No fue fácil
El encuentro entre el Escritor y la Musa no fue nada fácil. Nunca se sabe con seguridad lo que hay en la mente de la otra persona. Menos aún si la relación se establece a través de una conexión virtual donde de antemano sabemos que siempre se oculta algo. Si tenemos dificultades para conocernos a nosotros mismos a pesar de vernos todos los días reflejados en el espejo, ¿cómo no vamos a tener dificultades para conocer a otra persona que aparece un día en un portal de Internet, que está condicionada por la parte de su vida ya vivida y, por más que lo intentemos, nunca podremos hacer de la pantalla del ordenador el espejo virtual donde nos gustaría ver reflejada su alma?
Para encontrarse tuvieron que recorrer un largo camino. Un camino repleto de curvas, valles, cuestas y vericuetos por los que otros hubiesen sucumbido. A ellos los salvó su tenacidad: su negativa a aceptar la derrota. La derrota hubiese sido perderlo todo. Para él, dejar la novela sin terminar. Para ella, quizá, perder su último tren. Ninguno de los dos podía aceptarlo. No podían perderlo todo por no haber luchado lo suficiente, por no haber tenido el coraje necesario para subir por esos caminos llenos de cuestas, por esas veredas estrechas llenas de maleza y por no haber sabido apartar las zarzas y los espinos para alcanzar la cima.
Las zarzas y los espinos dejan huellas: arañazos, heridas…, pero se curan. Solo la muerte no tiene reparación. Ellos lo sabían. Sabían que si no luchaban, la muerte de esa relación, que un día cogieron con los alfileres de Internet, era segura. En una relación virtual todo está unido con hilos más finos, con puntadas peor hilvanadas. Cualquier circunstancia puede llevar a la ruptura.
Quizá fuese esa consciencia de la dificultad lo que los hizo más fuertes. El saber que todo se podía arruinar en un instante los hizo más respetuosos, más delicados, más cuidadosos el uno con el otro. Los obligó a pensar mucho lo que se querían decir antes de escribir las frases. A tomar cada uno sus decisiones pensando siempre en no irritar demasiado al otro.
Los sentimientos no se pueden dominar, ni llevarlos por un camino en línea recta, pero se puede reflexionar sobre ellos. Los estados emocionales cambian y juegan un papel determinante en las relaciones personales, pero también se puede pensar sobre ellos. El pasado condiciona el futuro, pero la raya que los delimita no es estática, no se queda quieta un momento. Habían acordado mantener oculto su pasado, pero en ese mismo instante, en el instante del pacto, ya empezaron a tener un pasado común. Un pasado que ya no podían ocultarse, porque era compartido. Y ese nuevo pasado, el que fue surgiendo de forma compartida, también condicionaba su futuro.
Para el Escritor el encuentro en Internet con la Musa fue todo un descubrimiento. Nunca había pensado que pudiera introducirse en el mundo virtual. Lo tangible había condicionado su actividad literaria. Su mesa de trabajo estaba siempre rodeada de libros, diccionarios, folios revueltos: recopilatorios que solo él era capaz de ordenar. Cuando estaba todo descolocado, cuando parecía que nadie podía poner orden en aquel desaguisado, era cuando sus neuronas empezaban a funcionar y a colocar cada frase en su sitio. Entonces desaparecían los tachados y las anotaciones y fluían en su mente las ideas ordenadas.
Sus dedos se posaban en el teclado del ordenador a un ritmo frenético porque tenían que seguir el que marcaban sus pensamientos y eso, a veces, no era nada fácil. Cuando había trasladado todos los folios desparramados por la mesa al disco duro del ordenador, los rompía y se quedaba tranquilo. Su tranquilidad era el síntoma de que estaba satisfecho con su trabajo.
La Musa, en cambio, parecía moverse por la red como una profesional del mundo ficticio. Como si estuviese acostumbrada a la vida virtual. Desde el principio tuvo la sensación de que lo que para él era nuevo, para ella, formaba parte de su realidad. La naturalidad con que le transcribía sus pensamientos, la rapidez con la que contestaba a sus preguntas, las evasivas que a veces le daba; le hicieron creer que ella pertenecía a un mundo distinto. Un mundo que lo asustaba al mismo tiempo que lo atraía de manera inusitada.
