Primavera

 

 

 

 

La “a” se repite en primavera. La a es generosa en primavera, es fuente de luz y de vida.

La “a” de amor y mejor aún de amar: ayudar, dar, satisfacer, aceptar, entregar. La “a” se repite en primavera.

 

 

 

 

 

 
 

En la noche del diecinueve al veinte de marzo de 2003 comenzó la invasión de Irak.





Él

 

 …en la asamblea.

 

“La consecuencia primera de una guerra es la destrucción de vidas humanas inocentes. Las personas civiles son las primeras víctimas en las guerras modernas… ”

 

Así empezó su discurso el representante sindical. Era el Presidente del Comité de Empresa, pero yo no le conocía. Se había presentado en las últimas elecciones sindicales, celebradas en noviembre, en una lista de un sindicato al que mi Amigo llamaba de clase. Era un sindicato Confederal y la mayoría de los que se presentaron pertenecían al sector más radical. Unas elecciones en las que no voté.

 

“Pues yo no pienso votar”, le dije a mi Amigo cuando hablamos de ello por primera vez.

“Será porque estás a gusto con tu contrato de mierda”, me respondió iniciando una discusión que no hemos cerrado aún.

“Será porque no creo en los políticos”.

“Será porque no tienes ni puta idea”.

“O porque no me dejo comer el tarro como tú”.

“No tienes ni idea, porque metes en el mismo saco a todos los políticos y a los sindicalistas”.

“Porque van todos a los mismo. A defender sus intereses y a pelearse por el poder”

“Yo no tengo intereses ni lucho por el poder, y yo en mi empresa me voy a presentar”.

“Tú tienes un contrato indefinido y estás a gusto, yo cualquier día lo mando a tomar por culo”.

“Razón de más para estar organizado y luchar”.

“Yo sé luchar por mi mismo. No necesito que nadie me diga lo que tengo que hacer”.

“Tú sólo piensas en ti, te lo he dicho muchas veces. Eso es lo que te mata, tanto en tu vida laboral como en la familiar”.

“¿Qué quieres decir?”.

“Que estas amargado con tu padre porque eres incapaz de ponerte en su lugar”.

“No tienes derecho a meterte donde no te llaman”.

“No. Pero yo no soy como tú. Yo si que pienso en los demás”.

“Pues en mí ya puedes ir dejando de pensar”.

“De acuerdo, no es la primera vez que desprecias mi ayuda”.

 

Así terminamos aquella discusión. Cada uno se fue a su casa y no volvimos a vernos hasta pasadas dos semanas. Como siempre fue él el que me llamo. Ahora no recuerdo la excusa, pero si que recuerdo que siempre que discutíamos era él quien daba el primer paso para la reconciliación.

Yo me refugiaba en mi interior, me aislaba, me pasaba los días malhumorado y sin salir de casa y no pensaba en nada ni en nadie. Cuando él me llamaba me hacía de rogar, pero siempre estaba esperando que insistiera para reconciliarme porque sabia que al reconciliarme con él me reconciliaba conmigo mismo.

Ahora estaba absorto escuchando al líder sindical y sus palabras calaban en mi mente por primera vez haciéndome reflexionar.

 

“Esta guerra, ilegal e injusta, la vamos a pagar, como todas las guerras, la clase trabajadora”.

Escuchaba un discurso que había oído muchas veces a mi amigo, pero ahora me parecía todo distinto. Me parecía que todo tenía sentido.

            “No os voy a hablar de las consecuencias sociales, ni de las desgracias personales que ocasiona una guerra, de ellas tenéis sobrada información en los medios de comunicación y en su rechazo hay movilizaciones sociales previstas para hoy a las que os llamo a participar”

Por primera vez escuchaba, mi Amigo me había dicho lo mismo muchas veces, y yo le oía pero no le escuchaba; ahora sí, cuando dijo que las víctimas, tanto de un lado como del otro, siempre pertenecen a la clase trabajadora; que los soldados son siempre los hijos de los obreros, que nunca van a las guerras los hijos de los capitalistas, de los políticos o de los financieros; lo interioricé como si me ocurriese a mí, y mientras escuchaba, venían a mi mente las imágenes de las familias de los americanos muertos en guerras anteriores, familias modestas, en casas muy humildes, sin apenas cultura y pertenecientes a clases sociales desprotegidas y en la mayoría de los casos inmigrantes.

El Presidente continuó diciendo que si las víctimas mortales pertenecían siempre a la clase trabajadora, las victimas laborales, las que van a sufrir recortes en sus condiciones de trabajo, vamos a ser como siempre, los currantes. Que en una economía global, donde lo que está en juego es el dominio económico, lo que en Europa hemos llamado estado de bienestar está en peligro; y que las consecuencias de esta guerra van a ser las de implantar en Europa el modelo de relaciones laborales americanas: más precariedad en el trabajo y mayor desregularización del estado de bienestar para favorecer la competitividad.

“Las pensiones, la sanidad, la educación y los servicios públicos en general están amenazados porque quieren avanzar en su privatización, bien directamente o bien a través de su gestión”.

