Nico

La Flory lo dijo tan secamente que la tía Lucía se asustó. En su cara no vio lágrimas, ni vio miedos, ni dudas. Solo vio que tenía la mirada perdida. Que su voz era firme. Que no le temblaba el pulso. La tía Lucía vio a una mujer desesperada a la que quiso llevar por otro camino.

Lo había soportado todo. Desde que la Flory aceptó el precio por salvar la vida de su hermano fue un cadáver viviente. Fue insensible a todo. Trabajaba en las tareas domésticas de forma autómata, asentía a los placeres de Lalo estando siempre en otra parte, no hablaba con nadie, salvo cuando era forzada porque le preguntaban algo, atendía lo imprescindible a los compromisos sociales: era una persona ausente. Lo había soportado todo, porque nunca dio por segura la vida de Andrés. No se fiaba nada de la palabra de Lalo, y su hermano podía volver a ser detenido por cualquier cosa en cualquier momento, pero cuando Andrés, después de repetir dos años de mili, arregló todos los papeles y  embarcó rumbo a Argentina, la Flory ya no aguantó más y se plantó ante su tía para averiguar el paradero de su hijo. Salvado Andrés, luchar por su hijo era lo único que le quedaba en la vida. Estaba segura de que su tía tenía que saber en qué colegio Lalo lo había escondido, o al menos lo sabía su hijo, y ella, por ser su madre, estaba obligada a exigirle que le desvelase el paradero de Nico.
Por eso cuando se plantó ante su tía y le dijo que si no encontraba a su hijo se tiraría al metro, la tía Lucía no tuvo ninguna duda de que así lo haría. Lo vio en sus ojos, porque no solo vio el deseo de una madre por abrazar a su hijo, sino la desesperación de una mujer totalmente abatida. Por eso no dudo ni un momento en jurarle que vería a su hijo.
Ella no sabía dónde estaba. Sabía por Lolo que estaba bien, porque se lo había preguntado varias veces. Una vez le pidió que le diese la dirección para ir ella a verlo, pero desistió ante el enfado de su hijo y la confesión de que él iba a verlo dos veces al año.
La tía Lucía no volvió a preguntar a su hijo por la dirección del colegio, pero ahora era distinto, después de ver la cara de la Flory iba a exigirle que le dijese el paradero de Nico, aunque tuviese que utilizar las mismas armas que había utilizado la Flory con ella.

 Lolo era la única persona que se relacionaba con el niño. Su amigo nunca quiso saber nada de él. Ni siquiera quiso verlo. Por eso, cuando Lalo forzó su boda con la Flory, le encomendó a él todo el papeleo. Él fue quien subió al taxi con el hijo de su prima el día que cerraron el compromiso.

La frase de la Flory se quedó entrecortada al ver la cara impasible de su primo y la rotundidad con que movía la cabeza.

 

 

Nico murió de pena…, de pena y de hambre…
Cuando el médico apretó el dedo fuertemente en la parte derecha de la pelvis y bruscamente lo soltó, Nico gritó estrepitosamente. Fue el grito que anunció su muerte. “El cólico miserere”, dijo don Paco. “Teníais que haberme avisado antes”.
“¡Haberme avisado antes…! ¿Quién?, si Bruno estaba en el convoy, Boni en la guerra y yo en la cama”.
La tía María estaba desesperada, tenía la familia rota…, se descomponía todo. Bruno dispuesto a cometer una locura en cualquier momento. Boni llevado a la fuerza a dar tiros a los del otro lado. Y en el otro lado Andrés y la Flory de los que no sabía nada. Y ella en la cama con un dolor de estómago que la mataba. Y la niña, de solo ocho años, era quien tenía que hacer todas las tareas de la casa.
Nico no murió de hambre, sino de necesidad, como decía el médico del pueblo que estaba a cinco kilómetros:

No pasaban hambre, pero ni sus hijos, ni ellos se alimentaban equilibradamente. Comían grasas en exceso, el tocino del cerdo les saciaba el hambre. También comían hidratos de carbono, todos los días cenaban patatas, pero les faltaban proteínas. No probaban la carne, a pesar de tener vacas y ovejas que criaban terneros y corderos, porque todo se lo requisaban. Las vitaminas también eran escasas, aunque comían uvas, melones o sandias, eran frutas de temporada y cuando la temporada pasaba, la fruta no volvía a aparecer por la casa. 
 
