La miseria

La Flory apartó dos patatas para comérselas ese día y las veinte restantes las enterró en el huerto. Las enterró con rabia. Eran las últimas y sabía que si no las sembraba se las comería y, si se las comía, ya no tendría más, ni podría tenerlas en junio.
No tenía más: ni acelgas, ni nabos, ni berzas, ni tocino, ni pan, ni mermelada. Nada. No tenía nada y tenía que dar de mamar a su hijo. Pensó en los carros de patatas que sacaban sus padres de las tierras del río, en las berzas que cortaban para las vacas y que ella de vez en cuando chupaba. Chupaba el tronco, porque era dulce, y comía crudo parte del repollo porque era amarillo y apetitoso. Recordaba el esfuerzo que hacían sus padres y el trabajo que les costaba conseguir los frutos. El mismo trabajo que compartió con Tinín cultivando el huerto. Trabajo duro, pero trabajo que daba vida. Ahora todo era muerte, todo destrucción. Ya no quedaba nada. ¿Qué sería de sus padres? ¿Qué sería de sus hermanos? Hacía casi un año que no sabía nada de ellos. ¡Solo habían pasado catorce meses! Catorce meses desde que su madre vino a Madrid para asistirla en el parto y compartir con ella su primer mes de madre.
Fue el febrero más hermoso. Nunca había disfrutado tanto, su madre, su hijo… y Tinín, que se desvivía por todos. Tener a su lado a su madre fue reencontrarse con el pasado, juntar lo mejor de su vida. Lo mejor del pueblo y lo mejor de Madrid. Volver a sentir las manos de su madre sobre su cabeza la colmó de dicha. Era feliz con Tinín, era feliz cultivando el huerto, era feliz notando crecer en su vientre a su hijo, pero le faltaba sentir las manos de su madre sobre su cabeza. Por eso, cuando su madre le dijo: “Ven hija, siéntate aquí, quiero peinarte como lo hacía cuando eras pequeña”, fue completa su felicidad.
    Solo habían pasado catorce meses, pero parecían una eternidad. Todo se había roto en catorce meses. Todo se acabó. ¿Qué habrían hecho a su familia? ¿Seguirían todos vivos o los habrían asesinado, como asesinaron a Tinín y a todos los que morían en la guerra?

No tenía nada, solo a su hijo y lo tenía que alimentar. Tampoco tenían nada los vecinos, porque lo habían compartido todo. Cuando los hombres se fueron a la guerra la barriada se quedó huérfana. Las mujeres, los ancianos y los niños se organizaron lo mejor que pudieron, pero la comida empezó a faltar. Su huerto dio frutos, pero fueron escasos. Cuando Tinín se fue ya tenían casi todo sembrado, pero el verano fue seco y ella sola no pudo regar lo suficiente. Se dejó la piel de sus manos sacando el agua del pozo pero, no pudo con todo el trabajo. La ayudaron algo las vecinas, pero ellas también tenían muchos problemas y nada pudo ser como el año anterior.
 Nico la requería constantemente y ella no podía llegar hasta donde quería.  La acompañaba continuamente el recuerdo de Tinín y el trabajo que el año anterior era como un juego, porque era compartido, ahora era un terrible suplicio. Al dolor de su cuerpo se unía el dolor de su alma y sufría más por la ausencia de su esposo que por las ampollas que le explotaban en sus dedos.
En el otoño consiguió almacenar patatas, judías e incluso algún bote de mermelada de higos, pero todo lo consumieron en el invierno más negro de su vida. A finales de marzo ya no le quedaba nada de comida en casa. Y no tenía ninguna fuente de ingresos. La renta de las tierras del pueblo dejó de llegar, porque no se podían hacer transacciones con los bancos de la zona sublevada. Nadie le encargaba ropa, porque no tenían dinero. Deshizo los jerséis de Tinín para hacer uno a su hijo y con lo que le sobró hizo dos nuevos que intentó cambiar por algo de comida, pero no había dinero para ropa y aunque un día se fue hasta Manuel Becerra, no consiguió sacar nada.

Era la frase que le repetían una y otra vez sus vecinas y ella estaba a punto de hacerlo: enterraría las patatas, cogería a su hijo y llamaría otra vez a su puerta.

 

La Flory apareció, con su hijo en brazos, ante la puerta de su tía con la cara alta y sin rastro de tristeza. Y su tía la recibió con los brazos abiertos.

