Lolo y Lalo

Lolo solo sabe hacer dos cosas: trabajar y reírse de la gente.
Su primer recuerdo es ir por la calle arreando unas vacas. Primero lo hizo porque su padre se lo ordenaba, después porque él se hizo el amo. El amo de las vacas y el amo de todo lo que había en la casa.

Su padre se echó a andar el día que se deshicieron las nieves. El último año del siglo se despedía con un invierno muy duro y aquella nevada que cubrió el pueblo durante quince días lo desquició. Quince días sin salir de casa, sin hacer nada, regañando continuamente con sus padres y con su hermano mayor, fue demasiado tiempo para una persona que se pasaba la vida en busca de no sabía qué. Buscaba entre los cerros y no encontraba nada. Buscaba en el campo y solo encontraba terrones, hierbajos y un dolor de espalda que se hacía insoportable todos los veranos.
Todos los años caía una gran nevada en el pueblo, una nevada de esas que te obligan a estar sentado a la lumbre durante horas y horas. La de este año se le hizo insoportable, tenía que haber algo al otro lado de la montaña.  La idea de llegar hasta Madrid no se le iba de la cabeza mientras quitaba la nieve y hacía una vereda para poder salir de casa, ni cuando repartía la hierba seca en los pesebres de las vacas, ni cuando su padre le mandaba a por leña para atizar la lumbre, ni cuando su hermano mayor le llamaba perezoso porque no quería salir a la taberna para jugar a las cartas.
Tenía la idea en la cabeza mientras comía, mientras dormía, mientras se consumía sentado a la lumbre o mientras escuchaba renegar a su madre. Cerraba los ojos y se veía caminando, cruzando montañas, buscando algo que sabía que le estaba esperando en algún sitio escondido.
Cogió unas alforjas y una cantimplora, se echó al hombro su manta, la que utilizaba para llevar las vacas, pidió a su madre una vuelta de chorizo y se echo a andar. No lo apartaron de su idea ni las lágrimas de la madre que acompañó la vuelta de chorizo con unos cuantos reales, ni los peligros que escuchaba de la boca del padre. Los tranquilizó con la promesa de volver a casa por el mismo camino en el caso de que no le fuesen las cosas como él pensaba.
Se echó a andar y no paró hasta que llegó a Madrid. Más de cien kilómetros por caminos estrechos, solo sabía que tenía que llegar al puerto, un camino que ya conocía de haber ido a por leña. Tenía que llegar al puerto antes de que la noche le cerrara el camino. Después dormiría en la ladera sur, en algún recoveco próximo a Rascafría, y desde allí Madrid estaría a su alcance siguiendo los palos de la luz.
Se fue una mañana temprano, se despidió de todos y les prometió que algún día volvería para llevarse a su hermano pequeño. Fue un camino largo, pero más largo iba a ser el que le esperaba en Madrid.

