Solos

 

 

 

 

En el móvil de Ella se leía:

“M qde dormid pnsand enti”

 

 

 

 

En el móvil de Él se leía:

“Yonose sime dormi osegi escuchandot epasad la noch recordand tus frases”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Así comenzamos la rueda interminable de los mensajes. Podíamos habérnoslo dicho todo en una conversación telefónica, pero no, nos lo fuimos diciendo poco apoco, a través de nuestros móviles, en sucesivos mensajes, porque así íbamos encadenando nuestras frases y las íbamos disfrutando despacio.

Un pitido: un sobresalto de alegría, un presentimiento de conocer a quien mandaba el mensaje, y una satisfacción al comprobar con su lectura que era de la persona esperada. Una sonrisa, y… a escribir la respuesta. Y veo otro pitido en otro lugar: me imagino la misma alegría, la misma ilusión y la misma satisfacción al leer mi respuesta.

 

Yo me levantaba, cogía el móvil y escribía. Ella escucharía el pitido, leería el mensaje y me respondería.

            Así, jugando con los aparatos de las nuevas tecnologías, fuimos tejiendo una red que nos terminaró atrapando, porque el mundo multicolor de las amistades diversas comenzó a diluirse poco a poco, para caer en la obsesión de buscarnos.

Nosotros éramos ahora nuestro único mensaje, nuestros móviles y nuestras vidas se había cerrado para los demás. No teníamos mensajes en nuestros móviles que no fuesen nuestros, como tampoco teníamos pensamientos que no fuesen nuestros. Nos hicimos sordos, mudos y ciegos.

 

Dejé de escuchar a los compañeros de trabajo, aunque seguí oyendo sus frases: “¡Este trabajo es una mierda!”, “¡Te pasas la vida haciendo una carrera para tener que sacar los botes de este puto río!”, “Este mes se me termina el contrato… ¡y al paro!”, “¡Y Bush preparando una guerra!”, “Tendríamos que hacer algo”... Sus frases rebotaban en mi mente, salían como entraban. Cuando respondía era porque el compañero me había dado un empujón y me había gritado con rabia: “¡Contesta, joder, que parece que estas en la luna!”. Y yo contestaba malhumorado, “Qué quieres que hagamos, esta vida es así, pero déjame en paz…”, “¡Esta vida es así!, ¡esta vida es así!, esta vida es como tú y como yo la hacemos, joder, ¡que nos van a matar y a ti te da igual”.

No veía a mis amigos aunque estuviesen a mi lado. “Este martes qué, ¿vienes a los dardos, o no?”. “El martes no puedo, quedamos el viernes en el bar”.

Los dardos habían sido mi cita obligada de todos los martes desde que cumplí dieciocho años y dejé de tener horario para llegar a casa. Desde las doce de la noche hasta las tres de la mañana, tenía un compromiso con mi grupo de amigos, estábamos encuadrados en el nivel tres, un nivel que habíamos conseguido poco a poco, practicando todas las noches y apuntándonos a concursos, primero del barrio, después de la provincia y por fin el estatal. El nivel tres no era de primera categoría, era un nivel intermedio, pero estaba bien para entretenernos y divertirnos. El año anterior, cuando todavía mi vida familiar era un remanso de paz, habíamos llegado a disputar una final del campeonato de España.

Mi Amigo y yo éramos las figuras más destacadas. Nunca había abandonado mi partida de los martes. Ni siquiera en los momentos más delicados, cuando mi padre nos abandonó, lo dejé. Abandoné todo, menos los dardos. Dejé las oposiciones que estaba preparando, dejé las salidas de los fines de semana, los cafés de por la tarde…, pero la noche de los martes, lanzando esos dardos que dirigía con precisión y con rabia hacia una diana, era sagrada.

Porque esa noche se convirtió en un refugio donde ahogar mis penas, el lugar donde liberaba mi furia, porque el blanco a donde disparaba, era el cuerpo de mi padre o el corazón de la modelo: su novia embarazada.

Pero ahora de repente había dejado de tener tiempo los martes y me daba igual, no escuchaba cuando me decían, “nos falta uno, tienes que venir este martes, si no nos dan el partido por perdido”. “Pues buscar a otro, yo este martes no puedo”, respondía furioso como si los culpables fuesen mis compañeros.

