Largo paseo por la playa

Hay un punto en el horizonte donde confluyen todas las miradas. Es un lugar vago, impreciso, donde se juntan de forma diseminada todos los pensamientos y todas las historias. Es el punto adonde escapamos cuando no somos capaces de resistir ante quien nos mira. Es el punto de huida, de escape, el refugio al que acudimos cuando intentamos no pensar en nada, o cuando nos avergonzamos de lo que estamos pensando y decidimos escondernos en ese último punto donde se juntan el todo y la nada.
Todo se pierde y todo se encuentra en ese punto impreciso donde la intimidad se esconde, donde los recuerdos se almacenan y se confunden con las ilusiones: donde todo se enciende y se apaga. Allí nada preciso queda, todo es vago y difuso, por eso, si queremos concretar es necesario bajar la vista y concentrarnos en lo cercano, en lo que nos rodea. Solo alternando la mirada cercana y la huida hacia lo infinito podemos dar la forma apropiada a las historias.
¡Cuánto dan de sí cuatro kilómetros de playa! ¡Cuántos pasos damos en un tranquilo paseo por una larga playa y cuántos pensamientos pasan por nuestra mente mientras vamos y venimos pisando la espuma que dejan las olas en su retirada! ¡Cuántas huellas dejamos en la arena fina y cuántas personas se cruzan por nuestro camino!
Huellas que duran apenas segundos, o décimas de segundos, porque otro las borra sustituyéndolas por las suyas, o porque una ola fresca se las lleva para siempre. Personas cuya imagen dura en nuestra mente el mismo tiempo que duraron nuestras huellas.
Pisadas tuyas, pisadas de otros, huellas que se lleva el agua, huellas de personas que dejan su marca en la arena, rostros que se esconden en ese punto del horizonte al que recurrimos para buscar nuestras historias. Porque, aunque su paso fue fugaz, aunque su huella fue prontamente borrada por la ola, su cara nos dejó ese poso imperceptible, que nos obliga a volver, a indagar en el recuerdo, a imaginarnos su pasado, a adentrarnos en su vida. Y allí, donde se juntan todas las historias, es más fácil encontrar el sentimiento exacto, el nombre perfecto, el amor insustituible o el dolor imposible de soportar.
Todas las personas me llaman la atención en mi largo paseo por la playa: hombres, mujeres, jóvenes, niños, niñas, ancianos, ancianas. Las miro y me miran, agacho la cabeza y miro a la arena, vuelvo a mirar su rostro y me doy cuenta de la aceptación o del reproche y huyo hacia el infinito a depositar ese instante que sé que unas veces resucitará y otras morirá para siempre.
Todas las personas ocupan un momento en mi largo paseo por la playa. En todas busco una historia, pero no en todas la encuentro. Unas son huidizas, rehúyen mi mirada, no me dicen nada. Otras pasan como sombras, sin ser vistas, porque me resulta imposible ver todos los ojos, borrar todas las pisadas, acercarme a todas las ilusiones o notar dónde tienen escondidos sus sentimientos. Y otras me seducen, se recrean conmigo, esconden sus sueños en el mismo punto del horizonte, son complacientes, se compenetran conmigo, juegan conmigo, me agarran con las manos de su mirada y me dicen que siga, que no tenga miedo, que el camino emprendido es compartido.
Voy buscando personajes que sé que están allí, pero no es fácil encontrarlos. Se tiene que elegir y elegir es difícil. Es necesario encontrar aliados, penetrar en su interior y comprobar su sintonía  con mis  pensamientos: ver si encajan en las historias escondidas en el horizonte.
Mis pensamientos van tomando forma, veo miradas inquisidoras de las que no tengo respuesta, miradas sostenidas que se sienten halagadas pero que no quieren ser compartidas, miradas que me responden con la acusación o la burla. No, no es fácil encontrar lo que busco: ese hilo imperceptible que une el principio y el fin por ondas que no están descubiertas, por senderos tan estrechos que ni cabe el vapor de las olas al romperse lentamente en la playa.
Miro a los hombres y los veo iguales. Altos, bajos, viejos, jóvenes; todos me parecen iguales, no encuentro una chispa en sus ojos, no hay complicidad en sus respuestas, no sostienen mi mirada, y si lo hacen, noto una respuesta acusadora, se burlan de que les mire su pecho velludo, sus pelos húmedos y alborotados, o sus calvas doradas o tapadas con gorros. Huyen de mi vista escondiéndose en el horizonte sin aportarme nada, o la retienen un segundo, menos de un segundo, y me llaman vicioso, depravado, pervertido…, si antes de fijar mi mirada en sus ojos la he pasado por sus barbas, por su barriga, por sus muslos o por sus partes viriles. Lo noto en sus gestos, en sus miradas de reojo, en la manera de acelerar el paso, de darme la espalda apresuradamente.
No, no encuentro entre los hombres a mis personajes. No hay ninguna conexión con ellos. Su opacidad es una barrera infranqueable en mi largo paseo por la playa. Nada de sus cuerpos se convierte en la chispa de la inspiración, nada me llama la atención: ni sus pelos, ni sus calvas, ni sus barbas, ni sus barrigas me dicen que tienen una historia escondida. Solo encuentro reproches, acusaciones, huidas. No veo nada en esas personas que caminan con el torso desnudo, con gestos idénticos, rutinarios, y con mentes en las que no encuentro su pasado.

