Somos... Nuestros

 

 

“SOMOS”

           

Podía haber escrito cualquier frase, pero sólo escribió tres letras: la S, la O, la M, y la O, y la S otra vez, y dio a enviar.

No eran necesarias más palabras, una sola lo dice todo, dos “os”: dos círculos. Dos “eses”: posibilidad de hacer otros dos. Cuatro en una sola palabra, no puede ser más claro: encierro, domino, acaparo. Posesión, complicidad, disfrute, gozo...

Tres letras…una sola palabra…un mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Buenos días hija, ya es la una”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MADRE DE ELLA

 

 

Antes de terminar la frase, antes de soltar el manillar de la puerta, lo descubrí todo.

Me vino a la mente en un instante, en un instante de recuerdos inmensos. La cama revuelta, revuelta como no lo había estado nunca. Las sábanas desordenadas, sudorosas, arrugadas, aplastadas por el peso inconfundible del amor.

El calor inusual de la habitación, el aire cargado…, y sobre todo ese olor tan característico, el olor que tantas veces me había vuelto loca, el olor del calor de dos cuerpos extremadamente juntos, del sudor del amor... y por si fuera poco, la placidez en su rostro. Nunca la había visto así, tan dormida y tan despierta, con los ojos aún cerrados y con la expresión en su rostro como si los tuviese abiertos. Su rostro la delataba, su sonrisa lo decía todo: era feliz.

Y además, lo rara que estaba últimamente, parecía siempre ida, siempre pensando en otra cosa, con una sensación de ausente y al mismo tiempo con una luminosidad en la cara que me desconcertaba. Ese era el presagio que me hacía unir todos los cabos: sus llegadas más tarde, su ensimismamiento y la alegría desbordante que repartía por la casa.

Sabía que salía con alguien. Se lo noté al preguntarle un viernes, cuando la ví dispuesta a salir tan emperifollada, sí había alguien especial entre sus amistades, y ella me contestó con un simple, “si”, despreocupado. Pero pensaba que sería como siempre, amistades que nacen, que duran un tiempo y desaparecen.

La vi una noche  colgada ante el ordenador, pero tampoco me sorprendió, porque desde que se adueñaba del aparato en las últimas horas del día, el tiempo se esfumaba entre su mente y no se daba cuenta de que las horas pasaban. Se lo tenía que recordar continuamente, “¿No te acuestas hija?, ya es la una y mañana tienes que madrugar”, le dije esa noche, “Ya termino mamaaaa”.

Pero siguió ensimismada un rato más y yo me tuve que acostar dejándola por imposible. Dedicaba más de una hora antes de marcharse a la cama todas las noches al chateo. Un chateo con amigos y amigas que nunca llegué a conocer por más que la pregunté. A mis preguntas siempre me contestaba con respuestas vagas, como si estuviésemos en mundos distintos e imposibles de conectar.

Y la vi colgada al móvil, pero eso también era normal, porque todos los jóvenes estaban igual.

Lo que no era normal eran sus llegadas tan tarde, se retrasó casi en dos horas su llegada habitual los días de clase, ni las respuestas que me daba, “Me he entretenido con unos amigos”. Todos los días se entretenía con unos amigos, pero cuando la preguntaba quienes eran, se azoraba más de lo habitual y se enfadaba si insistía en las preguntas.

 

Un instante de recuerdos inmensos. Un sólo momento y en ese momento un mundo, en un instante te das cuenta de todo y sin tener tiempo, parece que tienes todo el tiempo del mundo, en el tiempo de un suspiro lo recordé todo.

La imagen de mi hija tendida en la cama me trajo recuerdos inolvidables. La dulzura de su cara, la relajación de su cuerpo, la desnudez del brazo que asomaba fuera del edredón, la extensión de sus piernas dirigidas a cada uno de los extremos de la cama intentando ocupar el mayor espacio posible y la abertura de su mente que se reflejaba en la tenue sonrisa que iluminaba su cara; lo decían todo, y me hacían retroceder hacia el pasado.

Hacia mi pasado, tan lejano y tan próximo, porque parecía que había sido ayer cuando viví momentos idénticos, cuando tenía en mi vientre a esa renacuaja, a ese ser tan diminuto que revolucionó mi vida, que hizo que fuese eterno lo efímero, que convirtió en duradero el instante, porque después de llegar ella ya nada volvió a ser igual, porque ella fue el definitivo orgasmo, el orgasmo duradero y eterno que cambió mi vida.

