El Rilaero

 

Cuando la Flory contó a su tía que le hacía tilín el Rilaero ya hacía casi un año que lo conocía.
Se lo contó porque ya no pudo aguantar más. Porque las citas a escondidas, las mentiras, las excusas para no acompañar a sus primas en los paseos, para no ir con ellas al teatro o al cine la habían sumido en un estado de angustia que no soportaba.
Tenía miedo de que se enterase Lolo. Lolo y Lalo la martirizaron desde el primer día que pisó Madrid. Primero fue la burla, la trataban como a la niña paleta que vive de prestado en la casa del primo rico y a quien se le pueden hacer todo tipo bromas, porque pertenece a otro mundo. Después fue un acoso descarado, porque Lalo se encaprichó de ella. Cuanto más lo rechazaba ella más se empeñaba él en conseguirla. Y su primo, en vez de defenderla, se sumaba al acoso. Veía con buenos ojos que Lalo estuviese a todas horas detrás de ella. Que la pellizcase en el trasero o que intentase robarle un beso. Tuvo que pedir auxilio a su tía cuando ya no pudo aguantar más. Y su tía puso orden por un tiempo, pero pronto volvieron a las andadas, porque quien tenía que poner las cosas en su sitio era Rufino, pero su tío nunca se tomó en serio la obligación que tenía de proteger a la sobrina de su hermano mientras estuviera bajo su techo. Además él siempre recurría a la misma frase: “Son cosas de chicos”, decía a Lucía cuando esta le requería que ejerciese de padre con su hijo.
Rufino no quería ver, se puso una venda ante sus ojos cuando descubrió que la fuerza de Lolo traía consigo su debilidad. A medida que Lolo crecía, él se encogía. Cuanta más ilusión ponía su hijo en hacer prosperar el negocio, más se desentendía él.
Entre los dos le hacían la vida imposible. Su tía a veces salía en su defensa, pero poco podía hacer ante el poder que había tomado Lolo. Rufino estaba ciego y no quería saber nada. Y sus primas, a quien le remitía su tía para buscar apoyo, nunca fueron sus aliadas. Desde el primer día la consideraron como una intrusa: la prima que llegó del pueblo para ser el centro de atención de toda la familia.
Lalo solo se fijaba en la Flory y ellas se dieron cuenta de inmediato. Ante los ojos de él ellas desaparecieron en un momento. Ellas, que se vanagloriaban de sus zalamerías, que habían compartido durante toda su infancia las bromas, las carantoñas y los juegos con él y que habían cruzado juntos los sinuosos caminos de la adolescencia, ahora eran relegadas al ostracismo. Ni un piropo, ni una burla, ni un pellizco recibían de él. Todo, lo bueno y lo malo, era para la Flory.
Su madre solo se preocupaba de que fuesen amables con ella, de que la llevasen al cine, de que la sacasen de paseo, de que la presentasen a sus amigos. Parecía que a su madre le interesaba más hacer la vida agradable a su prima que resolver sus problemas. Por eso la envidia se apoderó de sus corazones y solo buscaban momentos para dejarla en evidencia.
La Flory se daba cuenta de todo. No era feliz en esa casa adonde llegó con toda la ilusión del mundo y en la que solo encontró la amabilidad de su tía. Una amabilidad incapaz de poner orden en el laberinto donde se había metido. Se sentía incómoda cuando salía con sus primas, porque notaba su desprecio. No disimulaban su desagrado y hacían comentarios y burlas hablando por lo bajo o diciéndose cosas al oído. Se reían de sus frases de paleta, de sus ocurrencias y de su forma de andar y de vestir. Por eso, después de los primeros desaires, tomó la callada por respuesta y dejó de confiar en ellas.

Buscó refugio en aquellos ojos que la miraron un día desde lo alto. Unos ojos que tenían tanto brillo que la cegaron. Que la obligaron a bajar la cabeza y a sentirse pequeña. Unos ojos que insistían e insistían en hacerle compañía y que pusieron tanto empeño en conseguirlo que no pudo resistirse. Unos ojos que la obligaron a tener una vida clandestina porque de sus encuentros no podían tener conocimiento ni su primo ni Lalo, porque entonces le harían la vida imposible. Unos encuentros que tampoco podían conocer sus primas, porque eran unas cotorras e inmediatamente lo sabría todo el mundo. Unos encuentros que mantuvo ocultos hasta que no pudo aguantar más y se lo contó a su tía.
 