Mi Amigo me lo notaba, notaba que poco a poco le iba abandonando, que abandonaba a todos. Notaba que le dejaba justo cuando pensaba que me había vuelto a recuperar. Porque después de la noche en que me convenció para ir a la discoteca debió de pensar que mi ciclo de aislamiento se había acabado, que el tiempo había curado mi enfado y que estaba en disposición de recuperarme de lo sucedido en mi casa.

Debió de pensar que volverían los tiempos de antes, que recuperaría a su amigo. Desde nuestro encuentro en el instituto fuimos inseparables. Hicimos una amistad tan grande que no pasaba un día sin vernos: nos veíamos en los recreos, en las entradas y en las salidas, en las salas de juegos, en los parques, íbamos juntos al cine, empezamos a frecuentar las discotecas “laig”, a compartir las primeras amigas y disfrutar de los primeros juegos con el amor. Por eso después de la noche de la discoteca debió de pensar que me recuperaría. Pero se equivocó. No sólo seguí dándole de lado, sino que me olvide de él por completo, de la forma más cruel. Salió de mi mente, dejó de tener cabida en mis pensamientos, se me olvidaron todas las anécdotas, todos los ratos compartidos fueron de repente al saco del olvido.

Lo que no consiguió la Universidad, lo consiguió Ella. Porque la universidad tampoco nos separó, a pesar de que cogimos caminos distintos, optamos por una universidad y una carrera diferente, mantuvimos unos lazos que nos obligaban a vernos dos  o tres veces a la semana. Teníamos los dardos de los martes, el café y la partida de cartas de los sábados y los juegos malabares que hacíamos las mañanas de los domingos en el parque. Porque juntos aprendimos a manejar los bolos, a hacer juegos de magia y sobre todo a hacer el juego del equilibrio.

Primero fue en las vallas que rodeaban nuestras casas, me subía yo y caminaba por ellas como por el suelo, debía de tener un imán en los pies pues apenas rozaba la suela de la zapatilla en el borde de la valla, yo me sentía seguro, tenía el espacio suficiente para mantenerme, y caminaba sin ninguna dificultad, apoyaba un pie y todo mi cuerpo descansaba sobre ese lado, después apoyaba el otro y el descanso de mi cuerpo pasaba al lado siguiente sin ningún amago de caída ni ninguna sensación de vértigo.

Después se subía él, intentaba hacer lo mismo pero se caía casi siempre, sus pies se torcían, perdían consistencia, sus brazos se ladeaban a un lado y a otro hasta terminar inclinándose definitivamente hacia alguno y acariciar posteriormente el suelo. Yo le decía que se concentrase, que pusiera toda su fuerza mental en la breve superficie del pie que apoyaba en la valla, que si trazaba la línea recta que unía su cabeza con la parte del pie apoyada e inmediatamente hacía lo mismo al echar el otro pie, diseñando la misma línea, concentrándose en la misma superficie, desarrollando la misma fuerza mental, entonces andaría por la valla, como se anda por el suelo o como se circula en bici. Pero se caía. Lo intentaba una y otra vez pero nunca daba más de dos pasos. Yo me la recorría entera, cada vez iba más deprisa, llegaba a una esquina y giraba, y el giro no me suponía ninguna dificultad, porque controlaba la línea, la línea que se convertía en eje, en un eje en torno al cual mi cuerpo daba una vuelta. Al principio daba una vuelta y después daba dos ayudándome simplemente con el apoyo del otro pie. Al final terminé pareciéndome a una peonza, daba vueltas sobre un pie, me cambiaba al otro y daba vueltas sobre el otro, y no necesitaba llegar a la esquina para cambiar de dirección, jugaba con los espacios, a veces daba un salto y caía con el mismo pie, pero siempre sin perder la línea; la línea fina que unía mi mente con el limitado espacio donde colocaba el pie.

Mi Amigo terminó por desistir y me dejó a mí todo el protagonismo. Y yo dominé el arte de andar en las superficies estrechas desde aquellos primeros momentos, nunca me caía, tenía siempre la mirada fija en el horizonte y mis pies se agarraban como lapas a esa superficie minúscula que era el borde de la valla.