 

Recordé el embarazo...ese cosquilleo interior que empiezas a notar desde los primeros días, ese presentimiento innato de que ya no eres una persona sola, esa nueva sensación de avanzar en la vida con la responsabilidad a cuestas. Entre risas y angustias descubres que tu cuerpo es distinto, que tu mente no es la misma, que tus pensamientos cambian, que aparecen unos nuevos que, en cualquier momento, te obsesionan y te envuelven.

En principio un ligero vuelo, una sensación nueva, pensamientos que te acompañan en cada momento. Después poco a poco va apareciendo un cuerpo nuevo, un cuerpo dentro de ti, que se mueve por dentro, que te estremece y te acuna, que te reclama y te pesa, que te aparta y te estorba.

Ternura, comentarios, versos que se cuentan en la noche, conversaciones que no usan palabras, escritos que no tienen frases, porque todo está en tu mente, porque todo se pasea contigo, se mueve contigo, te acompaña a los sitios más oscuros, te despierta en la noche porque sueñas y sueña contigo. Y al final dos cuerpos en uno, peleando, peleando continuamente, dando vueltas y vueltas, creciendo y creciendo. Y tú cada vez más pesada, cada vez más cansada de conversar contigo misma, cada vez más deseosa de ver el momento, paseando con tu noticia a cuestas, diciéndolo sin tener que utilizar palabras, sintiendo envidias y sintiendo risas, aguantando todas las miradas del mundo y sonriendo. Sonriendo y esperando el momento.

 

Y recordé el parto... entre dolor y dulzura todavía sentía en mí el calor de su cuerpo, el placer de ver salir a ese cuerpo unido y distinto, el mismo calor, la misma sangre, todo mezclado, todo revuelto, y ese deseo de tenerla, de tenerla y de saborearla, de lamer su cuerpo y limpiarlo, de compartirlo, de tenerla apoyada en mi vientre y confundir nuestros calores, nuestras humedades, los latidos de nuestros corazones, nuestros temblores y nuestros estremecimientos: sentir ese placer infinito en la contemplación y el ensimismamiento.

Esos momentos en que se desgarra tu cuerpo y no notas nada, esos momentos en los que estas tan concentrada, tan absorta en el deseo, tan encelada en la caricia, en el contacto y el beso, que no sientes nada. Perderías la vida entre la placenta y la sangre derramada y no sentirías nada: ni dolor, ni angustia, ni pena; porque estarías en el mundo de los sentimientos compartidos, de los sentimientos nuevos, de los sentimientos eternos, los que te acompañarán durante toda tu vida, porque pase lo que pase, ese sentimiento te acompañará siempre y lo sabes desde ese primer momento, desde ese momento donde se confunden el dolor y el placer, en el que consigues la plenitud del deseo y que cuando aparece su rostro, cuando oyes su llanto, su primer llanto, sabes con certeza, con una certeza que nunca antes habías descubierto, que ese amor es el único que sin dudarlo es eterno.

 

Lo recordé ahora, en un instante, mientras la contemplaba, mientras abría la puerta para despertarla, lo recordé todo, recordé un mundo en un momento, en el instante en que se pronuncia una sola frase, “buenos días hija”. Y me volvieron los mismos deseos y los mismos sentimientos, parecía que había sido ayer y habían pasado ya más de veinte años, y sin embargo sentí lo mismo, el mismo deseo de tenerla, de lamerla, de estrujarla contra mi cuerpo, de protegerla dentro de mí para que nada ni nadie pudiera hacerla daño. Y una lágrima amenazó con aparecer en mi rostro, pero al abrir sus ojos, se difuminó y se convirtió en una sonrisa complaciente, en una sonrisa cómplice.

La sonrisa que lo comprendió todo, la que me lanzó a abrazarla respondiendo a los brazos abiertos que me ofrecía, unos brazos que se confundían con el estiramiento y el desperezamiento,  unos brazos que eran la transmisión de su satisfacción y su gozo.

 

“¿Qué tal?”

Pregunté al tiempo que me sentaba en la cabecera de su cama para observarla mientras estiraba los brazos ofreciéndomelos para compartir sus sentimientos.

 

“Muy bien, mamá”.

