hasta llegar al consenso.
El aceptar o no la presencia del vertical fue uno de esos matices. Su asistencia a la asamblea era imposible de evitar. La convocatoria llegó a todas las personas; en todas las secciones y en todas las plantas hubo panfletos en los que se especificaban el lugar y la hora. Aunque casi todos se conocían y creían saber las simpatías de cada cual, era imposible discernir con exactitud quiénes apoyaban a unos y quiénes a otros. Las elecciones eran secretas y del mismo modo que los militantes de las organizaciones clandestinas se introdujeron en el sindicato vertical, los afines a este también se introdujeron en los sindicatos clandestinos. Nunca se podía estar seguro, al cien por cien, de quiénes te apoyaban o de quiénes te la estaban jugando. En una situación en la que hay infiltrados en ambos bandos ¿cómo se sabe quién está contigo y quién te traiciona?
Además la magnitud de la empresa y la existencia de varias plantas de producción en lugares distintos hacían más difícil el conocimiento de lo que cada uno pensaba. Los de la mayoría sabían que estaban vigilados, que entre los asistentes además de los verticalistas había infiltrados de la Social y que en la lucha emprendida habría victimas. Lo sabían por la experiencia. Porque no era el primer conflicto de este tipo y porque de otros similares quedaban aún restos en el paro y en las cárceles.
Por eso tras arduos debates entre la mayoría sindical se aceptó la presencia del vertical. Se pensó que estando en el banco delantero estarían más controlados que estando desperdigados en la asamblea. Lo que sí dejaron perfectamente atado fue quién moderaría la asamblea, cuál sería el orden del día, y cómo se repartirían los tiempos.
La persona encargada de moderar la asamblea era mujer, era la única mujer del Jurado de Empresa. Se levantó y con voz firme se dirigió a los presentes:

    La votación del orden del día dio origen a la primera trifulca. Un miembro del Vertical pidió que se quitara el punto sobre la convocatoria de huelga. Desde los asistentes hubo voces en el mismo sentido. Argumentaban que se debía esperar hasta que se viesen los primeros resultados de la negociación. La moderadora, con un tono de voz más alto del habitual, zanjó la cuestión:

El resultado de la votación fue a favor, pero hubo un significativo número de votos en contra, lo que significó que todas las fuerzas estaban perfectamente organizadas. Cada parte había procurado la asistencia de todos sus simpatizantes. La pelea se presentaba dura.
En el primer punto no hubo muchos problemas. La plataforma reivindicativa había sido elaborada por comisiones de trabajo en cada una de las plantas de producción. Como el objetivo no era la negociación colectiva, la ordenanza laboral estaba en vigor desde hacía más de un año, las reivindicaciones se limitaban al mantenimiento de los puestos de trabajo. Solo fue objeto de debate la pretensión de incluir dentro de las competencias del Jurado de Empresa el derecho a conocer el estado de cuentas de la empresa y el control de las contrataciones. Hubo un turno de doce intervenciones y se paso a la votación sin enfrentamientos.
 En la constitución de la Comisión Negociadora tampoco hubo problemas: se ajustó a lo dispuesto por la Ley Sindical y contó con una mayoría de los sindicatos democráticos.
El lío se montó en el punto sobre la convocatoria de huelga. El número de manos que se alzaron pidiendo la palabra fue tan numeroso que la asamblea hubiese sido boicoteada si no hubiese estado ágil la moderadora.

