20 - N

Nico descorchó una botella de champán. El ruido desencadenó una explosión de júbilo. Los aplausos se repitieron durante un largo rato y las personas que estaban en torno a la mesa se levantaron y compartieron abrazos y besos.
Nico repartió el champán en las copas de todos los presentes, se dirigió hacia la pared principal del salón y descolgó el cuadro donde estaba enmarcado su título de pediatría. Cuidadosamente, y ante la expectación de todos quitó el cartón que hacía de sujeción, enseñó el título concedido por el ministro de educación Manuel Lora-Tamayo Martín, en nombre de su Excelencia el Generalísimo,  y se dispuso a leer lo que en el dorso constaba.

 

 

 

 

El 20 de noviembre de 1.975 la Flory reunió en el gran salón de su casa de Manuel Becerra a sus hijos y a sus nietos.
Nico tenía treinta y nueve años, trabajaba en una clínica privada en el barrio de Salamanca y acompañado por su mujer y sus tres hijos ocupaban un lateral de la mesa. 
En el lateral opuesto estaba sentado Ladys; no lo acompañaba su mujer porque atravesaban un período de crisis. Pero sí lo acompañaban sus dos hijos, sentados cada uno a un lado suyo. Él fue quien heredó el despacho de su padre con su cartera de clientes. Lo trasladó a la calle de Diego de León, porque quiso darle un aire nuevo. Ladys acudía siempre a las reuniones familiares, pero participaba poco en las conversaciones, era reservado y parecía tener algo escondido en el fondo de su mente.
Lucía y su pareja, un amante con el que no había formalizado su relación, con una niña de solo seis meses, ocupaban un extremo de la mesa y una parte del lateral donde se encontraba Ladys. Hacía cuatro años que había terminado su carrera en la Facultad de Derecho y compartía con cinco compañeros un despacho de abogados laboralistas. Tenía muy buena relación con Nico, pero con Ladys se notaba una cierta tirantez, disimulada siempre en presencia de su madre.
La Flory ocupaba el extremo opuesto y presidía la mesa. Como siempre que reunía a sus hijos, estaba radiante. Era feliz rodeada de las personas a las que quería. Pero la felicidad de ese veinte de noviembre era aún mayor porque estaba unida a la esperanza.

La casa de Manuel Becerra tenía más de doscientos metros cuadrados. Eran dos pisos unidos. El que había hecho de notaría en vida de Lalo estaba totalmente remodelado. Los recibidores y los despachos habían desaparecido. Las paredes habían sido derruidas y todo él se convirtió en un enorme salón donde se expusieron los cuadros,  se acomodaron los armarios a las paredes, se juntaron las mesas haciendo una enorme, se acomodaron las sillas en torno a ella y se adecuaron las lámparas al diseño actual.  
Un gran salón de cien metros cuadrados que solo era utilizado en las grandes reuniones familiares. La Flory reunía a sus hijos en Navidad. Aunque dejó de ser practicante cuando llegó a Madrid y creyente cuando le arrebataron a Tinín, ella siempre guardaba en su corazón la fecha del veinticuatro de diciembre como la del reencuentro familiar. Se reunían también en todos los cumpleaños y se reunían también el primer domingo del mes de abril.
La reunión del primer domingo del mes de abril era una reunión especial que empezó tras la muerte de su marido. Ninguno de los hijos sabía a qué se debía, se lo habían preguntado todos alguna vez, pero ella siempre decía lo mismo: “Este es mi día”. Lo cierto es que, en efecto, debía de ser su día, porque la alegría de la Flory se reflejaba en el brillo de sus ojos: era su día.

