Encuentro
Un hombre con
gabardina, con pelo largo y ondulado, entrecano, de estatura media
tirando a alto y con un paraguas en la mano, bordeó el teatro Español y
bajó por la calle Manuel Fernández, miró a su izquierda y entró en un
local pintoresco.
Entrar en el café-bar fue un alivio para el
Escritor. Era un sitio antiguo que inmediatamente te transportaba a un
pasado en que el tiempo transcurría más despacio. Ya en su fachada se
podía observar el esplendor del Madrid de hacía, al menos, un par de
siglos. Toda ella estaba alicatada con azulejos de un reducido tamaño
que componían diminutas figuras de todo tipo. En su
perfecto entramado se podía distinguir la cara angélica de un niño con
alas y la lengua bífida de un dragón retorcido. Vinos, comidas,
refrescos y café: eran las letras, pinceladas en el entramado de
azulejos, las que reclamaban la visita de los transeúntes. Un entramado
de azulejos que daban formas a diferentes cenefas y que en el centro de
la fachada, en un lugar reservado para la eternidad y bordeado de
azulejos blanquiazules de reducidísimo tamaño que hacían de marco, se
divisaba majestuosamente La Cibeles.
Una puerta de madera lujosa invitaba a buscar en su interior la paz que
el Escritor necesitaba. A cuatro pasos de la puerta, una barra de
mármol, con espacios cubiertos por cristaleras que protegían las tapas
y los aperitivos, ocupaba todo el largo del local. La grifería era
dorada y una decena de taburetes tapizados en rojo ofrecían asiento
para dar satisfacción al gusto por la comida y la bebida. El Escritor
no se sentó. A pesar de sus años y de su experiencia estaba un poco
nervioso y trataba de combatirlo con pasos cortos alrededor de un
taburete. El ambiente era cálido y contrastaba con el frío que hacía en
la calle. En la pared principal, haciéndose sitio entre las
estanterías, que estaban repletas de botellas antiguas con todo tipo de
bebidas, se contemplaba un hermoso reloj de pared. Estaba encerrado en
un marco de madera tallada que reflejaba el arte y la paciencia de unas
personas de otra época. Los números que marcaban las horas eran grandes
y dejaban poco espacio entre ellos. Parecía como si lo único importante
del tiempo fueran las horas y el resto fuese un añadido para
disfrutarlo en tertulias sin ninguna prisa. El péndulo zigzagueaba sin
apenas ser oído porque lo hacía con la suavidad del andar de un
gato. Mirar al reloj fue lo primero que hizo el Escritor. Debían
de ser cerca de las ocho y en efecto solo faltaban cinco minutos para
que las manillas del reloj marcasen esa hora. Respiró hondamente y
pidió una cerveza.
Apenas había dado tres sorbos cuando oyó que la puerta se abría y vio
que una mujer entraba. Lo vio a través del espejo que tenía a su
izquierda. Si había algo grandioso en el local eran los espejos. Uno
ocupaba casi toda la pared de la izquierda y había otro más reducido a
la derecha. Todas las paredes del local tenían un zócalo de
pequeñísimos azulejos parecidos a los de la fachada y con figuras en
sintonía con las de la calle. En la parte de la derecha, justo enfrente
de la puerta de entrada, se podía apreciar un habitáculo interior con
mesitas y sillas para acomodarse. Se accedía por una escalera
custodiada por dos columnas de madera labrada y tapada, en parte, por
una enorme cortina roja de terciopelo. El techado era de madera con
unos enormes machones que sujetaban el entablillado y que estaban tallados en forma de capiteles con figuras humanas un tanto desproporcionadas.
Del centro del techo colgaba una enorme lámpara de cristal
soberbiamente tallada. El árbol formado por varios elementos modulares
combinaba entre sí el cristal hueco soplado y una enorme varilla
metálica que sujetaba las cazoletas y soportaba los brazos de luz y
cayados. Su grandeza se completaba con numerosos colgantes como
lágrimas, pinjantes, bolas o piñas que realzaban su belleza y que al
verse reflejada en las dos grandes cristaleras parecía multiplicarse.