Con esta frase lapidaria que mi Amigo me había dicho montones de veces y que yo nunca me había tomado en serio, terminó su intervención el Presidente del Comité de Empresa. Un Presidente al que no conocía, a quien yo no voté, y que consiguió lo que mi mejor amigo nunca había logrado: hacerme pensar.

 

El Presidente estaba acompañado por otros dos miembros del Comité, que tampoco conocía, y por un representante del sindicato a nivel estatal que tomó la palabra para puntualizar:

“En contra de esta situación vamos a realizar un paro simbólico de quince minutos a las doce. Es lo mínimo que se puede hacer el día que ha comenzado una guerra ilegal e injusta. Una guerra en contra de la opinión del pueblo español y en contra de la opinión de la humanidad en general”.

Elevó el tono de su voz y enrojeció su cara, cuando concluyó diciendo, “Tenemos que realizar una acción más contundente, que refleje el rechazo de la clase trabajadora a esta guerra y que sirva para demostrar que no nos vamos a estar cruzados de brazos. Que vamos a plantar cara a la amenaza americana y que lo vamos a hacer con los medios legales que tenemos a nuestro alcance: la huelga general. ¡Hay que sacar adelante la huelga general mundial!”.

Yo ya estaba de acuerdo, me había visto, con mi título universitario, recogiendo la mierda del parque, veía la caducidad de mi contrato y el salario que cobraba a fin de mes, y estaba apunto de intervenir cuando bruscamente, sin pedir la palabra, una persona de los asistentes a la asamblea dijo:

“Eso está bien para algunos. Pero aquí todos sabemos que quien haga la huelga está despedido, o más finamente: NO-SE-LE-RE-NUEVA-EL CON-TRA-TO”.

Y sin dejarle terminar otra añade:

“Yo estoy de acuerdo en todo lo que nos decís, si tuviese contrato fijo no dudaría ni un segundo en hacer la huelga, que en el peor de los casos me supondría unos descuentos a fin de mes, pero como bien dice el compañero nuestra situación es distinta y creo que debéis entendernos. A nosotros no se nos renueva el contrato si hacemos huelga, ya nos lo han insinuado”.

“Precisamente por eso, -salté yo, sin poderme aguantar más- porque lo tenemos todo perdido, porque tenemos un contrato de mierda, porque no nos van a renovar, por eso tenemos que hacerla. No tenemos nada que perder, porque nada tenemos, si no nos renuevan, mejor. Así dejaremos de ser esclavos”.

Escuché mis palabras y ni yo mismo me las creía. Hablaba como mi Amigo, como no pensé que hablaría nunca, como si me hubiese transformado. Puse un entusiasmo, una emoción y un ímpetu que a mí mismo me extrañó.

 “Calma compañeros, -terció el Presidente del Comité-. En primer lugar recordar que la huelga es un derecho individual y que nadie está obligado a manifestar si se va a sumar a la huelga o no. Nuestra empresa sabe que hay una huelga convocada y que habrá gente que la haga”.

“Pues si es un derecho individual –dije-, yo, personalmente, soy favorable a hacerla aunque me despidan. Si no nos renuevan, compañeros y compañeras, encontraremos otro trabajo, encontrar otro trabajo basura, porque esto es un trabajo basura, no será difícil siendo jóvenes como somos nosotros”.

Un compañero, que me conocía bien porque compartíamos muchas veces patrulla, me interrumpió:

“Para ti a lo mejor es fácil. Tú no tienes una familia que mantener. Yo, estoy recién casado, y tú lo sabes, tengo un hijo y una hipoteca que me llega hasta las orejas”.

“Ya lo sé compañero, y tú también sabes que yo haría cualquier cosa por ti, pero no creo que merezca la pena defender una mierda de trabajo como el que tenemos, aunque comprendo que no todos estamos en la misma situación, que las circunstancias familiares son distintas, por eso yo voy a respetar todas las posiciones y creo que es lo que debemos hacer todos”.

Otro compañero se incorpora al debate:

“Yo estoy de acuerdo en hacer la huelga, como protesta en contra de la guerra y como protesta por la mierda de contratos que tenemos, pero digo lo mismo, por la huelga nosotros no debemos enfrentarnos, hay que respetar las situaciones de cada uno. Lo que si podríamos hacer es a título orientativo levantar la mano los que pensemos hacer la huelga”.

El Presidente del Comité tercia y concluye:

“La huelga es un derecho individual, repito. La empresa no nos puede exigir que manifestemos lo que vamos a hacer. Pero yo creo que una votación orientativa si se puede hacer. Dejando claro que es para nuestro conocimiento  y respetando siempre la decisión final de cada uno”.

Se hace la votación y somos más los que levantamos las manos a favor de la huelga que los que las levantan en contra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

…buscándola.

 

“El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda”.

Era la tercera vez que lo intentaba. Habíamos quedado a comer pero no habíamos decidido el lugar. Por eso lo intenté de nuevo.

“El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda, mierda, mierda”.