Primero fueron las dudas. Las dudas en una relación virtual son inevitables. Comienzas dudando de ti, dudas a la hora de aceptar las condiciones y no sabes qué perfil ponerte, te sorprende la inmediatez: “S-E O-F-R-E-C-E M-U-S-A P-E-R-O E-X-I-G-E G-A-R-A-N-T-I-A-S”. “¿Garantías de qué?”. “De que seas escritor. De que seas hombre”. Y al dudar de ti, dudas también de tu interlocutora: “Entonces tú también tendrás que darme garantías”. “Las musas no tenemos que dar garantías, somos etéreas”. Y entras en el mundo de la urgencia, no sabes hasta qué punto debes mostrar tu verdadera personalidad, porque tampoco sabes hasta qué punto la está mostrando ella. Tienes que configurar un perfil rápido y te sientes en desventaja, porque ella ya lo tiene configurado: “Las normas las pongo yo”. “Bueno, a ver si las puedo aceptar”. “La primera es la sinceridad”. “Pero compartida”. “De acuerdo”. “¿Habrá un margen?”. “Bueno, podemos aceptar un margen en lo superfluo”. ¿Qué es lo superfluo?”. “Lo superfluo puede ser la edad, la fisonomía, los gustos…”
Dudas y te pones nervioso: “Yo ya he empezado con esos márgenes”. “O sea que ya me has engañado”. “Solo lo tolerable”. Y le sigues la corriente, la que te va marcando el ritmo de las frases que van apareciendo en tu ordenador. Y te metes en un mundo nuevo, un mundo que va a otra velocidad, una velocidad que te va marcando la otra persona, o quizá tampoco sea la otra persona, sean las circunstancias: el haber dado el sí a una nueva forma de relación.
Dudas, pero la curiosidad te domina. La curiosidad aparece sin llamarla, porque una vez abierto el grifo de lo desconocido aparece una corriente misteriosa que te impide cerrarlo: “La segunda norma es la privacidad, no darnos a conocer”. “Desde el momento en que hemos conectado hemos empezado a conocernos”. “Quiero decir físicamente”. “¿Por qué vamos a eliminar esa posibilidad?”. “Porque es la forma de que funcionen bien las cosas con las musas”. Discrepas por primera vez, la curiosidad te pica y buscas una alternativa: “Si me enseñas el alma no puedes negarte a enseñarme tu cuerpo”. “Entonces para ti es imprescindible conocernos”. Y peleas por ella al mismo tiempo que buscas un resquicio: “Tampoco es eso, lo imprescindible es dejar abierta la posibilidad”. “¿Y si no acepto?”. Te pones por primera vez duro: “Te despediré como musa”. “No te pongas así…,¿lo dejamos abierto?”. Y aceptas el acuerdo a regañadientes.
Tus dudas se disipan al tiempo que se instala la confianza: “Espero que no te molesten las correcciones ortográficas. He corregido sólo en función de mis cortos conocimientos”. “A veces escribo más deprisa de lo que debería para poder centrarme en una correcta redacción y en seguir las reglas precisas de estilo, pero es que mi cerebro va un punto más deprisa que mis manos en el teclado y pienso que me voy a olvidar pensamientos y frases decisivas. Entonces imprimo un ritmo tan rápido a mis dedos que cometo errores garrafales”. “En todo caso siempre tendrás tiempo para un repaso final. A mí mándame lo que escribas en el mismo momento, pues estoy impaciente por tener el contenido global de la historia”. “No te preocupes que tengo ya dispuesto el programa para mandarte en el acto lo que escribo”. “Siendo sincera he de decirte que creo que corres demasiado riesgo. No nos conocemos apenas. Yo podría utilizar en beneficio propio lo que me estás contando”. “¿Lo harías?”. “No, pero podría”. “Tampoco creas que soy tan incauto. Tengo confianza, sí, y, a medida que pasan los días y te vas convirtiendo en mi musa real, aumenta mi confianza en ti, pero no soy tan tonto como para no tomar ciertas garantías de que sea difícil plagiarme. En principio tengo registrado un proyecto de novela en donde recojo los rasgos principales”. “¿Nuestros chateos también?”. “Esos no. En todo caso nuestros chateos son comunes, y el riesgo de que tú puedas utilizarlos en beneficio propio es el mismo que puedes sufrir tú si yo los utilizo en beneficio mío”. “En eso tienes razón”. “Nuestros chateos son nuestros. Si en algún momento llegasen a ser parte de la historia los derechos tendrían que ser compartidos”. “Entonces además de musa voy a ser escritora con derechos de propiedad”. “Puede ser, pero lo decidiremos al final”.