Aunque hubo algunas exclamaciones aludiendo a la falta de democracia y a que todos tenían derecho a intervenir, los gestos de asentimiento de los mayoritarios y sus peticiones de silencio calmaron los ánimos.
Los partidarios del SÍ sumaron sus tiempos en tres intervenciones de cinco minutos cada una, y que se correspondían con los tres sindicatos clandestinos. Intervinieron dos hombres y la mujer que hacía de moderadora. Para defender el NO se levantaron más manos de las acordadas. La moderadora dio cinco números a los primeros que levantaron el brazo y cerró los turnos. Hubo algunas protestas que fueron acalladas por la firmeza de la moderadora que abrió la posibilidad de que entre los que habían levantado la mano se pusieran de acuerdo para la intervención de los cinco que les correspondían.
Los partidarios del SÍ se repartieron sus argumentaciones y el primero hizo hincapié en los aspectos estrictamente económicos y en la viabilidad de solucionar el conflicto sin necesidad de realizar despidos. Los dos que intervinieron a continuación para defender el NO lo hicieron de forma machacona repitiendo siempre el mismo argumento: “Esperemos a ver cómo se desarrolla el proceso de negociación”. La segunda persona que defendió el SÍ hizo hincapié en los aspectos jurídicos que había incumplido la empresa: aspectos informativos y de participación del Jurado, en las razones justas que les llevaban a su convocatoria y en la discriminación que iban a sufrir las mujeres: “Porque los puestos de menor cualificación ocupados mayoritariamente por ellas son los más afectados por los despidos”. Las dos intervenciones siguientes defendieron el NO con el sonsonete de que nos tenemos que ajustar siempre a la legalidad vigente. El último en defender el Sí incidió en la necesidad de demostrar la fortaleza en el proceso de negociación, con la fijación de las fechas de la huelga, denunció que el cierre de algunos centros no obedecía a problemas de producción, sino a intereses especulativos: “Tenemos constancia de la recalificación del terreno en alguna planta que quieren cerrar”. Denunció que  la empresa quería aprovecharse de la situación para el despido de quienes no compartían sus ideas, “van a ser despidos ideológicos”, y que muchos de los que no apoyaban la huelga era porque habían negociado a espaldas del Jurado su permanencia en la empresa. Su intervención provocó división de manifestaciones entre los asistentes. Hubo personas que silbaron mostrando su descontento y gritaron, “mentira”, pero fueron acalladas por aplausos y gritos más numerosos de “vendidos”. La intervención del último defensor del NO fue provocadora:

    El grito de “¡fascista!” salió de las gargantas de muchos de los asistentes sin poder ser reprimido. Los provocadores se sonreían al tiempo que replicaban, “¡a Rusia!”
La moderadora resopló, observó y pensó con rapidez. Vio que los suyos levantaban las manos para dar réplica al provocador, observó cómo en la asamblea unos se revolvían contra los otros. Se dio cuenta de que había personas con gabardina que sonreían desde las esquinas de algunos bancos y reaccionó con firmeza.

Esta vez sí hubo que contar los votos. Aunque el número de manos levantadas era abrumadoramente mayoritario, la moderadora invitó a que cuatro personas, dos por cada una de las posiciones defendidas en la mesa, participasen en el recuento de los votos. Una vez hecho el recuento se repitió la misma fórmula con los votos en contra y con las abstenciones. El resultado no admitía dudas. Los representantes del sindicato vertical sentados en el banco que presidía la asamblea se levantaron y se marcharon. Aproximadamente una cuarta parte de los asistentes los acompañaron.

La frase pronunciada por uno de los que habían salido increpando a los que se iban paralizó a los asistentes. La moderadora siguió sin perder los nervios.

 

La Tocha ahora era una mujer satisfecha. Había conectado tan bien con el Escritor que parecía que su mente tenía hilo directo con la de él. Su única preocupación era la minuciosidad con la que él intentaba relatar todas las situaciones, incluidas las que ella consideraba intrascendentes para el resultado final. Ella sabía que todos los procedimientos tenían una historia parecida y que alargarla en demasía podía resultar anodino y producir el efecto contrario al que se pretendía. Por eso se vio en la necesidad de echarle una mano.

El proceso de elaboración de las demandas contra los despidos es aburridísimo ¾siguió argumentando la Tocha¾, porque es repetir siempre lo mismo. Es un   goteo constante de situaciones injustas y de pelea continua con el sindicato Vertical. Ellos ponen a sus abogados y presionan a los afectados con documentos trampa. Aprovechan los privilegios que tienen para anticiparse. Elaboran informes que, al tiempo que explican el desarrollo del proceso, hacen propaganda de las bondades del sindicato y apuestan por la tranquilidad que supone el no salirse de los marcos legalmente establecidos. El juicio es una pantomima. Los jueces están al servicio del Régimen y sus sentencias coinciden con las peticiones de la fiscalía.