El primer amo que tuvo no le asignó ningún jornal. Dormir en la vaquería y comer las sobras de la familia fue el trato. Lo aceptó porque no quiso elegir la opción de volver al pueblo por el mismo camino y con la cabeza gacha. Tenía comida segura porque las sobras siempre eran suficientes para mantenerse. Por las mañanas un gran tazón de leche siempre estaba asegurado. Un tazón al que echaba mendrugos de pan duro, de lo que sobraba en la casa del amo y que, si no lo quería él, lo tiraban a las gallinas. Hacía el almuerzo después que los amos, pero siempre sobraba un plato de sopa y unos garbanzos, unas patatas con grasa o unas berzas y un trozo de tocino en función de lo que se hubiera cocinado ese día. La cena era lo más escaso, el día que había huevos a él no le tocaban. Los huevos nunca sobraban porque los que no se comía la familia se los vendían a los vecinos. Por eso a él esa noche solo le quedaba el pan tostado y el vaso de vino. Pan y vino tenía siempre suficiente, el pan porque lo cocían en casa y de la hogaza que empezaban cada día siempre sobraba algo y el vino porque sabía donde estaba la cuba y tenía permiso para ir a por una jarra cuando quisiera.
Tenía un lugar donde dormir: la vaquería. Aunque no fuese el lugar ideal, era un sitio cálido, y, después del frío que había pasado aquel invierno, no le pareció del todo mal. Además por las noches en la vaquería él era el dueño. Podía ordeñar un jarro de leche a la vaca recién parida y saciar su hambre si las sobras del día no habían sido lo suficiente justas con él o podía comer los nabos, las calabazas o las remolachas que estaban destinadas como forraje para las vacas. Pero además tenía todo el tiempo que quería para pensar, y pensar era lo que más le gustaba. Pensar sin que nadie le interrumpiera, sin que nadie le mandara. Pensar él solo, tumbado encima de la hierba que le hacía de cama y con los resoplidos de los animales que le servían de música, para dar vida a sus fantasías. Y su sueño era tener una vaca. Una vaca suya, una vaca para poder empezar. Porque primero sería una y luego serían dos, y después cuatro, y ocho, y…   
Tenía una comida segura, un lugar donde dormir y tenía la esperanza de encontrar otro amo mejor. Un amo que solo aportase a lo que el actual le daba una cosa más: una chota.
Y lo encontró. Tuvo que pasar toda una primavera y todo un verano y aprender las tareas propias del buen vaquero. Lo primero cuidar a las vacas con cariño. Se lo decía su amo: “Los animales son como las personas, si los tratas bien, te responden bien, y, si los tratas mal, te responden mal”. Y él empezó a tratar bien a las vacas y ellas se volvieron dóciles y agradecidas. El agradecimiento consistía únicamente en darle toda la leche que tenían en sus ubres, que no era poco, y en no hurtarle nada, como hacían cuando eran manos extrañas quienes las ordeñaban. Lo segundo dar al ganado la alimentación adecuada. Esto también lo aprendió de su primer amo que sabía que había que compaginar el pienso con el verde. La harina no era suficiente para que las vacas dieran mucha leche, era mejor echar un kilo menos de harina e incrementar el volumen de la hierba verde y de la alfalfa, o de la remolacha y la calabaza, cuando el verde escaseaba. Y por último debía ser el repartidor justo, el que sabía guardar los equilibrios entre los intereses del amo y los deseos de las clientas. El amo quería que el cántaro diera de sí muchos litros y las clientas querían que el litro de leche llevase propina. Él lo consiguió con un falso fondo en el medidor y echándoles un chorro de regalo en sus recipientes.
Repartir la leche le dio la posibilidad de conocer a mucha gente, de relacionarse. Se enteró de la fama de tacaño que tenía su amo. Él lo vivía en sus propias carnes, pero los comentarios que le hacían las mujeres de las casas a quienes servía y sobre todo los dueños de las tabernas, que eran los primeros en recibir el reparto, le llevaron a la conclusión de que Madrid era muy grande y de que igual que había amos tacaños debería haberlos más generosos. Indagó por otros barrios y comprobó que todos los criados, aunque fuese poco, tenían un jornal.
Él fue ofreciéndose a otros amos y todos le ofrecieron un pequeño jornal, pero él lo rechazaba. Les decía  que el no quería jornal, que lo que quería era que cada año de dieran como jornal una chota y su alimentación.  
Encontró a un amo astuto. Era un viudo que no tenía hijos que le ayudasen y que estaba harto de cambiar de criados como cambiaba de chaqueta. Pensó que la idea le podía ser beneficiosa pues obligaba al criado a permanecer en su casa. No podría llevarse la chota si se despedía porque no tenía establo en donde meterla y tampoco le acogerían en otra vaquería si llegaba con una vaca de su propiedad debajo del brazo. Aceptó pero le puso una condición: no podrían ser más de tres.
Le daría una chota cada año los tres primeros años, después ya no le daría más que el alimento. A medida que se hiciesen vacas y dieran leche, él podría beneficiarse del valor de los terneros y de una parte del valor de la leche.
Él aceptó pero con tres condiciones: una, que en caso de desgracia, que se muriera alguna o que no se quedara preñada, entonces sería sustituida por otra y él recibiría el valor de su venta en el matadero. Dos, que sobre cada vaca, a partir de los ocho años, él pudiera elegir entre venderla, si dejaba de producir la leche suficiente, o mantenerla, si aún era productiva; y en el caso de venderla que fuese sustituida por otra chota. Y tres, fijar un precio mínimo a recibir por cada litro de leche que dieran sus vacas.
Tras algún tira y afloja llegaron a firmar un acuerdo con los puntos reseñados aunque el amo se reservó la posibilidad de despedirle si le engañaba o si no cumplía bien su trabajo. Él no puso objeción pues por su mente no pasaba la idea del engaño y lo de cumplir con el trabajo lo tenía tan asumido desde que llegó a Madrid que no se imaginaba que pudiera hacerlo mal, y menos ahora que se le ofrecía la posibilidad de ser dueño de algo.