 Miro a las mujeres y las veo diferentes. Me llaman, me provocan, estimulan mi mente, parece que quieren decirme algo. Ante la indiferencia y el desprecio de los hombres ellas me invitan, me reclaman complacientes, se deleitan de mis miradas, se pavonean de que mis ojos se dirijan hacia ellas, de que no pasen desapercibidas, me ofrecen su sonrisa cómplice, me hacen guiños con sus ojos, utilizan el lenguaje de sus manos para decirme que no tenga miedo, que en la entrega está la verdad, que solo juntos podemos escribir nuestra historia, que en la unión de nuestras mentes está escrito el futuro. Y me dan el ánimo para seguir, “penetra, profundiza en mi mente, no tengas ningún miedo, caminemos juntos, descalzos,  hasta el horizonte donde se juntan nuestros pensamientos y confluyen los sueños”.
Sí, en las mujeres están mis personajes. Y yo me concentro en ellas, las miro relajado, complaciente, con la seguridad de ser entendido, con la inocencia del niño que busca hacer realidad su cuento, que sabe lo que quiere y que sabe que es compartido.   Unas son jóvenes, otras son niñas, otras son maduras y otras son ancianas: todas diferentes, pero todas son iguales porque todas son sensibles y transparentes.
¿Qué es lo que las distingue? ¿Qué es lo que las une? ¿Qué es lo que me hace verlas distintas y semejantes al mismo tiempo? No lo sé. Me recreo en su forma de andar. Deslizo mi mirada de arriba a abajo, de abajo a arriba, desde sus pies, que pisan la arena; hasta su pelo revuelto, o recogido, o tapado. Todo es elegancia, todo es amabilidad, todo es ternura. Repaso minuciosamente todas las partes de su cuerpo, pero mis ojos instintivamente se detienen, se clavan en sus pechos. Hay un imán especial que me retiene, los segundos se multiplican y no puedo apartar mis ojos de esa musculatura bailarina, de esa piel tan suave y tan extraordinariamente recogida, de ese pezón tieso que me dice: “aquí se encierran todos los secretos de todas las vidas”. Veo sus tetas. Las veo distintas. Unas cubiertas, escondidas tras un bañador de múltiples colores y formas; otras, tras un biquini apenas perceptible, y algunas, las más libres, abiertas al sol y al viento, moviéndose sin nada que las ate, sin nada que las detenga, gozando de la suave brisa que las acaricia  y llamando a miradas indiscretas. ¿Indiscretas? No. Totalmente discretas, discretas como las mías. Porque yo analizo, pienso, consulto, me hago preguntas y las contesto. ¿Por qué  mis ojos se paran en sus pechos? ¿Por qué los buscan tan desesperadamente? ¿Qué se esconde detrás de los pechos de una mujer? ¿Es sólo esa protuberancia que nos tienta y nos enciende? ¿Es el refugio donde nos escondemos todos? ¿Por qué mis ojos se paran siempre en ese lugar como si fuese la cuna que mece mis sueños? Porque veo a través de ellos su vida.

Me concentro en ellas. ¿Por qué? Me concentro en ellas porque me olvido de los hombres. A los hombres no los distingo. A los viejos, a los adultos, a los jóvenes, a los niños, a todos los veo iguales, un bañador y un cuerpo que los acompaña. Todos rojos, todos cubiertos de vello, todos esconden sus miradas, todos con los ojos perdidos. No encuentro nada especial que me llame la atención, los veo uniformes, opacos, insensibles, no sabría escribir sobre ellos. Y sin embargo están, los veo a mi alrededor, están igual que están las mujeres y tienen que jugar algún papel en mi historia, en mis historias, porque son tres, presiento que son tres, tienen que ser tres.
Las mujeres me atraen, me llaman sus cuerpos, me llaman sus ojos, me llaman sus formas de andar, su manera de ofrecerse en la larga playa. Y no me censuran ni se ofenden, son naturales, llevan sus miradas y sus sueños a ese lugar del horizonte donde todo es compartido, donde nada es de nadie y todo es de todos, al lugar donde se juntan todas las historias y todos los sueños.  
Mujeres transparentes, hombres opacos.