Cuando murió Lalo, en mil novecientos sesenta y cinco, la Flory pensó en cambiar toda la decoración de su casa, pero sus hijos, sobre todo Nico, la convencieron de que no lo hiciera: “Si nos has educado para convivir con los hechos, no los vamos a destruir ahora”.
Lalo murió víctima de su mala vida. La bebida y las mujeres se la acortaron. Fiel a sus principios solo copuló con su mujer los períodos necesarios para que se quedase preñada. Fueron tres y los aprovechó con ahínco.  Durante ese tiempo dejó la bebida y dejó a las otras mujeres para concentrarse en la tarea que se había propuesto. Sus hijos tenían que ser sanos y por eso él en los periodos de fecundación debía estar limpio y robusto. La Flory estaba siempre a su disposición. Tenía que estarlo, porque esa era una de las condiciones del contrato: “Te abrirás de piernas cada vez que se me empine la polla”. Y solo se le empinaba cuando en su mente tenía la idea de engendrar un hijo. En esos días solo pensaba en copular. Daba igual la hora; hacía de semental y pensaba que la frecuencia era fundamental para que su mujer se quedase preñada. En esos períodos cerraba el despacho, daba instrucciones a su secretaria para aplazar todas las citas y no permitía ninguna visita. Se lo tomaba tan en serio que los días consistían en comer, follar y descansar.
El primero fue nada más casarse. Su luna de miel duró tres semanas y consistió en no salir de su casa. Ladys fue engendrado en el piso de Manuel Becerra, mientras todas sus amistades, incluido Lolo, pensaban que estaban de luna de miel recorriendo Europa.
Tras la semana de boda en Muelas del Valle, incluida la noche de la humillación, hicieron creer a todo el acompañamiento que iniciaban un viaje a Roma y París. Pero Lalo solo pensaba en una cosa: aprovechar la ausencia de su madre, que volvía a su retiro veraniego en Laredo, para consumar el dominio absoluto sobre su esposa.
Lalo quiso celebrar su noche de bodas en Muelas del Valle, en la casa de la Flory. Quiso dejar claro desde el principio ante todos los vecinos del pueblo que él era el nuevo gallo de la familia. Esa noche toda la casa estuvo a su disposición. Los padres y los hermanos de la Flory tuvieron que buscarse alojamiento en las casas de otros familiares. Ese fue el acuerdo al que llegó con su suegro durante los preparativos de la boda: “Todo el dinero del gasto correrá a mi cargo a cambio de que en la noche de bodas la casa este limpia, vacía y adecentada a mi disposición”.  
 