Luego llegaron los halagos. Halagos por ambas partes, porque los dos creyeron que así fortalecerían mutuamente sus expectativas. Y las expectativas del Escritor eran enormes, se le abrió una puerta cuando creía que todas estaban cerradas. La Musa puso orden en el revoltijo de ideas que tenía en la cabeza y él se lo agradeció con mimos: “Eres una musa genial, has puesto orden en mis pensamientos, me has aclarado”. Y le hizo el mejor regalo: depositó en ella toda su confianza y recogió en el texto sus aportaciones. “Puedes buscar los orígenes de Muelas del Valle y lo que encuentres lo añadiré en cursiva al capítulo para que el lector se dé cuenta de que es tuyo”. Y aunque ella le replicó: “Dijiste que lo de la propiedad lo decidiríamos al final”. Él concluyó tajantemente: “Pues lo de Muelas lo decidimos ahora: será de los dos”.
Él también se sentía halagado: “Tu historia me gusta, me gusta que sean historias de mujeres”. Y los halagos le subían la moral, lo sumían en un estado eufórico que él aprovechaba para avanzar en su escritura. Y al hilo de las frases bonitas que se escribían en forma de halagos aparecieron otras que poco a poco fueron reflejando su intimidad. La intimidad compartida, porque al tiempo que él escribía: “Mujeres transparentes, hombres opacos”. Ella le respondía: “No creo que todos los hombres seáis iguales; tú me pareces distinto”. “A lo mejor es que los hombres nos vemos a nosotros mismos como iguales, mientras que a las mujeres os vemos diferentes, y por el contrario las mujeres os veis a vosotras más iguales y a nosotros más diferentes”. “Yo veo también diferentes a las mujeres”. “Entonces será apreciación mía. O a lo mejor es que soy también un poco mujer”. “Todas las personas somos un poco del sexo opuesto, o al menos eso dicen quienes saben de psicología”.
Halagos, agradecimientos, ternura… potenciaban la creatividad del Escritor: “¡Que suerte chatear contigo!”. “¿Qué suerte por qué?”. “Porque no es lo mismo chatear que hablar”. “¿Qué diferencia hay?”. “Al chatear, tus comentarios quedan escritos. Solo tengo que copiarlos y pegarlos. En cambio en la conversación tus frases quedarían en el aire, después tendría que recordarlas y tal vez no las recordase como me las dijiste al principio, o tal vez no recordase todas”.
Intimaron y compartieron sus pensamientos: “Si se te ocurre algún párrafo escríbemelo”. “A ver qué te parece esta idea sobre Muelas: tiene que ser un pueblo de hondonadas y valles, ha de correr un río en torno al cual los cánticos de los pájaros susurraran al dormir tranquilo de unas personas marcadas por el esfuerzo y el trabajo”.
Y, a medida que iban mezclando sus ideas y dando vida a su novela, el Escritor se sentía más atrapado. Cada día pasaba más tiempo conectado, copiaba y guardaba las opiniones de la Musa para después trabajarlas en su intimidad, incluía alguno de sus párrafos, desarrollaba sus ideas y se sentía identificado con ellas.