Era la una y cuarto. Habíamos improvisado una asamblea al inicio de la jornada. Fue una asamblea espontánea. Cuando llegué al trabajo vi una convocatoria en la puerta:

“Antes de iniciar el trabajo ASAMBLEA en el comedor. NO A LA GUERRA”

A las doce paramos un cuarto de hora. Éramos pocos, una patrulla de siete a la que nos habían asignado limpiar en la zona del Parque Norte. Nos concentramos en la calle que teníamos más próxima, Monforte de Lemos, nos juntamos con un grupo de bomberos que tenían en esa calle su puesto de trabajo y participamos en el ejercicio de la protesta mediante el silencio.

Cortamos la calle. Los coches se mantuvieron parados cuando el semáforo se puso verde. Unos cien metros más abajo vimos a un grupo de escolares, que por su edad serían de primaria,  acompañados por sus profesores. Al fondo había una plaza que estaba llena de personas. Era el cruce de Monforte de Lemos con Jinzo de Limia, y las personas que habían salido a llenar la plaza eran las que trabajaban en el centro comercial de La Vaguada y en los comercios y cafeterías de la zona.

Estuvimos quince minutos en respetuoso silencio, buscábamos la complicidad de los otros con nuestras miradas, los semáforos pasaban del verde al rojo, sin que nada se moviese, ni nada cambiase, cuando pasaron esos quince minutos rompimos todos el silencio con un grito unánime: ¡NO A LA GUERRA!

Era la una y cuarto, volví a mi centro de trabajo y me cambié de ropa, tenía que hablar con ella para comer pero el móvil no funcionaba. Lo volví a intentar.

“El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda otra vez”.

No entendía que podía pasar.

Oí un pitido. “Por fin un mensaje”, pensé. Lo abrí apresuradamente.

“mani acojonante todos en puerta dl sol no podemos comer no a la guerra”.

Tenía hora y media para comer, de una y media a tres, pero ya lo que menos me importaba era la comida, mi único deseo era estar con Ella y hablar. Inmediatamente di a responder.

“voy a sol te busco al lado dl oso a las dos”

 

 

El viaje de regreso se tuvo que adaptar a las circunstancias. Mi padre se tuvo que quedar para solucionar los asuntos familiares. La abuela había decidido quedarse a vivir sola en el pueblo, pero los tres hermanos tuvieron que hablar y resolver todo el papeleo de la defunción. Por eso en el viaje de regreso vino con nosotros la modelo.

En esta ocasión sí nos sentamos en la parte trasera, pero la presencia de mi madre y de la compañera de mi padre nos intimidaba y no pudimos decirnos lo que queríamos, sólo pudimos hablar de lo anecdótico. Nos hicimos mimos y carantoñas, estuvo muy cariñosa conmigo pero no hablamos de lo que nos había separado. Por eso al despedirme la besé y le dije, “Mañana comemos juntos, ¿vale?”, “Vale, me dijo, pero tú me llamas”.

Y yo la estaba buscando, llevaba más de media hora intentando llegar a Sol pero no lo conseguía. Me tuve que bajar en Sevilla cuando escuché por el altavoz del metro: “La estación de Sol está cerrada por la manifestación. Los trenes no efectúan parada debido a la aglomeración de gente”.

Con dificultad pude salir de la estación. La calle Alcalá estaba cortada. Los manifestantes, jóvenes de bachillerato, la abarrotaban. Intenté abrirme paso, pero era prácticamente imposible. La juventud saltaba y gritaba: “¡NO A LA GUERRA!”. “¡NO A LA GUERRA!” “A-SE-SI-NOS, A-SE-SI-NOS”

Intenté avanzar apartando a la gente, pero me di cuenta que no podía, pasaron cinco minutos y no conseguí avanzar más de un metro.

Cogí el móvil y volví a marchar:

“El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda, es imposible hablar”.

Entonces me di cuenta de que los móviles tienen dificultades de funcionamiento cuando hay tanta aglomeración de gente. Retrocedí por la calle de Alcalá hasta llegar a la calle Virgen de los Peligros, aunque había muchos jóvenes se podía andar, seguí por Caballero de Gracia hasta Montera y pude avanzar un poco.

Recorrí la mitad de la calle, pero cuando faltaban unos cien metros para llegar a Sol, me tuve que parar nuevamente porque la multitud me impedía el paso.

Daban los mismos saltos y los mismos gritos, “¡NO A LA GUERRA!”. “¡NO A LA GUERRA!”, “A-SE-SI-NOS, A-SE-SI-NOS”.

Levanté la cabeza estirando todo lo que pude el cuello pero sólo vi a  jóvenes, adolescentes de catorce a dieciocho años con la cara pintada que saltaban y gritaban abarrotando la calle. Estaban tan apretados que  me resultaba imposible avanzar. Un colorido de pancartas lo llenaba todo.

Me resigné a escribir:

“stoy en Montera imposible encontrarte vuelvo al curro”

 

Llegué tarde al trabajo pero no me importó. Estaba abatido, tenía necesidad de verla y no lo había conseguido.

Cuando salí del metro tenía tres mensajes y una llamada perdida. Los dos primeros mensajes eran de ella y el otro de mi Amigo. La llamada perdida era de la modelo.