El segundo período de procreación fue tres años más tarde. En la primavera de mil novecientos cuarenta y dos Lalo pensó que ya era hora de tener una hija. Tardó tres años en pensarlo, porque fue el tiempo que necesitó para sobreponerse.
Con el nacimiento de Ladys el olor a caca se instaló en la casa. Se le unió la acidez de la leche recién vomitada y el desagradable aspecto de una mujer con la teta continuamente afuera y un niño colgando de ella. Lalo insistió en que fuese una nodriza quien amamantase a su hijo pero la Flory fue tajante: “Eso no está en el contrato. Querías una mujer para darte hijos, pues yo criaré a tus hijos”. Y se dedicó en cuerpo y alma a atender a Ladys pues enseguida se dio cuenta de que cuanta más atención prestaba a su hijo, menor era el interés de su marido hacia ella.
Para la Flory su pronto embarazo fue un alivio, porque, una vez confirmado, su marido desapareció de la cama. Huyó orgulloso del lecho conyugal para contar a todo el mundo sus expectativas de ser padre. El deseo obsesivo hacia su mujer desapareció, es más, no quiso volver a yacer con ella por temor a perder lo que había engendrado, y volvió a su vida mundana dando por terminado su período de austeridad.
Las ganas de tener otro hijo se le quitaron, como se le quitaron las ganas de estar en casa o las de acercarse y tocar a su mujer. Las noches se le hacían eternas, los lloros de Ladys y los brincos de la Flory para callarlo lo ponían furioso.
Huir del hogar fue su obsesión. Las copas en los locales de alterne olían a gloria, y las mujeres que las servían mantenían el encanto que le había cautivado siempre.
El tercer intento fue un fracaso. Un fracaso doloroso que lo llevó a apartarse definitivamente de su mujer. Repitió el mismo proceso: aislamiento del mundo y dedicación plena al acto de procrear. Pero esta vez el resultado no fue fructífero. La Flory se quedó embarazada pero, tras la primera falta, abortó. Comenzó para ella un calvario, un recorrido por clínicas y médicos que concluyó con la extirpación de sus ovarios. Para él fue el impulso definitivo que lo llevó a la cancelación de sus relaciones maritales. Una vez constatada la infertilidad de la Flory, su relación con ella no tenía ningún sentido. Además se había quedado mustia. Había enflaquecido y había perdido todo su encanto. Tenía ojeras y sus carnes se volvieron fláccidas. Nada lo atraía ya de su mujer. Además había otras mujeres que mantenían siempre su esplendor, siempre tenían la misma edad, la misma carne rosada y prieta, los mismos pechos tiesos y empinados mirando al cielo, -no como los de su mujer que miraban al suelo-, la misma sonrisa en su boca: eran mujeres eternamente jóvenes. Por eso la huida nocturna fue total y definitiva.
La bebida y las otras mujeres acortaron el tiempo de Lalo, pero quien más lo acortó fue su amigo. Su relación con Lolo fue distanciándose paulatinamente. Lo de la puta y la santa, que tantas veces habían comentado, fue imposible hacérselo cumplir. Lalo lo llevó a rajatabla. La Flory era su santa. La vio así desde el principio. Desde el día que la recogieron en la calle Monteleón la vio como la madre de sus hijos. Recogida, honesta, cariñosa, pueblerina, dedicada por completo al hogar y a la familia: la viva imagen de su madre.
En ella no tenía cabida el erotismo, la voluptuosidad era otra cosa, algo que solo estaba al alcance de las profesionales, de las mujeres que comerciaban con su cuerpo, porque sabían dónde se escondían los límites del placer, conocían los puntos secretos, las miradas, las poses, las caricias y los juegos que volvían locos a los hombres y que nada tenían que ver con su vida de familia. Así lo había vivido en su casa y había resultado perfecto. Su padre nunca dio explicaciones de cómo y con quién pasaba las noches. Su madre tenía todo lo que necesitaba: un círculo de amigas con quien compartía tertulias y compras, una criada que le hacia las tareas domésticas y todo el tiempo del mundo para educar a su hijo.
Desde el primer día puso todo su empeño en conseguirlo, pero la Flory se resistió, y cuanto más se resistía, más era su deseo. Se volvió loco cuando la vio con un mequetrefe. No podía admitir que una mujer así, eligiese tener hijos que vivirían en la penuria pudiendo elegir tenerlos para vivir con todos los caprichos del mundo.
Se lo hizo saber por las buenas. A veces bromeando, y otras veces en serio, le dijo que quería que fuese la madre de sus hijos. Se lo hizo saber a través de su primo y de su propia tía, pero la Flory fue terca y no solo lo rechazó, sino que alardeó de la compañía de otro hombre que no tenía ni oficio ni beneficio. Su mente se ofuscó por completo. El Rilaero era un donnadie, un muerto de hambre que le birlaba sus sueños. No comprendía que podía ver la Flory en él, porque, aparte de no tener ni un real, tampoco era más atractivo, y se desesperó cuando se enteró de que la Flory se había ido a vivir a su pensión.
Cuando la acorraló en el portal 27 de la calle de Goya solo pensaba en eso. En su mente solo había un deseo: adelantarse. Ser él el primero en engendrar un  hijo en su vientre. Pensaba que, una vez conseguido, todo sería fácil. ¿Cómo se iba a negar a casarse con él una mujer que llevase un hijo en sus entrañas? ¿Cómo iba a consentir su tía que anduviese por las calles de Madrid alardeando de barriga sin buscar una solución decente?
