No te vayas
Se lo tenía que decir. La Flory sabía que Tinín se iría, pero se lo tenía que decir. Se lo tenía que decir, porque tenía miedo. Tenía mucho miedo. El mismo miedo que ya creía olvidado, el miedo que tenía aparcado en el recuerdo y que tanto esfuerzo le costó superar. De su pasado solo recordaba una mano a la que se agarraba y el miedo. El miedo al abismo, el miedo a la soledad, el miedo a no saber donde estás. Iba agarrada a la mano de su tía, pero no recordaba dónde estaba. No sabía si el suelo que pisaba era firme o si se introducía en el fondo de la tierra y esta se la tragaba hasta el abismo. Porque tenía el abismo en el interior de su mente y descendía hacia él sin poder evitarlo. Caía en un pozo sin fondo del que no podía salir y la angustia se apoderaba de todo su ser. Tampoco sabía si el cielo que veía estaba separado de la tierra o era continuación de la misma, porque a veces descendía a los infiernos y otras veces se elevaba por las nubes, y en realidad no sabía dónde estaba, ni lo que le pasaba. Solo sabía que tenía un vacío en el interior de su ser, que su cuerpo no era nada, porque se volatilizaba; que sus piernas no eran nada, porque ni las sentía, ni las dominaba; que su mente no era nada, porque ni pensaba ni sabía dónde estaba.
Solo tenía una mano y se agarró a ella con la fuerza que da la desesperación. Sabía que era el único hilo que la unía a la vida. Y se agarró a la vida con tanta fuerza que dio a sus relaciones una intensidad inusitada. La mano de su tía la salvó y desde entonces el amor a su familia fue desproporcionado, exagerado, como si en su exageración pretendiese eternizarlo.
Igual hizo con el amor de Tinín. Cuando vio sus ojos, cuando dedujo que eran limpios, que eran sinceros y, sobre todo, que no había en ellos ni una pizca de maldad, se agarró a él desesperadamente, con una pasión frenética, con una obsesión casi enfermiza, porque pensaba que dando esa intensidad a sus sentimientos los fortalecería y los haría imperecederos.
Pero ahora volvía esa angustia, esa que había combatido durante toda la vida, y volvía descarnada, removiendo el interior de sus entrañas, retorciendo y aprisionando sus tripas, subiendo hasta su pecho y paralizándole el corazón.
Se lo tenía que decir, porque tenía miedo. Tenía mucho miedo. Había disfrutado tanto, le había ido todo tan bien, que no podía ser cierto. A veces pensaba que todo era un sueño. Un sueño maravilloso del que algún día tendría que despertar. Y despertó.
También sabía que no serviría de nada, la Flory sabía que lo que se tiene que hacer, se hace, y Tinín sabía muy bien lo que tenía que hacer. Lo supo desde el primer día, desde el momento en que todo se precipitó. Pero se lo tenía que decir, porque tenía miedo. Tenía mucho miedo, no por ella, que había conseguido ya la felicidad y que nadie podría quitársela. Tenía miedo por su esposo y su hijo, tenía miedo porque le robaban lo que era suyo, porque los ladrones eran seres invisibles y malvados, contra los que ella no podía luchar. Tenía miedo de que le arrebatasen el futuro, el futuro que pertenecía ya a su hijo y que ella ahora se sentía impotente para podérselo asegurar.
Sabía la respuesta, se la dijo el primer día, pero se lo tenía que decir...
La empezó a escuchar antes de que saliera de sus labios.
Sí, se sabía muy bien la respuesta. Era la misma que escuchaba por la radio. La voz de esa mujer enérgica que la acompañaba cuando se quedaba sola. Una voz rota de una mujer machacada por la injusticia, pero de una mujer fuerte. Que enardecía al pueblo. Que se colaba en la mente de Tinín y de todos sus camaradas. Que les hacía ser un solo hombre. Que les unía en la lucha.
Se lo dijo cuando se marchó la primera noche. Salió a patrullar, a defender el cuartel de la montaña, o a no sabía qué, porque a ella nunca le dijo dónde había estado. Ella tampoco se lo preguntó, llegó a casa agotado y se tumbó en la cama. Tenía la mirada perdida y el odio se descubría en sus ojos, pero no dijo nada. ¿Para qué? ¿Para preocuparla más? Ella tampoco le preguntó, no quiso perder el tiempo en discusiones que no iban a ninguna parte. Porque ella también se contagiaba, las palabras que escuchaba por la radio la sumían en un estado colectivo, eufórico, y se sentía militante y compañera, y luchaba desde la distancia guardando a su hijo.
Llegó agotado y ella solo lo besó, le acarició el cabello, le lamió el cuello y le cerró los ojos. Se quedó dormido en un instante y ella lo contempló. Se quedó absorta mirándolo y el tiempo no pasaba. Siguió ensimismada hasta que el ruido del niño la despertó, lo cogió en sus brazos y fueron los dos quienes miraron a Tinín. Ella intentando atraparlo, guardárselo y quedárselo para siempre. Él, indiferente, con el placer en su rostro ante el reconocimiento de la cara que lo tranquilizaba. Lo tranquilizaba en las noches cuando se despertaba y aparecía en sus brazos y sin darle tiempo a que irrumpiese el llanto le colmaba de besos. Lo tranquilizaba cuando lloraba, acercaba su cabeza a su cara y se ofrecía para que jugase con su pelo, para que se enredara en un cosquilleo que siempre terminaba en risas.
