La entrada triunfal
Lo primero que hizo el capitán Salvatierra fue buscar a su amigo.
Después de entrar en Madrid, el 28 de marzo, con las fuerzas franquistas que la asediaban desde la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo; después de su marcha por las calles de Princesa, Gran Vía y Alcalá; la compañía del capitán Salvatierra se dirigió al barrio de Las Ventas. Dio la vuelta en la plaza de Manuel Becerra y enfiló la calle de Doctor Esquerdo, a los pocos metros giraron al Paseo de Marqués de Zafra y ante la casa de Lolo la comitiva paró.
El capitán bajó de su coche, un jeep descapotable, y él mismo llamó a la puerta. La mujer que le abrió vestía completamente de negro y tenía la cara enrojecida. Al principio no lo reconoció y al ver a una persona uniformada se estremeció.
El capitán se quitó la gorra e hizo el ademán de darle un par de besos. Ella retrocedió y él desistió de la idea.
Lalo se quedó paralizado. Por su cabeza nunca pasó la idea de que su amigo pudiera casarse sin consultarle. De repente se dio cuenta de que habían pasado tres años. De que tres años eran mucho tiempo. Y de que el tiempo corre igual para todos. Por eso se repuso.
Tardaron en abrir la puerta. Alguien observó por la mirilla y se alejó y él tuvo que gritar.
Entonces la puerta se abrió quedando frente a frente los dos amigos. El uno estaba radiante, el otro estaba abatido. Lolo contempló ante sí a un militar perfectamente uniformado: en sus hombreras y en su gorra se divisaban perfectamente las tres estrellas de seis puntas cada una. Y Lalo observó a su amigo cabizbajo. Vestía una ropa similar a la que llevaba el último día que se vieron, una ropa cómoda para conducir la camioneta, pero ahora estaba abatido. Tardaba en ofrecerle los brazos y lo miraba con cautela esperando sus primeras palabras.
Entonces Lalo soltó una carcajada, le tendió los brazos y la cara de su amigo se transformó. Apareció una leve sonrisa y sus brazos fueron al encuentro de los que su amigo le ofrecía.
Los dos amigos miraron al fondo del pasillo y vieron aparecer a una mujer con un hijo en brazos y un pañuelo rojo atado a su cuello.
Lolo se casó con Ana por varias razones. Primero porque era guapa y tenía la mirada triste. No era la mujer con la que pensaba casarse, no era el tipo de mujer del que había hablado con su amigo cuando en las noches de borrachera se contaban sus pensamientos más íntimos. Él se imaginaba a su esposa más parecida a su madre: menos guapa y más grandota. Pero Ana apareció en el momento más adecuado. Y esa fue la segunda razón.
Tras el abandono de Lalo se sintió solo. Con su amigo tenía la compañía asegurada. Él lo llevaba por un mundo idílico, rodeado siempre de las mujeres más hermosas. Le adulaban, le acariciaban y le daban todo lo que un hombre joven podía desear. Solo tenía que echar mano de su cartera y todo estaba resuelto. Con su marcha todo cambió. La cartera ya no le servía para nada. Lolo conoció por primera vez el miedo y la soledad. El miedo y la soledad destruyen los principios por muy arraigados que estén. Y Lolo perdió los suyos en lo referente a las mujeres.
Cuando vio a Ana por primera vez tenía todavía la incertidumbre de si sería aceptado por los defensores de la República. Su padre le había obligado a ofrecerse para colaborar en la organización de la requisa y la distribución de la leche. Pero no veía en los ojos de sus compañeros ni rastro de confianza. Tuvo que ser ella la que, con su mirada triste y con su leve sonrisa, lo tranquilizara.
Compartir con ella el trabajo, ser ella quien le dibujase su ruta, quien le señalase el camino y los puntos donde tenía que distribuir la leche y, sobre todo, cruzar su mirada todos los días a primera hora y terminar la jornada con una despedida; lo tranquilizó. Lo tranquilizó tanto que sin darse cuenta se echó a sus brazos.
Ella lo recibió, porque lo vio indefenso y, al verlo así, se dio cuenta de todo lo que tenía dentro. Y dentro tenía paz. Mucha paz y muchas ganas de descansar. La paz y el descanso de los cobardes. Lolo solo era valiente ante las vacas. Ante las personas era un cobarde. Un cobarde escondido tras las espaldas de Lalo y que se quedó perdido y huérfano el día que lo vio huir por la orilla del Jarama.
Lolo era un cobarde que se adaptaba a cualquier situación y se camuflaba como un camaleón. Primero se adaptó a Lalo, hasta el punto de compartir su ocio y ser su único amigo. Ahora lo hizo con Ana hasta el extremo de no saber vivir sin estar a su lado.
