El precio

El día que Franco anunció el final de la guerra la Flory tomó dos decisiones:
La primera fue volver a su casa con su hijo.

 

La segunda decisión que tomó la Flory fue buscar a su hermano Andrés.
Buscó en la Plaza de Toros de Las Ventas que se había convertido en campo de concentración. Según una orden del Estado Mayor, todos aquellos que hubiesen prestado servicios en primera línea de fuego deberían presentarse con toda urgencia en los campos de concentración. La Plaza de las Ventas era uno de ellos y la Flory pensó que su hermano podría estar allí. Las últimas noticias que tenía de él eran que no había salido de Madrid.
Preguntó, revolvió Roma con Santiago, pero no lo encontró. Encontró miles de presos, personas que deambulaban de un lado a otro, porque no tenía donde ir. Personas que habían combatido en el frente, que se habían rendido creyendo las promesas que les habían hecho y que ahora estaban retenidas en la Plaza esperando su destino. Personas que se habían deshecho de su documentación y habían sido detenidas en el puesto de control número seis, el de Las Ventas. La Plaza estaba llena de personas harapientas, personas hambrientas y desesperadas,  hacinadas como animales. A todas les preguntó por Andrés. Nadie le dio señales de él, pero vio en la cara de cada uno de ellos reflejada la de su hermano.

La Flory sabía a quién podía recurrir. Quién podía saber el paradero de su hermano. Lo supo desde que vio recorrer los carros de combate por el barrio de Ventas el día 28 de marzo. Vio desfilar por la plaza Manuel Becerra, encabezando el cortejo, a quien no hubiese querido ver nunca más. Sabía a quién tenía que recurrir, pero no se atrevía. Solo de pensarlo, se le revolvía el estómago. Le subía el vértigo y volvía la sensación de angustia. El segundo día, cansada de estar dando vueltas y vueltas preguntando a la misma gente, cansada de ver las mismas caras y en todas ver reflejada la de su hermano, se dio cuenta de que tenía que tragarse todo su miedo, toda su angustia, recuperar la fuerza que le daba la sangre de Tinín y actuar inmediatamente. Cada minuto que tardase en reaccionar podía ser fatal para la suerte de su hermano.
Pensó iniciar el camino hablando con su tía, pero lo descartó inmediatamente. Sabía que el final sería hablar con él y que lo tenía que hacer con valentía. Ponerse en contacto con él a través de su tía sería reconocer su debilidad, ir derrotada de antemano. Además el precio que suponía que tendría que pagar era tan vergonzoso que prefería ocultárselo.
Era ella quien tenía que tragarse toda su desgracia y no quería causar desasosiego a la única persona que la había tratado humanamente durante la guerra.
Con Lolo sí tenía que hablar. Lo había visto desfilar al lado de él. Levantar el brazo de la misma forma que él. Lolo era el único que podía hacer de intermediario y concertar la entrevista. Fue a su casa y lo encontró con su hijo. Un nudo ahogó su garganta. No le salían las palabras, tenía miedo:  

Respiró hondo. Lolo notó toda su angustia y no quiso alargar su sufrimiento.

Una chispa de alegría apareció en su cara y una lágrima resbaló por su mejilla.

¡Porlier…!, el nombre de la prisión maldita atravesó su corazón como un cuchillo.

La Flory no quiso dejar a su hijo con su tía. No quiso que ella supiese que iba al encuentro con Lalo dispuesta a venderse. Lo dejó con una vecina y se dirigió a la casa de Lalo con el convencimiento de que de allí saldría deshonrada, humillada, violada…
Se presentó ante su puerta serena. No dejó que asomase a su rostro ninguna lágrima. Trataría al monstruo con valentía. Recordó que la sangre que chupó del dedo de Tinín circulaba por sus venas y la fortalecía.

 

Sí, la Flory lo sabía, como lo sabía todo el barrio. La Flory sabía que los mellizos habían estrangulado al notario, pero también sabía que el notario había sido juzgado. Que los vecinos en la Plaza de Manuel Becerra lo fueron acusando de todos sus delitos. De cómo uno a uno fue diciendo: “A mí me quitaron la tienda por su culpa”. “El terreno que me dejaron mis padres se lo adjudicó a un amigo en escritura falsa”.
Uno a uno fueron acusándolo de actos que siempre favorecían al rico en perjuicio del pobre. De que sus actos notariales no eran justos. De que actuaba por las prebendas que recibía. Lo acusaban de haberse enriquecido con la sangre del pueblo, lo señalaban con el dedo y lo llamaban fascista. Y en medio de ese clamor popular apareció el manco, el pobre hambriento que se sentaba en una esquina de la plaza pidiendo limosna y gritó: “¡Este hombre asesinó a mi mujer y a mi hija! ¡Si los milicianos no os atrevéis a matarlo, dadme un fusil! ¡Lo haré yo aunque tenga que disparar con el dedo del pie!”.
Y todos recordaron el caso de la chabola derribada con una mujer y una niña dentro. “Un terrible error ¾dijeron los periódicos¾. ¡Cómo iban a pensar que dentro de la casa había una madre y su hija! El desahucio fue legal. No pagaba el alquiler”.
“¡Asesino!, ¡asesino!, ¡asesino!” ¾gritó una multitud enardecida.
Y entonces fue cuando aparecieron dos hombres exactamente iguales. Perfectamente uniformados con el traje miliciano: el gorro, el pañuelo rojo, el mono azul, el cinto y el fusil en bandolera. Caminaban con paso firme, con zancadas totalmente sincronizadas, y con la mirada fija en el notario. La gente les hizo un pasillo y sin decir nada, sin descolgar su fusil, agarraron al notario. Todos vieron asombrados cómo las manos se posaron en su cuerpo. Unas manos iguales que sabían perfectamente donde colocarse. Instintivamente una se posó en el hombro, la otra en el cuello. Dos manos en los hombros, dos manos rodeando el cuello. Cuatro manos de dos hombres que parecían de uno solo. Dos hombres iguales que actuaban por un mismo impulso. Entre las cuatro manos la cabeza del notario quedó inmovilizada y sus ojos fueron la expresión última del terror. Todos los allí presentes vieron como los Mellizos, con movimientos mecánicos ajenos al sentimiento, hicieron girar la cabeza del notario y dieron un brusco tirón de ella hacia arriba para desprenderla del cuerpo.

La Flory lo sabía. Sabía toda la historia, como lo sabían todos los vecinos del barrio. Pero no podía contárselo así a Lalo porque, sobre todo, sabía que la vida de su hermano dependía de ella y de la conversación que estaba manteniendo con Lalo. Por eso cuando él insistió: 

Ella se limitó escuetamente a confirmar:

La Flory perdió la compostura por primera vez. Nunca pensó que la mente de un hombre pudiera ser tan retorcida. No, ella no venía a eso. Ella pensaba que tendría que pagar con su cuerpo el precio por salvar a su hermano, pero nunca pensó que tendría que pagar también con su alma.

 

Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber nombrado a su hijo. La cara de Lalo se enrojeció aún más. Su rostro se descompuso. Tardo en hablar, pero cuando lo hizo una sonrisa irónica salió de su boca:

Y la Flory salvó de la muerte a su hermano Andrés.