El amo no tenía hijos, pero tenía una hija demasiado mimada. Era la niña de sus ojos y el espejo de su esposa mientras vivió.
Lucía había sufrido más de un desengaño amoroso. Más que amar había jugado a ser amada. No era una belleza aunque su madre se esmerase en que lo aparentara. Siempre le compraba los zapatos de última moda, el vestido de su actriz favorita o le hacía el peinado que más le favorecía la cara. Pero su cuerpo no se podía cambiar y, por más que intentara disimular las desproporciones entre su pecho y su cintura o entre sus piernas y sus caderas, no podía ocultar que todo era desmesurado. Ella lo sabía, como sabía que tenía otras cualidades. Tenía el don de mirar a los ojos a las personas y adivinar sus pensamientos antes incluso de que ellos se hubiesen percatado de lo que pensaban.
Ante los ojos de los demás era un poco pavisosa. El tamaño de su cuerpo y la forma de andar, tan desgarbada que parecía que en cualquier momento podía tropezar, no la favorecían nada. No decía la frase oportuna en el momento adecuado. No contaba el chiste que hacía reír a las personas que la acompañaban. Era propensa a meter la pata y a decir alguna incongruencia en el momento más inoportuno. Por eso hablaba poco y se limitaba en la mayoría de los casos a reír las bromas que hacían los demás.
Pero para sí era lo suficientemente espabilada como para ser ella quien controlase la situación y se considerase la dueña de su propio destino. Tenía muchas amigas, pero ella sabía que habían sido compradas. Unas, por la madre, que le buscaba compañías hablando con otras madres, y otras, por el propio interés: salir con una persona acomodada daba prestigio y posibilidad de que los hombres se acercasen con más frecuencia.
Los hombres siempre la rodeaban y ella sabía por qué. La cortejaban, pero ella lo tenía claro: ella sería quien en última instancia eligiese.

Tres años dan mucho de sí. Dan mucho de sí para ver cómo crecen los animales, cómo la chota que pactó recibir el primer año se convirtió en una novilla, que se quedó preñada en la primera ocasión de apareamiento con el semental que el amo había traído de Holanda. En tres años se cumplió el trato y él fue dueño de una vaca que parió por primera vez un ternero del que sacó buenos reales y que empezó a dar cubos de leche que él cobraba al precio acordado. Fue dueño de una novilla que antes de cumplir los dos años se quedó también preñada. Y fue dueño de la tercera y última chota acordada con el amo.
Tres años dan mucho de sí cuando te cruzas todos los días varias veces con una misma persona. La mirada de Rufino se cruzaba todos los días muchas veces con la mirada de Lucía. Se cruzaba por la mañana cuando acudía a la cocina a comer un torreznillo y tomarse un tazón de leche. Se cruzaba en la comida del medio día, los días que compartía con los amos la mesa; y eran casi todos, pues solo cuando tenían visita lo apartaban de su mesa y lo mandaban a comer al cuarto que le habían asignado. Y se cruzaba en la cena cuando coincidían por la noche.
Su cuarto era muy estrecho, no tenía ventana y la puerta de entrada daba al establo. Tenía un banco alargado, una tabla ancha con cuatro patas, en el que podía descansar los ratos libres y donde dormía por la noche. Además tenía un grifo para poder coger agua, una palangana para poder asearse y un retrete para hacer sus necesidades. Le habían asignado un colchón viejo, dos sábanas y una manta para poder hacer, encima del banco, algo parecido a una cama. La casa estaba separada de la vaquería por un largo pasillo, de tal forma que Lucía podía hacer vida normal sin tener ningún contacto con las vacas. 
En el cuarto nunca se cruzaron las miradas porque aunque Lucía le lavaba la ropa no entraba ni a recogerla ni a entregársela, para no coger el olor de las vacas. Era él quien todos los lunes dejaba su ropa junto con las sábanas en el pasillo, encima de una silla, y era ella quien se la devolvía limpia y planchada en el mismo lugar. No se cruzaban sus miradas pero él la sentía cuando recogía la ropa y la olía.
Cuando ves a una persona muchas veces durante tres años o te encariñas con ella o la aborreces.  Si te encariñas, cada vez la ves más normal, más familiar y más hermosa. Te das cuenta de que las proporciones de su cuerpo son las que corresponden a su manera de ser, te habitúas a ellas y no puedes imaginártela de otra manera. La falta de conversación se convierte en una virtud y las meteduras de pata desaparecen con la confianza. Te fijas en el color de sus ojos y en la dulzura que emana de ellos. Y te fijas en lo bonita que tiene la cara.
Encuentras destrezas en la forma de cocinar los alimentos y de plancharte la ropa. Descubres el respeto y la delicadeza con la que te trata: el saludo de por las mañanas, la sonrisa que te dedica cuando la miras o el tono de su voz cuando te comenta algo.
Tres años dan mucho de sí. Sobre todo si estás lejos de tu familia y la añoranza se apodera de ti. Te haces mayor y te empieza a atraer la tranquilidad y la estabilidad. Rufino encontró un hogar, se acomodó a una situación que no dominaba y aceptó la sumisión. Prefirió dormirse cada noche recordando las miradas que se había cruzado con Lucía, pensando en el misterio que se escondía detrás de sus ojos que parecían conocer más de su propio destino que lo que él mismo pensaba, que salir a buscar en la noche madrileña no se sabía qué.
 
