El camino

Llegaron a León cuando la noche se había apoderado de la ciudad. El cielo azul de la mañana se fue modificando a lo largo del día, los nubarrones aparecieron en el Sistema Ibérico y la tormenta descargó con fuerza cuando se introdujeron en la Meseta. En la provincia de Soria los aguaceros se fueron intercambiando con el resplandor de sol que a veces conseguía dominar las nubes y sacar brillo a las hojas y a la hierba mojada. La alternancia les fue acompañando por los pueblos de Soria, de Burgos y de Palencia. Pueblos pequeños, pero llenos de encanto, en los que se reflejaba la historia en la silueta de un castillo semiderruido o en la esbeltez de la torre de la iglesia.
 Al final del trayecto el sol claudicó y una niebla fina se adueñó del paisaje. La avenida por la que entraron en León estaba perfectamente iluminada. En el centro y en los laterales había una hilera de farolas isabelinas con un enorme fuste en hierro forjado del que salían cuatro brazos. De cada uno pendía una lámpara con innumerables adornos en hierro forjado que culminaban con la figura esbelta de un león amenazante. Una iluminación que derrotaba a la oscuridad y dejaba un cerco vaporoso. Al fondo de la avenida se divisaba un edificio majestuoso, perfectamente iluminado.
San Marcos los esperaba. Una puerta se cerraría para repetir aquella primera noche en la que mezclaron sus cuerpos y fundieron sus almas. Pero aún era pronto, una ciudad hermosa los llamaba.     
León era el lugar ideal para disfrutar de la bebida, de la comida y del arte. Habían parado a comer en Zaragoza, pero lo hicieron sin recrearse, apresuradamente, sabiendo que el viaje era largo y que el final del trayecto de ese primer día de primavera era un lugar idílico. La belleza de los edificios concentrados en la plaza de San Marcelo fue el inicio de una borrachera monumental, que siguió por la calle Ancha hasta llegar a la Catedral. Allí la luz exterior se mezcló con la que llevaban dentro y produjo la primera efervescencia en sus cuerpos. El museo de Sierra Pambley elevó su estado onírico que alcanzó su máximo esplendor en la plaza de San Isidoro.
Desde la Basílica todo se puso turbio. Se mezcló el arte con los olores, con calles estrechas, de balconadas que se saludaban mandándose flores, y con la bulla de  un gentío que alternaba la bebida y la palabra. El barrio Romántico, repleto de gente y con su griterío envolvente, parecía que los estaba esperando. Un olor a comida en fase de elaboración los tentaba. Sucumbieron a la llamada de las puertas abiertas, de las barras adornadas con exquisitas tapas y de los taburetes listos para el descanso.
Entraron en el barrio Húmedo por la Plaza Mayor y las calles se hicieron aún más estrechas. Ellos las ensancharon con sus sonrisas y continuaron por las plazas de San Martín y Don Gutierre. Volvieron a sucumbir a la llamada de la gula y siguieron sin utilizar mesa, no quisieron acomodarse en un solo lugar, prefirieron alternar en diferentes sitios: la morcilla, la cecina, la molleja o el pimiento  bailaban en el interior de sus cuerpos con el vino y la cerveza. Concluyeron su ruta en la plaza del Grano. Allí, en una fuente con dos niños, el Bernesga y el Torío que sitúan a León en un espigón fluvial, y custodiada por dos olmos centenarios, frente a la iglesia del Mercado y a una casa típica con su pórtico y su balconada, se miraron, se besaron y decidieron poner fin a un recorrido que los llevó a una embriaguez controlada.
La total, la del desenfreno, la que hace que desaparezcan todos los prejuicios, la que te desnuda el alma: la embriaguez que te sume en el estado idílico de los sueños, la tenían reservada para la noche. De ella fueron emborrachándose durante el camino. Desde la primera maniobra en el aparcamiento hasta el beso de la plaza del Grano todo fue un continuo fluir de olores, de sabores, de sonidos, de guiños y de roces cuyo resultado no podía ser otro que el de la pérdida completa del sentido de su individualidad para encontrar el dulce sabor de lo compartido.