              
I

Tiene más de noventa años, o al menos para mí los aparenta, sus tetas le llegan casi hasta la cintura. Las lleva descubiertas, sueltas ante los desafíos del mundo. No son tetas, son ubres; ubres fláccidas, carnes arrugadas exageradamente que marcan surcos y cicatrices; pero son tetas valientes cargadas de historia. Se nota en su cimbreo, en sus movimientos firmes, en su fortaleza. Me llaman poderosamente la atención. Me atraen. Sería ridículo pensar que se pudiese encontrar morbosidad en sus pechos. No son atractivos, o al menos no son atractivos al deseo, no son atractivos ahora, en este momento, más bien todo lo contrario. Son feos, repulsivos para otros, nadie se fija en ellos, y quien lo hace aparta instintivamente su mirada. Noto en el resto de los paseantes de la playa esa huida vergonzosa, ese rictus de censura: “Atreverse a sus años a llevar las tetas al aire, ¿no le dará vergüenza?”
No son atractivas para quien no ve la línea oscura del horizonte, porque allí hubo unos pechos bellos, que en su día fueron fuego encendiendo el deseo y la pasión. Por eso la gente que no sabe leer en el lugar donde se juntan todas las miradas los mira con repugnancia, o en el mejor de los casos con pena. Con pena por lo que se pierde, por lo que nos roba el tiempo, con pena por caer tan hacia abajo, por estar tan colgados, tan desgarrados que parecen estar llamando al suelo, estar llamando a la muerte.
Sin embargo a mí me atraen con la misma fuerza que me atraen los pechos tiesos de una adolescente. Me atraen porque veo una historia, no la tengo muy definida, necesito concentrarme más, necesito acercarme, observar los surcos que ha trazado el destino, comprobar las heridas, ver dónde se encuentran las risas. Notar los tirones que del pezón realizaron sus hijos o hijas. No, no es el impulso sexual el que me guía, aunque quizá también, porque siempre se esconde el ardor y el deseo en los pechos. Y lo veo, veo una historia de amor apasionado, pero veo también una historia de sufrimiento. Veo un sufrimiento desgarrador. Y veo una entrega absoluta. Una dedicación plena a una familia.
Alegrías, sufrimientos, historias que se transparentan a través del espejo que se esconde en sus tetas.
Podría mirar a sus muslos, podría mirar a su cara, podría mirar a sus ojos, pero no aguantaría mucho tiempo. Los apartaría antes de haber descubierto su historia. Además no estaría seguro, no tendría la placidez y la tranquilidad necesaria para concentrarme.  Podría concentrarme en sus brazos, en su boca, pero no me llaman.
Siento el rubor en mi rostro, no puedo por menos de tener una duda. A medida que se acerca noto que es consciente de que le estoy mirando los pechos y no puedo por menos de sobresaltarme. El nerviosismo acude a mí al tiempo que ella se aproxima. Estamos a punto de cruzarnos y yo no tengo más remedio que levantar mis ojos de sus pechos y buscar un refugio en su mirada.
A una mirada furtiva me responde con una mirada complaciente. No hay acusación, no hay vergüenza, no hay reproche. Es una mirada comprensiva, cómplice, de consentimiento, quizá tal vez agradecida: por valiente. Ella también es valiente por mostrarse así, libre. Otras se avergonzarían, se esconderían en sus casas o se taparían con sostenes incalculables, pero ella no, pasea por la playa desafiante, esperando quizá que alguien la mire y la comprenda. Despreciando a quienes se burlan, a aquellos que piensan que debería estar recogida en su casa, a los que piensan que es una provocación pasear a sus años con los pechos descubiertos, y los  desafía con su mirada, diciéndoles: “Aquí estoy yo, después de noventa años, sigo peleando”.
¡Olé, tus ovarios!
Y encuentro en su respuesta: “Porque estas tetas que ves, caídas, curtidas, rugosas, decrépitas.... fueron dos rosas que defendieron Madrid, que lucharon por la libertad, que gritaron: ¡no pasarán!”; encuentro la chispa de la inspiración

Su mirada me llena de tranquilidad, me anima a seguir por el camino emprendido. Un camino lleno de sentimientos, un camino lleno de sufrimiento, de amargura, de pena..., pero un camino largo.
Gracias, mujer, por ser transparente. Aquí sí hay un personaje.

