La matanza
Daba una vuelta al
cocido, recorría el pasillo, entraba en la sala, miraba por la ventana
y oteaba el horizonte. Se quedaba un tiempo observándolo y volvía a
repetir el mismo camino: mirar el cocido, recorrer el pasillo, mirar
por la ventana, otear el horizonte, y esperar…
La Flory estaba
impaciente, pero desbordaba alegría. Estaba ya muy avanzado su
embarazo, pero su cuerpo, a pesar de la tripa, continuaba siendo ágil.
Se movía con desenvoltura por todos los rincones de su casa, se la
sabía como la palma de su mano. Desde que escribió aquella carta a sus
padres: “Padre, madre, hermanos: Os quiero. Ya tengo mi casa en Madrid.
Quiero que vengáis a verla”, su vida fue un sueño maravilloso.
Conoció la felicidad esperando la llegada de los municipales, se
apropió de ella, la guardó en sus entrañas y notó como día a día fue
tomando cuerpo. Crecía con ella al mismo tiempo que daban la forma
definitiva a su casa. Los municipales tardaron dos días en llamar a su
puerta. Cuando lo hicieron fue para comenzar un camino que ya tenían
perfectamente diseñado en su mente: desfilar por innumerables
despachos, rellenar montones de papeles, aportar testigos y pagar las
multas. Pero de su casa ya no los echaron.
Terminar de construirla fue más un juego que un trabajo. Entre los dos
el esfuerzo se difuminaba, lo suavizaban sus risas y los comentarios
que hacían sobre lo que se les ocurría. Todo iba sobre ruedas: la Flory
decía y Tinín hacía.
A
finales de mayo, la Flory tuvo la idea y al día siguiente él la hizo
realidad. Ella tenía las ideas y él era quien las realizaba. Ella
diseñó la distribución de la casa: la entradita, la cocina, los dos
dormitorios, el servicio, la puerta que les llevaba al huerto, y…, la
sala de costura. Solo el gran salón fue idea del Tinín. Ella quería un
salón chiquitito, pero él insistió en que fuera grande, que era su
capricho para juntar algún día a los hijos y a los nietos, que serán
muchos, y brindar por la libertad.
Entre los dos hicieron los
tabiques, dieron el yeso, alicataron las paredes de la cocina y del
baño, pusieron una cocinilla, buscaron las puertas y las colocaron,
encargaron las ventanas y las persianas, y ellos mismos las ajustaron.
Ellos pintaron las paredes y entablillaron el techo para separar la
primera planta de una pequeña buhardilla que utilizaron de sobrado. Y
cuando ya parecía que todo estaba acabado, la Flory tuvo la idea.
Pensó que cercando un trozo del huerto podrían criar un cerdo. Así,
aprovecharían los restos de comida y los desperdicios de los frutos que
habían sembrado.
En el huerto ya habían sembrado cebollas, lechugas, tomates, pimientos,
repollos, patatas, espárragos, nabos, acelgas…, todo aquello que se le
ocurría a la Flory lo sembraban. Y se le ocurrían muchas cosas porque
ese mes de mayo tenía su mente en el pueblo, se acordaba continuamente
de toda su familia, porque quería compartir con ellos su felicidad. Le
hubiese gustado que hubieran estado en su boda, que la hubiesen ayudado
en la construcción de su casa, pero las tareas de abril en su pueblo
eran muchas y además el alojamiento en Madrid les resultaba imposible
de costear. Por eso cuando tuvo su casa lo primero que hizo fue
escribirles, contarles lo feliz que era y las ganas que tenía de que
viniesen a conocerla.
Pensaba en su familia, pensaba en su vida en el pueblo y, sobre todo,
pensaba en cómo se las arreglaba su padre para que no faltase comida en
casa. Ellos estaban ahora en esa situación: en la de pensar que no les
faltase alimento ni a ellos ni a lo que estaba engendrado.
Pensaba en los linares de la vega
y lo que en ellos sembraba su padre. Y según lo pensaba se lo contaba a
Tinín. Él, que era muy mañoso y valía para todo, enseguida se ponía a
cavar, buscaba las semillas o las plantas preguntando a sus amigos, y
lo que estaba hoy en la cabeza de la Flory, mañana estaba sembrado.
El solar que compró Tinín con los ahorros de toda su vida ya tenía en
el centro un pozo y, a unos cinco metros, una higuera. Hicieron la casa
en la parte delantera, la que daba al camino, y les quedaron unos
trescientos metros que vallaron para convertirlo en huerto.
La higuera era frondosa y esa primavera se llenó de frutos. La Flory,
que no había visto en su vida semejante árbol, observaba con verdadero
entusiasmo como engordaban esos minúsculos higos. En mayo los tenía de
dos tamaños, unos eran ya muy gordos mientras otros eran diminutos.
Tinín le explicó que los gordos eran las brevas, que maduraban en junio
y eran de color morado, y que los diminutos, que ahora tenían el tamaño
de un botón, eran los higos, que eran verdes y maduraban en otoño. Ella
la regaba todos los días con ahínco y esperaba con ganas que madurasen
las primeras brevas para saborear su dulzor.