Tres años en la vida de Lucía dieron aun más de sí. Cuando su padre contrató como criado a Rufino solo hacía seis meses que había muerto su madre. Con su madre las dificultades que le presentaba la vida eran más llevaderas. Ella le aconsejaba: la ayudaba a elegir la ropa, le hablaba de los hombres y la alertaba de sus intereses.
En realidad Lucía no necesitaba de muchos consejos, pues desde siempre supo que si los hombres se arrimaban a ella no era por su físico, sino por su dinero. Ella lo sabía, como sabía también que ella siempre tendría la última palabra. Tenía clara una cosa: que ella elegiría al hombre con quien se casara.
La rondaron muchos hombres, pero ella solo había elegido a dos. Y los dos le fallaron. Ninguno de los dos se atrevió a dar el paso definitivo. Cuando se dieron cuenta de que no podían pasar de los besos y que estos olían a vaca, la dejaron.
Después de la muerte de su madre las cosas se complicaron. No porque ella tardase en asumir su destino; -la muerte de su madre la hizo más fuerte-, sino porque las circunstancias y el tiempo lo empeoraron. Primero, fue el luto: durante un año estuvo apartada de fiestas y el trato con las personas se distanció. Y después, el tiempo: no es lo mismo buscar novio a los dieciocho que a los veintiuno.
Todo influyó para que Lucía dejase de buscar lo de fuera y se acercase a lo que tenía en casa. Porque, Rufino -pensaba- no era menos guapo que los dos novios que la habían dejado. Tenía menos conocimientos, eso sí, pero era trabajador, seguro que más que ellos, pues ahora, al recordarlos, pensaba que tenían pinta de holgazanes. Por eso le lavaba la ropa con jabones especiales para tratar de borrar la huella que dejaban las vacas. Por eso le planchaba las sábanas rociándolas con su colonia favorita. Y por eso le recomendaba que se comprase ropa nueva y que procurase vestirse bien los ratos que no estaba en la cuadra y, sobre todo, los domingos o los días festivos. Eran recomendaciones que ella sabía que Rufino las recibía como muestras de afecto.
Y el olor a las vacas ya lo tenía asumido, llevaba toda la vida pegada a su padre y a su olor, y ya nunca lo podría evitar. La idea adolescente de encontrar un novio rico que la alejase del mundo de las vacas ya se le había esfumado. Sabía que en el mejor de los casos encontraría a un hombre que se casaría con ella por su dinero y entonces también se dedicaría a las vacas y también cogería su olor. Por eso la idea de compartir su vida con Rufino se fortalecía de día en día. Solo tenía que buscar el momento adecuado, pues ya había visto en los ojos de Rufino que su destino estaría siempre ligado al de ella y que a ella le correspondería darle la forma adecuada.
Tenía que buscar el momento adecuado y ella lo sabía. Conocía bien a los hombres, pues aunque no había intimado con ninguno, le bastaba mirarles a los ojos para saber lo que buscaban y para poder influir en sus decisiones.
Lo experimentó con su padre de manera satisfactoria. A los pocos meses de morir su madre se dio cuenta de que estaba más afectado que ella misma. Vio en sus ojos que los cariños se guardan en los recuerdos, pero que es imposible guardar en el recuerdo el calor de la cama. Su padre era aún joven y no podría estar por mucho tiempo alejado de los placeres de la carne. La idea de que trajese legalmente a otra mujer a su casa, de que fuese joven y pudiese tener más hermanos no le gustaba nada. Tenía que hacer algo. Tenía que demostrar a su padre que hay lugares donde podría dar salida a sus impulsos sexuales  sin tener que formalizar una relación que quién sabe los problemas que les traería. Unas relaciones que aunque resultasen costosas, lo serían menos que si llegase a un compromiso estable con una persona a la que habría que alimentar y vestir todos los días, y vete tú a saber lo caprichosa que pudiera ser. Todo se encarecería aún más si esa persona quisiese tener hijos.
Tenía que hacérselo ver a su padre y tenía que hacerlo con tacto. Supo hacerlo. Supo llevarlo por el camino de buscar satisfacción todos los sábados por la noche. Lo hizo cuando lo vio mohíno, cabizbajo, triste…