 Abrí primero los de Ella:

“atrapados en Callao imposible vernos bss no a la guerra”, decía uno.

“a las ocho concentración embajada EE.UU. Pasalo”, decía el otro.

Respondí al segundo:

“nos vemos en Núñez de Balboa a las siete”.

Puse Núñez de Balboa porque era la estación de metro que mejor me venía y porque estaba lo suficientemente lejos de la embajada como para pensar que no habría tanta aglomeración.

A continuación abrí el de mi Amigoi:

“a las ocho concentración embajada EE.UU. Pasalo”.

Llamé al buzón de voz y escuché a la modelo: “Nada, soy yo, era sólo para decirte que tenemos que vernos, llámame cuando puedas”.

 

Eran las siete de la tarde cuando salí del metro de Núñez de Balboa y vi que una mujer con la cara pintada y trozos de papel pegados a su cuerpo se acercaba hacia mí precipitadamente. No la reconocí al principio, pero cuando la oí decir mi nombre supe que era Ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

… con la modelo.

 

“Tu padre está muy mal. La guerra y la muerte del abuelo le han hundido”.

“A mi también me ha afectado mucho todo lo que ha pasado, pero…”

“Mira, yo le voy a dar todo el cariño del mundo. Pero…ne-ce-si-ta el tuyo”.

“¿Por qué, el mío?”

“Porque tú eres otra cosa, tú eres muy importante para él. Eres su ilusión. Te necesita”.

 “¿Pero por qué ahora y no antes?”

“Siempre, te ha necesitado siempre, aunque no te hayas dado cuenta, pero ahora te necesita más que nunca”.

“No lo entiendo”.

“Ha luchado mucho en la vida”.

“¿Y qué?

“No luchaba sólo para él…”

“¡Ya!”.

 

Al final quedamos en El Retiro, después de los mensajes que me había dejado insistentemente en el móvil, decidí llamarla y decirle que nos podíamos ver el jueves por la tarde cuando terminase mi trabajo. Aunque ella me insinuó que fuese a su casa no consiguió convencerme, tampoco insistió demasiado, debió de pensar que lo importante era vernos y que el sitio era lo de menos.

El Retiro era el sitio ideal para relajarnos y poner en orden nuestros pensamientos. Era una tarde apropiada para entendernos, a pesar de que eran las siete, el Sol todavía hacía brillar las primeras hojas que iban apareciendo en la gran variedad del arbolado del parque. Los ciruelos salvajes estaban completamente florecidos, un morado que contrastaba con los brotes amarillentos de los olmos, con los verdes claros de las acacias o con el rojizo de las primeras hojas de los chopos.

Por eso nuestra conversación fue relajada al principio, aunque teníamos muchos desencuentros, los dos teníamos buena disposición y yo aunque mantenía la distancia, empezaba a admitir que en algún momento tenía que aceptar la realidad.

 

“Volvió ayer, ya sabes, de arreglar las cosas del pueblo. Llegó por la tarde y se encontró con un montón de correos en el ordenador.  De la Plataforma, ¿sabes que está en la coordinación?”.

“Me lo imagino, él siempre esta metido en lo último. Sus cuadros humanos han salido alguna vez en la tele”.

“Le noté muy cansado, pero él echó mano del móvil y empezó a quedar con sus alumnos”.

“Normal. Siempre tiene que estar organizando a alguien”.

“Se fue y no ha vuelto aún. Me llamó varias veces por la noche para decirme que estaban llenando de pintadas Madrid. Esta mañana me volvió a llamar para decirme que no pasaba por casa, que se iba directamente a la facultad, que allí echaría una cabezada y que llegaría tarde esta noche”.

 

NO A LA GUERRA, ponía en una gran pancarta que colgaba entre dos árboles que empezaban a brotar. Miré a la pancarta, después la miré a ella y vi como  movía la cabeza al tiempo que exclamaba:

“¡Estas son sus huellas!”.

Seguimos bordeando el lago y observamos a un corro de gente que miraba curiosamente al suelo, nos hicieron un hueco y comprobamos que allí estaba él.

Un cuadro de palomas degolladas, con las alas rotas, con gotas rojas manchando la blancura de sus plumas, con cabezas retorcidas pidiendo clemencia, con ojos rojos desafiantes…

Era él, supe que eran de él, reconocía a sus cuadros a la perfección, eran cuadros vivos, con sentimientos desbordados. No pintaba las cosas, pintaba lo que había dentro de las cosas.

El cuadro del amor eterno, el que me regaló cuando visitamos su exposición era el ejemplo. Lo tenía guardado en el rincón más profundo de mi corazón porque expresaba fielmente lo que sentía por dentro.

Por eso se quedaba mirando tanta gente, por eso se respetaban sus pintadas, nadie las pisoteaba salvo los bestias, que se sentían agredidos cuando escuchaban el grito de A-SE-SI-NOS y las destruían con saña.