 

Nos abrazamos como no nos habíamos abrazado nunca, nos apretamos con tanta fuerza que las lágrimas tentaron por aparecer en mi rostro, no fueron necesarios más comentarios. Mi hija escondida en mi pecho, yo acariciándole la cabeza y el pelo, examinando uno a uno sus rincones más ocultos,  sus pensamientos más íntimos y disfrutando de su intimidad. Recordé los tiempos cuando aún era niña, cuando vestirla y peinarla era un juego diario, una costumbre interminable.

Se me escapaba de las manos y la seguía con los hilos de mi mirada, revoloteaba en su cuarto, entre mis manos, y el tiempo no pasaba, no me daba cuenta de que pasaba. La veía crecer y correr y no me daba cuenta de que se hacía mayor. Y me pareció mentira verla ahora tendida en su cama satisfecha de ser mujer y de haber descubierto el amor.

 

“A ver cuando nos le presentas, hija”.

“Esta tarde le digo que suba”.

“Que seas feliz”.

“Lo soy, mama”.

 

Nos separamos como quien no quiere, lentamente, mirándonos y diciéndonos todo con la mirada. Me alejé dejándola con la complicidad del secreto compartido.

 

Paseé por los rincones de la casa absorta, recorrí el pasillo una y mil veces, se me olvidaron las cosas que pensaba hacer y tuve que repetirlas una y otra vez, las tareas domesticas cotidianas que pretendía realizar las hice de manera autómata, sin concentrarme, sin pensar en ellas, porque mi mente estaba en otra parte, porque se apoderaron de mí los recuerdos y no los pude aparcar.

Me acompañaban por todos los sitios: en la cocina, en el servicio, en mi habitación, en el salón o en los pasillos. Allí estaban todos, acompañándome y haciéndome feliz. Acudían todos juntos y todos a la vez, ordenarlos me supuso un esfuerzo y una concentración tan grande que me impidieron pensar en nada que no fuese mi historia. Mi propia historia. Porque recordé a mi hija y me recordé a si misma, porque pasé por las mismas fases, porque tuve su misma expresión en mi cara y la misma relajación en mi cuerpo.

 

 

Cuando le conocí ya trabajaba en el banco, ya tenía un coche de segunda mano y un aire de suficiencia, de autoridad y de dominio, que me cautivó. Hasta mucho más tarde no supe la realidad de aquel primer encuentro.

Un encuentro que creí fortuito, fruto de mi juventud y mi alocamiento, porque a nadie se le ocurre cruzar un semáforo en rojo provocando el frenazo y el pitido de un coche que me atolondró por completo.

Salí, como siempre, con prisas de la tienda donde trabajaba, cargada de bolsas para ir a mi casa. No miré el semáforo, no creí ver coches, pero apareció de repente un R-5 rojo que freno estrepitosamente y dio un bocinazo tremendo, las bolsas que llevaba en la mano rodaron por el suelo, pero antes de que me recuperara del susto y me dispusiera a recoger lo caído, ya lo había recogido todo él, quien al mismo tiempo que me reprochaba mi temeridad, se preocupaba por mi estado, me guiaba a la acera y se ofrecía amablemente para llevarme a mi casa.

Me negué en principio, pero entre mi azoramiento y la insistencia de él, no tuve otro remedio que ceder y subir.

 

Sólo muchos años después, cuando ya habíamos agotado los sueños de seducción y nos habíamos acostumbrado al sabor de nuestros besos y al calor de nuestros cuerpos, me contó como abandonó los estudios, sacó las oposiciones para el banco y como se obsesionó conmigo desde el primer día que me vio...

“Abandoné los estudios, como había abandonado el pueblo, por la tentación de tener un sueldo, de disfrutar de la vida y de vivir una juventud plena, llena de alegría y de despreocupación, con ese aire de libertad que proporciona la independencia económica”.

Me hablaba con la mirada perdida, dirigida hacia un lugar de nuestro techo, un lugar compartido donde teníamos almacenados los recuerdos, el lugar donde se esconden los suspiros, los gritos, las risas... Me hablaba como si no estuviera, pero con la certeza de que me tenía a su lado y que de vez en cuando le interrumpiría con un ligero roce de mis dedos por los pelillos de su pecho.

“Estuve tan atado al estudio, a la obligación  de aprobarlo siempre todo, de tener mi futuro ligado a unos resultados y a una beca, que cuando me encontré el primer escollo, cuando la tentación me llamó por primera vez escondida en aquellas oposiciones para el banco, sucumbí.

