Barcelona en el recuerdo

Cuando el Escritor entró por última vez en el programa de internet, que tantas satisfacciones le había dado, y tecleó despacio la letra “s” y la letra “í”, todavía estaba inmerso en un mar de dudas.
Que aceptase su ofrecimiento no fue lo que más lo sorprendió, aunque siempre supuso que opondría mayor resistencia. Es cierto que fue meticuloso y zalamero a la hora de diseñar las bondades que los esperaban en un lugar apartado de la civilización, pero después de las dificultades que había puesto para su encuentro en Madrid, el que accediese, a la primera y sin hacerse de rogar, a compartir su vida en un lugar desconocido y sin ningún tipo de ataduras, le pareció sorprendente.
Tardó muchos días en hacerle su propuesta, porque, aunque en su mente era una obsesión, intentaba apartarla. Quiso camuflarla con las ideas de su segunda historia, pero mientras estas se atascaban en senderos que no iban a ninguna parte, la idea de volver a verla lo dominaba y sus pensamientos siempre tenían el mismo final.
Después de su encuentro en Madrid el Escritor intentó escribir su segunda historia de la misma forma que habían escrito la de La Flory, pero La Tocha se resistía, se escondía y no veía nada de su historia a través de sus pechos. Solo huellas sangrientas, que a veces se convertían en un cuerpo ensangrentado. Sangre que manchaba sus pechos y sus ojos y le impedían adivinar su historia. Los chateos con la Musa dejaron de tener la armonía anterior para convertirse en frases huecas. Ni a él le venían las ideas precisas ni ella aportaba con sus sugerencias caminos por donde avanzar. Por eso ella notó pronto en él una cierta angustia y él notó en ella un ligero desconcierto.
Entonces fue cuando comenzó a insinuar sus deseos de volver a verla, dio vueltas y vueltas sobre su maravilloso encuentro en Madrid, le contó de todas las formas posibles que desde ese encuentro su vida había dado un vuelco completo, que su mente se había atascado y que no era capaz de continuar sus historias, que solo había sitio para ella en sus pensamientos. Pero temió dar el paso definitivo. Le costó mucho trabajo hacerle una propuesta tan descabellada. A él mismo le parecía un sueño utópico, ideal para plasmarlo en el mundo de la fantasía pero difícil de trasladarlo al mundo real y de llevarlo a la práctica.  
Aunque lo sorprendió que aceptase de forma inmediata y sin oponer resistencia, lo que más lo desconcertó fue que su respuesta le llegase por carta. Es cierto que le dio su dirección una de las noches en que el tiempo estuvo parado en la habitación cerrada, pero nunca pensó que la fuese a utilizar para producirle tanta alegría. Mientras él estuvo días y días diseñando su propuesta y aguantando sus ironías, ella lo plasmó todo en un simple folio.