Solo lo sabía Andrés. Su hermano tuvo mucho que ver en su relación con el Rilaero.  A pesar de estar a más de cien kilómetros, Andrés fue quien llevó a la Flory a los brazos de Tinín. La llevó a darle los dos primeros besos y a recibir uno que le revolucionó su ser.

La primera vez que lo vio tuvo que bajar la cabeza y esconder sus ojos. Estaba fregando el suelo del pasillo cuando notó que alguien se acercaba. Cuando levantó los ojos vio la mirada de un chico joven con una cinta métrica que le rodeaba el cuello y unos alfileres prendidos en una manga. Le pareció casi tan joven como ella, pero mucho más alto. El brillo de sus ojos se confundió con el rayo de sol que entraba por la ventana. Bajó la mirada y se avergonzó de estar tan sucia, de tener el pelo revuelto y la cara sudorosa, de tener las manos enjabonadas y de estar sujetando una bayeta.
Solo se miraron, porque Rufino, que lo acompañaba, se adelantó, abrió la puerta y lo despidió amablemente. Pero fue suficiente, porque se dio cuenta de que aquellos ojos la miraron de forma distinta. Encontró en ellos una mirada que no había visto nunca.
Después supo que el Rilaero había ido a la casa de Rufino a tomarle medidas para hacerle un traje y que aquella mirada se quedaría grabada para siempre en su mente. Una mirada que buscó todos los días cuando sabía que Rufino estaba en la casa y sonaba el timbre. Sabía que tenía que volver, tendría que hacerle alguna prueba y en cualquier caso tendría que volver a entregar el traje.
El día que volvió para hacerle la primera prueba fue la tía Lucía quien abrió la puerta, pero a ella no la pilló desprevenida. Tampoco la pilló fregando, porque desde aquel día cambió sus horarios. Fregaba cuando Rufino no estaba en casa y el día que se quedaba se acicalaba más por si acaso. Lo oyó saludar y se asomó disimuladamente. Sabía que para ir a la habitación de sus tíos necesariamente tenían que cruzar el pasillo y pasar por delante de la cocina y del servicio. Ella aprovechó el momento para hacer el recorrido inverso y así pudo ver otra vez sus ojos. No solo vio sus ojos, vio que llevaba una gran bolsa que contendría el traje y notó en su mirada que al verla se puso nervioso.
Fue el último día cuando se adelantó a su tía y se dirigió ella a abrir la puerta. Rufino lo había anunciado en el desayuno, no iría con Lolo a la Generala porque esperaba que le trajeran el traje. La tía Lucía siempre abría la puerta, pues quería estar al corriente de todo lo que pasaba. Luci y Patro no salían de su habitación cuando estaban en casa, cosa infrecuente pues les gustaba más estar en la casa de sus amigas que en la suya propia. Pero la  Flory ese día abrió la puerta, aprovechó que su tía estaba en la cocina y tenía las manos manchadas y, mientras se las quiso lavar, ella ya estaba abriendo. Saludo con un escueto: “Hola”, y buscó sus ojos. Escuchó otro: “Hola” y encontró una mano que se dirigió a la suya. Tenía un papelito que ella recogió con mucho disimulo.

“Tus ojos lo dicen todo. Dicen que eres una mujer extraordinaria. Y dicen que tienes mucho que contar. Pasaré todos los días a la una y media por tu calle y esperaré que una ventana se abra”.

La ventana se abrió el segundo día. El primer día lo vio pasar, vio que daba media vuelta y volvía sobre sus pasos, que se paraba un momento delante de la casa y que volvía a pasear, que volvía a dar media vuelta, que miraba hacia arriba y que pasados bastantes minutos se marchaba. El primer día no quiso abrir la ventana, su tía y sus primas estaban husmeando por la casa y se quedó con las ganas de tirarle el papel que tenía preparado. Se lo tiró al día siguiente, cuando estuvo segura de que su tía no saldría de la cocina y de que sus primas no estaban en casa. Le tiró el papel liado en una piedra para evitar que se volase. Lo vio en la acera de enfrente y abrió su ventana. Cuando él levanto sus ojos, ella sacó la mano y dejo caer el papel que la llevaría a su encuentro.

“Los jueves, a las ocho de la tarde, salgo de la academia de corte que está en el número 240 de la calle de Alcalá”.

