20 - N
Nico descorchó una
botella de champán. El ruido desencadenó una explosión de júbilo. Los
aplausos se repitieron durante un largo rato y las personas que estaban
en torno a la mesa se levantaron y compartieron abrazos y besos.
Nico repartió el champán en las copas de todos los presentes, se
dirigió hacia la pared principal del salón y descolgó el cuadro donde
estaba enmarcado su título de pediatría. Cuidadosamente, y ante la
expectación de todos quitó el cartón que hacía de sujeción, enseñó el
título concedido por el ministro de educación Manuel Lora-Tamayo
Martín, en nombre de su Excelencia el Generalísimo, y se dispuso
a leer lo que en el dorso constaba.
El 20 de noviembre de 1.975 la Flory reunió en el gran salón de su casa de Manuel Becerra a sus hijos y a sus nietos.
Nico tenía treinta y nueve años, trabajaba en una clínica privada en el
barrio de Salamanca y acompañado por su mujer y sus tres hijos ocupaban
un lateral de la mesa.
En el lateral opuesto estaba sentado Ladys; no lo acompañaba su mujer
porque atravesaban un período de crisis. Pero sí lo acompañaban sus dos
hijos, sentados cada uno a un lado suyo. Él fue quien heredó el
despacho de su padre con su cartera de clientes. Lo trasladó a la calle
de Diego de León, porque quiso darle un aire nuevo. Ladys acudía
siempre a las reuniones familiares, pero participaba poco en las
conversaciones, era reservado y parecía tener algo escondido en el
fondo de su mente.
Lucía y su pareja, un amante con el que no había formalizado su
relación, con una niña de solo seis meses, ocupaban un extremo de la
mesa y una parte del lateral donde se encontraba Ladys. Hacía cuatro
años que había terminado su carrera en la Facultad de Derecho y
compartía con cinco compañeros un despacho de abogados laboralistas.
Tenía muy buena relación con Nico, pero con Ladys se notaba una cierta
tirantez, disimulada siempre en presencia de su madre.
La Flory ocupaba el extremo opuesto y presidía la mesa. Como siempre
que reunía a sus hijos, estaba radiante. Era feliz rodeada de las
personas a las que quería. Pero la felicidad de ese veinte de noviembre
era aún mayor porque estaba unida a la esperanza.
La
casa de Manuel Becerra tenía más de doscientos metros cuadrados. Eran
dos pisos unidos. El que había hecho de notaría en vida de Lalo estaba
totalmente remodelado. Los recibidores y los despachos habían
desaparecido. Las paredes habían sido derruidas y todo él se convirtió
en un enorme salón donde se expusieron los cuadros, se acomodaron
los armarios a las paredes, se juntaron las mesas haciendo una enorme,
se acomodaron las sillas en torno a ella y se adecuaron las lámparas al
diseño actual.
Un gran salón de cien metros cuadrados
que solo era utilizado en las grandes reuniones familiares. La Flory
reunía a sus hijos en Navidad. Aunque dejó de ser practicante cuando
llegó a Madrid y creyente cuando le arrebataron a Tinín, ella siempre
guardaba en su corazón la fecha del veinticuatro de diciembre como la
del reencuentro familiar. Se reunían también en todos los cumpleaños y
se reunían también el primer domingo del mes de abril.
La reunión del primer domingo del mes de abril era una reunión especial
que empezó tras la muerte de su marido. Ninguno de los hijos sabía a
qué se debía, se lo habían preguntado todos alguna vez, pero ella
siempre decía lo mismo: “Este es mi día”. Lo cierto es que, en efecto,
debía de ser su día, porque la alegría de la Flory se reflejaba en el
brillo de sus ojos: era su día.
Cuando
murió Lalo, en mil novecientos sesenta y cinco, la Flory pensó en
cambiar toda la decoración de su casa, pero sus hijos, sobre todo Nico,
la convencieron de que no lo hiciera: “Si nos has educado para convivir
con los hechos, no los vamos a destruir ahora”.
Lalo murió víctima
de su mala vida. La bebida y las mujeres se la acortaron. Fiel a sus
principios solo copuló con su mujer los períodos necesarios para que se
quedase preñada. Fueron tres y los aprovechó con ahínco. Durante
ese tiempo dejó la bebida y dejó a las otras mujeres para concentrarse
en la tarea que se había propuesto. Sus hijos tenían que ser sanos y
por eso él en los periodos de fecundación debía estar limpio y robusto.
