Historias

 Carpetas, carpetas, carpetas y más carpetas. Expedientes, expedientes, expedientes y más expedientes.  La mesa de la Tocha estaba repleta de carpetas, tantas que apenas se veía su cara.

En cada carpeta un expediente; cada expediente, una historia. Un montón de historias de los mismos. De las mismas. Siempre de las mismas. De personas que habían hablado más de lo permitido. Personas que se atrevieron a decir lo que pensaban. Hombres y mujeres que denunciaban en la entrada o en la salida del trabajo, en el momento del bocadillo, en el comedor de la empresa o en el cruce de un pasillo las penurias para llegar a fin de mes, que comentaban la subida del coste de la vida y la congelación de los salarios, que hacían chistes de la dictadura y que reivindicaban espacios de libertad.
De personas que habían sido rebeldes ante el jefe. Ante el jefe o el lameculos del jefe. Que habían tenido alguna discusión con él. Que habían protestado por la distribución de los turnos de trabajo, por la exigencia de echar horas extraordinarias o por su no contabilización como tales. Que no habían cobrado el último salario o que no contabilizaban en la nómina el plus del convenio. Que hablaban de las huelgas en otros sectores y de la necesidad de organizarse en su empresa. Que criticaban a los enlaces sindicales que habían sido puestos a dedo en el último proceso electoral y pedían su dimisión.
Personas que hablaban un poco más que los demás, que hablaban de política o de los problemas laborales en la empresa, porque eran valientes, porque los problemas estaban en la calle, porque ya era normal hablar, y el que tenías a tu lado también hablaba. Se iba perdiendo el miedo, y se iba creando un clima de confianza, y en ese clima a lo mejor alguno se excedía un poco, era más efusivo, ponía un poco más de vehemencia. Pero eran personas normales que nunca pensaron que por excederse un poco, por decir una palabra un poco más alta que otra, pudieran ser reprimidos. Pero sí lo fueron, no de forma generalizada, solo a quien le tocaba la china. O al menos eso parecía a la gente normal y corriente. A la gente de la calle. Pero quienes reprimían sí lo sabían. Tenían sus redes perfectamente organizadas. Tenían ojos y oídos en todas las empresas. Desde la más pequeña hasta la más grande estaban insertas en la estructura del Vertical.
Eran personas distintas pero siempre eran las mismas. La mayoría hombres, pero también algunas mujeres. Mujeres valientes, que se rebelaban en la fábrica, que gritaban en los pasillos, en los patios… las mismas consignas que los hombres: Defendamos nuestros puestos de trabajo. No a la modificación de los turnos. Subidas salariales superiores a la subida de los precios. Cien por cien del salario en  caso de accidente, de enfermedad o de jubilación. Semana de cuarenta horas. No a la nueva escala de descuentos de la Seguridad Social. Contra los impuestos que gravan a los trabajadores y benefician a los ricos. Participación en los beneficios de la empresa. Actualización de las pensiones según el aumento del coste de vida. Treinta días de vacaciones pagadas con el salario real. Por un seguro de paro del cien por cien del salario real. Por el derecho de reunión. Por el derecho de huelga. Por la readmisión de los despedidos. Contra la modificación unilateral e ilegal de las primas e incentivos. No a realizar trabajos superiores a la categoría reconocida manteniendo el mismo salario. No al exceso de horas extras. Regulación de las plantillas a los puestos de trabajo. Más democracia para el jurado de empresa. Más seguridad en el trabajo. Reducción del periodo de prueba y control por parte del jurado para que se cumpla. Mejorar la asistencia médica. No a la reducción arbitraria de las plantillas. No al trabajo de menores de edad. Derecho al conocimiento real de la empresa ante cualquier intento de expediente de crisis. Por la AMNISTÍA.
Y también añadían otras: A igual trabajo igual salario. Nosotras parimos, nosotras decidimos. Más escuelas infantiles para nuestros hijos…

Sí, la Tocha cumplió. Abrió totalmente su despacho, le enseñó todo lo que habían pactado. Le ofreció todas las carpetas  que tenía en su mesa. Con tachones, con anotaciones, con todo su esfuerzo, con toda la vida que llevaban dentro; se las entregó. Las de su mesa y las de las estanterías, las más recientes y las más antiguas. Las individuales y las colectivas. Las suyas y las de quienes la precedieron. La Tocha cumplió lo acordado. Y el Escritor se vio desbordado.