 

 

Las manifestaciones prohibidas
 Después de la asamblea en la iglesia los ánimos se encresparon considerablemente. Los últimos asistentes abandonaron juntos y con los brazos entrelazados la reunión, según las indicaciones de la moderadora, y la policía no se atrevió a intervenir. Los miembros del Jurado salieron entremezclados con el resto y todos dejaron el barrio obrero para volver a sus casas. Sin embargo la situación cada vez se complicaría más. Los desacuerdos entre los miembros del jurado fueron totales y la desconfianza entre quienes apoyaban al sector mayoritario y quienes lo hacían al minoritario llegaron a límites insospechados.
El Jurado no se puso de acuerdo en cómo desarrollar las manifestaciones. El sector democrático acordó manifestaciones diarias desde Cibeles hasta Atocha, haciendo un llamamiento a participar en ellas al resto de las fuerzas sociales y especialmente al movimiento estudiantil. El objetivo era demostrar que los despidos eran un verdadero conflicto social y que no solo afectaba a los empleados y a sus familias, sino que sus consecuencias llegaban hasta las capas más débiles de la sociedad. El sindicato vertical les acusó de convertir el conflicto laboral en un proceso político e hicieron un llamamiento a sus seguidores a enviar cartas de protesta a la estructura sindical exigiendo una solución negociada. Acordaron concentrarse en la sede sindical, de forma ordenada, y con el único objetivo de entregar las cartas de manera conjunta.
Las dos partes estaban perfectamente delimitadas. Por un lado, estaban los directivos, una inmensa mayoría de los administrativos y de las categorías más cualificadas, y los que veían en las jubilaciones anticipadas una oportunidad para el descanso. A ellos se sumaban los pelotas, los esquiroles y sus adláteres. Por el otro estaban los que confiaban en que la unión hacía la fuerza y que la solidaridad era la base para todas las conquistas.
Pero además estaban los chivatos. Estos significaban el escollo más grave, pues todos sabían que existían, pero nadie les podía poner cara.  Sabían que existían porque la empresa y la policía conocían todas las decisiones que la posición mayoritaria adoptaba por más que intentasen hacerlo secretamente. Eran la lacra que corroía la unión entre la clase obrera y era el problema más grande al que tenían que hacer frente. El chivato podía ser cualquiera, desde el infiltrado de la social (En todas las grandes empresas, en las universidades e incluso en las organizaciones clandestinas había algún policía de la secreta) hasta el compañero o la compañera en quien más confianza tienes: el más arengador en las asambleas o la persona con la que comes a diario.
La Tocha se lo decía con la mirada:

La Tocha se lo decía con la mirada y él lo veía ahora en la calle.  Veía a las personas llegar a la cita. Primero eran unos pocos, unas docenas. Después, como por arte de magia, aparecían personas por todas las calles. Centenares que aparecían gritando, con los brazos levantados y el puño cerrado. Todos juntos, todos con las mismas consignas y los mismos gritos. Y entre tanta gente no podía distinguir quién sería el traidor. Todos parecían unidos, hermanados en la misma causa, pero al final la social lo sabía todo.
Y al mismo tiempo veía un despliegue policial exagerado. En cada acera de la calle había una docena de lecheras. Los grises estaban preparados para actuar, para hacer sonar las sirenas y para disparar. Y entonces veía a los manifestantes correr por el paseo del Prado, a la policía disparar botes de humo, pelotas de goma y aporrear brutalmente a toda persona que se ponía delante; esposar a los que quedaban atrapados, meterlos en furgones como si fuesen animales, y desaparecer.
Desaparecer todos, los unos por las calles adyacentes, corriendo en desbandada con gritos de ¡AMNISTIA, LIBERTAD! y escondiéndose en bares y en portales. Los otros con toques de sirena, con escudos y porras, entrando sin permiso, desalojando a todos a fuerza de golpes y con más detenciones.
Desaparecer y volver a aparecer unos cientos de metros más arriba o más abajo, porque los que se manifestaban lo tenían todo previsto. Hacer el recorrido completo era imposible. Había que huir tras las primeras cargas para a continuación reagruparse y volver a saltar en otra plaza. Todo el centro de Madrid tenía que ser un continuo forcejeo entre quienes tenían la razón y quienes tenían la fuerza. Y todos, los viandantes, los conductores y los residentes, tenían que ser los testigos de que en la capital había un conflicto. Un problema social que saldría manipulado en los medios de comunicación, pero que de boca en boca llegaría hasta la opinión pública. El boca a boca era el único modo de comunicación real y democrático de quienes lo vivían y de quienes lo observaban.