Fue por el espejo de la izquierda por donde vio entrar a una mujer que
tenía que ser ella. No era la primera vez que a través del espejo
miraba a la puerta. En el breve tiempo en que dio los tres sorbos había
mirado más de cuatro veces: unas porque oía el ruido y otras porque se
lo imaginaba. Pero las veces anteriores el resultado fue negativo, dos
veces la persona que entraba era hombre. Una vez creyó oír un ruido y
no fue de la puerta sino de un cliente que estaba sentado y movió la
silla; y otra vez la persona que entró, aunque era mujer, venía
acompañada.
Pero ahora era mujer, venía sola y tenía que ser ella. El Escritor giró
su cabeza y vio a una mujer muy bella. Vestía un abrigo ceñido y
un gorro llamativo cubría su cabeza. La vio entrar y siguió con su
mirada sus primeros pasos. Una vez que estuvo dentro, su mirada se
clavó en sus ojos. Eran luminosos a pesar de ser castaños. Siempre
había pensado que la claridad de los ojos estaba ligada al color azul o
al verdoso, pero ahora, al comprobar la luz de esos ojos, con sus tonos
intensos y un brillo cegador entre sus diferentes vetas, supo que la
claridad es el reflejo de un estado interior. Y el estado interior que
observó en ella lo llenó de gozo.
Mantuvo unos segundos su mirada e inmediatamente la dirigió hacia el
reloj. Eran las ocho en punto de la tarde. Volvió otra vez a mirarla a
los ojos y aguantó su mirada un instante. Se dio cuenta de cómo ella
también fijó sus ojos en él y de cómo, tras unos breves segundos, su
mirada se apartó de él en busca del reloj. Los ojos de él volvieron a
dirigirse al reloj y después volvieron a juntarse con los de ella.
Tres veces la mirada del Escritor recorrió el camino desde los ojos de
la mujer que acababa de entrar al reloj. Tres veces la mirada de la
mujer que acababa de entrar hizo el mismo recorrido. En este breve
lapso de tiempo la mujer avanzó y se situó en un punto próximo a donde
se encontraba el Escritor.
Sin decirse más y sin dejar de mirarse fueron acercándose. Primero se cogieron las manos. Después las de él, se acercaron a su cara para acariciarla, y las de ella, se elevaron también hasta posarse en la suya. Cuando las yemas de sus dedos rozaron por primera vez la piel del otro, ambos respiraron profundamente y acercaron sus labios. Estaban igual de entreabiertos. Lo justo para que apareciese las puntas de sus lenguas y se rozaran. Se olieron por primera vez y descansaron en un profundo abrazo.
Salieron agarrados de la mano y
jugueteando con sus dedos. Se acariciaban sus yemas como se lo habían
imaginado antes al acariciar las teclas del ordenador. El Escritor
estaba tranquilo y satisfecho de que el cosquilleo que subía por su
cuerpo lo atrapase como a un adolescente. Habían desaparecido los
nervios y las dudas. La calidez de la mirada de la Musa y la sonrisa
que le dedicó, al mismo tiempo que pronunciaba su frase de
reconocimiento, disiparon todos sus recelos. La presión que la mano de
ella ejercía sobre la suya le transmitía la seguridad de que ella se
sentía a gusto con la cita. Atrás quedó la resistencia que desde el
inicio opuso a su encuentro y la incomprensión que le ocasionó.
Entraron despacio en la plaza de Santa Ana y aunque era un día gélido,
sus manos estaban calientes. Él lo notaba cuando ella le rozaba la
protuberancia de sus venas con las yemas de sus dedos o cuando le
apretaba la mano con toda su fuerza. Notó el calor interior de su
cuerpo, que se acrecentó cuando ella, atrayéndolo hacia sí, posó la
cabeza en su hombro. Se pararon ante una estatua: “Madrid a Federico
García Lorca”, leyó el Escritor. Las palomas aplaudieron su
lectura aleteando y levantaron el vuelo haciéndoles un arco.
¡Luminosidad, mucha luminosidad! Hacía más de una hora que había
anochecido, pero la plaza de Santa Ana estaba más luminosa que nunca.