Después practicamos en los parques cambiando la valla por un alambre, entre los dos la atábamos a las ramas de dos árboles y la tensábamos. Yo hacia el recorrido bajo su atenta mirada, todo era igual, la única diferencia con la valla era que la superficie de apoyo era más fina, pero yo trazaba la misma línea, y avanzaba y giraba con la misma facilidad que en la valla. Mi Amigo lo intentó un par de veces y desistió, se dio cuenta que para andar por el alambre primero había que dominar la valla, y la valla se le seguía atragantando.

 Al principio fue una diversión, un entretenimiento, ensayos que hacíamos sin darle importancia, pero cuando la gente empezó a hacernos corro en el parque del Retiro, cuando empezaron a aplaudirme y a dejar unas monedas en el gorro que mi Amigo colocaba al lado, todo cambió.

“¡Joder, tío, diez euros!”, gritó emocionado el primer día que vio monedas en el gorro. “Esta noche botellón”, le contesté desde las alturas.

Caminar por el alambre con la mirada siempre al frente me daba una perspectiva nueva, me veía en otro mundo, en el mundo donde los sueños se hacían realidad.

Un mundo que mi Amigo creyó recuperar cuando me vio nuevamente sonreír en la discoteca, pero que duro lo que dura un destello, porque cuando el martes me preguntó “¿Vienes a los dardos esta noche?”, yo le contesté con una sequedad que nunca había escuchado en mi voz, “Esta noche no, la tengo reservada”.

 

Los fines de semana seguíamos saliendo en grupo, una semana con mis amigos y la siguiente con las amigas de ella. Continuábamos ligados a las amistades de siempre, pero ya no atendíamos como antes a diversas conversaciones al  mismo tiempo, estábamos absortos en nosotros mismos y sólo entendíamos nuestras frases, sólo veíamos nuestras miradas y sólo escuchábamos la sinfonía de ruidos que nos habíamos inventado para comunicarnos sin que nadie nos entendiese.

Lo que yo decía, después me lo repetía ella; y lo que ella decía, después lo repetía yo. Así pasamos las primeras semanas, repitiéndonos las palabras, repitiéndonos las miradas, repitiéndonos las caricias, repitiendo nuestros pensamientos, nuestras fantasías... y jugando a juegos nuevos que nos divertían y nos llenaban de satisfacciones.

            Estaba tan ligado a su móvil que creía saber como eran sus pensamientos, con tantas llamadas y tantos mensajes tenía la sensación de llevarla metida en mi bolsillo. Ella debía pensar algo parecido porque cuando nos veíamos estábamos como unidos por un cordón umbilical inalámbrico que rodeaba nuestro mundo. Un mundo que creíamos compartido, porque poco a poco en mi vida fueron apareciendo las preocupaciones de ella y en la suya, por lo que me contaba, aparecían las mías.

Su vida cotidiana fue lo primero que guardé en mi memoria, sabía todo de ella: la hora en que se despertaba, cuando desayunaba, a que hora ocupaba el baño y con quien se lo disputaba, a que hora tenían que salir de casa para llegar puntual a su primera clase. Sabía cuando hacía los cambios, cuando tomaba el café o cuando comía un bocadillo, sabía quienes eran sus compañeros o sus compañeras más fieles, a quienes ayudaba y a quienes pedía ayuda. Conocían el nombre del profesor  hueso y el de la profesora amable y simpática. Sabía a que hora podía llamarla y a que hora debía mandarle un mensaje, por eso cuando la encontraba por la tarde tenía el pleno conocimiento de lo que había hecho durante el día y no perdía el tiempo en preguntas cuyas respuestas ya conocían sino que lo dedicaba por completo a la ternura y al deleite.

Su situación familiar y sus problemas fue lo siguiente que memoricé. Los nombres de sus padres, sus edades, sus trabajos, las horas de las comidas, sus hábitos y sus costumbres fueron formando parte de mis recuerdos.

Pronto supe que sólo tenía un hermano y que estaba en la edad del pavo, supe sus años y supe la manía de disputarla el puesto en la mesa por la mañana, la pelea por el uso del baño, las provocaciones verbales disfrazadas de juegos durante las comidas, la búsqueda insidiosa de sus cartas y sus secretos, y su continuo estado de alerta para seguirla, para pincharla y para convertir su convivencia en un continuo juego. Supe el color de su pelo, el aspecto de su cara, su carácter, el curso que hacía, las asignaturas que le resultaban fáciles y las que se le atragantaban, los amigos que tenía y las zalagardas que hacía en su casa. Supe la ropa que vestía, las películas que le gustaban y los aparatos que le absorbían el tiempo. Y supe cómo eran sus padres, las manías que tenían con la puntualidad en las comidas y con las llegadas nocturnas, en que habían trabajado al principio y en que trabajaban ahora.