 

Al pronunciar su nombre su tía rompió en llanto. Ella la abrazó, pero no lloró. Nunca lloró la muerte de su marido. Sabía que si lloraba lo perdería para siempre y que si no lo hacía formaría siempre parte de ella. No lloraba porque desde que chupó su sangre supo que nadie la apartaría de él. Que sería tan fuerte como él y que siempre iría con la cabeza bien alta: esa sería siempre su forma de despreciar a los asesinos.
En realidad cuando se despidió de Tinín, cuando chupó su sangre y se le quitó el miedo, se agarró a otra mano, la de Nico, y comenzó a vivir su vida y a ser ella su alimento. Presintió que su vida terminaba en ese instante y que duró desde el día en que el Rilaero la miró, hasta que se lo arrebataron los tiranos.

La Flory no lloraba, solo acariciaba la cabeza de su tía que la tenía abrazada y que no quería desprenderse de ella.

Ahora es la tía Lucía quien abraza a la Flory y le acaricia la cabeza. Ella se separa, la mira fijamente a los ojos y le dice:

 

 

Rufino y Lolo eran unos fieles colaboradores con la República, pero nada hubiese sido así sin la intervención de Tinín. Cuando la tía Lucía acudió desesperada a pedir protección a la Flory, la vida de su marido y de su hijo pendían de un hilo. Uno de sus vecinos los denunció. Reclamaba una pared medianera que Rufino registró como suya cuando tiraron la vaquería y construyeron los pisos.  El abogado que llevó el caso era amigo del notario de Manuel Becerra. El enriquecimiento con la construcción de los pisos era una losa que pesaba enormemente en la opinión de la gente de la barriada. La vida ostentosa de Lolo y, sobre todo, sus fechorías con el hijo del notario despertaron recelos y envidias en muchos vecinos.
Rufino lo sabía y por eso, cuando observó el revuelo que se estaba produciendo en el barrio, actuó dando la cara y tomando partido por la República.  Había envejecido mucho. Se había apartado del rumbo de los negocios y había dejado todo el poder a Lolo, pero la noche de aquel maldito 18 de julio tuvo que sacar fuerzas de flaqueza, rejuvenecerse y tomar el timón de la casa, porque mientras Lolo estaba escondido en no se sabía dónde, él se fue a la casa del pueblo y ante la cara de sorpresa de algunos dijo:

Hizo lo que tenía que hacer, tomó la única decisión que podía salvarlos, pero le costó mucho porque ya estaba viejo. Ya no estaba acostumbrado a tomar decisiones. Él que siempre había sido la persona decidida que daba forma a las ideas de su suegro ahora estaba cansado y esta última decisión lo había agotado.
Esa noche observó cómo pasaban las horas y Lolo no volvía a casa, no daba señales de vida y no aportaba ninguna solución. Por eso a las dos de la madrugada, cuando ya las patrullas recorrían las calles identificando a todos los paseantes, él se echó a andar y antes de que le preguntarán fue él quien se dirigió a las patrullas ciudadanas y pidió que le pusieran en contacto con quienes organizasen la resistencia, porque quería poner su hacienda a disposición de la República.
Cuando Lolo llegó por la mañana su padre le preguntó:

Y le contó lo que tenía que hacer: acompañarlo a la mañana siguiente y ofrecerse a colaborar.

Y la idea que expusieron y que más tarde contaron a Tinín les salvó la vida.

Porque no hubiese sido suficiente la buena disposición de Rufino y de su hijo, si no hubiese intervenido Tinín. La idea de Rufino era buena para la República, pero igual la podían realizar ellos que cualquier otro. Tinín tuvo que emplearse a fondo para convencer a sus compañeros. Dijo que él respondía del tío de su mujer y que su oferta no solo era sincera sino que, además, la República iba a necesitar personas como Rufino, que estuviesen en la retaguardia y que conociesen bien su negocio.
Rufino además de ofrecer su leche propuso organizar la recogida de toda la que se producía en el resto de vaquerías de Madrid y establecer una red de distribución. Y se ofrecieron, él y su hijo, para lo que hiciera falta. Requisar la leche para asegurar un mínimo de alimento a la población era fundamental.  
El plan de racionamiento de la leche que propuso Rufino era genial, pero no hubiese sido suficiente para acallar las voces acusatorias en contra de la familia. Tinín tuvo que mover todos los hilos, hablar con  quienes acusaban al tío de su mujer y convencerlos de que retirasen sus acusaciones a cambio de recompensas económicas.

