Los mellizos

Quince días después de que Lolo la echase de casa, el 14 de abril de  1.935, Día de la Republica, la Flory y Tinin se casaron por lo civil. Su hermano Andrés y su tía Lucía fueron los testigos.

Solo una semana pasó desde que Lolo echó a su prima hasta que esta volvió para hablar con su tía. Cuando la Flory llamó a la puerta no la abrió su tía como ella esperaba. La abrió Lolo. Tampoco tenía que estar a esa hora, pero su primo parecía que había cambiado sus costumbres. Abrió la puerta y su mirada fue un reto.

Entró en la casa con la cabeza alta. Pasó por delante de él sin darle tiempo a reaccionar, aunque Lolo era una cuarta más alto que ella, tuvo la sensación de que ella era más alta y de que lo miraba de arriba abajo. Solo quería hablar con su tía Lucía. Su tía salió a su encuentro y ambas se dirigieron al cuarto de costura.

Y la Flory se lo contó todo.

 

 

Todos los días hacía el mismo recorrido: de la academia de corte a la pensión. Desde que su primo la echó, Tinín y su hermano procuraban no dejarla ni un momento sola. Estaban siempre a su lado excepto el rato en el que iba a la academia de corte que coincidía con horas de su trabajo.
La Flory se conocía bien todo el recorrido desde la academia a la pensión, conocía todos los portales que daban a la calle Goya y sabía que a esas horas de la tarde siempre había mucha gente paseando. Por eso iba siempre tranquila, esa tarde también.
Iba tranquila y nunca pudo imaginarse que en un espacio tan corto de tiempo pudiesen pasar tantas cosas. Llegar a la altura del portal 27, ver una manaza posarse en su boca y otra agarrarla del brazo y arrastrarla hasta el interior, ocurrió en un santiamén. Un instante que ella no tuvo tiempo de evitar ni nadie de observarlo.
En un momento se encontró dentro de un portal viejo, debajo de una escalera antigua, con una mano que le impedía gritar y otra que la apretaba y la sobaba por cualquier parte del cuerpo. La cara, que reconoció inmediatamente, la asustó aún más, en sus ojos vio un deseo insano y un asco infinito se apoderó de ella. Quiso defenderse. Comenzó a patalear y a moverse. Pero el energúmeno que tenía en frente la apretaba contra la pared y le hacía un daño inaguantable. La mano enloquecida le desabrochó la blusa y le arrancó las hombreras del sujetador. Sus manos eran su única defensa y comenzó a utilizarlas desesperadamente. Lo arañaba y le tiraba de los pelos, pero el monstruo era un ser insensible. Le agarró una de sus manos y se la retorció por detrás de la espalda al tiempo que la apretaba fuertemente con su pecho contra la pared. Después intentó hacer lo mismo con su otra mano pero ella se rebeló, puso todas sus energías para evitarlo e intentó recuperar la que tenía aplastada entre la pared y su espalda. Lo arañó en la mano que le apretaba la boca, pero él era una fiera rocosa, porque respondía a sus arañazos apretándola con su cuerpo. La apretaba contra la pared al tiempo que su asquerosa ropa aplastaba sus pechos que habían quedado descubiertos.
Todo era un forcejeo constante. Una lucha a muerte donde la fuerza jugaba un papel determinante. Las manos, la cabeza, el pecho, los muslos, los pies, todo estaba en continua lucha. El cuerpo de él atacando, el de ella defendiéndose. El de él avanzando, porque rompía su falda y sus bragas, porque se desabrochaba el cinto, dejaba caer sus pantalones, y una cosa dura comenzaba o rozarle el muslo. El de ella cediendo, porque cada vez tenía más dolor, porque le costaba trabajo respirar y porque sus fuerzas flaqueaban. Le tiraba de los pelos pero él, en vez de retirar la cabeza, la apoyaba con más fuerza contra su pecho baboseándole los pezones. No había manera de retirar a esa fiera, parecía insensible al dolor y aunque intentaba con sus dos manos arrancarle las orejas él seguía por el camino emprendido y cada vez estaba más cerca de ella ese  miembro asqueroso, repugnante y duro que humedecía sus muslos y que pretendía romperla.
 De repente la mano que le tapaba la boca cedió y por fin gritó. Gritó y lloró. Y se tiró contra el suelo y no vio más.

No vio como Lalo se convirtió en un pelele. Un pelele que miró hacia arriba y vio dos caras iguales. Un pelele que soltó la mano que apretaba la boca de la Flory cuando sintió dos manos posarse en su espalda. Cuando sintió que dos manos apretaban su cuello, cuando notó que su cuerpo se elevaba como si fuese una pluma. Cuando su hombría se desinfló. Se arrugó en un instante. Porque todo el ardor que emanaba de su cuerpo ante la presencia de la mujer que se le había resistido desde el primer día, desapareció cuando unas manos lo elevaron del suelo, y vio a dos caras iguales dispuestas a estrangularlo. Dos manos que le apretaban el cuello, una por la parte de atrás, la otra por la parte de adelante. Eran dos manos distintas, cada una de una persona, pero eran dos manos iguales, dos manos que estaban sintonizadas como si fuesen una. Todo era igual. La cara era igual, los ojos eran iguales, la sonrisa era igual, el odio era igual, la fuerza era igual.
Lo sacaron a la calle. La gente que paseaba observó como dos hombres grandes llevaban a un guiñapo entre sus manos. Nadie tuvo tiempo de reaccionar, solo pudieron observar. Los hombres grandes levantaban al otro en volandas, sus pies no tocaban el suelo, llevaba los pantalones arrastrando y enseñaba su miembro flácido. Sin que nadie tuviese tiempo de decir nada, vieron cómo, con la misma fuerza que lo habían sacado del portal de la casa, lo tiraron al centro de la calle.
Tumbado, enseñando sus genitales frente a los curiosos que se habían concentrado en la calle de Goya, con la vergüenza de sentirse humillado, de ser el ser más ridículo del mundo observado por una multitud de gente, Lalo, escuchó aterrado la misma frase que oyeron todas las personas que se habían congregado:

Y los dos hombres grandes volvieron a entrar al portal de donde unos segundos antes habían salido.

Cuando la Flory se pasó la mano por los ojos para secarse las lágrimas y miró hacia arriba, vio dos caras iguales. Dulces como la miel, con una mirada transparente y una sonrisa tranquilizadora que la invitó a reponerse. Vio tanta inocencia en su rostro que cuando al unísono le ofrecieron cada uno una mano, para levantarse, se agarró a ellas con el agradecimiento de deberles la vida.
Había mucha gente en la calle cuando salió del portal. Entre los dos hombres grandes, agarrada del brazo de cada uno de ellos, vio como una persona huía y se subía los pantalones ante las miradas curiosas de la gente.
Los dos hombres grandes caminaban seguros ante la multitud que se había congregado. Tenían una mirada altiva y el orgullo de llevar a una mujer extraordinariamente guapa agarrada de su brazo.
Así fue la primera vez que la Flory vio a los mellizos.

La Flory le contó todo a su tía. Le contó que su hijo no tenía personalidad y que Lalo era un ser despreciable que no tenía que haber nacido. Y entre lágrimas volvió a pedirle que fuese testigo de su boda.