Lo planeó todo al milímetro: el recorrido, la hora, el portal... Y lo hubiese conseguido si no hubieran aparecido aquellos dos gigantes que lo humillaron y le hicieron vivir el momento más desagradable de toda su vida. Afortunadamente la guerra volvió a poner las cosas en su sitio y consiguió tener a su santa en casa y a todas las putas que le apetecieran a su disposición.
Pero su amigo no fue capaz de entender algo tan sencillo. Lo que para él era tan fácil, Lolo no supo llevarlo a la práctica. La comunista que dormía con él lo tenía tan atado que las copas y las juergas terminaban siempre a las diez de la noche. No hubo forma de convencerlo, no hubo forma de apartarlo de esa feminista descastada que tanto le repateaba. Ana sabía que su suerte estaba unida a la de su esposo, que si Lalo hacía algo para llevarla a ella a la cárcel, si la denunciaba, irremisiblemente Lolo la acompañaría. Lo supo desde el primer día, desde que lo vio entrar por el pasillo y lo recibió con el pañuelo rojo colgado de su cuello.
“Es que Ana es mi santa y mi puta al mismo tiempo”, se lo dijo cuando le hizo ver que ya nada sería como antes, que las noches de prostíbulos y juergas para él habían terminado, porque tenía que cumplir todas las noches en su cama.  Porque todas las noches eran de Ana. Así de clarito se lo dijo ella cuando se comprometieron: “Te daré todo, todo lo que te pueda dar cualquier mujer, pero seré la única o no lo seré”. Lolo se acomodó y su amigo no tuvo más remedio que entenderlo. Entendió que Lolo no podría escapar de la rutina, porque, independientemente del nivel de afecto que sintiese hacia Ana, él sabía que por encima de todo su amigo siempre había sido un cobarde.
El abandono de Lolo lo llevó a acumular en él las copas que antes se bebían entre los dos y el hígado sufrió las consecuencias. Lalo murió de cirrosis una noche invernal de diciembre antes de cumplir los sesenta años.
La vida de Lalo se acortó en la misma medida que se alargó el tiempo de la Flory que con cincuenta años recién cumplidos se quedó viuda convirtiéndose en una mujer libre, con una enorme fortuna, y feliz.
Tenía cuatro casas: la casa doble de Manuel Becerra, la casa de Hermosilla, que compraron para que la habitase la madre de Lalo cuando se casaron y donde estuvo hasta su muerte, y el lujoso chalet de Laredo. Pero su fortuna más grande, la que la hacía más feliz, fue haber mantenido unidos a sus tres hijos. A pesar de las humillaciones de Lalo ella supo distinguir la maldad de su marido de la inocencia de ellos.
Apagado su deseo el mismo día que supo que a su verdadero esposo le habían quitado la vida, aparcó su felicidad en el recuerdo: todas las noches venía Tinín a visitarla a la cama. Desde que se marchó al frente, desde que le clavó su diente y chupó su sangre, todas las noches el Rilaero la visitaba. La acariciaba con sus dedos de algodón, le pasaba la lengua por las partes más sensibles de su cuerpo, la penetraba y se desparramaba. Hasta en los días más negros, cuando Lalo la violaba, ella se ausentaba y su mente se iba con Tinín. Se agarraba a él para resistir, ante su violador ella aparecía ida, se abría de piernas y ofrecía un cuerpo muerto. Un cuerpo que era sobado, estrujado, aprisionado, roto y manchado, pero que ella mantenía  apartado de su ser. Desdoblada en cuerpo y mente, la Flory soportó su calvario. Un cuerpo muerto en una mente viva, porque en los momentos de mayor dolor era cuando más se agarraba a la imagen de Tinín y, como el resto de las noches, era él quien daba vida a su cuerpo en otra parte, era él quien le daba la calma, era él quien la relajaba para hacer menos dolorosa la humillación y era él quien mordía su pecho, quien la apretujaba hasta hacerle daño, y era él quien la penetraba y quien se derramaba.
Solo así pudo seguir viviendo, porque pronto supo que eran solo unos días, unas semanas, y que después sería dueña de su soledad.
Desde su encuentro con Nico, la Flory fue otra. Perdió el miedo a Lalo y supo lo que podía conseguir y lo que era imposible. Supo que iría al colegio a verlo cuando le diese la gana, pero que nunca podría tenerlo en su casa.
Contar a Nico, a sus seis años, la relación con Lalo y la existencia de un hermano fue muy difícil. Pero más difícil fue trasladárselo a Ladys. Fue complicado, porque primero tuvo que ser ella quien encontrase la relación con su hijo. Hasta que lloró abrazada a Nico. Hasta que sintió las manos de su hijo tirándole de los pelos solo tuvo uno. Ladys era de Lalo, el hijo engendrado a la fuerza, el hijo nunca deseado, el hijo que solo le servía para alejar a su marido del hogar, el que utilizaba dándole el pecho y cambiándole el pañal para que oliera mal la casa y Lalo saliese huyendo.
Pero cuando lloró todo lo que tenía almacenado, cuando las manos de su hijo le devolvieron la vida, fue cuando se dio cuenta de su poder. El poder de Lalo duraba un instante, el suyo duraría toda la vida. Se dio cuenta de que de Lalo fue solo un momento y de que de ella lo sería siempre. Tenía que quererlo ella para que él la quisiera. Para que la quisiera más que a Lalo. Tenía que recuperar todo el tiempo perdido, porque hasta entonces solo había sentido lástima y pena por él. Lo veía inocente, pero no podía quererlo, había algo en su pecho que le impedía amarlo.