Todo su miedo lo intentaba compensar trabajando. Y trabajaba desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Al amanecer recogía, con el camión militar que le habían asignado, las cántaras de leche que los ordeñadores habían dejado a las puertas de las vaquerías. Llegaba al punto de destino y Ana le tenía preparada su ruta. Unos días distribuía la leche por los hospitales, otros, por los colegios, y otros por las zonas que el Socorro Rojo había habilitado en diferentes barrios de Madrid.
Aunque se negaba a reconocerlo, la tercera razón que lo llevó a pedir a Ana que fuese su esposa fue la seguridad. Con ella se sentía seguro. A su lado notaba que la gente se transformaba y quien antes lo miraba con recelo, ahora, al verlo agarrado del brazo de Ana, lo respetaba. La miliciana comunista tenía mucha personalidad y era respetada por sus camaradas. Su locuacidad y el dominio que ejercía sobre los hombres lo tenían obnubilado, hacía todo lo que ella le pedía y seguía sus pasos como si fuera su perrito faldero.
Nadie entendió por qué Ana se fijó en él: no era camarada, procedía de una familia burguesa y había habido dudas sobre su lealtad a la República, y, además, todo el mundo notó su capacidad para transformarse.
Quizá fuese eso lo que la cautivó a Ana. Vio en Lolo la posibilidad de cambiarlo y hacer un hombre a su medida, y en el intento por conseguirlo se enamoró de él. Creyó haberlo conseguido pero cuando lo vio echarse en los brazos del capitán comenzó a dudarlo. Lolo le había hablado de su amigo y del juramento que se hicieron. Por eso no la dejó huir de Madrid cuando entraron los fascistas, o mejor dicho, no la dejó salir de Madrid con su hijo. No podía arriesgar la vida de su hijo en una huida desesperada mientras confiaba en que Lalo cumpliría lo prometido si regresaba con vida. De todas formas Ana quiso dejar las cosas claras desde el principio y cuando supo que era su amigo quien llamaba a la puerta se ató el pañuelo rojo al cuello, para que no hubiera dudas sobre su compromiso.
No se lo contó así a su amigo. A él solo le dijo, en una larga conversación que tuvieron los dos solos en la salita de estar, que su mujer y él habían estado totalmente comprometidos con la República y que el futuro de ambos ahora estaba en sus manos. Que su mujer había intentado huir con su hijo antes de la entrada de las tropas nacionales en Madrid y que él se lo había impedido.
Lo primero que le pidió fue cambiarse de ropa, ponerse el traje más elegante, subir a su coche, compartir la parte trasera, desfilar por todas las calles del barrio y levantar el brazo con el saludo fascista.
Lo segundo que le pidió fue la camioneta.
Le pidió la camioneta y le dijo que tenían que hacer un viaje a La Generala, porque tenía un trabajo especial que realizar. Era la noche del 30 de marzo y a la camioneta subieron doce personas no uniformadas. El capitán tampoco llevaba uniforme, pero por todos los sitios que pasaba recibía un saludo y los guardias se cuadraban.
Lolo aparcó la camioneta en la plaza de Las Ventas y esperó. Al poco rato aparecieron esposados dos hombres grandes. Las personas no uniformadas los obligaban a andar y los obligaron a subir a la camioneta. Una vez dentro, los ataron como se ata a las vacas: una cadena unió los grilletes de los presos a las argollas de la camioneta. Lolo reconoció a los dos hombres grandes igual que ellos lo reconocieron a él, pero nadie dijo nada. Se lo dijeron todo con la mirada. El capitán mandó a su amigo que se dirigiese a la Generala. Los dos amigos repitieron el mismo camino que habían hecho en otra noche oscura hacía ya casi tres años.
La noche del 18 de julio era sábado, y como todos los sábados los dos amigos estaban en un prostíbulo. Cuando lo cerraron porque se oyeron los primeros tiros y la dueña temió por su seguridad, salieron por la puerta trasera y estuvieron dando tumbos para esquivar a los grupos que se habían organizado en torno a la Puerta del Sol. No fueron conscientes de lo que estaba sucediendo hasta que tuvieron un fusil apuntándolos en la sien.
Del prostíbulo salieron airosos gracias a la pericia de la dueña. Cuando un camión paró bruscamente ante la puerta y la dueña observó como un grupo de milicianos entraba en el local, lo primero que hizo fue echar a los hombres de las habitaciones que ocupaban. Les dijo que ella no podía garantizar su seguridad esa noche y que si se entretenían y subían los milicianos a las habitaciones podía pasar cualquier cosa. Les indicó el pasillo por donde podían llegar a la puerta que daba acceso a la escalera del edificio contiguo al que ocupaban y bajó al salón a entretener a los que acababan de entrar.
En la calle observaron los movimientos de grupos que iban y venían, pero no le dieron demasiada importancia hasta que tres hombres jóvenes vestidos con un mono azul los encañonaron con sus fusiles.