Sus cuadros, o eran inmaculados adornando el suelo para deleite de las personas que se emocionaban hasta el punto de notar como se humedecían sus ojos, o estaban destruidos con rabia, con rayones que parecían cuchilladas, con cruces gamadas o con estiércol borrando sus partes más significativas.

 

“Estoy muy preocupada. Se cree un joven pero no lo es. Me temo que le pase algo, está demasiado metido en todo. Recibe amenazas pero no las hace caso. Apenas duerme. No piensa en él y a mí casi ni me escucha”.

“Es que él siempre está en otro mundo”.

“Tienes que llamarle”.

“Yo también tengo mis problemas”.

“Problemas tenemos todos, pero creo que ahora es él el que nos necesita”.

“Yo también le necesitaba y se fue”.

“No vuelvas con eso. Él no se fue nunca, fuiste tú quien no le aceptó en su nueva situación. Pero ahora es distinto”.

“¿Por qué?”.

“Porque tú ya eres un hombre y como hombre debes hablar con él”.

“Antes también lo era”.

“Antes eras…”

No termino la frase, me miró a la cara y por su mirada adiviné lo que me quería decir. Pero adiviné también que se dio cuenta a tiempo y que no quiso llevar la discusión a un callejón sin salida, a un enfrentamiento que no conduciría a ninguna parte. Prefirió seguir la conversación de forma relajada y por eso antes de continuar ella, noté en su mirada que iba a rectificar.

“Te necesita. Necesita tu admiración y tu apoyo. Y yo te pido por favor que le ayudes”.

“Pero…”.

Tampoco terminé la frase, porque ahora fui yo quien la miró, vi sus ojos humedecidos y me sentí rendido. Habían pasado muchas cosas para seguir ofuscado en mi enfado. Por eso yo también rectifiqué.

“Ya veré. No te aseguro nada”.

“Conoces bien a tu padre. Sabes que si tú le fallas se le derrumba todo aquello por lo que ha luchado en la vida”.

“Pero si le admira todo el mundo”.

 “De qué le vale la admiración de todos si no tienen la de su hijo”

“Yo si que le admiro”.

“Pues díselo”.

“Pero hay cosas que no comprendo”.

“Hay cosas que sólo se comprenden con el paso del tiempo”.

“A lo mejor es lo que estoy esperando”.

“Yo creo que ya ha pasado suficiente”.

La volví a mirar. Su cara suplicante me recordó el entierro del abuelo y me desarmó. Me di cuenta de que estaba derrotado pero me costaba trabajo aceptarlo. Por eso mis frases no se correspondían con mi estado interior, aunque poco a poco se fueron acercando. Además me di cuenta de que ella me iba llevando con esquisto esmero hacia el final que yo deseaba.

“Piénsatelo bien. Sólo faltas tú”.

“Qué quieres decir con eso”.

“Lo sabes bien. ¿O no te ha dicho tu madre que nos hemos visto varias veces? Una de ellas justo aquí, y que me trajo un regalo. Ya ves, lo que son las cosas, me trajo un regalo para tu hermana. Eso si que es entenderse”.

Sí, mi madre me lo había dicho y yo me había imaginado sus conversaciones. Me había imaginado a las dos mujeres hablando. Imaginarme la realidad, verla a través de los ojos de los demás, era mi estado favorito. Era como buscar un pretexto para huir de ella.

Me las había imaginado paseando por el parque en una situación incómoda, disimulando sus sentimientos y pronunciando frases diferentes a las que en realidad sentían. Me las había imaginado pero no llegaba a entenderlo. Por eso la idea me venia una y otra vez a la cabeza sin poderlo remediar.

Me imaginaba a dos mujeres caminando por el parque, empujando un cochecito con una niña posiblemente dormida, ajena a todo. Las dos contemplando un mismo paisaje pero con sensaciones distintas, con significados distintos, dos mujeres atrapadas por una misma persona, dos mujeres hablando de sentimientos que han compartido, dos mujeres de edades muy diferentes unidas en una conversación de sensaciones y de sentimientos enfrentados. Dos mujeres respetuosas, educadas, correctas, hablando de sufrimientos, de culpas, de daños, de rupturas, de nacimientos...

Cómo habrían transcurrido sus diálogos, cómo habrían aguantado sus miradas, qué habría pasado por sus mentes en esa lucha dialéctica por defender lo único que en esos momentos podían defender: su dignidad. Qué habrían dicho y qué habrían pensado. Habrían sido totalmente sinceras, sus palabras habrían sido el fiel reflejo de sus pensamientos o se habrían dicho lo que se deben de decir: lo correcto; y habrían pensado lo que es inevitable pensar: lo que el corazón dicta.

Las palabras se pueden medir, se pueden acomodar, se pueden adaptar, pero los pensamientos no, vienen sin permiso, acuden sin darte cuenta y te traicionan, porque vienen con la verdad, con toda la verdad, y te avergüenzas y callas una parte. Y hablas y piensas. Y dices unas cosas y piensas otras. Hablando y pensando. Diciendo unas cosas y pensando otras…, así me las había imaginado.

