La casa
Tenían que construir una casa en una sola noche y la construyeron.
A las afueras de Madrid, por el camino de Vicálvaro había comprado
Tinín un terreno. Todas las edificaciones de esa zona eran
clandestinas, se hacían las casas en una sola noche. Era la única
manera de burlar las ordenanzas municipales. Cuando una casa estaba ya
cubierta no la derribaban, entraban en una serie de papeleos y pleitos
que no terminaban nunca, pero los propietarios se introducían en ella,
hacían vida normal y ya no les podían desalojar.
Así lo habían hecho varios compañeros de Tinín a quienes él ayudó. Y así lo hicieron ahora ellos.
A las ocho de la tarde dos personas comenzaron a preparar el revoltón.
Mezclaron arena y cantos con el cemento y, cuando la mezcla estuvo
hecha, hicieron un hoyo en el centro, lo llenaron de agua y comenzaron
a hacer una gran masa. A esa misma hora ocho personas comenzaron a
colocar las cuerdas para cavar cuatro zanjas. Dos largos y dos anchos.
Colocaron las cuerdas tirantes para que la zanja fuera derecha y
colocaron dos para determinar su espesor. Comenzaron a las ocho, porque
era la hora en que finalizaban su jornada los policías municipales. Ya
no habría inspecciones hasta por lo menos las nueve del día siguiente.
A esa hora la gente comenzaba a recogerse y el número de curiosos era
escaso. Y, si alguien pasaba, tampoco se detenía demasiado tiempo en
observar el trabajo de la cuadrilla.
Trece horas tenían Tinín y su
cuadrilla para levantar su casa. Levantar una casa en una sola noche no
era la primera vez que se hacía en esa barriada de la Elipa. Era un
barrio perdido a las afueras de Madrid. Las calles eran caminos de
tierra. No llegaba el alumbrado ni había suministro de agua. Esas
comodidades llegarían después. Después de pagar todas las multas
correspondientes. Tinín lo sabía. Sabía de cuánto eran las multas, pero
también sabía que si a las nueve de la mañana no había llegado ninguna
inspección y tenían el cerrojo echado en su casa, ya nadie se la podría
tirar. Habría que hacer mucho papeleo, habría que pagar muchas multas,
pero ellos tendrían para siempre su casa.
Por eso a las ocho de la tarde diez personas, la cuadrilla de Tinín, se pusieron a trabajar como locos. Los que hacía el revoltón
comenzaron a mezclar el cemento, con los cantos, con la arena y con el
agua. Los que hacía los cimientos se repartieron las cuatro paredes.
Pusieron las cuerdas para determinar la rectitud y la anchura de las
zanjas. Cogieron un pico y una pala y se pusieron a picar y a sacar
escombros .Dos personas para cada zanja. Cada uno empezó por una
esquina. A las ocho y media estaba el revoltón preparado.
Aunque todavía no estaban terminadas las zanjas la Flory y Andrés
comenzaron a repartirlo, lo fueron echando con cubos por los trozos que
ya estaban preparados. Las personas que hacían las zanjas picaban unos
cuarenta centímetros, sacaban los escombros y lo dejaban perfectamente
limpio para que pudiera echarse el revoltón.
Nadie
descansaba un segundo. No era la primera vez que la cuadrilla de Tinín
había levantado una casa en una sola noche. Sabían perfectamente lo que
cada uno tenía que hacer en cada momento y todos trabajaban
sincronizados. Las personas que cavaron los anchos terminaron primero y
se pusieron a cavar los hoyos de los muros de contención. Cuando las
personas que cavaban los largos terminaron de sacar las últimas paladas
de sus zanjas llegaron los últimos cubos de revoltón y los cimientos estuvieron terminados.
A las nueve de la noche aparecieron los ladrillos. Llegaron en un carro
tirado por un burro y conducido por Ramón. El tejar de Ramón distaba un
par de kilómetros del lugar donde estaban construyendo la casa. A
partir de ese momento Ramón con su burro y su carro estaría acarreando
todos los materiales que se necesitaban para terminarla. Cuando el
carro llegó, ocho personas repartieron los ladrillos entre las cuatro
paredes. Mientras, Andrés y la Flory preparaban una masa de cemento.
A las nueve y diez minutos estaban ya levantando las paredes. Andrés y
la Flory llevaban cubos y los vertían en los dornajos. En cada pared
había dos personas. Una, que untaba el ladrillo de cemento en dos de
sus bordes; y otra, que lo colocaba.