Se sintió desbordado con tanto detalle. Cada carpeta recogía minuciosamente un proceso. La Tocha era muy meticulosa. Lo apuntaba todo, y cuando ya creía que lo tenía todo anotado, alguna chispa acudía en su auxilio para ganar el pleito. Lo anotaba en rojo: el artículo de una ley laboral, los derechos de los representantes sindicales, una frase determinante, una idea…, siempre había algo apuntado entrelíneas que ella valoraba más, porque era la bombilla que la iluminaba cuando tenía que ejercer la defensa.
Sí, todos los detalles que el Escritor había estado buscando en los pechos de la Tocha los tenía allí, en aquel despacho, en aquellas estanterías, encima de aquella mesa, tapándole la cara, una cara que ahora  veía plenamente, en toda su intensidad: limpia, dulce, sin cicatriz alguna, sin rastro de sangre. Una cara en la que se reflejaba su lucha por defender a las personas más débiles, sus deseos por lograr la justicia, su compromiso social.
Una mesa blanca, rectangular, no muy grande, llena de papeles por todas partes, sin apenas espacio para divisar la cara de la persona que tenía enfrente. Porque detrás de ese montón de carpetas, de esos papeles aparentemente desordenados siempre estaba la cara de una persona.
De una persona que a veces no entendía nada. Se acercaba a la mesa de la Tocha angustiada, después de haber aguantado una larga espera, porque la cola era larga, llenaba el hall de acceso, y a veces, seguía por la escalera, una escalera vieja, de peldaños de madera que crujían, como crujía ella por dentro cuando escuchaba las respuestas que recibía:

 

Una persona que no entendía nada y otra que lo entendía todo. Porque también había quien sabía perfectamente lo que se estaba jugando. Sabía lo que era un partido y un sindicato clandestino. Sabía lo que era ser un infiltrado y los riesgos que corría. Y sabía también lo que era tener a un familiar asesinado o a un amigo encarcelado.
Las firmas eran determinantes para recibir la carta. Pero eran indispensables para avanzar. Sin la firma no se podía penetrar en el sistema. Era un riesgo, porque el nombre quedaba escrito, unido a una petición o a una protesta. La firma era el sello del valiente. Siempre aparecía en algún expediente, y a su lado alguna anotación en rojo, porque la firma que le delataba, a veces también le salvaba. Y la Tocha anotaba: el artículo, la Ley, el derecho…, el engarce con la legalidad vigente y la argumentación con base jurídica para anular el despido.

 

La Tocha ahora lo animaba a escribirlo todo:

 Pero el Escritor no podía escribir tantas historias; tenía que sintetizar, agrupar, buscar un modelo en el que cualquiera se pudiera ver reflejado. La mujer que antes tanto se resistía ahora era transparente y él se metía poco a poco en su mente. La veía feliz, ilusionada, dispuesta a ofrecerse, a compartirlo todo. Todo lo acordado. Y él no sabía por dónde empezar. Se le agolpaban las frases. Los pensamientos de unos se intercalaban con los de los otros:
Recogí dinero para los huelguistas de Bandas. Viajé un fin de semana hasta Basauri con la ayuda recogida en la fábrica y el lunes me encontré con esta carta…
Estuve en la manifestación por la amnistía, me detuvieron, pasé dos noches en los calabozos de la Puerta del Sol...
Participé en el encierro en la iglesia…
Era enlace sindical y solicité hacer una asamblea en el Sindicato. Estábamos elaborando la plataforma reivindicativa cuando nos desalojaron los grises. Me detuvieron sin darme ninguna explicación y a la semana siguiente me echaron del tajo…
Me detuvieron por pegar carteles convocando la manifestación a favor de los detenidos por la huelga de…

Con la misma nitidez con que veía en el interior de las carpetas, veía el portón de entrada del cincuenta y cinco. Una puerta de dos hojas, en madera rústica y tallada, daba entrada a un edificio antiguo, no muy bien conservado. A la calle de Atocha asomaban balconadas en forja de hierro que hacían juego con los de los edificios contiguos. Nada más entrar se observaba un ascensor viejo del que pendía, la mayoría de los días, un cartel en el que se podía leer: AVERIADO. Por eso para subir al tercer piso, donde estaba el despacho de la Tocha, era necesario hacer crujir los escalones de madera, más gastados en su parte central, y sortear a las personas que bajaban.
El despacho era un piso compartido. Por una puerta marrón se accedía a un pequeño hall que daba entrada a su vez a diferentes habitaciones y a una cocina donde podían compartir infusiones y contrastar ideas. Las habitaciones estaban ocupadas por los abogados laboralistas. Hombres y mujeres que trabajaban en equipo, que compartían de dos en dos los despachos, y que, como la Tocha, dedicaban su vida a defender a muchas personas de las injusticias sociales. Las habitaciones eran grandes y destartaladas, con mesas blancas repletas de carpetas amarillas y con ficheros manoseados que escondían direcciones y nombres de personas que depositaban todas sus esperanzas en las manos de esas personas jóvenes y desinteresadas que les ofrecían ayuda.