Y salió ese sábado, y el siguiente…, y se acostumbró a salir los sábados y a no volver hasta el amanecer. Y ella se acostumbró a verlo salir. A regalarle un par de besos cuando salía. Y a verlo volver satisfecho y feliz el domingo y recibirlo con otro par de besos.
Era sábado y esa noche cuando se cruzó con Rufino, lo miró como siempre: a los ojos, pero no apartó su mirada, aguantó, y cuando él pasó junto a ella le preguntó:

Lo llevó a un cuarto de baño que él no había pisado nunca. Había una bañera metálica que Lucía miró ofreciéndosela.

Ella iba y venía de la cocina al baño con cubos de agua fría y de agua caliente que iba mezclando mientras él permanecía quieto, sin quitarse la ropa. Estaba paralizado, atrapado en una situación que nunca se había imaginado. Había dicho que haría lo que ella quisiera, pero no había pensado que ella fuese tan decidida y que él estuviera atenazado por el pudor.

Tardó ella menos en llenar la bañera que él en quitarse toda la ropa. Cuando la bañera ya estaba lo suficientemente llena soltó una carcajada al verlo desnudo con las manos tapándose los genitales.

Volvió a reírse al verlo tan descolocado. Estaba tan nervioso que a pesar de estar desnudo delante de una mujer su miembro no se enteraba. Ella siguió con su media sonrisa mientras le obligaba a meterse en la bañera. Cogió una esponja suave, la enjabonó y se la pasó por todo el cuerpo. Fue restregando desde la cabeza a los pies y solo cuando llegó a las partes viriles de su cuerpo se dio cuenta de que el hombre que había elegido para compartir su vida respondía.
Respondió en una noche inolvidable. Ella lo introdujo en una habitación de ensueño. Lo había preparado todo al detalle: la cama con las sábanas bordadas, la luz tenue de la lamparita en la mesilla y un perfume seductor que había elegido con esmero. Como no había estado nunca con un hombre recurrió a sus sueños y lo condujo por el mundo de las fantasías que se había creado durante noches y noches.
Él respondió dejándose llevar porque el sendero que le iba marcando ella lo fascinaba. Nunca había vivido una situación semejante. Solo había hecho una escapada a una casa de citas cuando estuvo con su anterior amo y la experiencia le resultó tan poco gratificante que prefirió buscar el camino de las satisfacciones personales y esperar. Pero nunca imaginó encontrar un lugar tan cálido. El colchón de lana, donde se hundió con ella,  y la suavidad de sus labios, cuando lo besaron por primera vez, lo elevaron a un mundo de ensueño. A un éxtasis perfecto. Al deseo de que el tiempo no pasase. A aceptar someterse para siempre a esa mujer que le había descubierto el gozo.
Ella lo llevó en volandas desde el cuarto de baño hasta su habitación. Le secaba el cuerpo al tiempo que lo empujaba entre risas y le hacía cosquillas. Y una vez en el lecho se despojó seductoramente de toda su ropa y le ofreció su cuerpo. Él observó sus desproporciones y le parecieron perfectas, las más adecuadas para la enorme sonrisa de su boca, para la piel sonrosada de su cuerpo, para la ternura que se vislumbraba en su mirada y para el calor que desprendían las yemas de sus dedos cuando lo acariciaban.