 

La Flory se reía con ganas. Hacía mucho tiempo que no se reía. Nunca pensó que en Madrid se aburriría más que en el pueblo, pero así había sido hasta que encontró al Rilaero. Desde su encuentro con Lolo y Lalo frunció el ceño y la sonrisa desapareció de su cara. Solo tuvo una ocasión para sonreír y fue a través de los recuerdos. Se encontró con la Juli después de múltiples intentos. Sabía que la Juli servía en la calle Goya, sabía el número y el piso, y le escribió una carta. Le dijo que los jueves iba a aprender corte y confección a un taller en la calle Alcalá, que no debía de estar muy lejos de donde ella servía y que a lo mejor podían verse algún día. La Juli le contestó que ella solo podía salir una hora los martes por la tarde y que podrían verse en una chocolatería que había en el número 110 de su calle. Tardaron en concretar el encuentro porque tras las primeras cartas la tía Lucía recibió órdenes de la madre de la Flory de que evitase cualquier relación de su hija con la Juli. Desde ese momento la tía Lucía controló las cartas de la Flory y dejó de entregarle las que traían el remite de la Juli. Pasados varios meses sin recibir noticias de la Juli, la Flory comenzó a sospechar que entre su madre y su tía habrían urdido algún plan para evitar sus contactos. Escribió una nueva carta a la Juli y le dijo que le escribiese a la dirección de una compañera que había conocido en la academia. Así burlaron el cerco que les habían tendido y consiguieron encontrarse por fin un martes por la tarde en la chocolatería que la Juli le había indicado.
Se rieron, pero no de la vida que llevaban en Madrid, pues la Juli le dijo que lo que contaba en sus cartas a la Paqui era mentira, que se lo contaba para que fuese feliz y tuviese alguna ilusión en la vida. La realidad en Madrid, sirviendo en una casa de la que no podía salir ni de día ni de noche, sin conocer a nadie con quien poder pasear o hablar, era un verdadero infierno. La Juli le contó las penurias que pasaba, lo mal que la trataban los señores y las dificultades que tenía para encontrar otra casa, aunque pensaba que si la encontraba la tratarían igual, pues siempre las criadas eran esclavas de sus amas. Le dijo que si no volvía al pueblo era por no sentir la vergüenza de reconocer que todo lo que había contado era mentira.
Pero se rieron. Se rieron recordando los juegos en el pueblo. Recordando los gritos de los hombres cuando las ovejas se comían sus sembrados, las caras que ponían cuando se enfadaban, los insultos que vociferaban. Se rieron de la importancia que se da a las cosas cuando no conocemos otras tan malas o peores. Se rieron de ellas mismas, de sus diferencias familiares, de lo que habían tenido que sufrir para encontrarse y de todo lo que les estaba pasando en Madrid. Riéndose alejaron sus penas, las aparcaron para verlas desde la distancia y para encontrar algo de amistad, esa amistad que habían dejado abandonada en el pueblo y que no habían sido capaces de encontrar en Madrid.

 

Cuando el Rilaero le dijo que dejaría su vida, si fuese necesario, buscando ese puesto de trabajo, la Flory no tuvo más remedio que maquinar la forma de convencer a su tía para que la dejase salir ese sábado. Hablar de la Juli era muy complicado. Después de lo ocurrido con el secuestro de las cartas decir de sopetón a su tía que el sábado iba a ir a hacer una visita a la Juli le pareció una aventura imposible. Optó por lo más fácil, le dijo que tenía que ir a hacer un trabajo de corte con una compañera de la academia.
La academia de corte era lo único que mantenía viva su esperanza. Iba dos horas todos los jueves por la tarde. Se la pagaba con la renta de sus tierras. Había abierto una cartilla de ahorros en Madrid y sus padres desde el pueblo, y a través del tío Valeriano, le ingresaban todos los meses desde Segovia la cantidad correspondiente a la renta de las tierras. Informaba a su madre por carta todos los meses de sus progresos y demostraba sus habilidades mandándoles algún obsequio de vez en cuando. Lo primero que aprendió fue el punto. Para la Navidad ya había tejido el primer jersey para su hermana. Se lo envió en un paquete junto con una felicitación, unas castañas, unas nueces y unas naranjas. Ella misma lo llevó hasta el coche correo en la calle Monteleón.
Tejer fue al principio una obsesión. Era la excusa perfecta para pasar todas las tardes al lado de su tía y olvidarse de los agobios que le producía encontrarse con Lolo, con Lalo o con sus primas. Con las agujas entre sus brazos, y los dedos entrelazando el hilo, se le pasaba el tiempo sin darse cuenta, además conversaba con su tía y conseguía ganarse su estima. Antes de llegar el verano ya había enviado un jersey a cada uno de los miembros de su familia cumpliendo así el compromiso que había hecho a su madre de estudiar para llegar a ser modista.
El corte también le entusiasmó. Utilizar los patrones para cortar los papeles de periódico, hacer vestiditos de papel, vestir a las muñecas que nunca antes había tenido con los trozos de tela que encontraba por cualquier sitio de la casa fue para ella recuperar su infancia y disfrutar de los juegos que solo habían tenido cabida en su imaginación. En el mes de agosto envió el primer vestido para su hermana y se comprometió a hacer uno a su madre antes de la fiesta de octubre.
La academia le permitió huir durante dos años de la presencia indeseable de sus primos, acomodarse a los rincones que compartía con su tía y a tener con ella las conversaciones que no podía tener con su madre. Pero además la academia le permitió relacionarse con otras mujeres y encontrar la excusa perfecta para poder salir con el Rilaero.