                                     II

Lo que dan de sí cuatro kilómetros de playa. La cantidad de veces que huyes hasta el infinito para esconder tus historias, las mismas que vuelves para buscar en lo más cercano los recovecos donde se esconden los pensamientos.
Cada vez huyo más de las dificultades, por eso ya no me fijo en los hombres, por eso miro menos a las mujeres que esconden esa parte sobresaliente de su cuerpo con telas inservibles, que no aportan nada, pero que estorban como telarañas a la hora de concretar las frases.
A quince o veinte metros se acerca la silueta de una mujer madura. Distingo entre montones de caras, montones de brazos balanceándose hacia un lado u otro, entre montones de piernas chaspisqueando donde las olas se rompen; a una persona sin miedo, a una mujer altiva que yergue sus pechos,  desafiante: “Porque me da la gana. Porque soy libre y nadie me va a amedrentar. Quien quiera conocerme, quien quiera descubrirme, antes tendrá que demostrarme quién es, qué busca, qué desea, qué ofrece, qué da. Tendrá que darse a conocer, que ofrecerse a mí sumiso, y sin pedirme nada yo le daré lo que me dé la gana. No, nadie me va a intimidar por posar su mirada en estos pechos que paseo orgullosa por la playa para que todo el mundo sepa que mi vida es una lucha y que en ningún momento, en ningún lugar dejaré de luchar. Aquí, ahora, con mi mirada desafiante, con mi orgullo por ser mujer, por dejarme ver y ser transparente para quien se deje ver y sea transparente, paseo alegremente sin rubor y sin miedo para hacer frente a los estúpidos que solo ven el cuerpo y que son incapaces de entrar en el lugar lejano donde se almacenan los sentimientos”.
Me iba acercando y, a medida que me acercaba, sentía más el peso de esa mirada desafiante, retadora, y me obligaba a levantar la vista, a refugiarme en ese punto del horizonte. Un paisaje lejano que se vuelve rojo, como una puesta de sol bravía, con el sol peleándose con nubes negras y amenazadoras, dejando un rastro de sangre en el lugar donde se guardan las historias que hacen que el atardecer sea maravilloso e irresistible a las miradas.
Sangre, sangre, mucha sangre. Belleza, belleza, irresistible belleza. Todo se esconde en sus pechos, pero no veo más porque no me deja ver más. Vuelvo a mirarla, descubro que ella me sigue mirando, que su mirada me desnuda. Le miro sus pechos y ella me mira los míos. No me reprocha nada, pero no me descubre nada. Bueno sí, me descubre que tiene un secreto, un secreto que conoce todo el mundo, pero si lo conoce todo el mundo no es un secreto. Sí, para ella sí, es su secreto porque esconde los detalles, los detalles es lo que quiero ver, pero se los guarda. Se acerca mirándome, sin decirme nada, pero me reta: “Sigue, sigue si te atreves”, y yo paso mirándola, y acepto el desafío, pero no encuentro nada. Me dan tentaciones de regresar, volver a mirarla, preguntarle con la mirada: ¿Los detalles? Quiero los detalles. Pero no me dirá nada. Bueno sí, solo me dirá: “Soy la Tocha, un secreto de amor y de sangre”.
                                      III

Ahora se acerca una chica joven, estudiante quizá, sí, estudiante. Va agarrada de la mano de un chico joven, ¿estudiante también? No, no es estudiante, pero, ¿qué es? No lo veo, a ella la veo con claridad pero a él no. Sé que no es estudiante porque lo veo en los ojos de ella cuando un tanto azorado levanto la vista de sus pechos para fijarme en la dulzura de sus ojos. No es estudiante, es…, no, no puede ser… no puedo creer que sea lo que veo a través de los ojos de ella. Se da cuenta y me sonríe, “te crees que lo sabes todo, pero apenas sabes nada”.
Hay otro hombre en su vida, también lo veo, lo veo en sus pechos, unos pechos tiernos, apenas erguidos, apuntando al cielo. Un segundo hombre, ¿qué hace? Es un hombre mayor que no tenía que estar. ¿Qué hacen esos hombres en su vida? ¿Por qué no me dicen nada? Lo único que veo es a través de los pechos de ella que se mueven al ritmo de sus pasos, a izquierda y a derecha, o arriba y abajo cuando levanta la cabeza. Y ella se da cuenta y se ríe de lo que veo, “eres mayor pero te queda mucho por aprender en la vida”.
 Está atrapada, atrapada entre dos amores. Atrapada entre dos amores y no sé si se burla de mí o si me pide ayuda. Atrapada entre dos amores, ¡y tan joven!

Ahora si estoy a punto de ruborizarme. Está a mi altura. Voy a cruzarme con ella. ¡Es tan joven!, quizá adolescente, es mucho más joven que yo, y me avergüenzo, qué dirá de este viejo que le mira los pechos. Pero ella se ríe, es como si adivinase mis pensamientos, mi estado incómodo ante sus pezones tiesos, ante su piel tan tensa, ante el brillo cegador de todo su cuerpo, y me escondo; miro hacia otro lado, me refugio en el horizonte, pero allí me cruzo fugazmente con su mirada, con esa que solo pude aguantar un segundo, menos de un segundo, el instante del rubor, y veo su chispa; una chispa burbujeante, risueña, que sale de unos ojos extraordinariamente hermosos que me dicen: “No, padre, no me turba tu mirada, tengo mucho que contarte”.