 

Una carta
El proceso siempre se iniciaba con una carta. Una persona tras otra iba ocupando una silla carcomida, una silla caliente, que aún conservaba el temblor, el nerviosismo y el miedo de quien antes la había precedido. Personas distintas que siempre acudían con una carta en la mano.
La Tocha siempre estaba enfrente, con su mirada incisiva, penetrante, y con su voz serena y tranquilizadora realizaba el ritual de las mismas preguntas:

Y la persona que ocupaba la silla caliente se la entregaba. La Tocha la recogía, la leía, asentía con la cabeza, la giraba a un lado y a otro…

Un repertorio de preguntas y respuestas, de angustia y esperanza, que la Tocha siempre concluía con la misma frase:

Desde las cuatro y media de la tarde hasta pasadas las ocho, los días que tenía asignados, su despacho era un continuo fluir de personas. Desencajadas, rotas, con una carta en la mano que les iba a cambiar la vida. Eran personas diferentes unidas por el mismo problema: su familia. Una familia que lo pasaba mal, porque el salario era escaso, pero ante la amenaza del despido la situación se tornaba desesperada. La Tocha y el resto de compañeros y compañeras del despacho las atendían a todas.
A las ocho de la noche terminaba el horario de consultas, pero a veces se alargaba hasta cerca de las nueve. Sin embargo, la Tocha continuaba detrás de su mesa todas las noches hasta las once.
Una persona tras otra se habían sentado tras esa mesa repleta de carpetas. Una tras otra habían respondido a un cuestionario que básicamente siempre era el mismo. A partir de las ocho, a veces las nueve, la Tocha se quedaba sola. Desaparecía el bullicio, porque, aunque la gente era respetuosa y esperaba tranquilamente el turno que se le había asignado, eran muchos los que ocupaban un espacio tan reducido, y las simples pisadas, el crujir de las maderas, las preguntas y las respuestas de las diferentes mesas, los nervios de las personas que hacían la cola, creaban un ambiente propio: con su ruido característico, su olor a tabaco y su aire viciado.
Para la Tocha era el momento de organizar. Abrir la carpeta correspondiente, resumir lo que había ido anotando e iniciar el expediente. Anotar los detalles.
En la primera hoja siempre figuraba el estado civil: casado, esposa y tres hijos. Casi siempre era casado y el número de hijos más frecuente oscilaba entre el dos y el cuatro. Alguna vez era “soltero” y en rarísimas ocasiones era “mujer”.
Todo lo que figuraba en la carpeta era absorbido por el Escritor. Lo que antes la Tocha le ocultaba ahora se lo hacía tan visible que los detalles comenzaron a tener vida en la cabeza del Escritor.
“Casado, esposa y tres hijos”, un detalle que ella había anotado rutinariamente y que el Escritor convertía en un hogar. En un piso humilde, en un tercero y sin ascensor, que olía a trabajo, al que se accedía por una puerta vieja y sin apenas pasillo. Un salón distribuidor que daba entrada a una pequeña cocina en cuyo interior hay una cocina de gas con solo dos fuegos, un frigorífico de pequeña altura, empotrado en unas estanterías viejas, y una  mesa plegada con dos sillas y dos taburetes. En el lado opuesto hay tres puertas. Una de acceso a un aseo pequeño: una ducha de plato, un lavabo y una taza. Otra a la habitación matrimonial. Y la tercera a otra con dos camas literas y un armario empotrado.
La cocina da acceso a una pequeña terraza. El arroz, las lentejas, los garbanzos, la harina, la pasta, todo está perfectamente colocado en una estantería de aluminio. Debajo, un saco de patatas, una garrafa de aceite de cinco litros y otra, de otros tantos, de vino. Al lado los productos de limpieza y los utensilios para su uso. Todo limpio. Todo perfectamente ordenado. Comprado el primer día del mes cuando el salario está caliente.

En las páginas siguientes estaban todas las argumentaciones en las que se fundamentaba la demanda. Siempre terminaba igual:
“… por lo que solicitamos que sea considerado nulo el despido y por lo tanto que la persona sea readmitida en su mismo puesto de trabajo, con las mismas garantías que tenía en la fecha del despido y con la conservación de todos sus derechos laborales”.
La Tocha tenía fama de conseguir el porcentaje más alto de despidos nulos. Siempre encontraba algún defecto de forma. Sabía que los empresarios eran arrogantes y tontos. Siempre cometían los mismos errores, cegados por su ira se olvidaban de cumplir los requisitos legales más imprescindibles.
A continuación de la demanda estaba la sentencia. La primera. La que, cuando había suerte, terminaba con el siguiente fallo:
Declaramos el despido nulo y condenamos a la empresa a la readmisión del trabajador en el mismo puesto de trabajo y con las mismas condiciones laborales que venía disfrutando con anterioridad al despido. Además la empresa está obligada a pagar el salario de todo el tiempo transcurrido desde el día de su despido hasta el de la reincorporación nuevamente al puesto de trabajo. Asimismo la empresa estará obligada al pago de todos los gastos de tramitación.
 