Sucumbí porque tenía la preparación suficiente para presentarme a las oposiciones y aprobar, porque la oferta era suficientemente atractiva y porque me daban la oportunidad de tener un salario fijo, un puesto de trabajo indefinido y una perspectiva de emprender un camino en la vida con la suficiencia económica que siempre había deseado”.

No le interrumpí, sólo le apreté un poco la mano que tenía cogida y reposé mi cabeza sobre su pecho.

“Ocurrió además, cuando empecé a tener los primeros reveses en la Universidad, aquella carrera que en principio me deslumbró, las Ciencias Exactas, las Matemáticas, las que me habían proporcionado matriculas de honor y premios en concursos en el bachillerato, comenzó a enredarse metiéndose por caminos oscuros que nunca había imaginado; y los números dejaron de ser números para convertirse en abstracciones filosóficas. Por eso aquellas oposiciones, que llegaron en el momento justo del periodo veraniego, tan llenas de números, con tanto debe y con tanto haber en los cuestionarios, me llenaron de satisfacción. Primero en su preparación, que no fue un estudio, sino un recuerdo de mis mejores momentos, un entretenimiento divertido, un juego de problemas y números revueltos, cuyos resultados descubría con satisfacción, porque seguía a los números por los resquicios más oscuros, los perseguía hasta el final y sabía donde encontraban su guarida, los descubría como el cazador descubre a su presa: agazapada, sumisa, indefensa, entregada. Después unos resultados que me llenaron de halago: el número uno de unas oposiciones muy concurridas. Un número uno que primero me llevó por el sendero del reconocimiento y el éxito pero que con el tiempo me sumiría en el acomodo y el abandono”.

Respiraba y descansaba, yo hubiese podido preguntarle, cortarle, animarle a que siguiera contando, pero le vi tan seguro, con un brillo especial en sus ojos y una placidez en sus palabras que comprendí que no era necesario que yo le incitase, había iniciado un camino y yo estaba segura de que no lo abandonaría hasta que no llegase al final.

“Porque pensé que podría trabajar y seguir estudiando la carrera al mismo tiempo, sin la ansiedad y el agobio con que lo había hecho hasta ese momento, podría terminar sin la obligación de tener que aprobar siempre, sin la presión por las dificultades económicas de mi familia que no me permitían el lujo de repetir cursos y que me obligaban a pelearme por sacar la nota necesaria para conservar la beca. Podría así superar esos fantasmas que aparecieron en la Universidad y que me habían mostrado los sinsabores de los primeros suspensos. Pero no pasé de segundo, porque pronto pensé que la carrera del banco, con sus ascensos, sus cursillos y su dedicación absoluta, sería más positiva que la de la Universidad”.

Le roce con los dedos de mis pies y noté un pequeño estremecimiento, bajó la mirada sin atreverse a cruzarla con la mía, respiro profundamente y una mano me acarició suavemente un pecho.

“Caí en la tentación del acomodo, de moldear mi vida en torno a unas situaciones nuevas: las de disponer de dinero y tiempo para disfrutarlo, las de reconocer y saborear las satisfacciones de la vida, las de dar prioridad a la juventud sobre el sacrificio. Y me enredé en los vericuetos del amor cuando te vi por primera vez”.

Ahora sí, sus ojos buscaron los míos y yo acerque mi boca para que me besara y le ofrecí mi mano para que la apretara.

“Estaba mirando fijamente un escaparate cuando apareciste tú, colocando y descolocando, hablando y convenciendo, probando y aconsejando, te vi en tu momento más luminoso, en tu punto álgido. Te vi con una desenvoltura y una elegancia que me apresaron. No pude separar mis ojos del interior de la tienda hasta que no desapareciste, mientras, seguí atolondrado el proceso de la venta convencido de que a mí también me hubieses vendido lo que hubieses querido. Me fijé en todos tus detalles, en la facilidad para entablar la conversación con tu cliente, en tus ademanes y en tus gestos, me fijé en el perfil de tu cuerpo, en tu larga melena, en el conjunto de ropa que llevabas puesto, aún lo recuerdo: una falda de tablas plisadas y un suéter con rayas azules, todavía lo tienes guardado, lo he visto en el trastero hace unos días y me volví a poner nervioso como aquella tarde. No me atreví a mirarte a los ojos por el temor a ser descubierto pero me quedé tan impresionado que tomé la decisión determinante de gastar mi tiempo en vigilarte, en seguirte y en conquistarte”.