 Después de esa noche todo fue coser y cantar. Todo se quedaba en casa. Su padre no puso ni un pero. Es más, pareció descansar al saber que todo iba a quedar en manos de un experto. Porque durante los tres años que llevaba Rufino en su casa el negocio había ido viento en popa. Las vacas habían dado más leche que nunca, los terneros habían nacido sin complicaciones y se habían vendido a buen precio. Había elegido las mejores terneras para criar y reponer a las vacas viejas. Su comportamiento no era el de un criado, se interesaba por las vacas como si fuesen todas suyas, si enfermaba una, se preocupaba el criado más que el amo. Porque era él quien les ponía la inyección o quien les daba la botella de vino. Y la clientela estaba encantada, cada vez el reparto era mayor y cada vez estaban más contentos con la calidad de la leche. Además,  él ya estaba cansado y la idea de pasar toda la responsabilidad a Rufino no le disgustaba lo más mínimo.
Su matrimonio fue un nuevo contrato. Ella siempre supo que su matrimonio sería eso. Un contrato entre una persona que entraría en su casa para adueñarse del negocio, y ella, que encontraría su felicidad. Una felicidad que descubrió aquella noche. Porque Rufino, limpio y perfumado, era un hombre distinto. Un hombre que sabía a rosas y a quien no se notaba el olor a las vacas. Un hombre tierno, cuando ella siempre había pensado que los hombres eran unos brutos. Un hombre que la trató con delicadeza, que no fue egoísta y que no se echó atrás una vez satisfecho. Un hombre que la colmó de halagos, que la acompañó en lo que ella le pedía, que se dejó dominar al mismo tiempo que la dominaba. Un hombre que le hizo soñar.
Tuvieron a Lolo a los nueve meses justos. Una vez comprobado que la felicidad estaba instalada en la casa no perdieron ni un minuto. La boda se celebró acortando todos los plazos posibles. El amo puso el dinero para que los parientes de Rufino pudieran venir a Madrid. Solo vinieron sus padres y el hermano menor. El mayor se tuvo que quedar al cuidado de la casa. El viaje a Madrid era complicado, tenían que ir a Segovia y después coger el tren a Madrid. Tardaban un día en llegar, con el de volver y el de la boda, tres días. La casa no podía quedarse tres días abandonada.   
Los padres, que lo vieron marchar cuando se deshicieron las nieves, no daban crédito a lo que veían. Su hijo, que lo había dejado todo por una aventura en Madrid, emparentaba con una familia pudiente y estaba buscando la forma de traerse también a Madrid al hermano pequeño. Así se lo dijo en la boda: “Bruno, ampliaremos la vaquería y tú vendrás a Madrid”.
Lolo fue un regalo para todos. Para el amo, porque siempre había soñado con tener un hijo varón, para Rufino, porque colmaba el sueño que tuvo cuando salió del pueblo aquel invierno del último año del siglo y para Lucía, porque se sintió totalmente realizada como mujer. Por eso no le faltó nada. Y por eso se creyó que todo estaba a su alcance y que él era el dueño del mundo.
 

 

 

 

 

 

 

 