 

 

La huelga ilegal y la represión
La huelga indefinida era siempre el lugar donde se libraba la última batalla, la batalla definitiva entre los partidarios del Régimen y los de la democracia sindical. Después de su aprobación por una amplia mayoría en la asamblea de la iglesia del Dulce Nombre, las dos partes se emplearon a fondo. Los que se opusieron a ella no cejaron de encizañar y amedrentar a sus compañeros. Contaron con todo a su favor. Lo primero fue el silencio, los medios de comunicación omitieron la noticia. Solo cuando el rumor se adueñó de la calle, el gobierno se apresuró a reducir los hechos a las actuaciones subversivas de los enemigos de España. La huelga fue declarada ilegal. La prensa, en los pocos y rebuscados espacios en los que hacía alusión, la tildó de un intento subversivo para destruir el orden legalmente establecido. La radio y la televisión en sus cierres informativos hicieron breves referencias, a través siempre de las personas afines al Régimen, que negaban la existencia de la huelga y que mantenían que el proceso de reconversión se llevaba con normalidad y siempre de acuerdo con los trabajadores.
Los sindicatos democráticos se tenían muy bien aprendida la lección. Sabían que alguien tendría que ir a la cárcel, pero lucharían todos juntos. En la batalla definitiva nadie podía esconderse, era necesario demostrar la fortaleza. Para ello había que repartirse el trabajo. Había que editar panfletos reivindicativos. Buscar el refugio para las rudimentarias máquinas conocidas como “las vietnamitas”, con las que se hacían, una a una, las copias, en noches interminables, para repartirlas por la mañana. Había que empapelar las calles con carteles convocando a la manifestación, en grupos reducidos y perfectamente entrenados para la huida y el salto, y organizar caravanas para tirar octavillas en los polígonos industriales y en las universidades.
Había que desenmascarar a los corruptos, denunciar las injusticias, arengar a los más débiles. Contactar con todas las fuerzas democráticas, informar en la calle de todo lo que en los medios de comunicación se les negaba. Denunciar a los fascistas, a los esquiroles, descubrir a los chivatos
Los defensores de la libertad sabían que lo que se estaba librando era una batalla. Una batalla en el marco de una lucha general cuyo horizonte era la desaparición del dictador, la consecución de la democracia y la amnistía.  Tenían claro que muchos terminarían en la cárcel, pero no tenían miedo, sabían que las cárceles estaban ya repletas y que los que acudiesen a ellas por esta batalla lo harían para engrosarlas hasta reventarlas.
Los esquiroles gozaban de todos los apoyos del Régimen. Parapetados en el aparato del sindicato Vertical, en la influencia mediática y en el entendimiento con la empresa que ya negociaba abiertamente con ellos su continuidad a cambio de denuncias y corruptelas, desarrollaban su actividad de forma traicionera. Algunos acudían a las manifestaciones camuflados para observar y después denunciar. Otros hacían la huelga por indicación de los jefes y levantaban los puños en las asambleas arengando a los compañeros a seguir en la batalla. Después llegaban a sus casas hacían una llamada telefónica y acusaban a unos y a otros.
El aparato vertical movió todos sus hilos. Los despidos fueron comunicados el primer día de huelga. Las negociaciones con la comisión negociadora se suspendieron y empezaron las paralelas. Los lacayos, siguiendo la vía legal, negociaron en las dependencias sindicales. La empresa ofreció reducir a la mitad el número de despidos y el acuerdo alcanzado fue difundido a bombo y platillo. Ahora sí los medios de comunicación escrita utilizaron las primeras páginas, la radio nacional y la televisión abrieron con el acuerdo los informativos y todos  ensalzaron la voluntad negociadora de las partes civilizadas.
Los huelguistas aguantaron hasta que fueron arrollados por la barbarie. Detuvieron a los que más se habían destacado en la lucha. Despidieron a los que fueron más molestos. Y obligaron a claudicar a los más débiles.

La Tocha se emocionó. Los recuerdos de la iglesia del Dulce Nombre, de las carreras por los alrededores del paseo del Prado y de la defensa de los detenidos, le humedecieron los ojos y la llenaron de una inmensa gratitud hacia el Escritor. Si le hubieran dicho la primera vez que cruzó con él su mirada, en aquella playa tan larga y tan cálida, que terminarían sintonizando hasta los límites de la amistad absoluta, no se lo habría creído. Porque ella sí, lo vio simpático, capaz de seguir un juego, pero nunca se pudo imaginar que una compenetración tan intensa entre dos personas como la del Escritor y el personaje pudiese lograrse hasta tal punto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La sentencia.

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