Pero ahora era yo quien tenía que acomodar mis pensamientos y mis frases, y jugaba al mismo juego que antes me imaginaba en ellas, porque yo era respetuoso y no me atrevía a decir lo que pensaba, no era capaz de confesar mi realidad, de decir que estaba vencido y que no aguantaba más.

 

“Si. Me lo ha dicho. Mi madre es especial. Pero tampoco lo entiendo”.

“Tu madre es especial, tu padre es especial. Tú también eres especial y terminarás entendiéndolo”.

“No sé. Ya veremos”.

“Sólo faltas tú. Tu padre te necesita. Tienes que llamarle”.

“No sé. Pero dime, ¿tú, por qué le quieres?, era la pregunta que me atormentaba, la que no pensaba hacerle nunca, pero me salió sin darme cuenta.

“¿Por qué le quiero?, uuh, uuh, por lo que le quiere todo el mundo me supongo. Porque es listo, es bueno, es joven y es valiente: porque es buena persona”

“Uuuh, uuh -me sonreí y exclamé- ¡joven!”.

“Sí, es el más joven que he conocido, es más joven que yo, además tiene una belleza que deslumbra, y es fenomenal, tiene una sensibilidad a flor de piel. Tienes que llamarle”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Ella

… en la facultad

 

Niño muerto

El misil cayó en el blanco,

No se desvió nada,

Las coordenadas lo marcaban así,

El palacio de Justicia ha sido destruido,

Estaban avisados,

No había nadie,

El impacto fue tremendo,

Los cristales saltaron por los aires.

A cien metros hay un bloque de casas,

Sus habitantes se han despertado,

Se han despertado gritando,

Los padres y los hijos se buscan,

Se buscan desesperadamente,

Se levantan,

Todos se buscan,

Todos se abrazan,

Se esconden entre los regazos.

Pero falta uno.

 ¿Dónde está el pequeño?,

¿Por qué no llora?,

¿Por qué no grita?,

¿Por qué no ha salido a nuestro encuentro?

Con pánico,

Con desesperación,

Miran en su cuarto:

Está quieto,

Está dormido.

¡Noooo!, está muerto.

Un cristal le ha golpeado en la sien,

Otro le ha segado el cuello.

¡NOOOOOOO!

¿Por qué no llora?

¿Por qué no grita?

 

 

Pinché mi poema en un enorme corcho que estaba colocado en la pared del vestíbulo de la facultad. Lo pinché con rabia, en realidad pinchaba el corazón del asesino que había ordenado la guerra.

Lo escribí sin pensar, según iban apareciendo las escenas en mi mente. Cuando llegué y vi esa gran pancarta contra la guerra que colgaba en la fachada, cuando escuché los primeros gritos de ¡NO A LA GUERRA!, cuando vi las paredes del vestíbulo llenas de pintadas, y cuando vi en el fondo un inmenso corcho que se iba llenando poco a poco de papeles blancos, de folios donde cada uno escribía lo primero que se le ocurría, me vino a la mente la escena de la muerte.

La habíamos vivido el día anterior y la teníamos tan dentro que me la imaginé con toda nitidez, pero no vi al abuelo, a su muerte natural, vi a la muerte más cruel, la más inútil, la más innecesaria, la que nunca debía ocurrir, la de la persona más indefensa, la del más inocente…, la de un niño.

Apoyé el folio en mi bolso aprovechando su parte más dura y las frases me venían sin querer. Nunca había escrito nada, tú lo sabes, pero ahora viendo como el corcho se llenaba de escritos, de frases, de dibujos, de poesías; fluían en mi mente las frases concretas, las más tristes, las más desesperadas.

Pinché mi poema y clavé mis ojos en él. Al lado había otros. Me fijé en el de arriba.

 

Colateral

Se desvió el misil,

Por qué se desvió,

Qué hacía esa casa,

No tenía que estar,

Según las coordenadas

no debía de estar.

¡Mierda, por qué está allí!

Amanece,

Comienzan a quitar esos escombros,

Comienzan a sacar los hombres muertos,

Aparece la desesperación y la ira,

La televisión muestra esas imágenes.

Daño colateral.

 

 

Después leí la de la izquierda.

 

Nos invaden

Nos invaden porque han descubierto un arma nueva,

que entra en las mentes y destruye los corazones,

un arma mucho más poderosa que las nuestras.

Nos invaden porque tenemos un presidente,

 tirano, tenemos cuatro millones de hambrientos,

siempre gana las elecciones el poderoso.

Al candidato del trabajador no se le oye,

apagan su voz en nombre de la libertad.

Nos invaden porque somos un pueblo oprimido,

oprimido por la tiranía del dinero,

esclavos de la competitividad.

 

Nos invaden porque han descubierto un arma nueva,

un arma mucho más poderosa que las nuestras.

 

Nos invaden, me puse en el lugar de los otros.

 

Estaba ensimismada cuando alguien me pinchó con sus dedos en los costados y me sobresalté.

“Que soy yo, no te asustes”, me dijo mi compañero de mesa del que te he hablado muchas veces.

“¡Ah!, estas aquí”, le contesté.