Releyó una y mil veces el saludo y la introducción:
“Mi querido Escritor:
Encantada de amanecer contigo todos los días de mi vida en ese rincón paradisiaco que me propones. Yo también te extraño todas las mañanas, me falta tu olor y tu aliento. También hay un vacío en mi cama que sueño todos los días con llenar. He caído en la tentación de perderme  contigo en el lugar más inaccesible. Aunque no me detallas el sitio, te creo; y sí, acepto fugarme contigo. Quiero ser nuevamente adolescente y jugar a ver la vida desde el punto de vista de lo desconocido”.
Le excitaba que ella coincidiese en sus sueños al mismo tiempo que le embriagaba la posibilidad de imaginar el futuro y vivirlo antes de hacerse presente.
Sin embargo, las condiciones que fue leyendo a continuación le llenaron de dudas. Trató de hilvanarlas con sus propias fantasías y así encontrar sentido a lo que ella le pedía. Pensó que formarían parte del juego que él había iniciado con su propuesta descabellada pero, no pudo evitar que un poso de duda se aparcase en su mente:
“Acepto ir contigo al paraíso. Pero entre los dos tenemos que hacerlo real y por eso te voy a poner algunas condiciones:
La primera será venir solo con la ropa puesta y con el portátil. Todo lo demás lo compraremos por el camino. En realidad debías venir desnudo, así es como venimos todos al mundo, pero me parece excesivo. Además, aunque llevamos unos días primaverales, te podrías resfriar”.
Esta era una condición rara pero tenía cierta lógica: si él le ofrecía lo desconocido, ella seguiría el juego deseando partir de cero.  
“La segunda será dar a nuestro encuentro un halo misterioso. Vendrás el día que comienza la primavera. Será domingo. Cogerás el AVE que sale de Atocha a las ocho y llegarás puntualmente a la estación de Sants a las diez treinta. Entrarás en el aparcamiento y buscarás un coche aparcado en la plaza número diez, del pasillo A, de la planta menos uno. Yo estaré allí esperándote para salir de inmediato en la dirección que tú me indiques.”
Esta condición le pareció un poco precipitada. Él siempre pensó pasar al menos un par de días en Barcelona, pasear por las ramblas agarrados de la mano y buscar un lugar donde pasar una noche loca. Tenía un vago recuerdo de una ciudad abierta al mar y al mismo tiempo resguardada entre las montañas. Y le hubiese gustado dar vida a esos recuerdos con una persona querida, porque pensaba que a una ciudad no se la conoce hasta que no se la ve con los ojos de quien vive cotidianamente en ella y se pasea acompañado de una persona amada.
Había estado dos veces en Barcelona, pero aún era muy joven y vivió su estancia más desde la exaltación que desde la contemplación y el recreo. La primera vez fue de paso, estaba todavía en la universidad, con otros tres amigos organizaron un viaje a Paris e hicieron un alto en la ciudad condal. Solo estuvieron una mañana que dedicaron a la visita del barrio gótico. La segunda fue un poco más sosegada. Fue un encuentro de escritores que duro un fin de semana, pero lo apretado del programa solo le permitió hacer un par de escapadas. Las dos visitas fueron precipitadas y solo pudo apuntar en su memoria unas sensaciones vagas: un parque empinado del que ahora no recordaba el nombre y varios edificios construidos por el genio que daba luz a la ciudad. Sensaciones que ahora pretendía revivir de la mano de su Musa.
Pero siguió leyendo y fue la última condición la que más incertidumbre le produjo:
“Si estás de acuerdo con todo, cuando te conectes conmigo, inmediatamente después de recibir esta carta, escribe: Sí. Yo te responderé: Te quiero. Desde ese momento daremos por terminada nuestra relación por este programa de internet para esperar ansiosos nuestro encuentro”.
Zanjar así, de un plumazo, la relación que les había unido tanto tiempo le producía un cierto desasosiego. Era cierto que al estar juntos de nada les serviría el programa, pero al menos podrían cerrarlo de una manera más decorosa y estar conectados hasta el último momento.
No obstante, aceptó todas las condiciones aunque le supusieron entrar en un mar de dudas. Dudas que no tenía resueltas del todo cuando tecleó el sí, pero que no sirvieron en ningún momento para cuestionar su decisión ni retrasarla.  Porque la despedida lo encandiló:
“Recibe lo que tu imaginación te sugiera para llenarte de gozo.
                                Tuya, para siempre”.

Y el deseo de encontrarse con ella fue tan grande que la sangre corrió acelerada por sus venas y llegó tan lúcida a su mente que supo distinguir inmediatamente lo principal de lo secundario. Cuando tecleo: “Sí”, supo que lo primero era estar con ella. Después buscaría todas las explicaciones. Se pondría en su lugar. Se metería en su mente y se imaginaría sus sueños. Y así, cuando fuese dueño de los sueños de ella, los juntaría con los suyos para entenderlo todo y formar el mundo idílico que les esperaba.

 