 La Flory comenzó a querer a Ladys cuando se dio cuenta de que era suyo. Mientras tuvo en la cabeza que era de Lalo solo tuvo un sentimiento de lástima. Lo amamantaba con pena, porque mientras lo hacía se acordaba de los juegos que hacía con Nico. Darle de mamar era una satisfacción inmensa, desaparecía la dureza de sus pechos, no sentía el dolor que le hacía cuando la arañaba, perdonaba los pequeños pellizcos que le daba en su cuerpo a medida que iba encontrando el dominio de sus dedos, se lo recriminaba pero se los devolvía con besos, y Nico se reía y continuaba manoseando su pecho. Fluía la felicidad al ritmo que fluía su leche convirtiendo los ratos de lactancia en un manantial de dicha. 
Con Ladys no sentía nada, ni jugaba ni hacía pedorretas, porque, mientras estaba amamantándolo, estaba pensando en el verdadero, en el que sabía que era suyo, el que le habían robado: el que estaba escondido en un lugar que ella no sabía y que no podía vivir sin él.
Por eso, a pesar de que Ladys fue un alivio, no podía quererlo. Lo utilizaba para que su marido huyera del lecho: lo cambiaba al mínimo síntoma de olor, lo amantaba ante cualquier lloro y lo arrullaba y acariciaba si Lalo se hacía presente. Pero solo sentía lástima porque su mente estaba en otra parte. Cuando sacaba su teta era Nico quien chupaba, cuando limpiaba su culo veía el de Nico y cuando lo arrullaba era a él a quien buscaba.
A Ladys lo empezó a querer cuando Nico, tirándole de los pelos, la llamó mala. Entonces se dio cuenta de que era mejor el amor que la amargura, de que sus dos hijos eran hermanos y de que a ella le correspondía  lograr que ellos se quisieran, porque solo así podría vengarse de Lalo. Y por primera vez perdió todo su miedo.
No solo perdió el miedo, sino que pasó a ser ella la dominadora. Se dio cuenta de que Lalo solo tenía sobre ella el poder de forzarla cuando a él le viniera en gana y eso ya lo tenía asumido y superado. Las violaciones de Lalo, que tan dolorosas fueron al principio, se disiparon en ese instante. Se dio cuenta de que el pronto embarazo de Ladys, sus arcadas y sus vómitos contribuyeron a alejarlo temporalmente del lecho conyugal y le permitieron entrar en el mundo de sus sueños. Se dio cuenta de que las huidas nocturnas de su marido le regalaron un tiempo de soledad que no supo aprovechar para comprender que el poder que ella tenía era muy superior al de su esposo. Que el fruto que creció en su vientre  tenía que haber servido para asegurarse de que seguía siendo la dueña de sí misma.
Se dio cuenta de que mientras estuvo embarazada no tuvo que soportar las agresiones de Lalo, de que sentirlo crecer en su vientre le trajo los recuerdos del embarazo de Nico. Y sobre todo, se dio cuenta de que ella tenía el poder de hacer que sus hijos fuesen lo que quisiera y de que Ladys también era hijo suyo y tenía que quererlo.  
Cuando Nico, tirándole de los pelos, le llamó mala, descubrió que eran hermanos.
Por eso cuando prometió a Nico que volvería, que subiría a verlo todos los sábados, no solo supo que lo haría, sino que lo haría para unirlo con ella y con Ladys. Fue entonces cuando comenzó la ardua tarea de relacionarlos, de hablar al uno del otro, de ir sembrando sentimientos comunes y de recuperar el tiempo perdido.
Con el paso del tiempo lo conseguiría, pero siempre quedó un poso amargo en su vida. El único poso que enturbiaba su sonrisa, el del tiempo del amor perdido, porque, aunque Ladys llegó a sentir adoración por su madre tenía en su mirada un hueco oscuro. Un lugar perdido donde anidaba el resentimiento. Ladys acudía a todas las reuniones familiares, pero su madre notaba en sus ojos que el hueco en donde escondía el resentimiento, el que lo hacía irascible y taciturno, era el de sus dos primeros años en los que la compasión sustituyó al amor. Esos años perdidos en los que se escondía la huella de Lalo.
Con Lucía fue diferente. El embarazo de Lucía coincidió con el tiempo en el que Nico ya sabía que la semana tenía siete días, que seis eran de la mentira:
 “Los rojos destruyeron la Patria. Quemaron iglesias, saquearon conventos y asesinaron a personas indefensas”, y él asentía con la cabeza ante la mirada atenta del cura que día tras día insistía en que si estaba en ese colegio era para redimir su culpa. Porque su padre fue rojo y él había tenido la suerte de encontrar a una persona buena que se estaba preocupando por su educación. Nico asentía con una sonrisa en la cara mientras repetía hacia sus adentros, flojito, para que nadie pudiera oírle: “Todo es mentira, todo es mentira. Mi madre me quiere mucho, mi padre fue el mejor hombre del mundo”.
Y sabía que el sábado era el día de la verdad. El sábado era el día de la verdad, porque era el día que subía su madre. Y esperaba ilusionado que llegara. No le importaba el sacrificio, seguir la corriente a los curas, decir que odiaba a los rojos y que él sería un hombre de Dios, porque sabía que todos los sábados llegaba la verdad:
“Cuéntame otra vez como construisteis la casa”. Y la Flory le repetía las cualidades de su padre, le decía que no tenía nada suyo, que todo su dinero, su trabajo y su tiempo estaba a disposición de los demás, le hablaba de su generosidad y de la solidaridad. Lo hacía serenamente mientras le acariciaba con sus dedos la cabeza que tenía apoyada en su vientre. Y mientras él la abrazaba y la besaba, ella seguía diciendo que lo que se da,  se recibe, y que como Tinín daba a todos, como había ayudado a muchas personas, una noche se juntaron todos y los ayudaron a ellos. Los ayudaron a construir su casa. 