 

Lolo tenía diseñado en su mente el destino de Andrés. La Generala era el lugar adecuado para traer a Madrid a un chico que iba a cumplir quince años y que estaba perdiendo el tiempo cuidando ovejas en el pueblo. En realidad Lolo solo seguía los planes de su padre: traer a Madrid a la mayor parte de su familia.
Rufino lo había conseguido a medias. No pudo traer a Bruno como le había prometido el día de su boda. No pudo traerlo a Madrid, porque pudieron más los besos de María que las promesas que él le trasmitía. Pero sí logró traer a su hermano mayor. Lorenzo aceptó venir a Madrid cuando tuvo el porvenir asegurado. Primero se vino él, cuando Rufino le ofreció la posibilidad de comprar una vaquería dos calles más abajo. Estuvo unos meses trabajando para un vaquero viejo que quería deshacerse de un negocio que nadie de su familia quería continuar. Cuando los dos hermanos comprobaron su rentabilidad decidieron las condiciones de la compra. El dinero lo pondrían a medias. Lorenzo aportaría el poco dinero que tenía ahorrado, más el que sacase por la venta de las vacas que tenía en el pueblo.  Rufino aportaría el resto. Lorenzo aceptó con la condición de que pudiera ir devolviendo en cómodos plazos el dinero puesto por Rufino para que al final la vaquería terminase siendo toda suya. Después de un año y cuando ya todo estuvo resuelto, Lorenzo se trajo a su mujer y a sus dos hijos.
Ahora Lolo quería seguir los mismos pasos, primero lo intentó con Boni, pero el resultado fue el mismo que Rufino había conseguido con Bruno: pudieron más las tetas de una mujer que las promesas que él le hacía.
Con Andrés todo parecía ser distinto, era joven, no tenía novia y estaba harto de cuidar ovejas. Bruno y María consentían que viniese a Madrid aunque pensaban que podía esperar un año más hasta que cumpliera los dieciséis. Andrés quería venir a Madrid, pero, sobre todo, quería estar con Flory. Tenía muchas ganas de verla y le escribía cartas que ella respondía puntualmente.  
Lolo tenía sus planes, pero no coincidían con los de la Flory. Ella conocía muy bien a Lolo y sabía que solo se guiaba por su interés. Quería tener a una persona de su confianza en La Generala. Una persona que le fuese fiel. Que estuviese a su disposición de día y de noche y que le dejase más tiempo libre para sus juergas y sus fechorías.
El negocio en La Generala iba viento en popa, el número de terneros para engordar era cada vez mayor, pues a los propios de su vaquería se sumaban los que le vendía su tío Lorenzo y los que compraba de otras vaquerías. Comprar y vender, traer y llevar vacas o terneros de la vaquería a La Generala era el trabajo de Lolo. Basilio, el criado que tenía en La Generala, era mayor y no tenía familia. Vivía en una pequeña casa adosada a la gran nave donde engordaban a los terneros. Disponía de las habitaciones imprescindibles para poder vivir. A Lolo le costó trabajo encontrar a un criado que aceptase estar durante el día y la noche en un lugar aislado en el campo. El pueblo más cercano estaba a cinco kilómetros y no había ningún medio de comunicación. Basilio iba al pueblo en bicicleta, era un soltero que se había acomodado a vivir más cerca de los animales que de las personas.
Estaba contratado por un jornal anual. Era escaso pero lo ahorraba todo porque no tenía gastos. La comida se la llevaba Lolo y la mayoría de las veces eran las sobras de la casa: pan del día anterior, huevos, conservas o alguna carne guisada que había sobrado. Además en la finca había un trozo de huerta, por lo que las patatas, las zanahorias, los repollos, los nabos, las calabazas o los tomates nunca faltaban. En la finca había también manzanos, ciruelos, perales, cerezos, nogales y almendros que garantizaban la fruta durante la mayor parte del año. Lo único que no había era vino. Pero eso se lo llevaba Lolo en cantidades suficientes, porque sabía que era la garantía para mantenerlo contratado. Basilio, antes de ser contratado para vivir en La Generala, era un trapero del barrio que apenas sacaba para el vino que gastaba. Como Lolo no encontró a otra persona que quisiera vivir en la  finca, tuvo que llegar a un trato con él. Le ofreció un pequeño jornal y todo el vino que quisiera. Junto con el vino le llevaba el aceite, la sal y el resto de productos para condimentar las comidas.  
Basilio, aunque era amante del vino, nunca llegaba a emborracharse y hacía bien las tareas que le mandaba Lolo. Era un bienmandao. Pero no hacía más, no tenía iniciativas y como era mayor no garantizaba la estabilidad que Lolo quería para un negocio en auge. Por eso Lolo quería una persona de confianza en la Generala, una persona que se fuese afianzando poco a poco y que le diese tranquilidad. Él sabía que el futuro estaba allí y que con el paso del tiempo las vaquerías desaparecerían de Madrid. Por eso pensaba en Andrés que, aunque era un poco joven, si le hacía caso y seguía sus consejos, no tendría ningún problema para adaptarse a esa forma de vida. Además, ¿qué va a pedir una persona que viene de un pueblo donde no hay nada?
La Flory no quería eso para su hermano. Quería que fuese libre y que se buscase la vida por su cuenta, que no estuviese a las órdenes de nadie y menos a las de Lolo. Pero, sobre todo, quería que estuviese a su lado. Por eso se lo propuso a Tinín. Pensó que él podría buscarle un trabajo para que fuese adquiriendo un oficio.

