La Tocha

Lo primero que hizo el Escritor a su llegada a La Linde fue ordenar su cabeza. Sabía que para concentrarse en la escritura tenía que tenerlo todo perfectamente ordenado. A su manera, pero ordenado. Y ordenarlo todo era ordenar el espacio, ordenar el tiempo y, sobre todo, ordenar el sitio que cada persona ocupaba en su mente.
Analizó las razones por las que la Tocha se resistió a ofrecerse en Madrid. ¿Sería ella quien se negó a mostrar a través de sus senos lo que había vivido? ¿Sería él el que no se obsesionó lo suficiente? ¿Serían ambas cosas?
Ambas cosas. Todo se juntó en Madrid. La Tocha era rara, era muy diferente a la Flory. Mientras esta era espontánea, la Tocha era muy reservada. Su intimidad le pertenecía. Era suya y la preservaba de cualquier intruso. Pero él no era un intruso. Él solo era testigo fiel de lo que veía en sus pechos y ella solo tenía que ser transparente. Él no juzgaba, era solo un espejo donde el personaje se miraba. Pero el espejo tenía que estar limpio, y él en Madrid no lo estaba. Tenía que tener cada cosa en su sitio y él lo tenía todo revuelto. La imagen de la Musa estaba presente continuamente y así la Tocha no podía ofrecerse como la persona que deposita, en el espejo claro donde se mira, toda su confianza.
Ordenar el sitio, el espacio, el lugar, y la relación con las personas, fue lo primero que hizo el Escritor. A Sebas le entregó el dominio de la huerta y le confió sus vidas. Cuando llegó, al día siguiente, a eso de las doce, en el R-4 de toda la vida, se fundieron en un abrazo. Retrocedieron los cinco años que permaneció ausente el Escritor y volvieron a instalarse en la confianza:

La Musa se ordenó sola. Ella se apoderó de su espacio. Desde su llegada se convirtió en su dueña. Se adueñó de él y del entorno. Parecía como si, sin habérselo dicho, supiese perfectamente el rol que le correspondía en el lugar paradisiaco a donde habían llegado. Respiró por todos los rincones de la casa, como si lo primero que quisiera saborear fuese el aire. Lo hacía como si hubiese estado esperándolo toda su vida. Subía y bajaba, abría puertas y ventanas, se paraba, contemplaba y exclamaba; volvía a subir y a bajar, abría todos los cajones, rebuscaba en su interior, cambiaba de lugar los platos o los vasos, ordenaba las cacerolas y las sartenes, colocaba alimentos en el frigorífico, hurgaba en la lavadora o en el lavavajillas, pasaba al salón e inspeccionaba todos sus rincones,  subía persianas y contemplaba el paisaje, examinaba la estufa y le mandaba encenderla, encenderla juntos, porque quería aprender, dominarlo todo; retocaba un cuadro o lo cambiaba de sitio, subía cantando a la planta superior y se oía el ruido de abrir y cerrar cajones, investigaba la ropa que había en los armarios, colocaba lo que habían comprado en León, deshacía todas las camas y las volvía a hacer; y respiraba. Respiraba al tiempo que le gritaba:

El Escritor despejó su mesa, revisó todos los papeles: notas de su antigua novela, recibos atrasados, recortes de prensa…todo lo rompió. Y se obsesionó. Sabía que concentrarse no era suficiente, tenía que dar un paso más para descubrir lo que la Tocha se negaba a desvelar, y ese paso era la obsesión, olvidarse de todo, abstraerse, volver a la playa, desafiarla, mirarla a los ojos, leer en sus pechos…
“Porque me da la gana. Porque soy libre y nadie me va a amedrentar. Quien quiera conocerme, quien quiera descubrirme, antes tendrá que demostrarme quién es, qué busca, qué desea, qué ofrece, qué da. Tendrá que darse a conocer, que ofrecerse a mí sumiso, y sin pedirme nada yo le daré lo que me dé la gana. No, nadie me va a intimidar por posar su mirada en estos pechos que paseo orgullosa por la playa para que todo el mundo sepa que mi vida es una lucha y que en ningún momento, en ningún lugar, dejaré de luchar. Aquí, ahora, con mi mirada desafiante, con mi orgullo por ser mujer, por dejarme ver y ser transparente para quien se deje ver y sea transparente, paseo alegremente, sin rubor y sin miedo, para hacer frente a los estúpidos que solo ven el cuerpo y que son incapaces de entrar en el lugar lejano donde se mezclan los sentimientos”.

…Y consiguió ese estado, se obsesionó, se ofreció sumiso, y sin pedirle nada, se lo entregó todo, se olvidó del mundo, se puso a su disposición y la miró otra vez a los ojos. La Tocha no pudo resistirse más…

 

 

La Musa se deslizaba suavemente por la casa, subía y bajaba procurando no hacer ruido, lo contemplaba en su escritorio y la duda se apoderaba de ella. Lo veía tan abstraído que no quería interrumpirlo, pero tenía el deseo de acercarse, de acariciar su pelo, de observarlo, de leer lo que escribía…, y se acercó, sin hacer ruido y haciéndose invisible se colocó a su espalda, posó suavemente las yemas de sus dedos en sus hombros, le masajeó los músculos del cuello, acarició el lóbulo de sus orejas, llegó a su frente y observó que sudaba. No pudo resistir la tentación y leyó lo que el Escritor tecleaba en su ordenador:
 

                                …

 

La Musa pasó su mano por la frente del Escritor y la retiró mojada.

La Musa volvió a pasarle su mano por la frente y le quitó el poco sudor que aún le quedaba. Él se volvió para mirarla, elevó sus brazos por encima de la silla y con sus manos acarició su cabeza. Ella aprovechó el momento, se agachó lo justo para situarse en frente y, cuando lo estuvo, le ofreció su boca. Él profundizó hasta el fondo, al tiempo que la atrajo hacia sí, obligándola a sentarse en su regazo.

Y ganaron los dos. Jugaron a empatar y empataron. Empataron a besos, porque al tiempo que él dio la vuelta a su silla, ella se sentó en sus muslos y sus labios buscaron su cuello, porque los de él respondieron buscando su boca y…, porque ambos se saciaron. Empataron en el tiempo, porque para ambos se quedó parado. Empataron en el espacio, porque todo fue compartido, primero la silla, que se quedó pequeña ante el continuo forcejeo de las manos que jugueteaban a esconderse entre la piel y la ropa, a hurgar por el resquicio más pequeño, a desabrochar lo abrochado, a deshacerse de las prendas del otro y a palpar la suavidad de su piel; después el suelo, que los recibió gustoso, cuando ella se arrodilló para seguir el rito de desnudar, ahora, la parte inferior del cuerpo de él; y por último, el sofá, que recibió con júbilo, a dos cuerpos desnudos. Empataron en la contemplación de sus cuerpos, porque todas sus partes se quedaron grabadas en su retina. Empataron en los olores, porque ninguno de los dos supo distinguir el que era suyo o el que era del otro. Empataron en las caricias, porque las repartieron por todo su cuerpo, para que ninguna parte pudiera sentirse envidiosa. Y empataron en ser sus dueños, porque se sintieron el uno, la una; dentro de la otra, del otro; en el mismo tiempo.