La Flory y Nico llegaron corriendo. También llegaron sus primas. En la habitación observaron, con asombro, a una persona muy grande, con un camisón enorme, sentada en la cama y con un huevo en la mano que se acercaba al oído. Se lo ofreció a Nico, que lo cogió, y con la ayuda de su madre se lo acercó también a su oído, y escuchó, entusiasmado, cómo un ruido extraño sonaba en su interior. Era como si alguien dentro del huevo estuviese arañando su cáscara. Lo observó fijamente durante unos instantes y al momento vio cómo se hacía una pequeña abertura y una cosa picuda aparecía por ella.
La tía se lo cogió y ante su atenta mirada rompió el cascarón y un polluelo cayó a la sábana de la cama humedeciéndola. Dio un par de pasos y, como si estuviese borracho, cayó dando dos volteretas. Nico soltó una brusca carcajada e intentó cogerlo. El polluelo continuó dando pasos y revolcones hasta que la mano mimosa del niño lo atrapó entre sus dedos.
Después observaron un espectáculo increíble: el polluelo piaba en la mano de Nico y del resto de huevos que había en la cama comenzaron a salir también sonidos similares. Piaban, los polluelos piaban dentro de sus cascarones al tiempo que los picaban y poco a poco iban apareciendo picos y más picos. La tía cogía los huevos a los que les asomaba el pico y los rompía del todo. Tiraba el cascarón y dejaba caer al polluelo en la cama. Poco a poco se fue llenado de esos diminutos animalillos, que caían y se levantaban, daban dos pasos y se volvían a caer.
Nico alucinaba observando a los polluelos dar pasos y dar chingoletas. La tía se sentó en una esquina y dejó toda la cama a una docena de polluelos que se empujaban, andaban, se caían, se volvían a levantar y revoloteaban. Jugaban como si fuesen niños y Nico se reía y se reía mientras su madre y sus primas presenciaban un espectáculo insólito: la tía Lucía no estaba loca, haciendo de gallina cuecla, había conseguido incubar una docena de huevos.

 

No se lo pensó dos veces. Cuando la tía Lucía se levantó y vio muerta a la gallina que estaba incubando una docena de huevos, la tiró del nidal con mala leche, palpó los huevos y, al ver que todavía estaban calientes, se los echó en su delantal. Inmediatamente los subió a la cama donde habían dormido ella y Rufino esa noche. En su interior aún se conservaba intacto el calor que habían dejado los dos cuerpos. La gallina llevaba más de quince días incubando sus huevos por lo que dedujo que solo faltarían cuatro o cinco días para que salieran los polluelos. Cuidadosamente fue dejando uno a uno los huevos que tenía en el delantal, los tapó con la sábana y la manta, se quitó la ropa, se puso el camisón, se metió en la cama y llamó a sus hijas y a la Flory.

Todas pensaron que lo que iba a hacer era una locura, pero sabían que con ella no había quien pudiera. Cuando se le metía una cosa en la cabeza no había manera de sacársela.

Era a finales de abril de 1.938. La Flory y su hijo llevaban un año viviendo con su tía. En Madrid se pasaba hambre. Mucha hambre. Pero allí tenían lo suficiente para burlarse de ella. Tenían leche, que desayunaban a las seis de la mañana. Lo hacían tan temprano porque a las siete llegaban los ordeñadores para requisarla. Por eso todas las mañanas a las cinco la tía llamaba a su sobrina y entre ambas sacaban lo suficiente para desayunar ese día.
Llamaba a su sobrina porque de sus hijas no se fiaba. Ellas nunca habían hecho nada, además eran holgazanas y perezosas. De su sobrina sí, sabía que ella lo hacía de buena gana y que disfrutaba. Sí, la Flory disfrutaba acariciando las ubres de las vacas, lo hacía con mimo y con agradecimiento, sabía que lo poco que iba a robar a cada una, era suficiente para que su hijo, el resto de la familia y ella, no pasasen hambre. Ordeñaban poco a cada vaca, cuatro o cinco garlos, para que así los ordeñadores no se dieran cuenta. Pero, poco a poco, llenaban medio cubo que era lo suficiente para el desayuno diario.  
Los huevos también los requisaban y ellos los daban de buena gana porque sabían que por cada docena que daban, ellos se quedaban con los suficientes para poder comer alguno todos los días.
El problema más grande que tenía Rufino era conseguir la comida para las vacas. Él era mayor y, aunque sabía conducir, desde que Lolo se encargó del negocio él no había conducido ningún vehículo. Pero ahora Lolo estaba a disposición de La República, era él quien  organizaba la recogida y el reparto de la leche y no tenía tiempo para hacer las tareas de casa. Por eso Rufino tenía que conducir la camioneta e ir a La Generala a por el forraje y el pienso. Lo hacía por las noches que era cuando los bombardeos eran menos frecuentes. Esquivar las bombas era siempre arriesgado, Rufino lo sabía, pero también sabía que no podía hacer otra cosa. La guerra avanzaba inexorablemente y todo se ponía cada vez peor. Sus esfuerzos por conseguir los alimentos para el ganado eran cada vez más peligrosos, pues el enemigo cada vez ponía más empeño en aislar a la ciudad y en bombardear las carreteras para evitar su entrada.