En su soledad releía lo que le había escrito buscando síntomas de complicidad, porque él se daba cuenta de que cada vez estaba más atraído por esa persona que al otro lado de su pantalla, en un lugar del mundo que aún desconocía, le enseñaba su alma al mismo tiempo que le ocultaba su rostro. Y al tiempo que se incrementaba el cariño y la confianza, iba apareciendo el deseo. Un deseo obsesivo de ver ese cuerpo físico, conocer sus dimensiones, observar el color de sus ojos, disfrutar del tacto de su piel, conocer el sonido de su voz para identificarlo con las frases que le escribía, oler su pelo, comparar la estatura de ella con la suya, descubrir sus muecas, sus guiños: ver en su rostro dibujada la verdad y la ironía.
Por eso la impaciencia apareció pronto, “Dime al menos el lugar donde vives”. “La ciudad donde vivo está abierta al mar”. “¿Al Mediterráneo?”. “Sí, la más grande”. “¡Barcelona!, entonces estamos a solo dos horas y media de distancia”. “Sí, pero te recuerdo la norma”. “La norma quedó abierta, en algún momento la tendremos que revisar”. “Yo creo que estamos bien así”. “Pues yo creo que no, ya es hora de conocernos, de contrastar la realidad con lo imaginado”. “O de disfrutar de la fantasía...”
Pero el Escritor había sacado ya todo el jugo a la fantasía. Se la había imaginado con mil caras diferentes y todas le gustaban. La mayor parte de las veces se la imaginaba bella, en el esplendor de la vida, se encendía y aparecía un deseo de tocar su piel y de besar sus labios que lo abrasaba por dentro. Se atormentaba y se daba cuenta de que no podía seguir así, entonces cambiaba, intentaba imaginársela mayor y fea con el fin de matar su pasión, pero no lo conseguía: siempre encontraba alguna parte que le gustaba tocar. Siempre encontraba una sonrisa pícara que lo desarmaba. Se imaginaba en ella cuerpos distintos y ninguno rechazaba. Había observado los movimientos que podría hacer con ellos y todos lo excitaban.
El Escritor estaba obsesionado con la Musa y sus pensamientos no se apartaban de ella ni de día ni de noche. Había intentado saborear el jugo de su boca y siempre había sentido un escalofrío interior, porque el sabor inconcreto que se deshacía en su paladar le calmaba la sed y lo dulcificaba por dentro. Olía entre sueños sus perfumes imaginados y todos lo embriagaban. Había forzado a su imaginación para rebuscarla en cuerpos repulsivos. Se la había imaginado tullida, malvada y traidora…, incluso se la había imaginado inapetente hacia los hombres, pero siempre encontraba entre las líneas que aparecían sistemáticamente en su ordenador un algo que lo atraía, que le hacía cambiar el gesto de su cara, que lo obligaba a concentrarse en la cara más dulce del amor, a deshacerse en sueños y a obsesionarse con tocarla y poseerla.
Conocer personalmente a la Musa se convirtió en una obsesión para el Escritor. Una obsesión contradictoria, porque, aunque deseaba encontrarse con ella, desvelar los secretos de su cuerpo, confirmar lo que imaginaba de su alma a través de sus ojos, no quería perder por una metedura de pata inoportuna lo que había logrado. Tenía que diseñar una estrategia que le permitiera seguir disfrutando de sus contactos virtuales, de sus fantasías eróticas y al mismo tiempo hacerle llegar su disgusto por no complacerlo en sus peticiones de encuentro.
Lo primero que hizo fue poner distancia entre lo que realmente sentía y lo que transmitía en sus manifestaciones; introdujo una dosis de frialdad en sus comentarios. El tono de confianza y de cariño que acompañó a sus contactos diarios al principio y que fue in crescendo con el paso del tiempo primero se estacionó; después, poco a poco y de manera apenas perceptible, fue disminuyendo de intensidad. El efecto no fue inmediato; tuvieron que pasar más de quince días para que la Musa percibiese que algo estaba pasando e hiciese el primer comentario: “¿Te pasa algo?”. “¿Por qué lo dices?”. “Te noto apagado. No veo en ti el entusiasmo que notaba tan solo hace unas fechas”. “Suposiciones tuyas”.
