El traje
Desde que Tinín compartió el primer viaje en el tranvía con la Flory
las semanas comenzaron a tener para él solo dos días. El jueves, en que
la esperaba a la salida del taller de costura y la acompañaba hasta
Manuel Becerra, y el domingo, en que se subían al tranvía hasta Sol y
allí cambiaban de línea para ir a algún lugar desconocido por la Flory.
Cada domingo, al llegar a Sol, tomaban una línea distinta, porque ella
quería recorrerlas todas y así conocer las calles y los barrios de
Madrid. Subían a un tranvía nuevo, pero todos les sabían igual. Tinín
conoció el cuerpo y el alma de la Flory en el tranvía. Con sus manos y
sus dedos averiguó las medidas de su talle, las de sus brazos, las de
sus muslos... Averiguó las medidas de sus caderas y averiguó el
contorno de su pecho. Si le faltaba algo por averiguar la invitaba a
bajarse del tranvía y buscaban un parque. Allí, Tinín, descubrió el
calor de su cuerpo, la suavidad de su piel y supo cuál era el tejido
más adecuado para hacerle un traje. Encontró entre los desechos de la
sastrería los paños más finos para que, al contactar con la piel, la
Flory recordara el placer de sus caricias.
La Flory no sabía nada. No sabía si debía o no debía, no sabía si
estaba o no estaba, no sabía quién era, ni sabía qué le pasaba. Solo
sabía que quería estar lejos. Quería estar lejos de su casa de Marqués
de Zafra. Quería estar lejos del alcance de Lolo y de su amigo, de las
miradas de sus primas y de sus comentarios. Quería estar lejos de ellas
porque no podía soportar sus cuchicheos, sus risitas a escondidas y sus
guiños de ojos. Ya ni siquiera le alegraba la conversación con su tía,
porque no la escuchaba. Cuando hablaba con ella estaba pensando en el
tranvía, en la mano de Tinin apretando su cintura. Pensaba en sus
propios dedos, que buscaban en el brazo fuerte de Tinín su seguridad.
Sus dedos le tiraban con delicadeza del bello que tenía en el torso de
la mano, trepaban escondidos entre sus mangas y le acariciaban
suavemente el brazo para hacerle perder el control. Ella notaba todos
sus cambios y era feliz porque se sentía su dueña. Notaba el cambio de
su respiración y olía su aliento, sabía que entre tanta gente era ella
la única que dialogaba con él a través del código secreto del tacto.
Todos los domingos quería subir al tranvía para jugar a perderse con él.
La Flory solo sabía
que era feliz con Tinín y que quería estar lejos. Quería conocer todos
los rincones de Madrid y él, que se los conocía como la palma de la
mano, se los enseñaba. Se los enseñaba y juntos descubrían todos sus
secretos. Le contaba lo que se escondía en la Plaza Mayor, en Legazpi,
en Conde Duque, en Quevedo, en Cuatro Caminos, en…
Solo quería estar
lejos, por eso, cuando le dijo que tenía un regalo para ella y que
tenía que entregárselo en su casa, se puso nerviosa, porque el mundo de
su casa era otro mundo.
Pero tampoco le dijo más, porque no quería preocuparle, no quería
contarle que Lalo cada vez la acosaba más, que su primo lo consentía y
que ella solo quería estar con él, pero lejos. Lejos de su casa y de su
barrio. Porque Lalo no se daba por vencido. Le había dicho mil veces
que no quería nada con él, que no quería ni siquiera que le hablase.
Pero Lalo se lo tomaba a risa, como estaba cada dos por tres en la casa
siempre decía lo mismo: a ella, que terminaría casándose con él; y a
los demás, que era su novia.
Tinín insistía, porque
él tenía diseñado en su mente el futuro con la Flory y quería
comprometerse. Quería que sus tíos supieran de su relación, ir entrando
poco a poco en su casa, hacer saber a su familia que su intención era
buena. La Flory solo le había dicho lo estrictos que eran con las
salidas y lo mal que congeniaba con sus primas, pero también le había
dicho que con su tía se llevaba muy bien, que era la única de la
familia que la entendía. Por eso insistió.
No, su tía tampoco. Porque su tía a pesar de que siempre la había
tratado bien, desde que le contó que salía con el Rilaero
empezó a ser más distante. Aunque le dijo que solo quería para ella lo
mejor, en su interior siempre pensaba que lo mejor era Lalo. Siempre
que hablaba de él era para disculparlo, para decirle que no era tan
malo como parecía, que tenía muy buena posición y que en ningún caso se
iba a burlar de ella, porque sería lo mismo que burlarse de toda la
familia. No, su tía tampoco debía saberlo. Su relación con el Rilaero era solo cosa de tres. Ellos dos y Andrés.
Andrés era el único
que la entendía. En realidad, Andrés entendía a los dos. Congenió con
Tinín desde el primer día, desde el día que le presentó al dueño de la
panadería diciéndole: “Puede confiar en él como si fuese yo mismo, no
va a encontrar a otra persona más trabajadora que él”. Desde entonces
Tinín fue su amigo de Madrid. No solo compartía con él la pensión, sino
que además iba a la tienda cuando tenía un rato libre solo para hablar
con él.
No, no quería que
Tinín fuese a su casa, pero ante su insistencia no tuvo más remedio que
concertar un día y una hora.
Cuando vio llegar al Rilaero
con aquella bolsa tan grande se puso más nerviosa aún. Le había dicho
que fuese ese día porque sabía que estaría sola en casa. Su tío y Lolo
estaban en la finca, sus primas habían salido como todos los días y su
tía estaba visitando a su cuñada. Pero estaba nerviosa porque parecía
un regalo que no iba a poder ocultar. Por eso no supo qué decir ni qué
hacer.
No
le salían las palabras, solo le salían las lágrimas. Las lágrimas y la
risa, porque cuando ella notó la humedad en su cara, no quiso que él la
interpretase equivocadamente y forzó una sonrisa, que dibujó en su cara
mientras lloraba.
Y lloraba… Y reía… Y no podía decir nada, porque
tenía un nudo en la garganta. Y tenía que hacer algo, y le echó los
brazos al cuello y se lo comió a besos. Lo besaba en la mejilla, en la
nariz, en los ojos, en los labios, en el cuello…, en todas las partes.
Tinín abre la puerta y se va a salir de la habitación pero la voz de la Flory lo detiene.
Lolo llegó cuando no debió llegar y vio lo que no tenía que haber visto.