Se pararon otra vez, ahora ante la estatua de Calderón de la Barca y
las palomas siguieron revoloteando a su alrededor. Cuando levantaron su
vista observaron ante sí un hotel grandioso. Su fachada ocupaba todo un
lateral de la plaza. Fugazmente contaron cinco plantas, un ático
y un torreón que se elevaba majestuosamente hacia el cielo y destacaba
por sus enormes ventanales. Todos estaban tan iluminados que daba la
sensación de ser todo el edificio una enorme bombilla que irradiaba luz
a toda la plaza. Una luz que se complementaba armoniosamente con la que
proporcionaba el teatro Español y con la de las farolas, perfectamente
alineadas, para conseguir el milagro de que nunca fuese de noche en la
plaza de Santa Ana.
Cuando entraron en el hotel se dieron cuenta de que la bombilla
que antes parecía estar en el interior del edificio era una suma
interminable de lámparas incrustadas en las paredes. Sin soltar la mano
del Escritor, la Musa le fue indicando el camino. Cruzaron el hall de
recepción, subieron en un ascensor hasta la sexta planta y recorrieron
un corto pasillo al ritmo de las luces que se iban encendiendo a su
paso y entraron en una habitación espectacular.
Cuando la Musa introdujo su tarjeta y la puerta se abrió un inmenso
hall les recibió. Era un salón muy amplio con una luminosidad
exagerada. Tenía un tresillo con una mesita baja que invitaba a la
relajación, una puerta cerrada… un escritorio con una silla
con tres puertas de acceso. Apareció una habitación
circular con una cama inmensa. El Escritor la observó minuciosamente y
cerró la puerta.
Una
puerta que no volvió a abrirse hasta la tarde del día siguiente. Cuando
lo hizo, aparecieron por ella dos personas radiantes. Estaban
perfectamente vestidas, el Escritor tenía la misma ropa, pero ahora no
estaba cubierta por la gabardina. Calzaba zapatos castellanos y los
pantalones, cuyos bordes reposaban en ellos, eran de pana de un marrón
un tanto apagado. No llevaba camisa fina, ni corbata; en realidad la
imagen del Escritor no estaba en sintonía con la majestuosidad del
hotel, pero en su conjunto era la imagen de una persona elegante, de
mediana edad, que se resistía a abandonar los rasgos de su juventud. La
Musa había cambiado totalmente su vestimenta. Llevaba un pantalón
vaquero un tanto desgastado, con tonalidades variadas que tendían del
azul claro al gris apagado, una camisa de seda arrugada, que le colgaba
hasta la entrepierna, y una espesa melena en tonalidades de color
castaño.
La Musa ahora agarraba el brazo del Escritor con sus dos
manos y reclinaba mimosamente sobre su hombro la cabeza. Lo atraía
hacia su cuerpo y caminaban por el pasillo del hotel tan pegados que
tenían que sincronizar los movimientos de sus pies para no tropezarse.
Sus caras irradiaban felicidad, los ojos de ella brillaban como si una
leve lágrima se hubiese cristalizado para hacerlos más bellos. Sus
labios, de los que no podía apartar una continua sonrisa, no paraban de
moverse pronunciando palabras que a veces le susurraba al oído. El
contestaba vanidoso a sus susurros y de vez en cuando levantaba sus
ojos, miraba hacia ninguna parte, porque su mirada, lanzada hacia el
infinito, era el reflejo de la paz que llevaba por dentro y la llamaba:
Se lo decía al oído mientras inhalaba el olor de su cabello. Y ella soltaba una sonora carcajada al tiempo que respondía:
Recorrieron
el largo pasillo, entraron en el ascensor, atravesaron el vestíbulo, se
dirigieron al restaurante, se acomodaron ante una mesa y no vieron a
nadie. No se dieron cuenta de que en su camino se cruzaron otras
personas: una pareja que compartió con ellos el ascensor, dos personas
mayores a quienes esquivaron sin enterarse… Pero ellos no oyeron ni
vieron nada, siguieron encerrados en su mundo idílico donde las únicas
palabras que llegaban a sus oídos eran repeticiones de las que se
habían estado diciendo durante toda una
noche.