A las diez y media de la noche los que hacían los anchos llegaron a una
altura de un metro y medio y comenzaron a preparar los andamios.
Primero hincaron dos postes a cada lado, después ataron fuertemente
unas traviesas y por último colocaron las tablas.
Afortunadamente, como habían previsto, era una noche clara, una luna
llena había aparecido en el horizonte para facilitarles el trabajo.
Andrés y la Flory no pararon un momento. Antes de gastar una masa ya
estaban preparando la siguiente. Cuando llegaba Ramón con su carro eran
ellos quienes le ayudaban a descargar para procurar que los albañiles
no perdieran tiempo. Ellos subían los ladrillos al andamio y ellos
llenaban los dornajos de cemento.
La Flory estaba en una nube, ella sacaba el agua del pozo mientras
Andrés mezclaba el cemento con la arena. Habían colocado una polea para
que los cubos subieran mejor, pero de tanto tirar sus manos estaban
doloridas y aparecieron las primeras ampollas. Ella no lo notaba,
porque mientras sacaba los cubos observaba como las paredes de su casa
subían y, a medida que subían, su corazón se agrandaba.
A las doce estaban las paredes hechas y los muros de carga a punto de
ser terminados. La Flory respiró, respiraron todos porque era la hora
de descansar. Tenían que comer. La comida había llegado en el momento
justo. Dos mujeres se hicieron presentes con dos capachos llenos de
comida. Eran mujeres de la cuadrilla, mujeres que habían vivido una
situación idéntica a la que vivía la Flory, que habían amasado el
cemento y lo habían repartido, que habían hecho su casa y que ahora
habían preparado la comida.
Había que comer y había que descansar. Hasta las cuatro no se podía
continuar. Era necesario que el cemento fraguase antes de subir las
vigas. La cuadrilla de Tinín se lavó, comió, bebió y descansó.
Dos horas, solo dos horas tuvieron de descanso. A las dos de la
madrugada volvió a aparecer Ramón con su carro. Traía barro y traía
paja, traía tablas y traía botas. Y traía prisa, porque nada más
aparecer se revolucionó todo otra vez. Los albañiles comenzaron su
camino hacia la serrería y Andrés y la Flory se calzaron unas enormes
botas de goma y empezaron a mezclar el barro con la paja. Cuando estuvo
todo bien mezclado se fueron con cuatro cubos al pozo. Andrés sacaba
agua utilizando la garrucha y la Flory llevaba un cubo en cada mano que
volcaba en la masa de barro que tenían preparada. Después volvía,
dejaba los dos cubos vacíos y cogía los dos llenos. Cuando el barro
estuvo lo suficiente mojado solo tuvieron que pisar. Pisar y pisar. Los
dos pisaban con todas sus fuerzas, aplastando el barro, desmenuzándolo
y mezclándolo con la paja.
Andrés y la Flory juntos, agarrados de la mano, pisaban el barro.
Pisaban el barro y cantaban, porque ahora, aunque el trabajo era duro,
los dos hermanos podían disfrutar mirándose. Se miraban a los ojos y se
reían. Su trabajo era un juego. Levantaban las manos y saltaban.
Mostraban su alegría entusiasmados por lo que estaban construyendo.
Sabían que el barro, que ahora les salpicaba hasta mancharles la cara,
iba a ser su vida, les iba a dar cobijo, les iba a cerrar su casa.
Cuando llegó el camión que traía las vigas los pilló bailando. Los
hombres bajaron y automáticamente se pusieron a descargar las vigas.
Entonces se notó la fuerza de los mellizos. Antes habían cavado y
puesto ladrillos como todos, pero ahora que había que colocar las
pesadas vigas los mellizos hicieron demostración de su poderío. Cada
uno agarró la viga por un extremo y se la echó al hombro. El resto de
la cuadrilla arrimaba las vigas y echaba una mano por el centro, pero
eran los mellizos, con su altura idéntica, con su misma fortaleza, con
sus acciones totalmente sincronizadas, quienes aportaban la mayor parte
de la fuerza. Colocaron tres vigas a un lado y dos al otro en un abrir
y cerrar de ojos. También descargaron los cabrios y la ripia, pero para eso no fue necesaria la fuerza de los mellizos.
Eran las cuatro cuando ataron por los dos extremos y por el centro la viga que haría de hila.