La mañana se presentó luminosa. Nada quedaba de la neblina de la noche anterior. Las calles lavadas por la lluvia ofrecían ahora un aspecto cegador. Todo era limpio. Como ellos, que, lavados por la sinceridad de sus caricias y satisfechos de haberse entregado todo, caminaban ahora impolutos por las calles céntricas de León.

¡El fin del mundo! Tenían que llegar al fin del mundo, pero antes tenían que comprar. Venían con lo puesto. El Escritor siguió a rajatabla las indicaciones que la Musa le exigió en su carta, y ambos pusieron rumbo a su destino sin maletas, sin bolsos…, ligeros de equipaje.
No buscaron en grandes almacenes, ni en franquicias reproductoras de los mismos mensajes. No siguieron los cánones de la sociedad de consumo. No se dejaron obnubilar por fotos despampanantes ni por destellos de luces cegadoras. Lo que tenían que comprar lo hicieron en tiendecitas tradicionales, pequeñas, pero acogedoras. Las fueron buscando en su paseo matutino hacia el centro de la ciudad. Ropa y comida para varios días era todo lo que necesitaban para continuar su viaje. Decidieron empezar por la ropa, porque les resultaba ya imprescindible. Mantener la vestimenta del día anterior les resultaba ya poco higiénico.
 Buscaron en lencerías y boutiques la ropa que precisaban. Hablaron con quienes les atendían pidiéndoles opinión. Vieron el rostro amable de las personas en sus consejos. Sintieron el calor humano de lo cercano. Hicieron de la compra un juego. Cada uno eligió la ropa del otro y lo acompañó a su probador. Palparon con mimo las prendas y sintieron su suavidad. Se probaron lo que estaba permitido. Rebuscaron tallas y modelos hasta dar con la prenda que mejor les quedaba ante los ojos del otro que lo aprobaba con una mirada pícara.
 Compraron lo necesario, solo lo necesario, pero sus manos se llenaron de bolsas y se dieron cuenta de que ya no podían con más. Hicieron el camino de vuelta con dos o tres en cada mano y las mecían, desafiantes, al compás de sus pasos.

 

 

 

 

Llegaron a La Linde por una carretera estrecha y sin asfalto. La niebla les dio un pequeño respiro. Desapareció como por arte de magia un centenar de metros antes de coronar el puerto de Ancares. Una recta culminó la subida, puso fin al paisaje descarnado y los llevó a la cima. Desaparecieron los árboles y los pequeños matorrales aplastados por el manto blanco contrastaban con el paisaje del inicio del valle. La niebla había ocultado todos los pueblos. Pero en la cima el sol apareció majestuoso, radiante. Como queriendo compensar el haber ocultado tanta belleza, diseñó un mundo mágico visto desde las alturas. El mundo de los tres paisajes: el asturiano, el leonés y el gallego. Tres paisajes ocultos por la niebla, porque aunque en la cima el sol iluminaba las cumbres, entre los picos de las montañas unas masas algodonales lo ocultaban todo convirtiéndolo en tres mares bajo un mismo cielo. Y con el sol apareció la nieve. Una nieve cegadora. Sus pupilas no tuvieron tiempo de adaptarse a esta nueva situación y la nieve los hería con flechas luminosas que los obligó a restregarse varias veces los ojos con las manos.
Eligieron la carretera de la izquierda. Era aún más estrecha y aparecieron nuevamente las curvas. Al hacer el primer giro divisaron un valle cubierto por una nubecilla que el viento hacía cambiar de forma y de lugar. Un descenso brusco los acercaba a una nueva vida.
La peligrosidad de la bajada se redujo porque el sol jugueteaba al escondite con ellos. Entre la nube definitiva -la que escondía una minúscula meseta en el último rincón de los Ancares- y el alto por donde circulaban se percibía la luminosidad de un atardecer esplendoroso. Era la hora en la que un pequeño montículo oscurece el paisaje y al instante una curva nos regala esos últimos rayos del sol que parece que se despiden acariciándote.