El Escritor y la
Musa fueron un espectáculo ante los pocos comensales que aún quedaban
en el comedor del hotel a esa hora tan tardía. Sus palabras, que a
veces subían de tono, no hubiesen llamado la atención de nadie si no
hubieran ido acompañas de sonoras carcajadas.
Las risas exageradas fueron las que obligaron a esas escasas personas a
desviar de vez en cuando sus miradas hacia su mesa. Una mesa donde dos
personas parecían estar al margen de todo. Por el tono de su voz y por
las risotadas, todos supieron, sin ninguna duda, que el Escritor y la
Musa eran dos personas felices.
No
quiso coger un taxi. Ebria de felicidad quiso hundirse en las
profundidades del metro madrileño. La estación de Sol era un lugar que
llamaba poderosamente su atención. Se lo hizo saber al Escritor y le
describió con detalles el estado de euforia en el que se encontraba
después de haber compartido dos días de ensueño. Salieron del hotel
agarrados de la mano. Ella taconeaba al ritmo de unos impulsos que
manifestaban el estado de ánimo en el que se encontraba. Canturreaba lo
primero que venía a su mente y acompañaba al ritmo de sus pasos los
movimientos de los brazos, el cimbreo de las caderas y el vaivén de su
cabeza. El Escritor llevaba en su mano derecha el maletín con
ruedas que había traído la Musa. El resto de su cuerpo era un receptor
orgulloso de todas las iniciativas de su acompañante. Sentía
ensancharse su pecho cuando ella taconeaba, notaba la sangre fluir
cuando le apretaba el brazo y acercaba su cuerpo hasta confundir la
presión de sus dedos con el latido de su corazón, se le erizaba el
cabello cuando los brazos de ella rodeaban su cuello y las yemas de sus
dedos lo palpaban suavemente.
El trayecto desde el hotel hasta la
estación de Sol fue un paseo por las nubes. Pisaban el suelo sin
notarlo y sorteaban a las personas sin ser conscientes de su presencia.
A pesar de la afluencia de gente ellos tenían la sensación de estar
sumidos en la más absoluta soledad. Tampoco oyeron la algarabía de la
gente cuando entraron en la estación, ni los contactos de sus cuerpos
con los del resto de los usuarios al buscar la posición más segura en
el andén.
El andén de la línea 1 en dirección a Atocha-Renfe, a esas horas de la
tarde, estaba abarrotado de gente. En realidad, en la estación de Sol,
había siempre tanta aglomeración que para la mayoría de las personas
era asfixiante, pero a la Musa la entusiasmó. Fue precisamente la
necesidad de confundirse entre la multitud lo que condicionó a la Musa
para elegir el metro y renunciar a la comodidad del taxi. El contacto
con la gente la excitaba, se sentía segura y protegida.
La entrada del metro en la estación de Atocha-RENFE interrumpió el
beso.
En Atocha disminuyó la aglomeración de gente, aunque siempre hay un elevado número de pasajeros, al abandonar la zona de metro y entrar en la zona de RENFE-LARGO RECORRIDO el pasillo se agranda y las personas se dispersan. La Musa había decidido ir con tiempo suficiente. Quería pasear acarameladamente por la zona ajardinada. Reclinó, zalamera, la cabeza sobre el hombro del Escritor y bajaron por la escalera larga. El vestíbulo de la estación de Atocha la entusiasmó, parecía imposible que en un recinto cerrado crecieran plantas tropicales tan grandes.
Hicieron un esfuerzo por acercarse un poco más a las plantas, intentaron rodear el bosque tropical, pero el pasillo se estrechó y tuvieron que dar la vuelta. Les cortaban el paso una cafetería en el centro y tenderetes, con frutos secos, unos; con artículos de regalo, otros.
Se alejaron de la zona ajardinada buscando un sitio donde sentarse.
El
Escritor notó de repente que la mano de la Musa sudaba. Era un sudor
frío que lo sobresaltó. No le dio tiempo a reaccionar. En décimas de
segundo la Musa se desplomó. Se cayó hacia atrás y su nuca llegó a
tocar el suelo. El Escritor reaccionó tarde. Los impulsos nerviosos, a
pesar de su velocidad, a veces llegan tarde. Y la reacción del Escritor
no fue lo suficientemente rápida como para evitar la caída. No llegó a
tiempo de sujetarla con sus brazos. Solo el instinto de no soltar su
mano evitó que el golpe fuese más fuerte.