Cada mellizo en un extremo, el resto en el centro. Primero la subieron
hasta el andamio. Los mellizos arriba y el resto abajo y: “A la de una,
a la de dos y a la de tres”. Todos hicieron fuerza a la vez y la viga
se fue elevando poco a poco hasta el andamio. Después hasta la pared
larga: el mismo reparto, el mismo empujón y la hila estaba arriba.
Todavía faltaba lo más difícil: subirla hasta los vértices. Subirla
hasta los puntos más altos de la casa y apoyarla en los muros de carga.
Los ocho hombres se repartieron por los puntos estratégicos. En cada
andamio se puso un mellizo que agarró por el extremo a la viga. Los
otros seis cogieron puntales para hacer fuerza desde el suelo. Los dos
mellizos fueron subiendo la viga apoyándose en la pared, pero sin
soltarla del todo. Primero la subieron hasta la altura de la rodilla,
después hasta la altura de la cintura, a continuación la subieron hasta
sus hombros y por último la elevaron por encima de sus cabezas. Cuando
la tuvieron en esa posición y con la ayuda de los seis que hacían
fuerza con los puntales la acomodaron en los cuatro puntos de sujeción:
los dos vértices de las fachadas principales y los dos muros de
contención.
Con la hila puesta comenzaron a cerrar la casa. Subieron las dos sopandas y las dos sobreparedes. Labraron los cabrios
y los clavaron. Enripiaron y repartieron las tejas. Prepararon la polea
y empezó a llegar el barro. Barro y tejas, manos que conocen su
trabajo, personas conectadas por una misma ilusión.
Dos hombres se
unieron al trabajo de barreros. Uno, solo tenía que estar removiéndolo
continuamente. El otro solo tenía que llenar los cubos que la Flory y
Andrés llevaban y colgaban en el gancho de la polea. Una persona los
recogía arriba y devolvía, colgados en el gancho, los vacíos. Dos
personas volcaban el barro en el enripiado y otra lo repartía. Otra
repartía las tejas y el último, siempre agachado, las colocaba.
A las nueve de la mañana terminaron de poner la puerta y echaron el
cerrojo. El sol resplandeciente entraba por las ventanas y los
iluminaba. Su casa estaba cerrada. Cuando los municipales se diesen
cuenta de que había aparecido una casa nueva y pidieran los papeles
tendrían que llamar a la puerta. Entonces ellos les mostrarían sus
papeles como personas casadas, les dirían que donde viven es su único
hogar y que estaban de acuerdo en pagar todas las sanciones que les
fueran impuestas. Eran los trámites, ya lo habían hecho otros y ellos
se los habían aprendido a la perfección.
Dentro de la casa había diez personas, estaban demacradas, el sudor
recorría sus caras, pero eran felices. Todos miraron a Tinín, lo
miraron satisfechos y gritaron:
Sí, a Tinín le tocaba hablar. En otras ocasiones les había tocado a los otros, pero ahora le tocaba a él, y estaba emocionado. No tardo nada en sobreponerse. Sabía muy bien lo que tenía que decir:
Se despidieron de quienes les habían ayudado, les ofrecieron ayuda para cuando la necesitasen y les dijeron que la casa que habían levantado esa noche siempre estaría abierta para ellos, para su familia y para todas las personas que llamasen a la puerta en su nombre.
Se quedaron solos. Se lavaron. Se amaron.
En el carro de Ramón habían llegado los utensilios imprescindibles para
comenzar una vida. Como ellos en la pensión apenas tenían cosas de
utilidad para una casa, fueron las familias de la cuadrilla de Tinín
quienes les proporcionaron los útiles más necesarios.
La Flory preparó un gran barreño y entre los dos lo llenaron con agua
fresca del pozo. Al lado dejaron cubos llenos para después aclararse.
Los cuerpos de los dos estaban agotados. La frente de Tinín era un
manantial de sudor. La cara de la Flory estaba llena de pegotes de
barro. Fue ella quien tomó la iniciativa. Le quitó la camisa, le quitó
las botas, le quitó los pantalones y le quitó los calzones.