La Flory estaba siempre a su disposición. Tenía que estarlo, porque esa
era una de las condiciones del contrato: “Te abrirás de piernas cada
vez que se me empine la polla”. Y solo se le empinaba cuando en su
mente tenía la idea de engendrar un hijo. En esos días solo pensaba en
copular. Daba igual la hora; hacía de semental y pensaba que la
frecuencia era fundamental para que su mujer se quedase preñada. En
esos períodos cerraba el despacho, daba instrucciones a su secretaria
para aplazar todas las citas y no permitía ninguna visita. Se lo tomaba
tan en serio que los días consistían en comer, follar y descansar.
El primero fue nada más casarse. Su luna de miel duró tres semanas y
consistió en no salir de su casa. Ladys fue engendrado en el piso de
Manuel Becerra, mientras todas sus amistades, incluido Lolo, pensaban
que estaban de luna de miel recorriendo Europa.
Tras la semana de boda en Muelas del Valle, incluida la noche de la
humillación, hicieron creer a todo el acompañamiento que iniciaban un
viaje a Roma y París. Pero Lalo solo pensaba en una cosa: aprovechar la
ausencia de su madre, que volvía a su retiro veraniego en Laredo, para
consumar el dominio absoluto sobre su esposa.
Lalo quiso celebrar su noche de bodas en Muelas del Valle, en la casa
de la Flory. Quiso dejar claro desde el principio ante todos los
vecinos del pueblo que él era el nuevo gallo de la familia. Esa noche
toda la casa estuvo a su disposición. Los padres y los hermanos de la
Flory tuvieron que buscarse alojamiento en las casas de otros
familiares. Ese fue el acuerdo al que llegó con su suegro durante los
preparativos de la boda: “Todo el dinero del gasto correrá a mi cargo a
cambio de que en la noche de bodas la casa este limpia, vacía y
adecentada a mi disposición”.
El segundo período de procreación fue tres años más tarde. En la
primavera de mil novecientos cuarenta y dos Lalo pensó que ya era hora
de tener una hija. Tardó tres años en pensarlo, porque fue el tiempo
que necesitó para sobreponerse.
Con el nacimiento de Ladys el olor a caca se instaló en la casa. Se le
unió la acidez de la leche recién vomitada y el desagradable aspecto de
una mujer con la teta continuamente afuera y un niño colgando de ella.
Lalo insistió en que fuese una nodriza quien amamantase a su hijo pero
la Flory fue tajante: “Eso no está en el contrato. Querías una mujer
para darte hijos, pues yo criaré a tus hijos”. Y se dedicó en cuerpo y
alma a atender a Ladys pues enseguida se dio cuenta de que cuanta más
atención prestaba a su hijo, menor era el interés de su marido hacia
ella.
Para la Flory su pronto embarazo fue un alivio, porque, una vez
confirmado, su marido desapareció de la cama. Huyó orgulloso del lecho
conyugal para contar a todo el mundo sus expectativas de ser padre. El
deseo obsesivo hacia su mujer desapareció, es más, no quiso volver a
yacer con ella por temor a perder lo que había engendrado, y volvió a
su vida mundana dando por terminado su período de austeridad.
Las ganas de tener otro hijo se le quitaron, como se le quitaron las
ganas de estar en casa o las de acercarse y tocar a su mujer. Las
noches se le hacían eternas, los lloros de Ladys y los brincos de la
Flory para callarlo lo ponían furioso.
Huir del hogar fue su obsesión. Las copas en los locales de alterne
olían a gloria, y las mujeres que las servían mantenían el encanto que
le había cautivado siempre.
El tercer intento fue un fracaso. Un fracaso doloroso que lo llevó a
apartarse definitivamente de su mujer. Repitió el mismo proceso:
aislamiento del mundo y dedicación plena al acto de procrear. Pero esta
vez el resultado no fue fructífero. La Flory se quedó embarazada pero,
tras la primera falta, abortó. Comenzó para ella un calvario, un
recorrido por clínicas y médicos que concluyó con la extirpación de sus
ovarios. Para él fue el impulso definitivo que lo llevó a la
cancelación de sus relaciones maritales. Una vez constatada la
infertilidad de la Flory, su relación con ella no tenía ningún sentido.
Además se había quedado mustia. Había enflaquecido y había perdido todo
su encanto. Tenía ojeras y sus carnes se volvieron fláccidas. Nada lo
atraía ya de su mujer. Además había otras mujeres que mantenían siempre
su esplendor, siempre tenían la misma edad, la misma carne rosada y
prieta, los mismos pechos tiesos y empinados mirando al cielo, -no como
los de su mujer que miraban al suelo-, la misma sonrisa en su boca:
eran mujeres eternamente jóvenes. Por eso la huida nocturna fue total y
definitiva.