Lalo solo sabe hacer una cosa: ir detrás de Lolo. Todo lo demás es impuesto. Fue a la escuela por obligación. Adquirió los modales adecuados a su clase privilegiada porque su madre se los fue inculcando desde pequeño. Llegó a la Universidad y eligió la carrera de Derecho por imperativo del padre. Su familia era la autoridad y Lolo era su libertad.
Estaba a punto de terminar la carrera de derecho. En realidad llevaba muchos años estando a punto de terminarla. No tenía prisa por abandonar una universidad que le daba muchas alegrías y pocos quebraderos de cabeza. Llevaba una vida de juerga y el estudio no le urgía. Sabía que tenía el trabajo asegurado y que lo que ahora correspondía era disfrutar de la vida.
La notaría de su padre sería su destino y estaría siempre esperándolo. Por eso mientras su padre trabajaba, él se dedicaba a la buena vida. Estudiaba lo mínimo indispensable, lo justo para que su padre no perdiera la paciencia. Como sabía que su destino estaba asegurado, a su padre siempre le seguía la corriente. Desde pequeño se acostumbró a obedecer en casa y a hacer lo que le diera la gana fuera.
Lalo tenía dos vidas: la de su casa y la de la calle. Lo descubrió muy pronto y supo amoldarse perfectamente.
En su casa tenía que sacrificarse y lo sabía. Sabía que debía guardar las apariencias. Obedeció a su madre que desde pequeño le inculcó buenos modales para saber comportarse en  la vida. Estudió lo que le ordenó su padre con la idea de ser él quien lo sustituyera.

La de la calle la descubrió el día que encontró a Lolo. Un crío que jugaba detrás de unas vacas. Todos los días lo veía correr por la calle entre un tumulto de animales, de gritos y de bramidos. Las vacas salían respingando de un portalón y de inmediato aparecía un niño que las dominaba. Las dirigía por la calle abajo hasta llegar al estanque. Allí una tras otra saciaban su sed y después, cuando todas habían quedado satisfechas, el niño les daba cuatro palos y las obligaba a recorrer el camino inverso en dirección a la cuadra.
         Después de observarlo durante muchos días se atrevió a ponerse él también delante de una. Se puso en la calle equivocada y la vaca estuvo a punto de atropellarlo.

Desde esa mañana el día comenzó a tener dos caras: la de su casa, donde tenía que obedecer; y la de la calle, donde corría y gritaba desenfrenadamente.
En la calle su voluntad se limita a ir detrás de Lolo. Le obedecía ciegamente, se colocaba en la esquina que le ordenaba, daba un palo a la vaca que se quedaba atrás o corría enloquecidamente para hacer volver a la que había cogido la calle que no debía. Él aparecía todos los días a la hora de sacar a las vacas para beber agua y Lolo se acostumbró a ordenarle y a tratarlo como a un criado.
 Lalo no apreciaba ni el desprecio ni el autoritarismo con que lo trataba; para él todo era un juego, y compartir la aventura con el niño al que siempre envidió le pareció un sueño. Porque un sueño era tener un palo en la mano, un sueño era ver saltar a las vacas, verlas pelearse, oír sus bramidos, introducirse en el establo y percibir sus olores, escuchar sus resoplidos, sus recelos, sus disputas por la comida, sus pataleos… ¡y esas ubres!: ¡tan gordas!, ¡tan llenas de tetas! Y tan alargadas que casi llegaban al suelo. Esas tetas que a él tanto le obsesionaban.
De niños estuvieron unidos por las vacas. De mayores estuvieron unidos además por el dinero y las mujeres. Lolo era el dueño de Lalo durante el día y Lalo era el dueño de Lolo durante la noche.