El desdén fue el segundo paso. Dejó de halagarla, se mostró más indiferente: “Algo te pasa, has cambiado, no pareces el mismo”. “Serán apreciaciones tuyas”. “No, estás más distante”. “Eso se puede arreglar fácilmente. Tú sabes cómo”. “Ya, ya sé a qué se debe tu enfurruñamiento”. “Bueno, algo triste sí estoy, pero no quiero que te preocupes, me das más de lo que nadie me ha dado”. “Ten paciencia, dame tiempo”.
¡Paciencia y tiempo! Quería tener paciencia y no agobiarse con el tiempo. Buscó la racionalidad, quiso pensar que se tendría que encontrar satisfecho con lo que le estaba aportando. Le había abierto las puertas a la escritura, lo había convertido en un escritor nuevo. Su chispa estaba apagada y ella se la había encendido. Eso tenía que ser suficiente y él tenía que estar contento y agradecido. No solo tenía que estarlo, sino que además tenía que hacérselo ver.
Razonaba sobre lo que la Musa le aportaba, buscaba la parte positiva de su relación e intentaba apagar su deseo pero le resultaba imposible. Su mente dictaba una cosa y su cuerpo le pedía otra. “¿Por qué me pides paciencia, por qué dices que te dé tiempo? ¿Qué te pasa?”. “No me pasa nada, solo que yo estoy mentalizada para que nuestra relación sea desde lo imaginario”. “Pero en algún momento se podrá cambiar”. “Estamos en un mundo de fantasía y si nos salimos de él se romperá todo el hechizo”. “¿Pero a ti te gustan los hombres? Y perdóname si te he molestado con mi pregunta”. “Uf, no me molesta, te entiendo. Me gustan los hombres. Tú me gustas. Tú me haces feliz así, desde la distancia. Me haces feliz porque me haces soñar”. “Pero yo quiero verte”, “Paciencia. Ten un poco más de paciencia, por favor”.
Tuvo más paciencia. Pudo controlarse mientras fluía fácilmente su historia. Mantenía el distanciamiento con la Musa con enormes propuestas de trabajo: “Puedes investigar sobre la lucha de las mujeres por conseguir el voto”. Y le sugirió que leyera el libro de Clara Campoamor: El voto femenino y yo. “También puedes investigar sobre la situación de la CNT en las fechas previas a la guerra”. Y le sugirió que buscase en Internet sus orígenes, su participación en el gobierno del Frente Popular y en la defensa de la República. Por último cuando su historia entró en el laberinto de la guerra y él en el suyo propio: en el laberinto de su ofuscación y de su desesperanza, fue cuando le propuso la lectura de La guerra civil española de Hugh Thomas. “Son dos tomos muy grandes. De mil y pico páginas cada uno. Pero si te atreves con ellos, podrían ser interesantes para el desarrollo de nuestra historia”.
La Musa nunca protestó, es más, se entusiasmó con cada una de las lecturas que le proponía y mantenía intacta su ilusión y sus respuestas inmediatas. La lectura del libro de Clara Campoamor le sugería frases que ponía ilusionada en boca de la Flory. Encontró en los orígenes de la CNT el gremio donde podría haber participado el Rilaero. Se leyó los miles de páginas de Hugh Tomas aportando datos de dónde podía haber luchado y muerto Tinín. Aportó sugerencias, ideas sobre la lucha y la desesperación de dos personas atrapadas en una guerra sin sentido, aportó tanto que podría haber alargado de forma considerable los capítulos sobre esa parte de la historia. Pero él quiso pasar rápido por el camino del dolor para centrarse en cómo la traición de unos pocos condicionó la vida cotidiana de todos.
Fueron dos los caminos que lo llevaron al enfado, a un enfado que trató de controlar, pero que al final estalló. Fue un estallido duro en el que ambos vieron el final. Él siguió con la estrategia de tirar y aflojar, de levantar el tono para volver a bajarlo. Lanzar acusaciones para inmediatamente pedir las disculpas oportunas. Pedir, exigir y echarse hacia atrás. Avanzar y retroceder hasta encontrarse. Pero el precipicio llegó y los dos lo vieron.
El primer camino que propició su enfado fue el del acomodo. Su estrategia de distanciamiento no dio resultado, porque a su malestar calculado respondió la Musa con la resignación. Ella también bajó el tono de sus emociones y se instalaron en un tiempo de rutina, donde la novela avanzaba, pero ellos se estacionaban. El trabajo los sumió en un estado plano.