Apretó mi mano con más fuerza y supe sin necesidad de mirarle que sus ojos estaban más húmedos y que su confesión había tomado el camino de las verdades definitivas, las que se dicen n los momentos donde todo está conseguido.

“A los pocos días supe tu hora de salida, el metro que cogías para ir a tu casa y el bloque donde vivías; porque me puse un plan que consistía en abandonarlo todo para seguirte. Salía por las tardes a las cuatro y media del banco y ya todo mi tiempo te lo dedicaba, te veía en la tienda escondido tras el escaparate, te seguía por la calle guardando una cierta distancia y entraba en el mismo metro que tú, pero en un vagón diferente”.

Tomaba aire, hacia una mueca que yo adivinaba por la forma que tomaba su pecho y seguía.

“Otra tarde te esperaba sentado en un banco, me escondía tras la lectura fingida de un libro, y cuando te veía salir del metro te seguía  por el camino que recorrías hasta tu casa. A los cuatro o cinco días ya sabía prácticamente todos los movimientos que hacías por la tarde desde que salías de la tienda hasta que te escondías en el portal de tu casa.

Abandoné mis horas de estudio, dejé para más adelante seguir con mi carrera y cuando tuve dinero suficiente me compré ese coche de segunda mano  que tanto deseaba, te seguí por las calles y las plazas de tu barrio hasta que se me presentó el momento oportuno: un ligero despiste al cruzar una calle que supe aprovechar para dar un acelerón y un brusco frenado y provocar ese encuentro casual que nos unió para siempre”.

 

Así nos sorprendió el amor y así lo recordaba en este día de horas intensas, de ir y venir a sitios que no tenía pensado, a llegar y preguntarme a qué he venido yo a la cocina. Así fue nuestro primer encuentro, él recién incorporado a su trabajo en el banco y yo aún atormentada por los sobresaltos de la juventud. Una juventud que hacía que me asombrarse por cualquier cosa y que nunca después volvió a sucederme. Que me apartó primero de los estudios, “estudiar no es lo mío”, me dije,  y que me fue llevando a trabajar de tienda en tienda, de mostrador en mostrador, porque no encontraba el trabajo que me satisfacía y no tenía preparación para buscar otros más cualificados. Una juventud que me subió a aquel R-5 con el desparpajo y el atrevimiento de quien nada teme en la vida, de quien desafía al destino porque sabe que está de su parte. Me subí al R-5 el día del susto, el mismo día que le conocí, el día que no tuve más remedio que claudicar ante la contundencia de sus palabras, “¿No tendrás miedo de mi? ¡Sí he hecho todo lo posible por no atropellarte, no voy ahora a secuestrarte!”, recuerdo que me dijo para convencerme.

 Y el amor apareció como un suceso único, como algo inevitable, deslumbrador, que te ciega y te arrastra, que te lleva por senderos desconocidos, por veredas nuevas, que te sumerge en el bosque y te impide ver el paisaje. El amor en el estado único, absorbente, salvaje... No hay ningún amor en el mundo como ese amor primero que te sorprende y te cambia. Nada ves si no es a través él, nada escuchas si no es de él, todo pasa desapercibido menos él.

Aunque era una persona normal, con un trabajo normal en un banco, un coche normal de segunda mano y el dinero justo para satisfacer mis caprichos, me pareció la persona ideal. Poco a poco se fue convirtiendo en el que me obsesionaba, el que no me dejaba dormir por las noches, el que me convertía en vanidosa, el que me hacía presumida y orgullosa. A su lado me sentía segura, me sentía admirada, me sentía deseada por todas y todos. Y paseaba de su brazo como poseedora del tesoro más precioso.

Se apoderó de mí, como se hubiese podido apoderar de cualquier otra, me cautivo con la mirada, esa mirada en la que llevaba escrita la suficiencia, una mirada limpia y altiva, bondadosa y dominadora, una mirada que encerraba los sufrimientos del pasado y las expectativas del futuro. Me cautivó con su juventud y su desparpajo, su disposición a estar siempre pendiente de mí, a colmarme de halagos, a gastarme bromas, a juguetear con las manos y con las palabras. Pero sobre todo me cautivo con su osadía de tener la vida resuelta y poner todo su tiempo a mi disposición.