    La alegría retornará a ese hogar imaginario que el Escritor tiene en su mente. El marido llegará ese día eufórico a su casa, con una botella de champán en la mano, que descorchará esa noche. Brindarán y aparecerán chispas de esperanza en los ojos de toda la familia. La esposa levantará la cabeza, pagará las deudas acumuladas y volverá a hacer acopio de víveres. La terraza volverá a estar repleta. Los hijos seguirán la rutina de sus estudios, pero notarán el cambio de humor en la familia. Por unos meses todo volverá a ser normal.
 Pero habrá un segundo fallo. Se subsanará el error. Se corregirá el defecto de forma. Se hará el despido con el asesoramiento del letrado. Se cumplirán todos los requisitos. Se mentirá en el motivo. Se inventará la falta. Se conocerá al traidor que testificará en falso. Pero el despido se hará de acuerdo a la última ley laboral. El despido será improcedente, pero la empresa determinará que el trabajador no sea readmitido.
El marido lo sabe y la mujer también; pero mientras, él volverá al trabajo, recibirá los atrasos y se reencontrará con los compañeros. Unos lo abrazarán, otros lo mirarán de reojo, avergonzados; y algunos quizá no entiendan nada. A todos los saludará. Seguirá trabajando como si no hubiese pasado nada.
    El fallo estará en el expediente, en otra sentencia, unas hojas más adelante, en la página ocho tal vez, pero estarán preparados. Habrá una indemnización. Será justa según la empresa, acomodada a la ley: cuarenta y cinco días por año trabajado. Pero será injusta, porque injusto fue el despido, no hubo razón, porque las causas alegadas fueron falsas, las faltas ni fueron graves ni fueron faltas, los testigos fueron falsos. Todo fue falso.
La Tocha hizo todo lo posible: primero consiguió el nulo, después el improcedente. Dejó parte de su vida en esa carpeta, en ese expediente. Y el Escritor se incrustó aún más en su vida.

 Una indemnización escasa porque los años de antigüedad eran pocos, dieciocho meses de paro y a esperar. A organizarse clandestinamente y a esperar. A esperar luchando. Para que todo cambie. Ya tiene que faltar poco, el dictador está enfermo. ¡Esto tiene que reventar!
Mientras, emplearán una parte del dinero recibido, cuando les llegue, porque tardará en llegar, para reducir la hipoteca. El piso es humilde pero la hipoteca es lujosa, como los intereses, que suben por un sendero distinto, mucho más empinado que el de los salarios.
Harán el acopio de víveres en el economato. Irán los dos juntos a comprar productos no perecederos. Quizá lo sepan ya de otras veces, o lo hayan visto hacer a otros. Saben perfectamente lo que tienen que comprar: patatas, arroz, lentejas, azúcar, aceite…, al por mayor sale más barato y aún no le han quitado la tarjeta del sindicato.
El hombre se apuntará al paro, buscará otro trabajo. Quizá no sea la primera vez. Tal vez sepa que la construcción o la hostelería son el refugio para resistir. Son sectores en los que no se piden antecedentes. Para peón de albañil o para camarero de un bar de barrio, no exigen nada. Se organizará clandestinamente o ya estará organizado. Se juntará con otros, que estarán como él, con más experiencia o con menos, dependerá de la edad y de los golpes que hayan recibido en la vida. Formará piquetes, pues huelgas no faltan, con camaradas que como él estarán en el paro o buscando trabajo. Le dará igual el sector, porque tiene asumido el concepto de clase y luchará. Quizá vaya a la cárcel, y entonces recibirá visitas; o tal vez sea otro el que vaya, y entonces él será el visitante.
La mujer a fregar. A fregar como otras que ella conoce. Cogerá el metro y llegará hasta el centro, fregará casas de señoritos o escaleras o portales. No tendrá contrato ni tendrá seguro, pero tendrá un dinero para comprar lo imprescindible del día a día y para seguir viviendo. Con suerte encontrará un trabajo mejor, en una clínica privada o en un colegio o en un hospital, y entonces puede haber contrato, y afiliación a la seguridad social y derechos laborales.
Y los hijos seguirán estudiando, unos en EGB, otros en BUP, algunos terminarán el COU. Irán a la universidad.
¡EL HIJO DEL OBRERO… A LA UNIVERSIDAD!