Cuando el Escritor miró a
la Musa vio una mirada que se escapaba dejando unos ojos en blanco. Y
la mirada que se escapaba era una mirada aterrada.
El Escritor no reaccionó a tiempo. Se agobió. Vio cómo la gente se aglutinaba y gritó:
Una voz seca lo paralizó. Cuando levantó su vista vio que una persona uniformada y arrodillada cogía los pies de la Musa y los colocaba a la altura de sus hombros. Después dejó que sus piernas se posasen suavemente sobre el suelo, estiró sus brazos con la palma hacia arriba y ordenó retirarse aún más a las personas que se habían congregado en el lugar. En unos instantes los ojos de la Musa volvieron a brillar.
…..
Abrir el ordenador y conectarse con la Musa fue lo primero que hizo el Escritor al llegar a su casa. Intentó por todos los medios convencerla para que se quedase, pero no hubo manera. Ella fue tajante:
No hubo forma de convencerla: le acarició tiernamente la mejilla, le dejó un beso en los labios y con una pícara sonrisa le dijo:
Estuvo hasta el último segundo. Cuando llamaron a los viajeros con destino a Barcelona ella no se puso a la cola. Permaneció abrazada y observó cómo, uno a uno, todos los viajeros fueron entregando sus billetes. Cuando dieron la última llamada y solo quedaba ella en la sala se despidió con un beso en los labios y una caricia susurrante al oído.
Después de dejar el mensaje a la Musa abrió su correo y pinchó en uno muy extraño:
De: < soy yo>
Para: <escritor>
Asunto: <el precio>
Te adjunto cuatro fotos y un documento donde encontrarás un número de cuenta, el valor de las fotos y las instrucciones.
Los dedos del Escritor comenzaron a sudar. Tembloroso subió el cursor del ratón hasta la foto asignada con el número uno y pinchó:
Apareció
una foto de dos personas desnudas. Se veía perfectamente una cara. Era
la suya. La boca entreabierta, los puntos de su barba que querían
hacerse notar después de doce horas desde el último afeitado, la nariz
hinchada en el momento de la inspiración, las cejas espesas con un par
de pelos sobresaliendo del resto y los ojos mirando al frente, un poco
idos, pero con una expresión clara de estar contemplando algo hermoso.
La felicidad estaba reflejada en su rostro, todas sus facciones estaban
dirigidas hacía un punto. Un punto que solo él sabía.
También se
veía nítidamente su pecho, los pezones erizados asomaban entre una nube
de pelillos rizados que se enlazaban con un bosque ralo que unía el
final de su cuello con el ombligo. El resto de la foto eran unas
piernas totalmente abiertas, una cabeza, que al dejar caer su pelo
castaño, tapaba sus partes viriles, una espalda desnuda y unas manos
que aparecían por los lados abrazando sus muslos.
El Escritor movió el cursor del ratón con bruscos movimientos y pincho en cerrar. Estaba nervioso. Se sentía pisoteado y humillado, pero tenía que continuar. Se dio cuenta enseguida de que era un chantaje y supo desde el primer momento que tenía que hacerle frente con entereza. Pinchó en la foto asignada con el número dos:
La Musa aparecía de perfil, su lengua sobresalía ondulada de su boca y estaba a punto de rozar un pene erecto.
Por segunda vez el Escritor tuvo que sobreponerse. Vencer su miedo a
seguir adelante y ver lo que presentía que era otra foto real de algo
que él solo quería tener en su mente. Volvió a mover temblorosamente el
cursor y pinchó en la número tres:
Eran dos cuerpos desnudos. Estaban tan unidos que era difícil saber dónde terminaba el uno y dónde empezaba el otro. Aunque era ella quien estaba boca arriba apenas se le reconocía la cara porque tenía tapada la mayor parte. Él aparecía boca abajo con todo su cuerpo desnudo.