           

La noche se convirtió en un saludo y una despedida, me acostumbré a no acostarme nunca sin antes conectarme al ordenador para chatear con ella. Antes lo hacía con varias personas a la vez, pero ahora sólo lo hacía con ella. Habíamos inventado un mundo que se limitaba a dos personas conectadas y unidas todas las noches a la misma hora recordando el día y acariciando el sueño.

Yo no tenía problemas, tenía el ordenador en mi habitación y era su único dueño, ella lo debía de tener más difícil porque el ordenador era compartido y cada vez eran más las personas en disputarlo, en principio sólo era su padre quien se lo disputaba en las noches de balances o en los días de pedidos, pero a medida que su hermano fue creciendo y fue tomando contacto con los video-juegos, y los trabajos de los profesores se volvieron más exigentes; los problemas ante al ordenador aumentaron. “Hasta ahora no he podido entrar, el capullo de mi hermano ha estado jugando y de no matarle…”, “Tendréis que fijar una reglas”, “Ya las tenemos fijadas, son muy simples, los trabajos siempre tienen preferencia ante los juegos y en las noches de balances o de pedidos mi padre tiene preferencia y los demás a esperar, pero mi hermano es un cabezón y se las salta”, “A ti, cuándo te toca”, “Desde las once, en teoría, me toca a mí. Mi hermano tiene que irse a esa hora a la cama, pero trata de estirarla como si fuese un chicle haciéndose el remolón y siempre tengo que pelearme con él”, “Pues hoy ha estirado el chicle hasta las doce”, “Es que mi madre se despista y a mí no me hace caso, además como es el mimado…no hay quien le tosa”.

“Bueno, olvídate de tu hermano. Tengo una sorpresa para ti”, “¡Ah!, síii, a ver”, busqué en un archivo y di adjuntar, “La sorpresa es esta: ¿Te gusta?”, “Me gusta, aunque estás un poco soso, te voy a retocar un poco”, “Pero antes mándame tú una tuya”.

Al momento apareció en mi pantalla su foto.

“Tú tampoco estás mal, pero también te voy a retocar”

“Mira, así estás más simpático”, “Eso con una sonrisa de oreja a oreja, ahora vas a ver la que te pongo yo”.

La amplié los ojos y la escribí:

“Tus ojos ocupan toda mi pantalla, los estoy examinando, viendo el color azul y los rayos que desprende tu pupila”

 

Jugábamos ahora con el ordenador como durante el día jugábamos con el móvil. Ella me cambió la nariz y me puso unas orejas gigantes, yo le corté el pelo y le amplié los labios. Ella mezcló mi nariz con su boca, cambió un ojo de mi foto por otro de la suya. Mezcló partes de mi cuerpo con el suyo y tuve la sensación de que hasta mezclamos nuestros pensamientos.

Cada vez me sentí más unido y aunque estaba separado por la distancia creí que estaba a su lado, me ruboricé y me excité, le escribí las frases que más le gustaban, las más apetitosas, las más jugosas, las más sensuales y entré en un mundo donde me pareció que se paraba el tiempo porque la inconsciencia se apoderó de mi a medida que sus frases fueron apareciendo en la pantalla:

            “Así sería un hijo nuestro”, le dije.

Pero ella lo desnudó, dibujó unos genitales femeninos y escribió:

            “No es hijo. Es hija. Que no te enteras, tonto”.

            Continuamos jugando. Desnudamos nuestros cuerpos. Nos abrazamos virtualmente. Nos besamos. Nos refugiamos en una realidad virtual para ir poco a poco desnudando nuestros sentimientos y para entrar en nuestros secretos más íntimos.

            Escribí con naturalidad las frases que nunca me atrevía a decirle, ella me respondió al juego con la misma naturalidad.

Simulé una penetración y le pregunté:

“¿Lo has hecho alguna vez?”

            “¿Qué quieres que te diga?”

            “La verdad”.

            “¿Me la vas a decir tú a mí?”

            “Si me lo preguntas, sí”.

            “Yo no. ¿Y tú?”

            “Tampoco. Y ya va siendo hora. ¿Lo harías conmigo?”