Los dos observaban a un hombre cansado, que llevaba veinticuatro horas fuera de su casa. Veinticuatro horas terribles. La Flory cogió la mano del pequeño y sus dedos hurgaron en el rostro de su padre, se enredaron entre su cabello, acariciaron su frente, sus ojos, sus oídos, su nariz…, hasta que se despertó; y cuando lo hizo, sus ojos brillaron. Brillaron como habían brillado siempre, con ese brillo que a ella la cegaba y que hacía que las lágrimas corriesen por sus mejillas.
No, no le preguntaba, no tenía tiempo, y además, ¡que más daba!, él estaría donde tenía que estar, él haría lo que tenía que hacer. No tenía ninguna duda, él ayudaba a los demás, él luchaba por los demás. Él era bueno.
Seguía escuchando la voz de esa mujer en la radio. Era una voz firme, apasionada, que escuchaba cuando la angustia se apoderaba de ella y que la confortaba. El día era muy largo, nunca habían sido tan largos los días. Era la segunda noche que iba a pasar sola. Desde que su primo la echó de Marqués de Zafra siempre había apoyado su cabeza en el pecho de Tinín. Pero esta noche tampoco lo haría, Tinín había llegado, había descansado, había disfrutado de su hijo, se había puesto el mono, había cogido su fusil y se había ido. Se había ido como se fue Andrés y como se fueron todos los hombres del barrio.
La radio fue su último regalo. Ella se la pidió, le dijo que no podían estar sin ese último invento. Que tenían que estar al día de los últimos acontecimientos. Que la gente que venía a probarse o encargarles ropas y tenía que esperar, necesitaba escuchar la radio, entretenerse, darse cuenta de que ellos estaban a la última moda. Tinín recelaba, decía que era un invento de ricos, que la controlaban los capitalistas y que a través de ella los poderosos pretendían engañar a los trabajadores para dominarlos. Pero sus caricias y sus argumentos vencieron y él un día llegó a casa con un aparato y un beso. Desde entonces hubo más alegría, porque ella cantaba y él la acompañaba mientras trabajaban.
Solo hacía unas horas que se había marchado cuando la tía Lucia se presentó en su casa. Venía acompañada de dos milicianos que con su fusil en bandolera dijeron:
La tía Lucía se presentó angustiada en casa de la Flory la noche del 19 de julio fundiéndose en un abrazo con ella.
La Flory no sabía nada, pero lo sabía todo. Lo adivinaba en los ojos de Tinín. Lo adivinaba, pero no le preguntaba. No quería hablar de esas cosas el poco rato que él pasaba en la casa. Prefería besarlo, verlo con su hijo en los brazos. Para qué iba a preguntar si era verdad que habían matado al padre de Lalo esa noche, si veía en los ojos de Tinín que si lo habían hecho era sencillamente porque el notario de Manuel Becerra debía morir por las injusticias que había cometido. No le preguntó nada, pero si le contó la visita de su tía Lucía.
La Flory le cogió un dedo. El dedo que tantas veces había succionado su boca. Que tantas veces había palpado sus partes más intimas. Que la había llevado por el camino de la dicha hasta volatilizarla. El dedo que se había convertido en parte de su ser, ahora lo mordía con fuerza y con cariño. Clavaba su diente más fino, el que hacia más bella su boca, el que acariciaba él con su lengua, lo clavaba con ternura en su dedo hasta hacerlo sangrar. Apretó con todo su ser, controlándose para no arrancárselo, pero apretando lo necesario para transmitirle lo que ella sentía. Y ella quería comérselo, quedarse con él. Cuando notó un fluido caliente en sus labios dejo de apretar y chupó. Succionó y mantuvo un rato el dedo dentro de su boca, lo lamía y lo chupaba mientras Tinín siempre hacia lo mismo: pasaba su otra mano sobre su cabeza y le transmitía su fortaleza.
Lo chupó, lo saboreó y cuando comprobó que se estaba haciendo larga la despedida, cuando derrotó al miedo y el valor de su hombre formó parte del de ella, lo soltó. Se le secaron las lágrimas en un instante, paró el llanto, lo miró a los ojos:
Solo habían pasado siete días y se iba. Se iba a la sierra, a luchar contra los fascistas, a defender lo que les pertenecía. Llevaba un macuto con poca ropa: el mono que le dio la CNT el primer día y el fusil que le repartieron en el sindicato.
Y la Flory se quedó sola con su hijo, porque su hermano también se fue. Tenía solo diecisiete años y se fue. Se fue con todos: con los mellizos, -¡cuánto quería a los mellizos!-, con quienes les ayudaron a construir la casa y con el hombre a quien más quería.
El veinticinco de julio de 1.936 Tinín con veinticinco años y Andrés con diecisiete se fueron al frente de Somosierra. Se fueron pensando que los fascistas serían derrotados en pocos días. Pero la guerra duró tres años y el número de muertos estimado por los propios sublevados fue superior al medio millón, sin incluir a quienes murieron de malnutrición, de hambre o de enfermedades generadas por la guerra.