Cuando
el Escritor pinchó en la foto número cuatro apareció en la pantalla una
foto similar a la que llevaba dentro de su cabeza. Era la foto más
hermosa que había visto en su vida. Siempre le había gustado ver ese
rostro de mujer en esa situación tan especial. Siempre su imagen había
quedado grabada en su mente, pero nunca con tanta nitidez como ahora.
La imagen de la Musa, tan reciente, tan llena de felicidad, le hacía
estremecerse de gozo solo con su recuerdo. Solo se veía su cara, pero
no hacía falta más. La faz de su rostro lo decía todo. Era la plenitud
absoluta, el gozo total, la satisfacción plena.
Un estado de
felicidad que lo llenaba de orgullo, que lo contagiaba y que lo llevaba
al mismo lugar donde ella se encontraba: al lugar de la perfección… al
amor global.
Al lugar donde se junta la pasión con la ternura para mantener
encendido el fuego. A la cima donde se divisan los dos valles: el del
deseo y el de la calma. El valle hirviente de un día tormentoso y el
valle tranquilo, limpio y claro, de un día soleado. Los dos valles que
invitan a gozar del presente con la satisfacción de tener asegurado el
futuro.
Dar y recibir y al mismo tiempo recibir y dar. Compartir lo que se da y
lo que se recibe. Dar el sudor, el aliento, el semen. Y recibir lo
mismo pero perfumado, dulcificado por el enamoramiento.
Sometimiento y posesión. La entrega total y la aceptación completa.
Todo tiene otro sentido cuando se llega conjuntamente a la cima, “solo
pensando en ti me salen las palabras, construyo las frases, hilvano los
párrafos, doy vida a los personajes…”, le había dicho el Escritor
hacía solamente unas horas, porque alternaba sus caricias con las
frases más tiernas, y ahora al contemplar su foto y contrastarla con la
de sus recuerdos se sentía violado. Alguien había entrado en su
intimidad, había descubierto sus sentimientos y les había puesto un
precio.
La foto que tenía ante sí, en su ordenador, coincidía plenamente con la
que tenía en su mente, pero significaban dos cosas opuestas. La foto de
su mente lo llenaba de dicha, porque veía la felicidad compartida. La
de ella, en su boca entreabierta y en su mirada ida. La de él,
reflejada en su cara. La foto del ordenador era el chantaje: todo se
compra y todo se vende. Lo más bello convertido en lo más sucio. El
amor convertido en negocio. La felicidad tenía un precio.
El Escritor abatido entró en una cuenta bancaria. Veía borrosos los números, porque tenía los ojos humedecidos, pero tecleó las claves. Apareció una cuenta y unas cantidades de dinero. Pinchó opciones. Buscó con la flecha: trasferencias. Pinchó. Y comenzó a rellenar el formulario:
El Escritor pinchó pegar y pinchó ejecutar.
Se quedó pensativo. Parado. Tuvo que rehacerse para poder iniciar el contacto que tanto deseaba. Recuperó su pulso poco a poco. El ritmo metódico del programa, el tecleado, la satisfacción de encontrarse de nuevo con la Musa le recuperó la parte más tierna de su mente. Solo esa parte, porque en su cerebro había un espacio aún vacío, era como si viajase por el universo entre nubes y alguna oscureciese el paisaje.
A
veces el recuerdo es la forma más dulce de vivir. Recordar es modelar
lo vivido, acomodarlo al deleite, situarlo en el punto más álgido de
nuestras emociones y repetirlo una y otra vez hasta saciarnos y
emborracharnos de dicha.
Pero a veces hay recuerdos que
distorsionan lo vivido. Que se incrustan furtivamente y a traición en
nuestra mente y ponen una neblina espesa que nos angustia. Se libra en
nosotros una feroz batalla entre lo que queremos recordar y lo que
queremos olvidar y necesitamos una luciérnaga para separar la luz de la
oscuridad.
El Escritor se esforzaba por retener en su memoria aquellos momentos
inolvidables en los que la puerta de su habitación permaneció cerrada.
Pero de vez en cuando lo acechaban las cifras y los números de una
cuenta corriente que lo desdibujaba todo. Estaba situado en ese dilema
de los recuerdos cuando la pantalla de su ordenador destelló y apareció
una sencilla frase:
……….