La Linde
Rodeada por todas partes de montañas agrestes, montes empinados con riscos que amenazan con desprenderse y senderos estrechos por donde únicamente trepan jabalíes, cabras, corzos y de vez en cuando algún lobo, se abre paso una minúscula meseta.
La meseta es un respiro ante la opresión de tanto monte empinado, es poco extensa, pero lo suficiente para no sentirse agobiado. Por la ladera norte, entre higueras, castaños, mimbreras y yedras, discurre tranquilo un riachuelo.
En la parte alta de la meseta hay una parcela de no más de media hectárea, cercada toda ella por una pared rústica de metro y medio de altura. El riachuelo se introduce en la finca por una diminuta arcada situada en la esquina noreste. Sus aguas comienzan a serenarse lentamente, pero todavía saltan respingonas durante una veintena de metros llenándolos de espuma y provocando un canturreo que, armonizado con el vaivén de las ramas de las mimbreras que crecen en sus orillas, consigue la armoniosa melodía que serena la pequeñísima meseta.
Las aguas se tranquilizan cuando encuentran el remanso de una pequeña poza que al final de junio se refuerza con céspedes para almacenar el agua necesaria para los riegos del verano. El remanso del agua dominada contrasta con las cascadas que se divisan por el saliente a no más de un par de leguas.
La parte más alta de la parcela, un metro y medio sobre el resto, es una longuera de apenas quinientos metros cuadrados, un pequeño altiplano que permite desahogarse de la montaña y contemplar el resto de la meseta y el inicio del valle propiciando la calma y serenidad que toda persona necesita. Para disfrutar de ese pequeño remanso de paz, y custodiada por un nogal y un castaño, se ubica allí una casa labriega.
Una higuera al saliente y una hilera de zarzamoras al poniente, escoltan los veinte metros de un camino ligeramente adoquinado que une la casa con el portalón de bienvenida.
La casa está construida en su exterior con piedra rústica. Una arcada de granito da acceso a un pórtico y a la entrada principal. El porche es una llamada al sosiego. Un gran banco de madera, con respaldo y apoyabrazos, y una mesita baja, en hierro forjado con una losa de mármol pulido, invitan a las tertulias de antaño. La entrada principal es una puerta de dos hojas de madera. Una, de medio cuerpo, está sujeta al suelo y al marco encimero por dos enormes cerrojos. La otra, de cuerpo entero, está dividida en dos partes: el portón y la sobrepuerta.
En su interior se esconde una casa moderna con todas las comodidades de la época actual. Fue el último sueño del padre del Escritor. Harto de ver remodelar la casa heredada, en la que cada generación había dejado su huella, decidió dejar las cuatro paredes de piedra granítica, derribar todo lo demás y encargar un proyecto a un arquitecto amigo. Construyó tabiques de ladrillo dejando huecos para el aislamiento térmico. Mantuvo el tejado de pizarra, pero lo impermeabilizó con una malla aislante, una capa de hormigón y unas placas de onduline. Diseñó, en la planta baja, un salón con ventanas a tres miras, una cocina con una gran chimenea, un cuarto de baño y una habitación grande. Por una escalera de grandes dimensiones se sube a la planta superior en la que solo hay habitaciones, baños y altillos. Los altillos fueron la gran innovación arquitectónica. Permitieron el total aprovechamiento de los espacios que en otros tiempos fueron pajares y graneros, y que ahora dan un aire especial a todas las habitaciones.
El más lujoso de todos es el que hay en el cuarto de baño de la habitación principal. Es un mirador especial. El Escritor nunca supo las razones de su padre para persuadir a su amigo arquitecto de semejante diseño, pero él siempre se lo imaginó tumbado en el altillo mientras su madre se bañaba.
Sabía que fue un médico muy excéntrico y mujeriego, todos los vecinos de los pueblos que atendía así lo atestiguaban. En realidad él no creía que todas las aventuras que se le atribuían fuesen ciertas, pero si presentía que fue muy especial en el aspecto sexual. Cansado de ver y tocar los cuerpos más hermosos de sus clientas, diseñó su mundo erótico en la fantasía. Solo así se podría explicar semejante altillo en un cuarto de baño.
A la derecha de la casa se encuentra un hórreo centenario, perfectamente conservado, con sus seis pegollos, su cámara de madera de castaño y su tejado de pizarra a dos aguas. Da cobijo a un carro antiguo y a una rima de leña. El carro, equipado de tapiales, palanqueras, pértiga, yugo y ruedas en perfecto estado, es el testigo permanente del pasado.
La parte baja de la finca es una zona de huerta totalmente salvaje. Solo tres manzanos, un nogal centenario, cuatro ciruelos y dos membrillos, que todos los años poda el tío Sebas están ligeramente labrados. Cuando el Escritor le dijo que le tuviese preparado para el principio de la primavera un tablar de no más de cien metros cuadrados para plantar alguna lechuga y algún tomate, se le quitaron veinte años de encima. Mantenía con el Escritor el mismo acuerdo verbal que había suscrito con el médico tras la muerte del abuelo Tomás. Un acuerdo desinteresado que se renovaba año a año por tácito consentimiento y que era más fruto de la amistad que de interés alguno.