“Te estoy observando desde hace un rato”,

“Y no me dices nada, ¡que morro!”

“Estabas tan entusiasmada escribiendo, que no he querido cortar tu inspiración”,

“¿No has visto a las otras?,

“No, pero seguro que están preparando algo”,

“¡Qué vergüenza. Es un desastre. No hay derecho!”,

“¡Que hijos de puta! He visto cómo pinchabas tu poema. Mira, a mi también se me está ocurriendo otro: ¡PUMM DISPARO!”.

Y se puso a escribir en el trozo en blanco que había quedado en mi folio.

 

Disparo

Arriba,

De noche,

A más de once mil metros de altura,

No se ve nada,

No se distingue nada.

Sólo veo un cuadro de luces,

Unos mandos,

Unos auriculares,

Sólo veo coordenadas,

Líneas…

Me llega la orden.

Acaricio suavemente un botón,

Disparo.

 

“¡Ves, que fácil!”

“¡Calla!” 

“¡Para ellos debe de ser eso: un puto juego. Pero vamos, no podemos leerlas todas, la asamblea ya ha empezado y no vamos a tener sitio”.

 

Mi compañero tenía razón, la asamblea ya había empezado y el salón de actos estaba lleno. La gente, entre los gritos en contra de la guerra y las llamadas al silencio que se hacían desde la Mesa, comenzó a sentarse en las escaleras. Nosotros hicimos un recorrido con nuestras miradas intentando localizar al resto de la pandilla y como no encontramos a nadie, nos sentamos en el suelo cuando comprobamos que no podíamos avanzar más. 

Se habían puesto altavoces por los pasillos porque se sabía de antemano que el salón de actos no tenía cabida para toda la gente de la facultad. Comenzamos a escuchar:

“¡AMIGOS, AMIGAS,… NO A LA GUERRA!, este grito que recorre el mundo nos ha unido. Todos los estamentos de la facultad estamos en esta Mesa, en esta Mesa de unidad en la que solo se oye un grito. Un grito que está en el aire, que está escrito en las paredes, que está en el fondo de todos nuestros corazones. ¡NO A LA GUERRA!”.

“Quién es esa”, pregunté.

“Es la moderadora, una conocida actriz de la tele que no sé como se llama, pero que se ha destacado por su presencia en la plataforma de cultura contra la guerra”, me apuntó mi compañero.

 “¡NO A LA GUERRA!, ¡NO A LA GUERRA!”, repetimos todos al unísono una y otra vez hasta que la voz de los altavoces nos obligó a callar.

“Compañeros, compañeras, por favor, escuchad todos un momento. Vamos a iniciar esta asamblea con un minuto de silencio”o.

 

Poco a poco se apagaron los murmullos y el silencio se hizo absoluto. A mí me vinieron a la mente las imágenes que había visto en la tele mientras desayunaba: El estallido de las bombas, los rayos zigzagueantes como si fuesen fuegos artificiales, las escenas tomadas a distancia como en una película de ficción. Las casas destruidas, las personas que aparecían entre sus escombros intentando repararlas. Y los primeros cadáveres de esta guerra ilegal e injusta que no pudieron ocultar.

 

                                               …………

 

“Gracias amigos, gracias amigas”, prosiguió la moderadora concluyendo el minuto de silencio.

“¡NO A LA GUERRA!, ¡NO A LA GUERRA!”, la interrumpimos todos. El grito retumbó en la facultad. Yo lo pronuncié con una rabia inusitada, lo hice una y otra vez hasta que por los altavoces se volvió a reclamar nuestra atención.

 “Atención compañeros, atención compañeras esta asamblea no es para echar discursos. Nadie lo va a hacer. Todos sabemos muy bien por qué estamos aquí. Si nos hemos reunido en asamblea abierta a todas las personas de esta facultad es para organizarnos. En todos los centros educativos, en todos los centros de trabajo, hay en estos momentos asambleas para organizar los actos de protesta en contra de esta guerra ilegal e injusta”.

“NO A LA GUERRA, NO A LA GUERRA”, volvimos a interrumpir.

“Para… para organizar nuestras protestas os va a hablar el representante de la Facultad en la Coordinadora

Y el representante nos dijo que a las doce íbamos a iniciar una gran manifestación hasta la Plaza de España. Que los estudiantes de secundaria se iban a concentrar a la una en Sol. Que nosotros iríamos a Sol después de la manifestación. Que a las doce había un cuarto de hora de paro en todas las empresas. Que los trabajadores iban a salir a la calle que les pillase más cerca. Que los coches y los peatones también iban a parar un cuarto de hora. Que el mundo se iba a parar a las doce.

 “NO A LA GUERRA, NO A LA GUERRA”, volvimos a gritar.

“La cabecera… - el representante en la Coordinadora intentaba hacerse oír pero a duras penas lo conseguía -. Atención por favor, nosotros haremos también el cuarto de hora de silencio, de doce a doce y cuarto. A las doce y cuarto la cabecera, en la que estará el rector y los miembros del Consejo de Gobierno, partirá desde el Rectorado hasta la Plaza de España. Nosotros saldremos desde nuestra facultad a las once y  media para incorporarnos a la Avenida…”,

“NO A LA GUERRA, NO A LA GUERRA”.