Habían dejado la autopista cerca de Villafranca del Bierzo a donde llegaron somnolientos. Después del cocido maragato todo se hace espeso. La digestión aprieta, la mente se adormece y los parpados amenazan con cerrarse. En unos momentos, en una simple hora, todo cambia. Sus cuerpos no eran los mismos que recorrieron ágiles la calle céntrica de Astorga. En sus ojos ya no se reflejaba la misma alegría ni el mismo asombro que tuvieron ante la aparición de la catedral de Santa María. Entonces tenían luz, una luz interior que les guiaba al abrazo, al besuqueo, a las sonrisas cómplices, al jugueteo con las manos y a señalar con sus dedos lo que les iba llamando la atención de esa ciudad encantada donde todo se mezcla y se junta.
Desde los romanos hasta los más noveles artistas, todos dejaron sus huellas. El estilo románico, el gótico, el renacentista, el barroco y el modernista se mezclan y juguetean con el visitante. Nadie quiso pasar por Astorga sin dejar su sello. Tenían una luz interior que los cegaba por dentro y una luz exterior que acompañaba sus arrumacos al tiempo que realzaba al Palacio Episcopal de Gaudí,  a la iglesia de Santa Marta o a la plaza Mayor y el Ayuntamiento. Era medio día y los rayos caían perpendiculares sobre los monumentos haciéndolos más perfectos, sin sombras que ocultasen su belleza.
Pero después del cocido maragato todo cambió. Porque sí que se atrevieron con él. Lo que comenzó siendo un juego, un desafío, un atrevimiento, terminó con dos personas sentadas en una mesa, que comían y cumplían el rito de las siete carnes, el tocino, el relleno, los garbanzos, la berza…,  y para terminar, la sopa.
Tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para no perderse en el limbo de las tinieblas. Aunque el trayecto fue corto pararon dos veces. La primera fue para cambiar de conductor. El Escritor no aguantó ni siquiera cuarenta kilómetros hasta observar como la línea recta de la autopista se iba confundiendo poco a poco con la sombra que diseñaban sus párpados, y el deseo de mantener terso su cuerpo tropezaba con la pesadez de su cabeza. El cambio no solucionó el problema,   el Escritor pasó a alternar su estado onírico con el sobresalto  y la Musa sufrió los mismos ataques del contenido calórico de la comida. Por eso la segunda parada tuvo que ser para el descanso. Fue poco el tiempo, pero el suficiente para que retozaran en los asientos traseros y con sus cabezas pegadas y sus manos entrelazadas, diesen la cabezadita.
Resucitaron despacio, primero recorriendo los veinte kilómetros que les quedaban de autopista y después paseando por donde el Burbia y el Valcarde enseñan sus aguas cristalinas destiladas en las faldas de los Ancares. La calle del Agua culminó el proceso de regreso a la vida, un café, en una terraza de ensueño de la plaza Mayor, resucita al más somnoliento.

En Astorga habían comprado de todo. De todo lo que se les vino a la mente. No tenían lista hecha, solo sabían que tenían que aprovisionarse de los alimentos imprescindibles para iniciar la vida en una nueva casa. Y a su mente llegaron el arroz y las lentejas, el pan y el vino, el embutido, el queso, la fruta…, pero no llegó la leche.

Desde Villafranca todo fue misterioso, el sol, que les había acompañado durante todo el día, se eclipsó y poco a poco se fueron adentrando en un mundo desconocido. Iniciaron la salida desde donde habían aparcado el coche: travesía de San Nicolás. Dejaron atrás sus escalinatas y divisaron a lo lejos un paisaje de montes bajos y redondos, recubiertos de matorrales y arbustos que eran acariciados por unas nubecillas cada vez más bajas.