Cuando Tinín le dijo que en una panadería había un puesto de aprendiz para un joven de catorce a dieciséis años, a la Flory se le abrieron todas las puertas. Botó de alegría, apoyó las manos en el hombro del Rilaero y le dio dos besos sonoros. Uno en cada mejilla. Un beso fuerte y apretado. Estaba todavía entusiasmada cuando notó como él le cogió la cara con las dos manos, la miró a los ojos, a unos ojos en los que estaba a punto de asomar una lágrima y que vieron cómo le rozó suavemente con el dedo pulgar la punta de la nariz, cómo la acercó hacia sí y le dio un beso en los labios. Ella se acurrucó en su pecho, él le acarició la cabeza, pasó su mano por su larga melena y con una voz dulce le dijo:

 

Con la llegada de Andrés se complicaron algunas cosas. Nadie de la familia comprendió como la Flory pudo tomar esa decisión. Tanto Lolo como Rufino consideraron un agravio que Andrés rechazase el trabajo en La Generala por el de simple aprendiz de panadero. Aunque la idea de vivir aislado no fuese nada atractiva para un chico tan joven como él, lo cierto es que Lolo siempre había pensado que se fuese adaptando poco a poco. En principio solo tendría que pasar alguna noche en La Generala, acompañado de Basilio, cuando fuese necesario por la acumulación de las tareas o porque él tuviese que atender compromisos que le impidieran ir.
 La tía Lucía tampoco entendió la actitud de su sobrina.

No. Sus padres tampoco se quedaron contentos. Pero porque creían que la vida de la Flory  era de color de rosa.  En las cartas siempre les decía que estaba bien y muy contenta. No hacía ningún comentario sobre las burlas de sus primas, la indiferencia de su tío ni los acosos de Lolo y Lalo. Por eso sus padres pensaban que lo mejor para Andrés era estar cerca de su familia. Pensaban que trabajar con los tíos sería la mejor garantía para el futuro de su hijo.
No entendieron tampoco la necesidad de tanta rapidez. De la noche a la mañana su hijo les dice que se va a Madrid, porque la Flory le ha encontrado un trabajo y se tiene que presentar en dos días sin falta. No entendieron por qué su hija se lo había comunicado directamente a Andrés sin haberlo hablado antes con ellos. Tampoco entendían por qué Rufino y Lucía les decían una cosa y su hija lo contrario. Pero Andrés se fue. Les dijo que él lo que quería era estar con su hermana y que no se preocupasen porque sabría buscarse la vida.

Con la llegada de Andrés empeoraron algunas cosas pero mejoraron otras. Su hermano y sus tardes de academia fueron la excusa perfecta para poder verse con el Rilaero.