La bebida y las otras mujeres acortaron el tiempo de Lalo, pero quien
más lo acortó fue su amigo. Su relación con Lolo fue distanciándose
paulatinamente. Lo de la puta y la santa, que tantas veces habían
comentado, fue imposible hacérselo cumplir. Lalo lo llevó a rajatabla.
La Flory era su santa. La vio así desde el principio. Desde el día que
la recogieron en la calle Monteleón la vio como la madre de sus hijos.
Recogida, honesta, cariñosa, pueblerina, dedicada por completo al hogar
y a la familia: la viva imagen de su madre.
En ella no tenía cabida el erotismo, la voluptuosidad era otra cosa,
algo que solo estaba al alcance de las profesionales, de las mujeres
que comerciaban con su cuerpo, porque sabían dónde se escondían los
límites del placer, conocían los puntos secretos, las miradas, las
poses, las caricias y los juegos que volvían locos a los hombres y que
nada tenían que ver con su vida de familia. Así lo había vivido en su
casa y había resultado perfecto. Su padre nunca dio explicaciones de
cómo y con quién pasaba las noches. Su madre tenía todo lo que
necesitaba: un círculo de amigas con quien compartía tertulias y
compras, una criada que le hacia las tareas domésticas y todo el tiempo
del mundo para educar a su hijo.
Desde el primer día puso todo su empeño en conseguirlo, pero la Flory
se resistió, y cuanto más se resistía, más era su deseo. Se volvió loco
cuando la vio con un mequetrefe. No podía admitir que una mujer así,
eligiese tener hijos que vivirían en la penuria pudiendo elegir
tenerlos para vivir con todos los caprichos del mundo.
Se lo hizo saber por las buenas. A veces bromeando, y otras veces en
serio, le dijo que quería que fuese la madre de sus hijos. Se lo hizo
saber a través de su primo y de su propia tía, pero la Flory fue terca
y no solo lo rechazó, sino que alardeó de la compañía de otro hombre
que no tenía ni oficio ni beneficio. Su mente se ofuscó por completo.
El Rilaero
era un donnadie, un muerto de hambre que le birlaba sus sueños. No
comprendía que podía ver la Flory en él, porque, aparte de no tener ni
un real, tampoco era más atractivo, y se desesperó cuando se enteró de
que la Flory se había ido a vivir a su pensión.
Cuando la acorraló
en el portal 27 de la calle de Goya solo pensaba en eso. En su mente
solo había un deseo: adelantarse. Ser él el primero en engendrar
un hijo en su vientre. Pensaba que, una vez conseguido, todo
sería fácil. ¿Cómo se iba a negar a casarse con él una mujer que
llevase un hijo en sus entrañas? ¿Cómo iba a consentir su tía que
anduviese por las calles de Madrid alardeando de barriga sin buscar una
solución decente?
Lo planeó todo al milímetro: el recorrido, la hora, el portal... Y lo
hubiese conseguido si no hubieran aparecido aquellos dos gigantes que
lo humillaron y le hicieron vivir el momento más desagradable de toda
su vida. Afortunadamente la guerra volvió a poner las cosas en su sitio
y consiguió tener a su santa en casa y a todas las putas que le
apetecieran a su disposición.
Pero su amigo no fue capaz de entender algo tan sencillo. Lo que para
él era tan fácil, Lolo no supo llevarlo a la práctica. La comunista que
dormía con él lo tenía tan atado que las copas y las juergas terminaban
siempre a las diez de la noche. No hubo forma de convencerlo, no hubo
forma de apartarlo de esa feminista descastada que tanto le repateaba.
Ana sabía que su suerte estaba unida a la de su esposo, que si Lalo
hacía algo para llevarla a ella a la cárcel, si la denunciaba,
irremisiblemente Lolo la acompañaría. Lo supo desde el primer día,
desde que lo vio entrar por el pasillo y lo recibió con el pañuelo rojo
colgado de su cuello.
“Es que Ana es mi santa y mi puta al mismo tiempo”, se lo dijo cuando
le hizo ver que ya nada sería como antes, que las noches de prostíbulos
y juergas para él habían terminado, porque tenía que cumplir todas las
noches en su cama. Porque todas las noches eran de Ana. Así de
clarito se lo dijo ella cuando se comprometieron: “Te daré todo, todo
lo que te pueda dar cualquier mujer, pero seré la única o no lo seré”.