Cuando compraron la Generala, Lolo se convirtió en el dueño de la casa. Él era el que sabía conducir. Él era quien llevaba en la camioneta las vacas secas y quien traía las que estaban a punto de parir. Y él era quien disponía del dinero para comprar el mejor semental y vender los terneros, para hacer los negocios y para salir por las noches. Lalo se sumó a la fiesta acompañándolo la mayoría de las veces en sus viajes a la Generala, porque aunque tenía que ir a la universidad se fumaba las clases con tal de ver cómo se cargaban y descargaban las vacas, cómo se segaba y se almacenaba la alfalfa, cómo nacían los terneros y cómo Lolo se desenvolvía en todos los lances como si fuera el dueño de la naturaleza.
La Generala fue la última ocurrencia del tío Cabila. Ladislao, el tío Cabila, el padre de Lucía y cómplice de Rufino desde que bendijo su enlace, solo tenía ideas en la cabeza. Más que suegro y yerno fueron socios, formaron un tándem de generar negocios. El tío Cabila ponía las ideas y Rufino las llevaba a la práctica. Rufino no tenía apenas conocimientos pero desde siempre supo distinguir el grano de la paja, y cuando el tío Cabila le proponía algo, él lo concretaba, separaba lo que no sería provechoso y se quedaba solo con la parte que generaba el negocio. Rufino multiplicaba siempre por cien las posibilidades de negocio que las ideas de su suegro le sugerían.
Primero fue la compra del solar donde construyeron la cuadra de abajo. La construyeron únicamente para las vacas de ordeño. La hicieron lo más moderna que pudieron: cambiaron el sentido de las pesebreras para echar los alimentos con más comodidad, pusieron un mecanismo que permitió llevar el agua al pesebre evitando el tener que sacarlas todos los días a beber al estanque e instalaron un sofisticado mecanismo de ordeño mecánico. El resto del ganado: las vacas secas, las novillas, los terneros y el semental permanecieron en la cuadra vieja. Con la nueva distribución no solo aumentaron el número de cabezas de ordeño sino que consiguieron una mejor distribución del trabajo.
Después tuvo la gran idea, la que les cambiaría el negocio y los haría ricos. Cuando el tío Cabila le habló de comprar una finca en las orillas del Jarama para poder tener forraje para las vacas, enseguida Rufino se la desarrolló: “No solo será una finca para cultivar forraje y sembrar cereal. También construiremos un establo donde llevaremos a las vacas secas, a las novillas y a los terneros de engorde. Todo el ganado que tenemos en la cuadra vieja lo llevaremos allí, y… tiraremos la vieja y construiremos cuatro casas que venderemos a precio de oro”.
El tío Cabila tuvo la gran idea, pero no pudo disfrutarla, el sueño definitivo lo llamó antes de que el proyecto llegara a su final. No pudo ver los lujosos pisos terminados ni la facilidad con que se vendieron. No pudo ver los fajos de billetes que se deslizaban entre las manos de Rufino primero y de Lolo después, ni los números de las cuentas de ahorro que engordaban cada día más. No pudo ver cómo, tras su muerte, se apagaron todas las ideas de la familia y Rufino claudicó a favor de su hijo.

El día era de Lolo y la noche de Lalo. Si durante el día eran dos personas en continua pelea con la naturaleza, en la noche se convertían en dos lobos al acecho de cualquier mujer hermosa. Lalo llevaba tantos años en la universidad, conocía a tanta gente que era rara la fiesta a la que no estaba invitado. A todas iba acompañado de Lolo y lo convertía en el galán más educado y más seductor ante cualquier clase de mujer. Porque ante las mujeres que Lalo le presentaba, unas veces era médico, otras ingeniero y otras arquitecto. Había simulado tantas veces haber estudiado las diferentes carreras a las que Lalo hacía referencia cuando lo presentaba, que ya no sabía si había diferencias entre lo que se estudiaba en la universidad o lo que él decía que había estudiado. Él se conocía tan bien las carreras, como Lalo se sabía los nombres de los terneros que tenían en la Generala.
Lolo y Lalo se mofaban de todo, vivían la vida como una continua burla. Se reían de las mujeres, como se reían de su sombra.
Unas veces Lalo se citaba con una y en vez de acudir a la cita enviaba a Lolo. Este se presentaba disculpando a Lalo, porque se había visto indispuesto, y cuando se disponía a acompañarla e intentaba propasarse aparecía Lalo y simulaban una pelea. La chica aburrida siempre terminaba por largarse y los dos amigos terminaban con un abrazo y una sonora carcajada.
Otras veces era al revés. Era Lalo quien sustituía a Lolo.
Terminaban las noches por caminos prohibidos, cerrando prostíbulos que conocían como la palma de su mano. Lolo ponía el dinero, Lalo la mala baba.
Contrataban a las dos mujeres más guapas siempre con la condición de que tenían que hacer el servicio en la misma habitación. Los cuatro juntos. Eran orgías que diseñaban alternativamente. Unas veces era Lalo el que observaba y el que vejaba a su pareja:

Y la obligaba a hacer de mamporrera.
Otras veces era al revés, mientras Lalo disfrutaba de su prostituta, Lolo y la suya permanecían impasibles, sentados, con los brazos cruzados, observando y haciendo groseros comentarios.
Para Lalo solo hay dos clases de mujeres: las santas y las putas.
Las santas son un número muy reducido en el que se encuentran su madre, la de Lolo y la que busca para que sea la madre de sus hijos. El resto son todas iguales, solo buscan una cosa: satisfacer sus calenturas.