Una situación que comenzó a atormentar al Escritor. Se daba cuenta de que retrocedía en sus posibilidades de verla, de que su relación con ella no avanzaba al mismo ritmo que la historia y poco a poco el tormento fue dando paso a la depresión. La incomprensión fue apareciendo en los comentarios ajenos a la novela que habitualmente hacían en sus encuentros. Lo que al principio fue curiosidad, comprensión, confianza y dulzura, se fue convirtiendo en resentimiento, en amargor, en desdén. Él lo notaba y cuanto más lo notaba más caía en el pozo de la depresión.
Lo ponía furioso el que ella permaneciese impasible. A su frialdad, él respondía con más frialdad; a su aislamiento en la trama, respondía con sumisión. No entendía por qué no reaccionaba, cómo podía permanecer callada ante el ostracismo en el que ahora la colocaba. Apenas introducía en la novela algo de lo que ella ahora le enviaba.
El otro camino, el definitivo, el que propició el estallido final fue el del desenlace.
Todo trascurrió de forma controlada mientras la mente del Escritor estuvo serena, pero cuando se ofuscó, cuando se acercó al desenlace, se nublo su inspiración y todo cambió. Se volvió irascible, parco en frases. Siempre repetitivo. “No lo veo, no lo veo”. La Musa le decía que volviese a la playa, que recordase el encuentro, que se fijase en sus pechos, pero él, cuando entraba en ese estado, se desesperaba. “No lo veo, no lo veo”. “Vuelve, vuelve a la playa”.
Todo se juntó. Su estado de ánimo, su falta de inspiración. “Reacciona, tienes que reaccionar”. “Solo puedo reaccionar tocándote, oliéndote”. “Cuando termines la historia de la Flory, reconsideraré el vernos”. “Quieres decir que aceptarás vernos”. “Quiero decir que lo pensaré”.
Dejar la puerta abierta, tener la posibilidad de encontrarse con la Musa fue un resquicio que lo llevó otra vez a la playa y pudo encontrarse nuevamente con esa mujer admirable. Esta vez no la miró a los ojos. Se dio cuenta de que sus ojos ya se lo habían dicho todo, que se habían hecho cómplices. La miró directamente a los pechos y los vio caídos y decrépitos. Miró sin rubor ninguno y entonces fue cuando lo vio y sufrió un desgarro en sus entrañas.
La mujer mayor, que paseaba sin complejos con sus tetas al aire, hizo un movimiento extraño. Con una mano se rascó la parte de su pecho más íntima, la que estaba tapada, y al hacerlo la teta caída se elevó, se levantó, dio un respingo y se torció un poco para dejar descubierta una herida. Una cicatriz pequeña, que pasó inadvertida durante todos sus recuerdos, pero que llegó a última hora para poner fin a la historia: “Mala, mala, mala…”
Al Escritor le costó mucho trabajo entenderlo. Era una herida compleja, contradictoria, dulce y dolorosa al mismo tiempo. Escondía dolor y escondía gozo. Entonces vio que, al tiempo que Nico le tiraba de los pelos y le llamaba mala, ella gozaba. Y al tiempo que las lágrimas cubrían sus ojos, su alma se llenaba de felicidad.
Un tirón de pelos que proporcionaba un placer inmenso: ese era el final. El Escritor lo supo. Supo que era el final de la historia y se hundió. Se quedó vacío y cayó en el pozo de la nada.
Buscó refugio en los brazos de la Musa, le pasó el desenlace apresuradamente esperando que lo devolviese a la vida y pensó que sería la puerta que propiciase su encuentro. Pero cuando creyó que todo podía volver a la normalidad y que por fin podría esconder su cabeza en su pecho, fue cuando ella estalló:
Y el Escritor no pudo aguantar por más tiempo su petición:
Y la Musa solo pudo responder con otra recíproca.
Era lo que quería ver escrito en su ordenador el Escritor, la Musa le daba entrada, vio una puerta abierta y se dispuso a pasarla con la sensación de que ya no habría marcha atrás.