Los dos amigos enseñaron sus células de identidad, pero el que las observó les respondió con desprecio:
Y cuando el que parecía ir al mando dijo:
Fue cuando Lalo se dio cuenta de la gravedad de la situación. En un momento de lucidez dijo:
Sacó de su cartera un panfleto revolucionario que entregó a quienes les apuntaban.
Ante las dudas que se reflejaban en sus caras Lalo insistió en que eran republicanos, que militaban en una organización de izquierdas y que se dirigían a la ciudad universitaria.
Los milicianos seguían dudando. Hablaban entre sí y se burlaban de la ropa que llevaban puesta. Los dos amigos llevaban traje y corbata. Un miliciano dio una vuelta alrededor de Lolo, lo agarró de la corbata sacándosela de su chaqueta e hizo el ademán de estrangularlo rodeándole el cuello.
Lalo volvió a enseñarles el panfleto.
Respiraron cuando les dijeron que podían continuar su camino. A la altura de gobernación vieron gente amotinada que gritaba con fuerza. No se acercaron porque sus ropas no se correspondían con las que llevaban los manifestantes y no quisieron arriesgarse de nuevo. Decidieron irse a su casa. Dudaron sobre la forma de hacerlo. Ir andando les llevaría más de una hora y podrían encontrarse con situaciones imprevisibles, el tranvía no funcionaba a esas horas de la noche y los taxis no se veían por ninguna parte. Decidieron andar en dirección a Manuel Becerra y, si se cruzaba algún taxi en su camino, pararlo.
Estaban en la puerta de Alcalá cuando vieron a uno bajar por Serrano y lo pararon. La calle estaba muy alborotada, había muchos grupos, había carreras y por primera vez escucharon los tiros. Hombres con un mono azul y un pañuelo rojo al cuello conducían camiones en dirección a la Puerta del Sol y amenazaban apuntando con sus fusiles.
El taxi se fue abriendo camino, pero al llegar a la plaza de Manuel Becerra vieron a una multitud de gente vociferando. El taxista giró hacia la calle Ayala y les pidió que se bajaran, porque no estaba la noche como para andársela jugando.
Se bajaron y vieron a una masa enardecida, que gritaba y levantaba el puño, pero a la distancia que estaban no entendían sus gritos aunque se los imaginaban. No quisieron acercarse más por miedo a ser reconocidos y a que la treta utilizada en la puerta del Sol no les sirviera ahora de nada.
Ante lo difícil que se ponía la situación, Lolo propuso a su amigo ir a dormir a la vaquería. Este aceptó pues la entrada a su casa estaba cortada por la gente que levantaba los puños y que pronunciaba frases que, por su furia, parecían ser acusatorias.
Si Lalo hubiese escuchado las acusaciones, hubiese sabido que la persona a la que se juzgaba era su padre.
Lo supo al día siguiente. Lolo le detalló lo que se contaba por el barrio, le dijo que a su padre lo habían acusado de apropiarse de inmuebles embargados, de dejar en el desamparo a familias enteras y de haber causado la muerte de niños con sus actuaciones. Le dijo que había sido condenado por la turba y que lo habían asesinado.
Lolo paró el ímpetu de venganza ciega de su amigo. Le dijo que a él también lo estaban buscando y que si salía a la calle lo más seguro es que lo cogieran y lo mataran. Lalo se derrumbó, lloró y maldijo. Maldijo a la República y a la gentuza que gobernaba el país y quiso unirse a los sublevados. Entonces fue cuando los dos amigos hicieron el juramento. Lolo, que estaba más sereno y que venía de hablar con su padre, le propuso la idea: cada uno se apuntaría a un bando y cuando todo terminara el que estuviera en el bando ganador buscaría al otro y lo salvaría.
La noche del día veinte Lolo tenía que llevar dos vacas secas a La Generala. Preparó la camioneta como de costumbre. En la parte delantera había dos pesebres y dos argollas. Lalo se tumbó en el pesebre más largo y su amigo lo tapó con alfalfa. A continuación subió las dos vacas y las ató con una cadena a las argollas. Las vacas inmediatamente se pusieron a comer alfalfa y sus lenguas lamían la cara de Lalo cuando intentaba buscar aire para respirar.
Una vez en la Generala Lalo se aseó, abrazó a su amigo, repitieron el juramento y desapareció por la orilla del río Jarama en dirección hacia su nacimiento.
En Segovia lo recibieron con los brazos abiertos. Una vez que se dio a conocer y se puso en contacto con los amigos de su padre, a quienes había enriquecido con la aplicación de la ley mostrenco, tuvo casas y palacios a su disposición. Lalo quiso participar activamente en la contienda para vengar la muerte de su padre, se presentó en el Frente Nacional de Segovia e hizo valer el título de alférez que había conseguido en las milicias universitarias.