En la plaza indicada del parking, a la hora prevista, no había aparcado ningún coche. El Escritor miró hacia todos los lados, pero no vio nada. Sacó la carta que guardaba junto a su pecho y se aseguró de la planta, de la zona y del número: era el sitio correcto. Anduvo diez pasos en una dirección y después dio la vuelta para hacer el recorrido inverso. Mientras andaba parsimoniosamente por la zona del pasillo asignado en la carta algún coche entró y aparcó, y algún otro realizó la maniobra inversa, pero ninguno era el de ella. Su mente divagaba entre la búsqueda de un coche, con la mujer que deseaba dentro, y los recuerdos vagos de la ciudad de Barcelona.
Los recuerdos comenzaron nada más pisar el suelo de la estación de Sants, pero su primer pensamiento no fue para la belleza que recordaba de esa ciudad sino para la ostentosa publicidad. Los letreros luminosos comenzaron a llamarle la atención cuando subiendo por la escalera mecánica comenzó a vislumbrar el vestíbulo. Frente a sus ojos aparecieron las rayas blaugranas de los dos personajes más mediáticos de un equipo de futbol que así mismo se denominaba: “más que un club”. Las luces luminosas de la tienda FCBOTIGA y las voces en of de la estación anunciando en catalán las llegadas y las salidas de los diferentes trenes le hicieron darse cuenta de que había más mundos que el que él tenía en la cabeza.
Debía diferenciar lo que venía pensando de lo que a través de luces cambiantes y ruidos de múltiple naturaleza le llamaban a su distracción. Aunque su mente era fuerte y estaba centrada en los paisajes, los edificios y el conjunto armónico que recordaba de Barcelona, no podía por menos, a veces, de dejarse tentar por los rótulos llamativos de las cafeterías que a ambos lados del vestíbulo se encontraban. Entonces le acechaba la duda de por qué esta cita en este lugar tan inhóspito. Hubiese sido más lógico haber quedado en cualquiera de las cafeterías que iba dejando a su paso, haber tomado un café, haber descansado un rato y después haber ido los dos juntos a buscar el coche al parking para salir de la estación. 
 Diez minutos dan mucho de sí. Había repasado todos los lugares  por los que le gustaría pasear con la Musa y en todos se había recreado. Tenía recuerdos vagos del Park Güel, ahora sí, recordó el nombre y recordó haber subido una mañana en la que se fumó la conferencia de un colega al que había escuchado ya en otras ocasiones. Recordó que trepaba por cuestas y que observó una infinidad de especies distintas de plantas a las que olía para tratar de identificarlas. Y recordaba que alguien le dijo que allí la obra de Gaudí estaba integrada en la naturaleza. Ahora le gustaría hacer el mismo recorrido, pero con la Musa y agarrados de la mano. Se imaginó a ambos sudorosos recreándose en el paisaje y embriagándose de sus olores.
También recordaba haber subido a Montjuic, esta vez en la tarde libre que tuvieron una vez finalizada la jornada, y haber observado a un lado, el puerto; y al otro, los variados edificios de la ciudad. Lo recordaba mientras miraba nervioso a su reloj, porque el tiempo se le hacía eterno, y se defendía imaginándose un atardecer luminoso en el que los dos observaban los enormes barcos atracados en el puerto y en el momento en el que el sol se escondía por el horizonte, ellos juntaban sus labios en un largo beso.     
Pero sobre todo en diez minutos había perdido la cuenta del número de veces que había hecho el mismo recorrido, de ida y vuelta, y se empezaba a impacientar. Es cierto que el Ave había llegado con más de cinco minutos de adelanto y que su reloj no pasaba de cinco de la hora fijada, pero en el interior de su estómago comenzó a notar una alteración de las terminales nerviosas. No tenía ninguna duda de que la Musa llegaría a la cita, pero sí tenía preocupación. Desde el desmayo en la estación de metro de Atocha-Renfe su salud le tenía preocupado.  
Estaba sumido en estos pensamientos cuando oyó chirriar unos frenos, levanto la vista y vio que un coche giraba y aparecía al final del pasillo para avanzar por el carril en el que él caminaba. Era un deportivo que por el rugir que producía parecía tener mucha sangre, a medida que se fue acercando se fue dando cuenta de que quien conducía era una mujer, llevaba unas enormes gafas de sol, un pañuelo rodeándole el cuello y una melena un poco alborotada. Cuando vio que el color de su pelo era castaño, que una enorme sonrisa adornaba su cara y que avanzaba hacia él con intención de atropellarlo se trasformó. Comenzó a notar como su pulso se aceleraba y su sangre llegaba con más calor a todas las partes de su cuerpo.
El coche solo tenía dos puertas, la persona que conducía dio un brusco giro para esquivarlo, frenó en seco y le ofreció la del acompañante. La mano de ella se extendió para abrirla. Él la abrió del todo y agarró su mano. Sin soltarla se acomodó en el asiento y sin tiempo de espera sus labios fueron ansiosos a buscar los de ella. La Musa le dio un beso de quita y pon y aceleró bruscamente. Él se quedó con ganas de retenerlo, de saborearlo, de disfrutarlo, de ahondar y de estrujar su cuerpo, de poseerla en ese mismo instante y de mantener quieto el tiempo; pero no se detuvo y en las décimas de segundo en las que él lo estuvo pensando sonó una carcajada, el coche acomodó la velocidad a lo establecido en el parking y él se incorporó al viaje con una sonrisa.  

Ya todo fue cantar. Ella se dirigió a la salida dando un pequeño giro, primero a la izquierda y después a la derecha, introdujo el ticket que tenía preparado en la mano y salió a una pequeña plaza. Giró levemente a la izquierda y se encontraron con el primer semáforo. Ella aprovechó para decir:

Él aprovechó para mirar a su izquierda y observó una fuente de la que brotaban unos enormes chorros de agua. Fue a preguntar, pero no le dio tiempo, el semáforo se puso verde y la Musa dio un fuerte acelerón al tiempo que comenzó a tatarear una canción, bordeó la plaza y antes de que él preguntase algo dijo:

Barcelona en dirección a Zaragoza.
Conducía y al mismo tiempo tarareaba un vals, ambas cosas las hacía suavemente, el coche cambiaba de carril con tal delicadeza que parecía que bailaba. Su conducción se adaptaba al ritmo del vals, un ligero toque en el volante y el coche cambiaba de carril, zigzagueaba de derecha a izquierda, adelantaba rítmicamente a otro que parecía acompañarlo en el baile, volvía de nuevo al carril anterior para inmediatamente repetir el paso. Los demás coches no peleaban por el espacio, parecían no tener prisa y estar contagiados por la melodía que salía de su boca.
Las calles comenzaron a ensancharse, de la misma manera que lo hacía la sonrisa de la Musa. Los semáforos parecían estar compenetrados para abrirse al ritmo que iba marcando el coche.  Ser domingo y esa hora, cercana a las once de la mañana, favorecía que el deportivo pudiera circular por las avenidas de la ciudad con la agilidad de un experto bailarín.
El Escritor se fijaba en sus nombres: carrer de Sants, carrer d’ Ariza, travesera de les Corts, y al mismo tiempo iba interiorizando poco a poco la melodía que la Musa tarareaba. Era un vals muy conocido que intentaba recordar al tiempo que añoraba haber disfrutado más de Barcelona.
Le hubiese gustado pasear por las ramblas cogidos de la mano, por la plaça de Catalunya, por el mercado de la Boquería, haber contemplado el Gran Teatre del Liceu, haber recorrido el barrio Gótico y haberse perdido por sus calles estrechas, haber disfrutado de los lugares mágicos del modernismo: el passeig de Gràcia, La Pedrera, la Casa Batlló o el recinto modernista de Sant Pau.
Y sobre todo le hubiese gustado haber visitado la Fundació Joan Miró y haber entrado por primera vez en La Sagrada Familia para comprobar si era cierto que albergaba en su interior el sueño de Gaudí: diseñar un bosque para la meditación y el recogimiento.
Intentó preguntarle la razón de su prisa a la salida de la estación de Sants, pero temió importunarla. La vio tan ilusionada y tan feliz que no quiso que ninguna pregunta perturbase su estado de ánimo. Y cuando la escuchó cantar y vio reflejada en su cara la prisa por llegar cuanto antes al lugar deseado, ya no quiso interrumpirla, aparcó sus recuerdos de Barcelona y desistió de sus sueños de disfrutarlos con ella.
En su mente no había sitio para el recelo ni la melancolía, la cara radiante de la Musa lo eclipsaba todo. El encuentro, aunque en un principio lo desconcertó, lo había sumido en un estado efervescente, en un frenesí. Ya estaba en otra vida: en la de los sueños compartidos. Y el vals era un sueño, un sueño que bailaban los dos y al que solo faltaba ponerle el nombre.

La N-340 había ido dando salida a las grandes poblaciones cercanas a Barcelona y había conectado con la A-2 en dirección a Lleida y Zaragoza. La autopista, en algún momento se quedaba vacía, la Musa alternaba su mirada hacia el retrovisor de su izquierda y hacía la cara del Escritor. Cuando observaba que ningún coche entorpecía su circulación soltaba una mano del volante y se la ofrecía. Él la recibía con agrado palpando con las yemas de sus dedos la suavidad de su piel. El sol calentaba más de lo esperado para ese principio de primavera. A lo lejos una nubecilla amenazaba con desarrollarse, pero el día estaba claro, los rayos eran luminosos. En un paraje desde el que se divisaba un inmenso campo de árboles frutales pararon, repostaron y aprovecharon el mirador para aparcar y disfrutar del paisaje.

 

El Escritor se dejó llevar. A la sombra de un sauce llorón, desde el que se observaban las primeras florecillas de una enorme parcela de perales y recostados los dos sobre la capota del coche, diseñó el mundo del gozo. Hizo surcos en su cuello con la punta de su lengua. Regó sus mejillas con la saliva que manaba de su boca y sembró, socavando hasta lo más profundo de su garganta, la esencia de todo lo que había estado reprimiendo durante las dos horas que llevaban ya de viaje.
Ella disfrutaba, al mismo tiempo, del fragor del amor y del paisaje como una chiquilla adolescente, como si fuese la primera vez que compaginase el placer del amor con la contemplación de la naturaleza. Acariciaba con una mano la nuca del Escritor mientras que con la otra buscaba el interior de su espalda para con las yemas de sus dedos recorrer la verticalidad del deseo. Su mirada se dirigía alternativamente hacia el campo de frutales, hacia los surtidores de la estación de servicio que por un momento estuvieron vacios y hacia la autopista por la que los pocos coches que circulaban lo hacían a una velocidad de vértigo.
Cuando el Escritor aflojó su ímpetu, cuando retiró su lengua y apartó sus labios, ella respiró profundamente, y él pudo observar reflejada en su cara la felicidad.