De necesidad y de tristeza, porque veía la desesperación de sus padres. Su padre, impulsivo, insultaba a quienes lo obligaban a subir la munición al frente del puerto de Navafría para matar a sus hijos. Renegaba siempre de la guerra y siempre que hablaba de ella en casa era para maldecirla.

A Boni lo reclutaron en el primer remplazo que fue a la guerra. Tenía veinte años.
Y María sufría oyendo relatar a su esposo.

Y las lágrimas resbalaban por su mejilla. Él sabía que su otro hijo estaba en el frente, al otro lado, sabía que las balas que le obligaban a transportar los días de convoy iban destinadas a él. A su hijo y a Tinín. Porque, aunque Andrés no le había dicho nada sobre sus ideas, él las conocía. Las conocía, como le conocía a él. Desde pequeño fue rebelde, se encendía ante las injusticias, maldecía al rico y se sublevaba ante el cura o ante el alcalde cuando dictaban normas injustas.
Conocía las ideas de su hijo, como conocía las ideas de su yerno. Cuando viajó a Madrid para ayudarles a hacer la matanza se dio cuenta de que Tinín estaba comprometido con la República. De que sus amigos eran anarquistas, de que compartían los productos al margen de las normas. De que se ayudaban los unos a los otros bajo los principios de la ética y de la solidaridad. Supo las ideas que tenían y se dio cuenta de que así eran felices.
Bruno subió al convoy como todos los días. Se mordió la lengua durante el camino. Y llegó a su casa ya entrada la noche. Subió al pueblo de arriba a buscar al médico, pero fue tarde.

La Flory no conoció la muerte de Nico hasta después de la guerra. Cuando puso a su hijo el nombre de su hermano todavía eran felices. Llevaba a su hermano en el corazón y quiso tenerlo cerca.

 

 

 

 

 

Y Nico nació el día que construyeron su casa, cuando cerraron la puerta y se amaron esperando la llegada de los municipales. Cuando se amaron tanto que hicieron florecer anticipadamente las plantas y llegaron hasta el límite donde dos ya solo pueden ser uno.
La Flory descubrió el amor total en ese instante, porque lo mismo que quería devorar a Tinín… poseerlo, ser su dueña, tenerlo dentro y guardarlo para siempre; igual sentía la ternura de sus manos…poniendo ladrillos, construyendo ventanas, guiñándole un ojo… y quería conservarla  para siempre. No podía separarlo del aire que respiraba en su casa, ni podía separarlo de lo que era su vida: de su pueblo, de sus praderas, de sus carreras por los montes detrás de las ovejas…, de su familia.
En su mente se instaló un todo global que con el paso de los meses se resumiría en un solo nombre: Nico.

Recordaba que le había dicho su madre cuando vino a Madrid para ayudarla en sus primeros momentos de ser madre.

 
La tía Lucía cumplió su promesa. Arrancó a su hijo la dirección del internado y los días de visita y concertó una cita con los frailes.
Fueron las dos al Escorial en un taxi. Allí, arrinconado, escondido en un edificio lúgubre, encontraron a Nico. Tenía seis años y había pasado los dos últimos totalmente solo.

Fue el recibimiento de su hijo. A la Flory se le llenaron los ojos de lágrimas. Abrazó a su hijo y hundió su cabeza en su pecho. Nico le tiraba de los pelos con rabia. La Flory lloraba.

Se hubiese dejado arrancar todos los pelos y hubiese sido feliz..., ¡tenía, por fin, a su hijo en sus brazos!   

Cuando Nico no pudo más, cuando las fuerzas de sus manos se acabaron y se quedó exhausto, cuando calmó toda su rabia, dejó de tirar de los pelos a su madre. La vio empapada en lágrimas y se contagió del llanto, entonces le dio todos los besos que le tuvo guardados durante más de dos años. La besó acaloradamente, con ansia, con un deseo inmenso de comérsela, de acapararla para siempre.   

Sin terminar la frase se echó a llorar nuevamente.

 

La Flory siempre llevó a Nico en su corazón.