Él la recibió cogiéndola con la suya al mismo tiempo que cruzaron nuevamente ambos ríos, ahora ya unidos, y les dijeron adiós definitivamente. Desaparecieron las casas. Las nubes ganaron terreno a las montañas y la Musa gritó:

Aparecieron las primeras curvas. Cambiaron la monotonía de la autopista por los sobresaltos de una carretera sinuosa. Se adentraron por un valle y empezaron a palpar la humedad. Los árboles se convirtieron en sombras que aparecían y desaparecían entre las nubecillas que aplastaban el coche. El limpiaparabrisas se activó, pero el vaho se apoderó de los cristales. La calefacción empezó a funcionar y el habitáculo se convirtió en una pequeña isla. Un lugar insignificante, aislado del mundo, unido a la carretera por una raya continua apenas perceptible.
 Ocho kilómetros interminables. Cacabelos fue solo un fantasma, un nombre escrito en un cartel apenas visible. Unas calles atrapadas por la niebla. Setos apenas perceptibles, indicadores que no se podían ver hasta no estar a una distancia mínima. Atravesaron un pueblo que cada vez se escondía más entre la espesura de la niebla y siguieron rumbo a Candín. La raya continua desapareció, la carretera se fue estrechando y la niebla se apoderó por completo del paisaje. Ocultó los árboles, desdibujó los márgenes y la carretera quedó reducida a una minúscula porción de asfalto que obligó al Escritor a extremar la precaución reduciendo al máximo la velocidad. La conducción se convirtió en una pelea entre las luces del deportivo y la agresividad  vaporosa del agua.

Ella la acogió gozosa. La acarició suavemente y luego la apretó con fuerza. Él no la apartó, no la necesitaba para conducir. Iba tan lento que con una sola se bastaba. Pero un sobresaltó lo obligó a soltarla. Una luz apareció entre la niebla. Tan cercana que lo obligó a frenar. El otro también frenó y los dos coches quedaron frente a frente, parados. La carretera era estrecha y la niebla la estrechaba aún más. Desde que salieron de Cacabelos no se habían cruzado con ningún coche. Nadie osó cruzarse en su camino. Pero ahora sí, había uno frente a ellos, un par de metros los separaban, los justos para orillarse, muy despacio, porque el asfalto se acababa y era muy difícil observar la rugosidad de la cuneta. Se fueron orillando lentamente hasta acariciar las hierbas laterales y, cuando comprobaron que ya no había peligro de rozamientos, se dijeron adiós lentamente, con el simple movimiento de una mano. Una mano apenas perceptible, porque aunque las luces a esas mínimas distancias intentaban penetrar en el interior del habitáculo el vapor de agua repartido por dentro y por fuera lo apagaba todo.
Atrapados por la niebla fueron dejando la estela de pueblos de fantasía en plenos Ancares. Vega de Espinareda, Candín, Pereda de Ancares, Tejedo...
De repente apareció la luz, se hizo de día sin saber cómo. Salieron de la sombra por una pequeña recta. Los rayos del sol les cegaron, el resplandor de la nieve los trasformó.

Y siguieron hasta la cima. Pudieron coger la carretera estrecha que salía hacia la derecha en dirección a Balouta, pero cogieron la de la izquierda. Un descenso abrupto, una nubecilla inquieta en el valle los llamaba.
 

Siguieron circulando muy despacio por un camino rugoso, pero ahora era para saborear mejor el contacto con la naturaleza. Una naturaleza llena de encantos. A las verdes cunetas las bordeaban especies distintas de árboles. Árboles majestuosos, porque aunque eran especies de sobra conocidas, como el roble, el fresno, la sabina o la encina, escondidos en la humedad del monte y en el respeto a su antigüedad, habían adquirido unas proporciones enormes.
    Sus sombras habían oscurecido el día hasta tal punto, que siendo aún prematuro el atardecer, se vieron obligados a volver a encender las luces. De repente todo pareció oscuro, todo pareció quieto, todo pareció mágico. Se confundían los cánticos de los pájaros con el repiqueteo de los chorros de agua de los riachuelos al sortear los desniveles del terreno y el ronroneo de las ranas.
Llegaron a un pequeño recodo, con el espacio justo para maniobrar un coche, y vieron el rótulo que estaban buscando: BIENVENIDOS A LA LINDE