Lolo se acomodó y su amigo no tuvo más remedio que entenderlo. Entendió
que Lolo no podría escapar de la rutina, porque, independientemente del
nivel de afecto que sintiese hacia Ana, él sabía que por encima de todo
su amigo siempre había sido un cobarde.
El abandono de Lolo lo llevó a acumular en él las copas que antes se
bebían entre los dos y el hígado sufrió las consecuencias. Lalo murió
de cirrosis una noche invernal de diciembre antes de cumplir los
sesenta años.
La vida de Lalo se acortó en la misma medida que se alargó el tiempo de
la Flory que con cincuenta años recién cumplidos se quedó viuda
convirtiéndose en una mujer libre, con una enorme fortuna, y feliz.
Tenía cuatro casas: la casa doble de Manuel Becerra, la casa de
Hermosilla, que compraron para que la habitase la madre de Lalo cuando
se casaron y donde estuvo hasta su muerte, y el lujoso chalet de
Laredo. Pero su fortuna más grande, la que la hacía más feliz, fue
haber mantenido unidos a sus tres hijos. A pesar de las humillaciones
de Lalo ella supo distinguir la maldad de su marido de la inocencia de
ellos.
Apagado su deseo el mismo día que supo que a su verdadero esposo le
habían quitado la vida, aparcó su felicidad en el recuerdo: todas las
noches venía Tinín a visitarla a la cama. Desde que se marchó al
frente, desde que le clavó su diente y chupó su sangre, todas las
noches el Rilaero
la visitaba. La acariciaba con sus dedos de algodón, le pasaba la
lengua por las partes más sensibles de su cuerpo, la penetraba y se
desparramaba. Hasta en los días más negros, cuando Lalo la violaba,
ella se ausentaba y su mente se iba con Tinín. Se agarraba a él para
resistir, ante su violador ella aparecía ida, se abría de piernas y
ofrecía un cuerpo muerto. Un cuerpo que era sobado, estrujado,
aprisionado, roto y manchado, pero que ella mantenía apartado de
su ser. Desdoblada en cuerpo y mente, la Flory soportó su calvario. Un
cuerpo muerto en una mente viva, porque en los momentos de mayor dolor
era cuando más se agarraba a la imagen de Tinín y, como el resto de las
noches, era él quien daba vida a su cuerpo en otra parte, era él quien
le daba la calma, era él quien la relajaba para hacer menos dolorosa la
humillación y era él quien mordía su pecho, quien la apretujaba hasta
hacerle daño, y era él quien la penetraba y quien se derramaba.
Solo así pudo seguir viviendo, porque pronto supo que eran solo unos
días, unas semanas, y que después sería dueña de su soledad.
Desde su encuentro con Nico, la Flory fue otra. Perdió el miedo a Lalo
y supo lo que podía conseguir y lo que era imposible. Supo que iría al
colegio a verlo cuando le diese la gana, pero que nunca podría tenerlo
en su casa.
Contar a Nico, a sus seis años, la relación con Lalo y la existencia de
un hermano fue muy difícil. Pero más difícil fue trasladárselo a Ladys.
Fue complicado, porque primero tuvo que ser ella quien encontrase la
relación con su hijo. Hasta que lloró abrazada a Nico. Hasta que sintió
las manos de su hijo tirándole de los pelos solo tuvo uno. Ladys era de
Lalo, el hijo engendrado a la fuerza, el hijo nunca deseado, el hijo
que solo le servía para alejar a su marido del hogar, el que utilizaba
dándole el pecho y cambiándole el pañal para que oliera mal la casa y
Lalo saliese huyendo.
Pero cuando lloró todo lo que tenía almacenado, cuando las manos de su
hijo le devolvieron la vida, fue cuando se dio cuenta de su poder. El
poder de Lalo duraba un instante, el suyo duraría toda la vida. Se dio
cuenta de que de Lalo fue solo un momento y de que de ella lo sería
siempre. Tenía que quererlo ella para que él la quisiera. Para que la
quisiera más que a Lalo. Tenía que recuperar todo el tiempo perdido,
porque hasta entonces solo había sentido lástima y pena por él. Lo veía
inocente, pero no podía quererlo, había algo en su pecho que le impedía
amarlo.