 

Descubrimos el amor en los asientos traseros del coche. Entre atardeceres luminosos y parques frondosos fuimos descubriendo nuestros cuerpos y cuando ya no pudimos esperar más, preparamos minuciosamente nuestra huida. La huida de un verano hacia unas vacaciones inolvidables…

Preparamos una semana de vacaciones en Alicante. Ante los ojos de mis padres íba con tres compañeras del trabajo y teníamos alquilado un apartamento que pagábamos a medias. Diseñé el viaje hasta el último detalle: el autobús que nos llevaba y nos traía, las horas de salida y de regreso, el lugar y la dirección del apartamento y los nombres de mis tres compañeras. Lo repetí tanto, lo justifiqué tanto, me ilusioné tanto, que mis padres no tuvieron más remedio que aceptar, reconocieron que su hija se había hecho mayor, que trabajaba y llevaba un jornal a casa, y que se había ganado el derecho de disfrutar las primeras vacaciones alejada de la familia.

En realidad no fuimos tres compañeras, ni hicimos el viaje en autobús; fuimos dos parejas en un R-5 rojo y disfrutamos de unas vacaciones inolvidables, porque gozamos de los primeros momentos del amor y de la dulzura compartiendo la playa y el juego.

“De todas las playas sale una carreterita estrecha que te lleva al corazón de la tierra…”, me dijo una tarde antes de iniciar una excursión.

Y recorrimos por ella los más bellos paisajes, llegamos hasta los pueblos más bellos del interior de Alicante: Guadalest, Altea, Fuentes de Algar... Entre montañas, entre ríos, entre limoneros y naranjos disfrutamos de nuestras conversaciones, de nuestros cánticos y de nuestras risas.  Distribuimos los tiempos sin dejar lugar al aburrimiento, entre paseo y paseo, entre baño y baño, entre excursión y excursión, entre juego y juego fuimos tejiendo un mundo de complejidades y de ensueños, nos fuimos atando con los hilos del destino y sin darnos cuenta comenzamos un camino que no tendría retorno.

Unos comienzos dulces en el amor de los que nunca tuvieron conocimiento mis padres, porque, en aquellos momentos del rigor y del miedo al que dirán, mi viaje a Alicante lo mantuve oculto como mi mejor secreto.

 

Abstraída hacía las tareas de la casa esa mañana, porque entre el pasillo y la cocina, entre el guiso y las camas, recordaba los momentos más dulces de toda mi vida. Una dulzura que ahora veía en el rostro de mi hija y de la que gozaba doblemente porque los tiempos habían cambiado: el rigor se había convertido en comprensión y el miedo había dejado de atenazar las mentes. Sin embargo al descubrir en mi hija cómo las escenas de la vida se repetían, cómo pasaba el tiempo y cómo los sentimientos perduraban, se me echó el mundo encima. Me vino el peso del tiempo. Me había hecho mayor sin darme cuenta, y sin darme cuenta había consumido la mayor parte de mi vida. Las fases del amor recorrían mi cabeza como si mi hija fuese el espejo donde se reflejaban.

Recordé la travesía del amor por el largo túnel de la construcción del hogar, por el sacrificio y la entrega, por la imposibilidad de compatibilizar mis dos trabajos, el de dependienta en la tienda y el de ama de casa, porque él salía puntualmente a las siete y media de la mañana y regresaba a las cuatro de la tarde y no hacía en la casa nada más que llenar el cuarto de baño de ropa sucia al ducharse, de cacharros manchados tras la comida, de ceniceros llenos de colillas y de camas revueltas.

Pedí primero una excedencia voluntaria para cuidarla, pero antes de acabarla ya estaba con el segundo embarazo, un embarazo que no llegó a su fin, pero que me complicó la salud para toda la vida y me obligó a desistir de mi puesto en la tienda y a aceptar un despido pactado. Por eso el segundo hijo tardo en llegar, porque tuve primero que recuperarme del aborto, después seguir un tratamiento largo y complicado, y por fin, seguir un proceso complicado de embarazo con controles constantes y riesgos permanentes que culminaron en una precipitada cesárea para salvar mi vida y la de mi hijo.

