La niña que se convirtió en mujer sin darse cuenta

La Flory con dieciséis años recién cumplidos era una joven muy avispada. Pizpireta, inquieta, saltarina. Siempre estaba preguntando.                                           
La Paqui y la Juli eran hermanas. La Juli estaba sirviendo en Madrid y la Paqui era pastora como la Flory.
Mientras cuidaban las ovejas la Paqui leía a la Flory las cartas que su hermana le mandaba desde Madrid. 
Las dos pastoras se imaginaban un Madrid idílico y la Flory soñaba con irse a Madrid donde un tío suyo tenía una vaquería.                                                                                                                                                                                                                                                                                        

    La tía María hace todos los días dos trenzas a la Flory. Se levanta a las cinco y prepara una copa de aguardiente y dos galletas para Bruno que aparece en la cocina unos minutos después. Coge tres galletas y se va a la alcoba donde, en una misma cama, duermen sus tres hijos. Boni tiene quince años, es el mayor y realiza junto con su padre las tareas mas duras del campo. No terminó la escuela, a los diez años empezó a uncir vacas y aprendió a arar. Desde entonces comparte todos los trabajos del campo con su padre. Es al primero que levanta. Le da una galleta y un beso y le obliga a incorporarse sentándolo en el borde de la cama. Andrés tiene doce, ha terminado la escuela y después del verano sustituirá a la Flory en el cuidado de las ovejas.  Ha pasado un mal año. Unas paperas lo tuvieron en cama durante dos meses. Nunca quiere levantarse. Cuando ve que su hermano se ha sentado en el borde de la cama, él se esconde debajo de la manta. Su madre tiene todos los días que pelearse con él. Le da la galleta pero emite un gruñido y se vuelve a tapar. Tiene que hacerle cosquillas en los pies y deshacer la cama para que se levante y lo hace siempre refunfuñando. Tiene sueño y se frota los ojos con las manos llenándose  la cara de las migas de la galleta. El pequeño solo tiene siete años. Ha tenido siempre problemas con su salud. Primero fue el sarampión y lo último la tosferina. Estas enfermedades las pasaron todos los hermanos pero a Nico siempre le afectaron más. De la tosferina aún no se ha repuesto. No tendría que levantarlo. Pero Bruno dice que el aire del campo le viene bien, que ya puede engavillar y que además tiene que espabilar. Que todos han comenzado a segar a los siete años y él no va a ser distinto. No tendría que levantarlo pero es el que menos resistencia pone. Cuando lo llama por su nombre y le pone la galleta en una mano, él se apresura a rodearle el cuello y a darle un par de besos.
Es de noche todavía cuando Bruno aparece en el corral con un pajón al hombro. Lo ha recogido del río donde lo había puesto a remojar la noche anterior.  Cuando Bruno llega al corral Andrés ya ha aparejado los dos burros. En el más viejo se suben Bruno y el pequeño. Nico se abraza a su padre y apoya la cabeza en su espalda. Boni le alcanza el pajón y una bolsa donde están guardadas las hoces. Boni y Andrés se montan en el otro burro y la tía María les alcanza las alforjas en las que ha metido el vino, el agua y la merienda.
La tía María los ve salir cuando empieza a despuntar el alba. Son sus cuatro hombres camino de la siega del trigo en las tierras del río. Las tierras del río son las que más grano dan. Nada tienen que ver con las tierras de las lastras en las que los cantos aprisionan al cereal que apenas consigue levantar tres cuartas del suelo. En las orillas del río el terreno es fuerte, es arcilloso y guarda hasta bien entrado el verano el frescor por la humedad del río. Allí los trigos y las cebadas crecen altos, tan altos que sobrepasan la estatura de Nico. A veces, en primaveras muy lluviosas, el peso del cereal es tan grande que la mies se aplasta, entonces resulta mucho más difícil segarlo y las espigas tienen peor grano. De todas formas Bruno los obliga a segarlo bajo, dice que hay que aprovechar la paja. La paja también vale, es lo que comen los burros en el invierno y las vacas cuando no están paridas o no tienen que trabajar.
En las tierras del río es donde tenían los padres de la Flory la mayor parte de su sementera. Son de las mejores tierras del pueblo. Las que más  fanegas de trigo dan por cada una sembrada. Gracias a ellas tienen asegurada la harina suficiente para comer pan todo el año. Un pan blanco y esponjoso que cuece la tía María todas las semanas. Además les sobran siempre algunas fanegas para vender. Bruno asignó una renta a la Flory desde que empezó a arar las tierras de su cuñado. Abrió una cartilla con el tío Valeriano que era la única persona del pueblo que iba todas las semanas a Segovia y tenía trato con los bancos. El tío Valeriano aceptaba el dinero a cambio de un interés bajo cuando alguna persona del pueblo se lo ofrecía  y lo prestaba a un interés alto cuando alguien se lo pedía. El tío Valeriano siempre ganaba, porque lo que prestaba lo hacía a un interés más alto del que a él le ponían los bancos y lo que guardaba lo hacía a un interés más  bajo. Todo el mundo lo sabía, pero preferían que les rentase algo, aunque fuese poco, que nada.