La Flory comenzó a querer a Ladys cuando se dio cuenta de que era
suyo. Mientras tuvo en la cabeza que era de Lalo solo tuvo un
sentimiento de lástima. Lo amamantaba con pena, porque mientras lo
hacía se acordaba de los juegos que hacía con Nico. Darle de mamar era
una satisfacción inmensa, desaparecía la dureza de sus pechos, no
sentía el dolor que le hacía cuando la arañaba, perdonaba los pequeños
pellizcos que le daba en su cuerpo a medida que iba encontrando el
dominio de sus dedos, se lo recriminaba pero se los devolvía con besos,
y Nico se reía y continuaba manoseando su pecho. Fluía la felicidad al
ritmo que fluía su leche convirtiendo los ratos de lactancia en un
manantial de dicha.
Con Ladys no sentía nada, ni jugaba ni hacía pedorretas, porque,
mientras estaba amamantándolo, estaba pensando en el verdadero, en el
que sabía que era suyo, el que le habían robado: el que estaba
escondido en un lugar que ella no sabía y que no podía vivir sin él.
Por eso, a pesar de que Ladys fue un alivio, no podía quererlo. Lo
utilizaba para que su marido huyera del lecho: lo cambiaba al mínimo
síntoma de olor, lo amantaba ante cualquier lloro y lo arrullaba y
acariciaba si Lalo se hacía presente. Pero solo sentía lástima porque
su mente estaba en otra parte. Cuando sacaba su teta era Nico quien
chupaba, cuando limpiaba su culo veía el de Nico y cuando lo arrullaba
era a él a quien buscaba.
A Ladys lo empezó a querer cuando Nico, tirándole de los pelos, la
llamó mala. Entonces se dio cuenta de que era mejor el amor que la
amargura, de que sus dos hijos eran hermanos y de que a ella le
correspondía lograr que ellos se quisieran, porque solo así
podría vengarse de Lalo. Y por primera vez perdió todo su miedo.
No solo perdió el miedo, sino que pasó a ser ella la dominadora. Se dio
cuenta de que Lalo solo tenía sobre ella el poder de forzarla cuando a
él le viniera en gana y eso ya lo tenía asumido y superado. Las
violaciones de Lalo, que tan dolorosas fueron al principio, se
disiparon en ese instante. Se dio cuenta de que el pronto embarazo de
Ladys, sus arcadas y sus vómitos contribuyeron a alejarlo temporalmente
del lecho conyugal y le permitieron entrar en el mundo de sus sueños.
Se dio cuenta de que las huidas nocturnas de su marido le regalaron un
tiempo de soledad que no supo aprovechar para comprender que el poder
que ella tenía era muy superior al de su esposo. Que el fruto que
creció en su vientre tenía que haber servido para asegurarse de
que seguía siendo la dueña de sí misma.
Se dio cuenta de que mientras estuvo embarazada no tuvo que soportar
las agresiones de Lalo, de que sentirlo crecer en su vientre le trajo
los recuerdos del embarazo de Nico. Y sobre todo, se dio cuenta de que
ella tenía el poder de hacer que sus hijos fuesen lo que quisiera y de
que Ladys también era hijo suyo y tenía que quererlo.
Cuando Nico, tirándole de los pelos, le llamó mala, descubrió que eran hermanos.
Por eso cuando prometió a Nico que volvería, que subiría a verlo todos
los sábados, no solo supo que lo haría, sino que lo haría para unirlo
con ella y con Ladys. Fue entonces cuando comenzó la ardua tarea de
relacionarlos, de hablar al uno del otro, de ir sembrando sentimientos
comunes y de recuperar el tiempo perdido.
Con el paso del tiempo lo conseguiría, pero siempre quedó un poso
amargo en su vida. El único poso que enturbiaba su sonrisa, el del
tiempo del amor perdido, porque, aunque Ladys llegó a sentir adoración
por su madre tenía en su mirada un hueco oscuro. Un lugar perdido donde
anidaba el resentimiento. Ladys acudía a todas las reuniones
familiares, pero su madre notaba en sus ojos que el hueco en donde
escondía el resentimiento, el que lo hacía irascible y taciturno, era
el de sus dos primeros años en los que la compasión sustituyó al amor.
Esos años perdidos en los que se escondía la huella de Lalo.
