Madrid

Había contado todas las rosas y todos los geranios que había en las balconadas de la calle de Monteleón. Había dado vueltas paseando alrededor de su maleta y, sin perderla nunca de vista, había contemplado la belleza de la primera calle que vio de Madrid. Se había sentado varias veces sobre la maleta de madera que le había preparado su madre y se había levantado otras tantas porque el tiempo se le hacía interminable.
Habían pasado más de dos horas desde que La Rápida había desaparecido de su vista.  La Rápida era el autobús que recogía viajeros por los pueblos esparcidos por la ladera norte de Somosierra. Era una tartana que pasaba por Muelas del Valle y tardaba más de tres horas en hacer el trayecto hasta Madrid.
El tío Rocato fue quien se dio cuenta de que los pueblos de esta parte de la sierra no tenían futuro y que necesariamente tendrían que desplazarse a Madrid. Fue él quien tuvo la idea de poner un servicio de autobús para llevar y traer pasajeros. La Rápida se convirtió así en el cordón umbilical que unía los pueblos pobres de la sierra con Madrid.

Estaba rabiosa. Su madre le había dicho que irían a buscarla a la parada del autobús, pero este desapareció y nadie acudía a recogerla. Tenía la calle Marqués de Zafra metida en su cabeza, sabía que allí estaba la vaquería de sus tíos, pero ella allí, tan sola, dando vueltas alrededor de su maleta se sentía indefensa en una ciudad tan grande. Una ciudad con unas casas tan altas que parecían querer llegar hasta el cielo, con unos balcones todos iguales: con sus rejas pintadas de negro y llenos de flores.
Ideas negras de soledad y de angustia daban vueltas por su cabeza. Se sentía incapaz de llegar por sí sola a la dirección que tenía apuntada en su memoria, pero si no venían a recogerla ¿qué iba a hacer sola en esta ciudad tan grande? Estaba al borde de la desesperación cuando vio aparecer una camioneta pitando insistentemente. Un cacharro sucio y destartalado que aceleró dirigiéndose hacia ella y que frenó en seco y se paró a un palmo de donde ella se encontraba.
Dio un grito y soltó un exabrupto al tiempo que dos hombres jóvenes bajaron del coche y se acercaron a ella. Los dos soltaron unas carcajadas exageradas y los dos pronunciaron a la vez y atropelladamente las mismas palabras.

Ante su asombro, y sin darle tiempo a responder, el que había bajado primero dio un empujón al otro apartándolo a un lado y exclamó:

Los dos hombres se empujaban mutuamente y cada uno repetía que él era Lolo y el otro era Lalo. A ella la trataban como a una pelota que iba de mano en mano y que era, ora abrazada, ora zarandeada, sin que le diese tiempo a resistirse ni a reaccionar. De tanto ir de los brazos de uno a los brazos del otro la Flory tropezó y a punto estuvo de caer al suelo. Su sentido del equilibrio lo evitó y ante el momento de desconcierto de los dos hombres le dio tiempo a reaccionar y gritar:

Al tiempo soltó una bofetada que no encontró destino porque los dos esquivaron su brazo.

El que conducía le cogió la maleta y la echó en la caja de la camioneta, le abrió una puerta y la invitó a subir a la cabina del sucio cacharro que había frenado tan bruscamente ante ella unos minutos antes.
La Flory subió desconcertada, las conversaciones aceleradas de los dos hombres, sus peleas y sus burlas la habían sumido en un estado de azoramiento que le impedían pensar. A continuación subió el hombre que se había presentado primero y se sentó a su lado. Por la puerta del conductor subió el otro hombre y arrancó bruscamente la camioneta. Ella supuso que el que conducía sería el primo verdadero y que el otro sería el amigo que se intentaba aprovechar de ella.
No habían recorrido cincuenta metros cuando ya tenía la mano de su acompañante encima de su muslo. Lo retiró como si hubiese recibido un calambre y él soltó una carcajada.

Torcieron por la calle de San Bernardo y la Flory tuvo la ocasión de ver por primera vez el tranvía: los raíles y el trolebús la entusiasmaron. No tuvo tiempo de disfrutarlo porque la mano de su acompañante estaba otra vez encima de su muslo y esta vez lo apretaba violentándola. Ahora sí, su mano esta vez alcanzó la cara del acompañante. El sonido de la bofetada se confundió con las carcajadas que soltaron los dos amigos. Volvió su mirada hacia el conductor y le increpó:

Pero sin dejarla contestar intervino el otro.

Y vuelve a tocarle la pantorrilla. La Flory le va a dar un manotazo pero él retira su mano y suena una palmada en el muslo de ella.

La Flory hace un intento de abrir la puerta pasando su mano por encima de su acompañante, pero él le agarra los hombros con sus brazos. Entre ambos se establece un forcejeo. Sus miradas se cruzan. La de ella es una mirada matadora, desafiante: está dispuesta a tirarse del coche aunque esté en marcha. La de él es burlona, dominadora.

Y entre las risas su mano se dirige ahora hacia su cintura. Ella enfurecida se levanta del asiento, le agarra de los pelos y lo zarandea. Él apoya la cabeza en sus pechos, la abraza y la aprieta hacia sí. Ella intenta separarse, se revuelve y sus piernas rozan los brazos del conductor que se ve obligado a dar un volantazo y a intervenir bruscamente:

 

 

La tía Lucía reniega nada más verlos llegar. Tenían que haber llegado a comer y ya son las cuatro. “¿Qué faena le habrán hecho?”
 Ha salido furiosa a la puerta de la casa al oír un pitido constante. Su hijo lo acostumbra a hacer siempre que llega a casa y quiere que salgan a recibirlo. 
La Flory, que se ha bajado de la camioneta como si huyera, resopla. Ha cogido la maleta que le había tirado con desprecio esa persona que la ha acosado, que le ha dicho que era su primo pero que ella sabe que no, que ha sido una persona que se ha burlado de ella, que la ha tratado sin consideración alguna, que se ha reído de lo que ha dicho y que la ha manoseado. Ha cogido con rabia la maleta y  resopla. Huye de la camioneta con la maleta en la mano  como si saliera de una cárcel y se queda parada ante la figura grandota de su tía. Una mujer alta, gorda, vestida completamente de negro, desde la cabeza a los pies: en la cabeza un pañuelo que le recoge los cuatro pelos que aún le quedan, en el pecho una toquilla que ata a su cintura y por dentro un vestido negro que le llega hasta los pies.
La tía Lucía está frente a ella y le tiende los brazos. La Flory se acerca. En su cara se reflejan los nervios. Está asustada, pero también en el rictus de su boca se refleja una rabia contenida. Sí, está rabiosa, se siente humillada y no sabe qué hacer. Está a punto de llorar, desahogarse ante su tía, contárselo todo. Pero baja sus ojos y no dice nada.

La abraza al tiempo que dirige una mirada acusadora a los dos amigos.

Responde su hijo gritando y sin bajarse de la camioneta, al tiempo su amigo sube nuevamente y da un portazo. Sueltan ambos una sonora carcajada y se alejan con un bocinazo prolongado.
La tía Lucía le da un par de besos sonoros y la aprieta contra su pecho.

En el recibidor aparece Rufino, mientras la tía Lucía sigue refunfuñando:

Mira a la sobrina de su hermano, la abraza y le da un par de besos.

Y le presenta a Luci y a Patro que están esperando su turno para darle también un par de besos.