La renta que Bruno asignó a su sobrina no era muy alta, pero se ajustaba a lo que se pagaba en el pueblo por tierras similares. Aunque no era mucho, con el paso de los años y los pequeños intereses que se fueron acumulando, supuso que la Flory tuviese unos ahorrillos a su disposición para cuando se marchase a Madrid.
La tía María guardaba su cartilla como un tesoro. Desde que la Flory pasó a ser su hija, su única obsesión fue conseguir para ella una vida mejor que la suya. No. No iba a consentir que su hija llevase una vida arrastrada en el pueblo. Siempre le había dicho que ella sería una mujer respetada en Madrid, que tendría un oficio y que sería feliz. Pero ahora que se aproximaba el momento tenía un gran desasosiego en sus entrañas. Apenas   desaparecían los cuatro hombres por la puerta del corral ella se dirigía a la cama donde dormían las dos niñas y despertaba a la Flory. La despertaba con mucho cuidado para que la hermana pequeña, que solo tenía dos años, no se despertase. Lo hacía con un cariño especial. Le daba la galleta como al resto de los hijos y la llenaba de besos.
La Flory no protestaba nunca, respondía a su madre con un abrazo y se levantaba. Se lavaba la cara y se sentaba en una silla. Siempre en la misma silla. Su madre llegaba por detrás con un peine y comenzaba a desenredarle el pelo. La Flory tenía un hermoso pelo negro que brillaba por las mañanas cuando el primer rayo de sol aparecía por la ventana. Era  tan largo que casi le llegaba hasta la cintura. Por las mañanas su melena tenía todos los enredos vividos en los sueños nocturnos. Por lo enredado que aparecía el pelo cada mañana, la tía María sabía si su hija había pasado buena noche o si había tenido pesadillas. Se pasaba más de diez minutos peinando a su hija, lo podría hacer en menos tiempo, pero ella lo alargaba a propósito para disfrutar más de su compañía. Le desenredaba el pelo con tanto mimo que nunca le hizo ningún daño.
La Flory se sentaba y se relajaba, sabía que su madre tenía un don especial para desenredarle los pelos. Se los sujetaba fuerte por la raíz, pero no la oprimía; así lo que sentía era una caricia en su cabeza. Después con los pelos sujetos en su nacimiento pasaba una y otra vez el peine hasta que no quedaba ningún enredo. Volvía a recoger otro puñado de pelos y volvía a repetir, con el mismo cuidado, la misma acción. Ella notaba el tacto de los dedos de su madre en su cabeza y se sentía feliz.
Cuando todo el pelo estaba desenredado era cuando la tía María le hacía las dos coletas. Separaba por la mitad la cabellera de su hija y de cada parte hacia otras tres que sujetaba entre los dedos de su mano. Trenzaba primero la de un lado y después la del otro. Era un rito que repetía todos los días antes de que su hija saliera a cuidar las ovejas. Era un momento especial, tenía a su hija entre sus manos y se sentía su dueña, la veía crecer y se imaginaba sus pensamientos. Disfrutaba acariciándole el pelo y procuraba alargar el momento un poco más. Sabía que los tirones de pelos no producían dolor a su hija porque en sus manos tenía un don especial: el de transmitirle su amor.
Trenzaba su pelo y se lo acariciaba. Últimamente se angustiaba más porque se daba cuenta de que su hija se le escapaba de las manos: crecía. No quería reconocer el paso del tiempo y por eso cuando hablaba con ella se malhumoraba. Pero la fecha de la separación se acercaba sin piedad. Todo lo tenía preparado, pero ahora la asustaba. Pensar en su hija, sola, por un Madrid tumultuoso, un Madrid nuevo y revuelto, le aterraba. Sabía que no podía hacer nada. Que su hija tenía razón cuando le metía prisa,  que se acercaba lo que tantas veces le había prometido,  pero tenía miedo. Seguía viendo a su hija como una niña indefensa, una niña que se podía defender por las lastras y los valles del pueblo, pero una niña que no sabía nada de una ciudad tan grande como Madrid.
Sin embargo, nadie mejor que ella sabía que se había hecho mujer. Ella le había hecho los primeros sujetadores y le puso los primeros paños. La tía María quiere que siga siendo la niña de siempre y se agarra todos los días a sus trenzas aunque sabe que este momento de felicidad no podrá durar siempre.