Porque la huerta hubiese desaparecido cuando desapareció el abuelo. Pero el tío Sebas supo mantener vivo el recuerdo. No solo cultivó la huerta, sino que lo hizo con el mismo cariño y esmero que lo había hecho aquel labrador enjuto, de tez quemada, brazos de acero y dedos curvados que supo sustentar a su familia con el sudor de su frente. Una persona unida a la naturaleza que hizo de su vida un continuo esfuerzo para que la tierra fuese lo más productiva posible. Una huerta que quedó en compás de espera tras la muerte del médico, dispuesta para recuperar el tiempo perdido y ofrecer los mismos frutos de antaño, y que comenzó a resucitar cuando el Escritor dijo al tío Sebas que le tuviese preparado un tablar para el principio de la primavera.
El tío Sebas había cultivado la huerta del médico con tanto esmero como si fuese de su propiedad. En realidad era él quien se aprovechaba de sus productos, el médico tenía la huerta como un capricho. Una finca para deslumbrar a sus amigos. Solo gozaba del sabor de sus frutos cuando tenía invitados. Entonces sí les hablaba de las bondades de los productos de la naturaleza, de sus vitaminas y de sus ventajas para equilibrar la dieta. Pero la huerta producía cantidades enormes, incapaces de ser consumidas por una sola familia por muchas fiestas que organizase y por muchos invitados que tuviera. Casi todo se hubiese echado a perder si no hubiese sido por la esposa del tío Sebas.
La Lorenza lo aprovechaba todo. Las ciruelas, las manzanas caídas y picadas por los pájaros, los pimientos morrones, los tomates, las judías, las acelgas… hasta las moras que abundaban en los zarzales que siguiendo el curso del riachuelo rodeaban la huerta. De todo hacía conserva. Metía en botes, al baño María, las judías y las acelgas; hacía salsa de tomate para un año entero y mermeladas de todas las frutas que se producían en el huerto.
Por eso cuando el Escritor le dijo que tuviese cultivado un trozo de terreno de no más de cien metros cuadrados al tío Sebas le volvió a hervir la sangre. Comenzó a correr agitada por sus venas. Hacía ya diez años que había muerto el médico. Tras su muerte todo degeneró en miseria. Su mujer enfermó y él se abandono a la pereza. Lo que antes hacía con ilusión ahora era una enorme losa que lo aplastaba. Losa que también aplastó a la Lorenza que solo vivió un año tras la muerte del médico. Y a él, que recogió, de la casa que construyeron entre ambos, los enseres imprescindibles para vivir y se retiró a la palloza donde vivieron sus padres. Hacía una vida de ermitaño y solo podaba los árboles de la huerta del médico en el mes de febrero y segaba la hierba entre junio y julio. Era el hilo que lo mantenía con vida, porque a él la salud lo respetaba, y, aunque tenía el espíritu perdido, su cuerpo seguía respondiendo con el mismo vigor que cuando era un hombre maduro.
Pero el recuerdo del abuelo Tomás permanecía intacto. Él lo había mantenido vivo. Había sido su guardián y lo había escondido por todas partes: en el hórreo que reconstruyó cambiando las tablas carcomidas por otras nuevas, en los aperos de labranza, que él siguió utilizando de la misma forma, que cuidó y guardó como tesoros y que ahora adornaban algunos rincones de la casa, en la rugosidad del terreno, que a pesar del herbazal todavía conservaba los altibajos producidos por un arado tirado por un par de bueyes, y, sobre todo, en el aire, que mantenía aún el olor a cuerpos sudorosos y al vaho del resuello de los animales. Porque hasta la muerte del médico todo se mantuvo vivo y ahora todo tenía que resucitar.
Un casa labriega modernizada y un trocito de huerta dispuesto para ser cultivado en un rincón de difícil acceso. Un paraíso que el Escritor ofreció a la Musa con la única condición de mantener oculto el lugar. La dirección sería una sorpresa que tendrían que descubrir poco a poco. Saboreando el camino. Disfrutando primero de autovías que cruzan inmensas llanuras, que perforan montañas y atraviesan mesetas, que se convierten después en carreteras estrechas que horadan los valles y trepan zigzagueantes buscando un cielo que no llegan nunca a tocar. Que terminan en un camino de tierra, que serpentea el curso de un río escondido entre una vegetación exuberante, hasta llegar a una finca cercada a la que da acceso un portón de madera escoltado por dos enormes muros de piedra granítica de más de dos metros de altura y un tejadillo de pizarras que está sujeto por una enorme traviesa de madera en cuya parte central y en letras góticas, escritas sobre azulejos incrustados en la propia madera, se lee: BIENVENIDOS A LA LINDE.
Se lo ofreció cuando los días y las noches se confundieron, cuando todos los caminos confluyeron en un mismo nombre, cuando se paró el reloj de sus historias, cuando se dio cuenta de que tras su encuentro en Madrid la distancia dejó de ser un aliciente para convertirse en un pozo insalvable. Cuando la Tocha le cerró la puerta.