Y siguió el vértigo y el paso del tiempo sin sensación de que pasaba, porque los años de la infancia y la adolescencia de mis hijos pasaron en un suspiro: de cambiar los pañales a la una, pasé a cambiárselos al otro; de la casa al colegio y del colegio a casa, de ver crecer a una, a ver crecer al otro. Entre paseo y paseo, entre comida y comida, entre preocupación y alegría, mi vida se consumió sin tiempo para saciar mis ilusiones, sin tiempo para saber si mi matrimonio triunfaba o fracasaba, porque cuanto más me enfrascaba en las tareas de la casa más tiempo le quedaba a él para obsesionarse en su trabajo, para promocionarse y ascender sin darse cuenta que el  tiempo le pasaría una factura demasiado dura.

Porque las nuevas tecnologías, que aparecieron a la misma velocidad con que se consumía su vida, barrieron todas sus ilusiones en un momento: las fusiones, las especulaciones y los ajustes de plantillas le mandaron a la jubilación temprana. Y se quedó pasmado en la cincuentena, sin terminar la carrera que había sido su sueño y sin recoger recompensas a su trabajo y a su sacrificio por la empresa. Abandonado en manos de la crisis y transmitiendo su frustración a toda la familia. 

Una crisis que fue compartida, porque una vez acomodada en la casa, inundó todos los rincones y se acaparó de todas las mentes. Las disputas, las acusaciones, los enfados, las amenazas y las palabras subidas de tono, ocuparon otra faceta de nuestras vidas, que ahora recordé como el momento más crítico de nuestro matrimonio. Pero la compra de la librería nos salvo, porque las ilusiones sustituyeron a los enfados y los proyectos conjuntos a las acusaciones mutuas.

Aprovechando su indemnización y sus conocimientos en el mundo de las finanzas, supo compaginar las inversiones en bolsa con la obtención de préstamos hipotecarios para comprar una librería que nos llegó como caída del cielo. Estaba escondida en el barrio pero tenía la virtud de estar cerca de un par de colegios de grandes dimensiones, conocíamos la librería de comprar en ella los materiales con los que habían adquirido la educación y los conocimientos nuestros hijos. La conocíamos de toda la vida, habíamos hecho amistad con sus dueños y les habíamos visto envejecer con la misma rapidez con la que crecieron nuestros hijos, por eso cuando  supimos que les había llegado el momento de la jubilación y que su único hijo no iba a continuar con el negocio  porque había tomado un camino marcado por la aventura de los viajes y por la distancia en que había situado su domicilio, nos interesamos en su adquisición. 

No tuvimos excesivos problemas para realizar la operación, nosotros queríamos comprar y los dueños no tenían más remedio que vender. El precio fue caro, porque había aparecido ya el periodo de la especulación, pero lo solucionamos con el préstamo hipotecario y con las ventajas que el banco nos dio para la obtención de otros préstamos personales a bajos intereses a cambio de su retirada de la plantilla laboral de la empresa. Así, la librería nos dio trabajo a los dos recomponiendo nuestras vidas y dándolas una nueva dimensión.

La dimensión de estar atados, porque al compartir el trabajo entramos en un mundo nuevo. Un mundo que comenzaba por la mañana a la misma hora, que continuaba con un paseo breve pero conjunto, que seguía en una monotonía de ventas tras un mismo mostrador y en el desarrollo de unas mismas conversaciones, y que acababa al final de la tarde haciendo el recorrido de vuelta a casa.

Una dimensión que ahora recordé en la monotonía del amor postrero, del amor cotidiano, un amor desconocido después de tantos años de vida porque es un amor cautivo. En los últimos años nos habíamos acomodado tanto el uno al otro que ya no sabíamos hacer nada solos. Y no sabía si mi amor era suyo, era del destino, era del tiempo o era un accidente que nos había tocado compartir.

Compartíamos las noches y compartíamos los días, compartíamos facturas y compartíamos pedidos, compartíamos clientes y compartíamos acreedores. Nuestras vidas se convirtieron en compartirlo todo: el trabajo, los paseos, los lugares, los problemas, el aire…

 

 Deambulaba de unas fases de mi vida a otras, como deambulaba por la casa esa mañana de un sábado interminable mientras esperaba la llegada de mi marido, porque la mañana del sábado, si no había ningún trabajo especial, era la única que no le acompañaba a la librería y la dedicaba para dar un repaso a la casa. Estaba absorta en mis pensamientos y no tenía ilusión por contarle nada, tenía la sensación de que descubriéndolo yo, lo habíamos descubierto los dos; porque ya no sabía muy bien cuales eran los pensamientos míos y cuales los de él, o cuales eran mis sentimientos o los suyos.