Fue diferente, porque la Flory supo desde el principio que sería la dueña de su embarazo, sería dueña de hablar con la criatura que había engendrado, sería dueña de modelarla, de darle vida a su antojo, de transmitirle los sentimientos de la persona a la que tanto amaba. Porque fue Tinín quien la cubrió. Mientras su marido sudaba, jadeaba y se derramaba como un animal en celo, la Flory mantenía una sonrisa dulce.  No sentía el peso del cuerpo físico de Lalo encima de su vientre, sentía una pluma suave que la acariciaba por las partes más intimas de su cuerpo, que le susurraba frases tiernas al oído y la lamía por dentro.
“Deposita tu semilla en mi vientre que yo haré con ella lo que me dé la gana. La acogeré en mi seno, hablaré con ella y desde este mismo instante dejará de ser tuya. El semen que penetra por mi vagina dejará de ser rudo, agresivo, salvaje …, porque para mí ya es dulce como la mirada de Tinín, es suave como el tacto de sus dedos, es cariñoso, generoso, humano, es un ser que cuidaré a mi antojo: una persona encantadora a quien adoraremos Tinín y yo”.
 Por eso con Lucía fue fácil desde el primer momento. Lo que toda mujer comparte con su esposo durante el embarazo ella lo compartió con Nico. A él lo informó de su primera falta, a él le dijo que iba a tener una hermana o un hermano, a él le dijo que, aunque Lalo había sido quien puso la semilla, ella la había convertido en semilla de su padre, porque en todo momento Tinín había estado presente a su lado con su dulzura y su bondad: “Porque siempre que vengo a verte veo a tu padre reflejado en tus ojos, hijo, y nunca puedo olvidarme de él”.
A él le dijo que la ayudara a compartir y disfrutar de su embarazo. A él le dijo que posara su mano en su tripa para que con su contacto la persona que estaba creciendo se le pareciese. A él le dijo que besara su vientre, que abrazase fuerte su tripa cada vez más gorda, que apoyara en ella su cabeza para escuchar los latidos de un corazón que formará parte de nuestras vidas. A él le dijo que su hermana se llamaría Lucía.
Y Nico desde el primer momento quiso a Lucía no solo como a una hermana, sino también como un padre y vivió la vida de su hermana como si fuese una forma de revivir la suya.

 

        

 

Todas las personas levantaron sus copas y escucharon expectantes la lectura de Nico:

 

La Flory se levantó y con los ojos humedecidos por lágrimas quietas dijo:

No dijo más, porque lo que estaba pensando le pertenecía solo a ella, era lo que la hacía sonreír, lo que celebraba el primer domingo de abril, lo que ocultaba a sus hijos aunque ella creía que poco a poco se lo iban adivinando: el día que terminaron su casa y cerraron la puerta esperando que llamaran los municipales. El día que Tinín le dijo que había  construido un salón tan grande… “Porque primero tendremos hijos, después tendremos nietos y aquí nos juntaremos todos y brindaremos siempre por la libertad”.