A Tinín la idea del cerdo le pareció estupenda, pero añadió otra, pues
aunque era ella la que aportaba la mayoría, a él también se le ocurría
alguna de vez en cuando; así que pensó, que si hacían un cercado para
un cerdo, igual se podía hacer otro para unas gallinas, y así,
además de tener jamón y tocino, tendrían huevos para salir de un
apuro. .
Tenían todo el tiempo del mundo para ellos solos, porque Lolo cumplió su amenaza y consiguió que despidiesen al Rilaero.
Le fue fácil descubrir su filiación a la CNT y averiguó su militancia
política y sus ideas revolucionarias. Con todos los datos en su poder
solo tuvo que hablar con la dueña de la tienda, que era quien partía el
bacalao, decirle que ni su padre, ni él, ni nadie de sus amistades le
encargarían más trajes si seguía ese anarquista en su tienda. Y Tinín
se vio en la calle tan solo unos días después de su boda. Sin embargo,
no se amilanaron, sino todo lo contrario: eran jóvenes, tenían muchos y
buenos amigos y, sobre todo, tenían muchas ilusiones en la cabeza y
fuerzas para tirar hacia delante. Es más, el despido les facilitó las
cosas. Los unió más, les dejo tiempo para trabajar y terminar la casa,
para contarse sus ideas y desarrollarlas y, sobre todo, para quererse.
La sala de costura fue la última habitación que acondicionaron en la
casa. La diseñaron entre los dos, con especial esmero, y decidieron que
fuese su taller. Mesas, máquinas de coser, tablas de planchar y sillas
se acumulaban en la sala desordenadamente. Tan desordenado estaba
todo que cualquier persona que entrase siempre tropezaría con algo,
menos ellos, que se sabían de memoria donde estaba cada cosa. Cuando lo
tuvieron terminado se aventuraron a instalarse por su cuenta y a poner
en práctica todo lo que habían aprendido: él, en la sastrería y ella,
en la academia.
Solo pasaron dos meses malos y los salvaron con las rentas de las
tierras del pueblo y con la ayuda de los camaradas de él. Los padres de
la Flory cuando recibieron la carta en la que les decía que se habían
hecho una casa y que querían que fuesen a verla, se dieron cuenta de
todo y adelantaron a su hija la renta de las tierras de todo el año. No
fue necesario que les pidiesen nada, ellos sabían perfectamente cuáles
eran sus necesidades y que para echar a andar una casa era
imprescindible la ayuda de la familia. Así que le adelantaron la renta
y le añadieron doscientas pesetas como regalo de bodas. Los amigos no
solo les hicieron el gran regalo: la ayuda en la construcción de la
casa, sino que les fueron regalando los utensilios necesarios para
montarla.
A finales de junio ya todo estaba en marcha, la Flory pudo saborear por
primera vez las brevas. Estaban tan exquisitas que decidió sacrificarse
y compartirlas con todas las personas que les habían ayudado, igual
hizo con las primeras lechugas y las primeras cebollas. Al mismo tiempo
que compartían sus frutos se iban ofreciendo como sastre y modista para
hacerles por el precio de la tela o de la lana las prendas que
necesitasen.
Poco a poco fueron ganando clientes y empezaron a
tener algún beneficio. No mucho, porque utilizaban el trueque. A
las personas que les habían hecho favores se los devolvían con ropas.
Cuando les hacían algún encargo otras personas ajenas al grupo, no les
cobraban más que el precio que consideraban justo. Incluso al principio
les hicieron ropas a precio de costo, sin cobrar su trabajo, para
adquirir clientela. Así los encargos eran más numerosos y se daban a
conocer a las personas del bario. Además Tinín realizaba
esporádicos trabajos de albañilería con su cuadrilla y, aunque el
jornal era escaso y nunca cobraba más que lo que necesitaban para
comer, comenzaron a vivir sin dificultades.
La
Flory disfrutaba de todos los rincones de la casa, pero, sobre todo,
disfrutaba de la sala, que era adonde venía a asomarse por la ventana
para divisar la llegada de las personas que más quería en la vida.
Tres personas aparecieron por el alto y supo que eran ellos. El alto
era el final de una vereda que llegaba hasta el camino del cementerio.
Era el punto del horizonte donde aparecían las primeras imágenes de las
personas que acudían a su casa. Era donde ella fijaba su mirada cuando
esperaba a Tinín y era a donde miraba ahora desde la ventana.
Reconoció que eran ellos por la forma de caminar. Primero fueron
sombras diseminadas. Sombras de personas que caminaban de forma
diferente. Aunque ya llevaba más de cuatro años en Madrid todavía no se
había olvidado de la forma de caminar de su padre. Caminaba abarcando
el mayor espacio posible. No iba en línea recta como se iba en la
ciudad, con ese andar de señoritos que parecían no tocar el suelo. Él
quería abarcar el mayor trozo posible de terreno, como si en cada
zancada quisiera acaparar más aire, más espacio, más vida. Era una
forma de andar que había contagiado a sus hijos y que significaba vivir
la vida de otra manera. Más despacio. Más tranquilo. Disfrutándola más.