            “Si lo hacemos bien, a lo mejor”.

“Claro que lo haremos bien”.

“Me refiero a hacerlo conscientemente y tomando las precauciones necesarias. ¿Me acompañarías a un ginecólogo?”

“Ya sabes que yo voy contigo a dónde me digas. Pero siempre tenemos la goma”.

“Si lo hacemos, lo hacemos bien. Teniendo las cosas claras y adquiriendo compromisos”.

“Por mí, encantado”.

“¿De qué?”

“De tener las cosas claras y de adquirir compromisos contigo”.

“¡Ah! Por mí, también”

Me quedé un momento parado disfrutando del silencio. Mi ordenador también estuvo un momento parado reproduciendo su silencio. Por fin ella me escribió:

“Se nos ha hecho muy tarde. Hasta mañana”.

“Hasta mañana”.

Me dibujó un beso yo la dibujé otro.

Apagué mi ordenador, agoté el día hasta el último suspiro, y cargado de sueños me escondí en la noche pensando que ella me acompañaba.

Apenas hacía un mes que la había conocido y sin embargo parecía que la conocían de toda la vida.

Mi vida fue cambiando sin darme cuenta. Poco a poco fue desapareciendo mi obsesión por el abandono de mi padre, y apareciendo una idea nueva que saboreaba con gusto.

La separación de mis padres me había perseguido continuamente, la idea de ver a mi padre rodeado por otra persona me atormentaba.

Tenía la imagen de aquella tarde grabada en mi memoria. Mi padre, la maleta, las bolsas, la chica, el coche, la acera…, todo daba vueltas en mi cabeza.

“Hijo, te voy a seguir queriendo igual, no es el fin del mundo, sólo es un cambio de lugar”, recordaba que me había dicho iniciando así nuestra última conversación, “No entiendo como nos has podido hacer esto”, le contesté y nos enzarzamos en un rosario de acusaciones mutuas, “Tampoco entiendo yo, cómo has podido negarte a saludarla”, “Sabes que no me gusta, es de mi edad…y tú sólo eres su capricho”, “No digas tonterías, estás muy nervioso”, “Un capricho para su colección, seguro que tenía de todo, dinero, amantes jóvenes, pero la faltaba el bohemio, el artista, y por eso te ha elegido a ti, no la ha importado nada destruir a los demás”, “Calla, ya hablaremos”, “¡No!, me has estado esperando aquí, en la acera, para presentármela, para decirme adiós,  para decirme que no pasa nada, que seguiremos como siempre, que tendré una casa más, pues ya estoy aquí; y te digo que no, que nada es igual”, “Tranquilízate”, “Estoy tranquilo, pero ahora me tienes que oír”, “Por favor, estamos en la calle”, “En la calle porque no has tenido el valor de decírmelo en casa”, “Por que has demorado a propósito tu llegada”, “No sé cómo nos puedes abandonar por ella, dejarlo todo por un capricho”, “No es un capricho, es la vida, hijo, tienes veinticuatro años, deberías entenderlo”, “No lo entiendo, ni lo quiero entender. ¡Te arrepentirás!”.

Me tendió los brazos, “Despidámonos en paz”, me dijo, y los rechacé, moví la cabeza sin pronunciar palabra y las lágrimas acudieron a mis ojos para nublar mi visión.

La última visión de mi padre…, y de la maleta que metieron en el asiento trasero del descapotable…,  y de las bolsas…, y de ella…, de la modelo, tan rubia y tan falsa. Tan ladrona.

Una mujer joven, de mi misma edad, que en vez de estar construyendo su futuro con los de nuestro tiempo, lo construía con mi padre y de esa forma me lo arrebataba. Me arrebataba un futuro que me pertenecía. Que nos pertenecía a mí y a mi madre, porque siempre pensé que el futuro de mis padres estaba unido al mío, y ahora me daba cuenta que no, que la vida guarda sorpresas y que las personas siempre tenemos futuros escondidos por muy amarradas que estén nuestras vidas.

Esa era la idea que me venía todas las noches a mi mente antes de conocerla y que me impedía conciliar el sueño. La combatía porque me atormentaba y tenía que vencerla. Buscaba otras imágenes a las que agarrarme, imágenes de mis amigos, los que compartieron conmigo los estudios, los que me acompañaron en mi viaje de titiritero. Pensaba en sus caras, en los momentos que habíamos compartido, en las frases que nos habíamos intercambiado…

Buscaba entre mis amigas indicios de amores y guiños a la ternura, las repasaba también una a una, buscando ratos en bares de copas, recuerdos de paseos por el parque, de discotecas, de bailes.