Con Lucía fue diferente. El embarazo de Lucía coincidió con el tiempo
en el que Nico ya sabía que la semana tenía siete días, que seis eran
de la mentira:
“Los rojos destruyeron la Patria. Quemaron iglesias, saquearon
conventos y asesinaron a personas indefensas”, y él asentía con la
cabeza ante la mirada atenta del cura que día tras día insistía en que
si estaba en ese colegio era para redimir su culpa. Porque su padre fue
rojo y él había tenido la suerte de encontrar a una persona buena que
se estaba preocupando por su educación. Nico asentía con una sonrisa en
la cara mientras repetía hacia sus adentros, flojito, para que nadie
pudiera oírle: “Todo es mentira, todo es mentira. Mi madre me quiere
mucho, mi padre fue el mejor hombre del mundo”.
Y sabía que el sábado era el día de la verdad. El sábado era el día de
la verdad, porque era el día que subía su madre. Y esperaba ilusionado
que llegara. No le importaba el sacrificio, seguir la corriente a los
curas, decir que odiaba a los rojos y que él sería un hombre de Dios,
porque sabía que todos los sábados llegaba la verdad:
“Cuéntame otra vez como construisteis la casa”. Y la Flory le repetía
las cualidades de su padre, le decía que no tenía nada suyo, que todo
su dinero, su trabajo y su tiempo estaba a disposición de los demás, le
hablaba de su generosidad y de la solidaridad. Lo hacía serenamente
mientras le acariciaba con sus dedos la cabeza que tenía apoyada en su
vientre. Y mientras él la abrazaba y la besaba, ella seguía diciendo
que lo que se da, se recibe, y que como Tinín daba a todos, como
había ayudado a muchas personas, una noche se juntaron todos y los
ayudaron a ellos. Los ayudaron a construir su casa.
Fue
diferente, porque la Flory supo desde el principio que sería la dueña
de su embarazo, sería dueña de hablar con la criatura que había
engendrado, sería dueña de modelarla, de darle vida a su antojo, de
transmitirle los sentimientos de la persona a la que tanto amaba.
Porque fue Tinín quien la cubrió. Mientras su marido sudaba, jadeaba y
se derramaba como un animal en celo, la Flory mantenía una sonrisa
dulce. No sentía el peso del cuerpo físico de Lalo encima de su
vientre, sentía una pluma suave que la acariciaba por las partes más
intimas de su cuerpo, que le susurraba frases tiernas al oído y la
lamía por dentro.
“Deposita tu semilla en mi vientre que yo haré
con ella lo que me dé la gana. La acogeré en mi seno, hablaré con ella
y desde este mismo instante dejará de ser tuya. El semen que penetra
por mi vagina dejará de ser rudo, agresivo, salvaje …, porque para mí
ya es dulce como la mirada de Tinín, es suave como el tacto de sus
dedos, es cariñoso, generoso, humano, es un ser que cuidaré a mi
antojo: una persona encantadora a quien adoraremos Tinín y yo”.
Por eso con Lucía fue fácil desde el primer momento. Lo que toda
mujer comparte con su esposo durante el embarazo ella lo compartió con
Nico. A él lo informó de su primera falta, a él le dijo que iba a tener
una hermana o un hermano, a él le dijo que, aunque Lalo había sido
quien puso la semilla, ella la había convertido en semilla de su padre,
porque en todo momento Tinín había estado presente a su lado con su
dulzura y su bondad: “Porque siempre que vengo a verte veo a tu padre
reflejado en tus ojos, hijo, y nunca puedo olvidarme de él”.
A él le dijo que la ayudara a compartir y disfrutar de su embarazo. A
él le dijo que posara su mano en su tripa para que con su contacto la
persona que estaba creciendo se le pareciese. A él le dijo que besara
su vientre, que abrazase fuerte su tripa cada vez más gorda, que
apoyara en ella su cabeza para escuchar los latidos de un corazón que
formará parte de nuestras vidas. A él le dijo que su hermana se
llamaría Lucía.
Y Nico desde el primer momento quiso a Lucía no solo como a una
hermana, sino también como un padre y vivió la vida de su hermana como
si fuese una forma de revivir la suya.
Todas las personas levantaron sus copas y escucharon expectantes la lectura de Nico:
La Flory se levantó y con los ojos humedecidos por lágrimas quietas dijo:
No dijo más, porque lo que estaba pensando le pertenecía solo a ella, era lo que la hacía sonreír, lo que celebraba el primer domingo de abril, lo que ocultaba a sus hijos aunque ella creía que poco a poco se lo iban adivinando: el día que terminaron su casa y cerraron la puerta esperando que llamaran los municipales. El día que Tinín le dijo que había construido un salón tan grande… “Porque primero tendremos hijos, después tendremos nietos y aquí nos juntaremos todos y brindaremos siempre por la libertad”.