Uno de los hombres llevaba un enorme bulto en la cabeza. Era un fajo
alargado de algo que no se podía reconocer por la distancia, pero que
ella lo adivinó nada más verlo. Llevaba el andar despatarrado de todos
y eso le permitía mantener fácilmente el equilibrio. En una de las
manos portaba una maleta dejando la otra libre por si una ráfaga de
viento hacía necesario sujetar el bulto. Los otros dos también portaban
maletas.
A medida que se acercaban e iba reconociendo sus perfiles, su cara se
adornaba por el brillo de sus ojos y la abertura de sus labios. El más
mayor tenía su cuerpo encorvado, y a pesar de que hacía mucho que no lo
veía, averiguó los surcos de su cara antes de que la distancia se lo
permitiera. A Tinín lo distinguió desde el primer momento, no solo por
su altura, sino porque lo había visto bajar tantas veces que ya lo
reconocía hasta por su sombra.
Cuando doblaron la última curva salió para abrir la puerta, extender
los brazos y fundirse con cada uno de ellos. Primero abrazó a su padre,
lo vio como se lo había imaginado siempre, después abrazó a su hermano,
que al verla salir había dejado el pajón
empinado en el suelo y, por último, preguntó por su madre. Sabía que su
salud no le había permitido venir, pero ante la respuesta
tranquilizadora de su padre pronunció un deseo:
Sabía que iba a ser niño, porque se lo había prometido a Tinín y porque a esas alturas de embarazo sentía sus movimientos, se comunicaba con él con suaves golpecitos y adivinaba todas las partes de su cuerpo.
La
tripa de la Flory había aumentado al ritmo que recogieron los frutos
del huerto. Lo primero en recoger fueron las lechugas, en junio
hicieron las primeras ensaladas y pudieron saborear los productos
trabajados con sus propias manos, en tan solo dos meses las lechugas y
las cebollas se hicieron lo suficientemente grandes como para empezar a
comerlas. Las patatas, las acelgas, los tomates y los repollos también
crecieron enseguida. De todo les sobraba y todo lo compartieron. Al
principio del otoño recogieron los higos, la cosecha fue tan abundante
que hubo para todos los amigos e incluso se aventuró a hacer mermelada.
El cerdo había engordado mucho, lo alimentaron con las mondarajas de
las patatas y de las frutas, las hojas malas de las lechugas, de las
acelgas o de las berzas. Además le mojaban el pan que les sobraba, lo
revolvían con patatas pequeñas cocidas y con algunos granos de cebada,
que habían intercambiado con un agricultor de la zona, y hacían una
comida especial que el cerdo agradecía con muestras de cariño. En tan
solo seis meses se había hecho grande y aunque no era tanto como los
que mataban en el pueblo, sí iba a ser suficiente para ellos dos.
El día amaneció frío. Estaba nublado, pero no amenazaba con lluvia.
Y
se erigió en el director de la orquesta. El hermano cogió el gancho y
se dirigió hacia el cochitril donde estaba el cerdo. Cuando lo enganchó
de la papada comenzó la batalla, el cerdo chillaba y se resistía a ser
arrastrado hasta la mesa que lo esperaba para el sacrificio. La Flory
estaba preparada con un cubo y un palo para recoger la sangre. Su padre
y Tinín agarraron al cerdo, cada uno de una pata, y lo empujaron hacía
la mesa. Aunque el cerdo se resistía, la fuerza de los tres hombres se
impuso y el cerdo fue tumbado encima. En ese momento Boni tiró del
gancho e introdujo el cuchillo que fue directamente al arca torácica.
La sangre fluyó a borbotones, como un torrente salpicó los cuerpos de
los agresores. La Flory intentó acomodar el cubo al chorro que salía
por donde antes había entrado el cuchillo, pero las convulsiones del
cerdo hacían que cambiase de dirección y era más la que manchaba sus
brazos que la recogida en el cubo. Cuando el cerdo dio las últimas
bocanadas y su hermano introdujo por segunda vez el cuchillo, fue
cuando un hilo de sangre empezó a caer en el cubo mientras la Flory con
un palo daba vueltas para evitar que se coagulase.
Con el cerdo muerto, los tres hombres lo echaron al suelo, lo acomodaron para que se chamuscase
bien el lomo y repartieron la paja tapando todo su cuerpo. Una llama
inmensa apareció de repente e iluminó la barriada. Un fuego limpio se
dirigía hacia el cielo mientras los tres hombres, con los hurgoneros, procuraban que ninguna parte del cerdo quedase con pelos.
A finales de noviembre Tinín y la Flory, con la ayuda de su padre y su hermano, hicieron la matanza. No pesaron al cerdo, pero su padre y su hermano, que tenían buen ojo, dijeron que era hermoso, y que andaría entre los ciento diez y los ciento veinte kilos. Con la matanza tenían asegurada la comida para todo el año 1.936. Nico no pasaría hambre.