Tinin se metió en el barreño y se sentó. Las manos de la Flory fueron
recorriendo todo su cuerpo. Comenzó por la cara y la cabeza, se las
enjabonó y se las frotó con las yemas de sus dedos. A medida que las
manos de la Flory lo acariciaban, su cuerpo adquiría la normalidad,
desaparecía el cansancio y volvía la vitalidad. Sus ojos volvían a
tener el brillo que cautivó a la Flory desde el primer momento y todo
él comenzaba a vibrar, porque las manos de ella subían y bajaban por su
pecho y por su espalda esparciendo agua y llenándolo de jabón. Cuando
hurgó entre sus piernas y los dedos de ella palparon sus partes viriles
se elevó hasta la nube de la felicidad y todos los placeres que antes
se había imaginado se hacían ahora realidad hasta extremos
insospechados.
Cuando Tinín se levantó para que ella aclarase su cuerpo y quitase el
jabón que aún le quedaba, su miembro estaba completamente erecto. La
Flory lo observó satisfecha, lo acarició con sus manos, lo lamió con su
lengua. Lo besó.
La fuente de la vida explotó. Inundó la casa. Regó el cuerpo de la
Flory y suavizó su cara. Y por un momento todo se paró. La Flory
levantó su cuerpo. Llegó a la altura de la cara del Tinín. Observó como
en una espiración larga todo el aire que se había introducido antes en
su cuerpo de una forma precipitada, en un gemido, ahora era devuelto
parsimoniosamente al espacio que habían construido para compartir. Y al
mismo tiempo que sus cuerpos se relajaban, la Flory lo miró tiernamente
a los ojos y le beso suavemente los labios.
Él siguió respirando profundamente y respondió cogiéndole la cara con sus manos, repartiendo las gotas de semen que estaban en su cara, mezcladas con el barro, con la yema de sus dedos, apretándola hacia sí y devolviéndole el beso.
Se
invirtieron los papeles. Salió él del barreño y entró ella. Poco a
poco, lentamente, la despojo de las pocas prendas que tenía. Cuando
estuvo totalmente desnuda comenzó a lavar su cuerpo.
Siguió el
mismo proceso. Le quitó el pañuelo que recogía su pelo y enjabonó su
cara y su cabeza. Olió su pelo y chupó sus puntas al tiempo que
avanzaba enjabonando sus pechos y sus sobacos, su cintura y su espalda.
Llegó a sus manos y vio sus ampollas, ahora arrugadas por el contacto
con el agua, se las lamió y se las besó.
Continuó con las yemas de sus dedos enjabonando sus partes más íntimas,
todas sus partes, desde las uñas de sus pies que él chupó con dulzura,
hasta sus genitales donde él reposó su cabeza y ella se la apretó hacia
sí con sus manos.
Al mismo tiempo que él gozaba de la suavidad de su piel se daba cuenta
de cómo ella se encendía y por su jadeo notaba cómo la felicidad se
adueñaba de su espacio recién construido.
Ella era ahora quien se estremecía, un continuo
cosquilleo subía por su cuerpo mientras respiraba con fuerza. Quería
retener todo el aire que habían encerrado en su casa. Porque era ella
quien estaba ahora en la cima del placer y quien lo disfrutaba sin
ningún miedo, totalmente convencida de que nada mejor le podría pasar
nunca en la vida.
Con sus cuerpos totalmente limpios y sus mentes totalmente sanas,
extendieron una manta sobre el suelo y se tumbaron. Se miraron a los
ojos. Se arroparon con otra manta y se entregaron. Se entregaron el uno
al otro. No gastaron energías porque las habían gastado todas esa
noche. Se entregaron relajadamente. En cuerpo y alma. No
acaloradamente, sino tranquilamente. Sin ninguna prisa, sin ninguna
duda, sin ningún miedo. Con la seguridad de quererse.
Se penetraron mutuamente. Él introdujo su pene hasta lo más profundo de
sus entrañas. Ella introdujo su lengua buscando el interior de sus
pensamientos. Los dedos de él buscaban orificios por donde esconderse.
Los dedos de ella querían atraparlo todo.
Hacer el amor repetidas veces fue un descanso. Darse, era esparcirse
por el universo. Recibirse, era recoger todos los frutos que habían
sembrado en la vida.
Él encontró la felicidad deshaciéndose. Ella notó como una nube la
recorría por dentro y una lluvia fina le mojaba todo el interior de su
cuerpo.
Así se acomodaron al tiempo de espera. Porque ya solo tenían que
esperar a que alguien llamase a su puerta, contestar, “ya va”, hacerse
de rogar y demostrar que todos los papeles los tenían en regla.
Era una mañana soleada de finales de abril. Solo tenían una cosa que hacer: amarse.
Amarse hasta que los municipales llamasen a su puerta.
Y así lo hicieron.