Buscaba formas de escapar de aquella pesadilla que volvía y volvía, porque no me podía hacer a la idea de no tener un tiempo para hablar con mi padre, de que ese tiempo que antes me había dedicado, ahora se lo dedicase a esa otra persona, una mujer que podía haber sido mi amiga, o mi ligue, que encajaba mejor en mi mundo por hacer que en el de mi padre que ya lo tenía hecho.

Una mujer que usurpaba el lecho a mi madre y que alardeaba de ello, porque cada día tenía la barriga más gorda y la sonrisa más grande y no podía hacerme la idea de compartir nada con ella, ni con lo que estaba gestando.

Había creído que mi padre era una posesión mía y ahora me daba cuenta de que después de tantos años seguía teniendo su vida, una vida propia que continuaba dando fruto por senderos distintos y decidí pasar del todo a la nada. De ser el espejo donde me miraba todos los días a ser la indiferencia cargada de desprecio con el fin de hacerle daño. No contestaba a sus mensajes ni acudía a sus citas. No hablaba nunca de lo sucedido, ni con mi madre, ni con los amigos, ni con Ella…

  Pero el camino elegido, que a mí me dolía, parecía no hacer mella en mi padre, porque sabía resistir y consideraba al paso del tiempo como a su mejor aliado, a la mejor medicina para curar cualquier herida. Mi padre aguantaba y yo me desquiciaba, porque a pesar de los desplantes, de los insultos y de los desaires, mi padre continuaba mandándome mensajes, haciéndome llamadas, invitándome a la reflexión, comunicándome sus deseos de verme y de resolver los problemas hablando.

            Por eso cada noche era una continua lucha entre múltiples pensamientos que se agolpaban en mi mente hasta que conciliaba el sueño. Un sueño agitado, un sueño nervioso, de luchas continúas y de abandonos, un sueño que me llevó a la huida aquel verano, que me impulsó a recorrer países, a andar desesperadamente hasta cansar mi cuerpo y mi mente, porque era la mejor manera de dormirme y de no pensar, de caer rendido por la noche en un albergue de mala muerte, de no extrañar la dureza de la cama, de no mirar si el colchón estaba limpio o sucio, de dormirme en el suelo si no había más remedio y de descansar un poco.

 

            Pero ahora todo había cambiado sin darme cuenta, me volví a reconciliar con el placer de mis sueños, porque pasé sin darme cuenta del pensamiento que me atormentaba  al pensamiento del placer en el recuerdo.

Ahora me recreaba, intentaba prolongar el mayor tiempo posible mi idea y no permitía que nada se entrometiese, que cambiase el rumbo de mis pensamientos, porque estaba tan absorto, los tenía tan dentro, que el contacto con las sábanas me excitaba sexualmente, y unos breves movimientos: el roce de mi mano por la parte tiesa de mi cuerpo, mientras me concentraba en Ella, en la suavidad de su piel, en las yemas de su mano palpándome los pechos al tiempo que me besaba… me extenuaba… y un río de vida corría por mi cama a la vez que una paz infinita me acompañaba.

Porque mis sueños eróticos se habían hecho realidad, porque los pechos que antes imaginaba, que eran recuerdos de películas sensuales que compartía  con los protagonistas y que solo eran fantasías en mi mente, ahora eran la realidad de cada tarde, porque esas zonas eróticas que antes sólo estaban en mi cabeza ahora las disfrutaba cada día. Tumbados en el césped los días de sol, los días de praderas verdosas y secas, recostados en los pinos de la Dehesa de la Villa o en las encinas del Pardo; mis manos buscaban en el interior de jerséis y blusas, de camisas y faldas, los rincones más ocultos, los puntos más suaves y dulces, y los encontraba. Encontraba el calor de su cuerpo, de su tripa y su cintura, de sus costados, de su espalda, de sus ingles, de sus muslos y sus pechos… y los confundía con el dulzor de sus besos, con la humedad de su boca, con el roce de su lengua en mi oreja y mi cuello y con el hilo de baba que quedaba entre sus labios.