“… Hasta esa hora tenemos tiempo para preparar pancartas. En las aulas hay materiales para hacerlas. Materiales que nos han traído los de Bellas Artes... Compañeros, compañeras: NO-A- LA-GUE-RRA”.

“NO A LA GUERRA, NO A LA GUERRA”, repetimos todos al tiempo que nos levantamos.

 

 

…en la mani

 

“Es una multitud, no se puede calcular el número, la Avenida está llena, cambio”, le oí decir a un policía cuando avanzábamos por la Avenida de la Complutense. 

Las sirenas de la policía se confundían con nuestros gritos. El policía que avanzaba en paralelo a mí debía de ser un alto mando. Se estaba comunicando con algún subordinado situado más adelante y utilizaba una emisora interna. Escuché su voz por casualidad en un momento de respiro, estaba dando datos de participación y me picó la curiosidad. Agudicé mi oído y entre grito y grito oí sus frases cortadas.

“No, un sentido solo no, debemos cortar los dos, cambio”,…,

Por sus respuestas me imaginé las preguntas y por un momento me olvide de gritar y me sentí atraída por su conversación.

 “Es igual, Madrid hoy se va a atascar de todas formas. El número de manifestantes es impresionante. Aquí está todo abarrotado, no se puede ni andar y el sargento que está en Filosofía B, me dice que allí hay miles preparándose para salir, cambio”, ….,

“Estamos desbordando todas las previsiones, la policía está acojonada. - -comenté a la Z que era la compañera que llevaba a la izquierda y que estaba aún más cerca del policía que yo- Escucha, escucha.”

“Pues sí hay que hablar con el Delegado del Gobierno se habla, pero hay que despejar toda la Avenida. Cambio”,…,

“¡Hostias tía! ¿Te das cuenta?”, le volví a decir.

“Sí, pero calla y escucha”, me replicó.

“Sí, miles, varios miles. El campus es una inmensa marea humana. Los rectores de las universidades y los decanos de las facultades encabezan la manifestación. Están colocados al principio de la Avenida. Los tenéis que ver desde ahí. Cambio”, …,

“Somos una marea humana”, le dije a la P que iba a mi derecha.

“Qué dices loca”, me contestó.

“No lo digo yo, lo dice la policía. Mira, escucha a ese que llevamos al lado”.

 “No, no opongáis ninguna resistencia por delante. Las órdenes son de no intervenir. Cortar lo que sea necesario. Cuando llegues a Moncloa me vuelves a llamar. Cambio y cierro”, le oímos decir.

 

Apenas podía moverme, las pancartas me impedían ver la gente que podía haber delante, los gritos eran constantes. Yo los pronunciaba y me hervía la sangre por dentro. Estaba indignada y al mismo tiempo orgullosa. La última frase del policía elevó aún más mi euforia.

Yo era la A, e iba en el centro. Nos habíamos disfrazado de letras para formar palabras.

Cuando terminó la asamblea subimos a nuestra clase, allí se encontraba ya el resto de la pandilla, ya habían decidido pintarse la cara de blanco y hacer palabras vivientes.  A mi me lo dieron todo hecho, sin darme cuenta unas manos blancas me acariciaron, se pasaron suavemente  por mi frente y por mis mejillas al tiempo que una pasta pegajosa se iba confundiendo con mi piel. Al poco rato éramos personas uniformes, todas con la cara blanca, no nos distinguíamos las unas de las otras. Comenzamos a llamarnos por las letras.

Yo llevaba un trozo de cartón que había conseguido recortar en forma de A, y desde ese momento fui la A para todos mis compañeros. Me ocupaba desde el cuello hasta la mitad de los muslos, la había sujetado a mi ropa con grapas. Era una A blanca recortada de un gran pliego que había en el aula. Estaba incómoda porque me dificultaba el andar, pero me sentía contenta, inmersa en colaborar buscando las iniciativas más originales y disparatadas como forma de protesta.

Lo primero que hicimos una vez disfrazadas fue una tumbada. Todas las facultades nos habíamos congregado a las doce en el Paraninfo para hacer el cuarto de hora de silencio. La gente hizo una sentada, nosotras con nuestra letra a cuestas no pudimos sentarnos, entonces fue cuando buscamos un hueco en el césped y nos tumbamos. En el verdor de la hierba, entre los árboles que comenzaban a reverdecer con los primeros brotes de sus hojas, se tumbó la P, a su izquierda me tumbé yo, y a mi izquierda la Z.

A nuestro alrededor había muchos compañeros con enormes globos,  globos multicolores, pero en todos ponía la misma palabra, la que nosotras tres habíamos formado en la hierba. A las doce y cuarto, cuando se terminó el silencio, los soltaron. Les vi subir despacito, esquivando los árboles, bailando los unos con los otros hasta convertirse en diminutas manchas, y perderse poco a poco en el luminoso cielo.

 

                                  

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

…en Sol

 

A las tres y media llegamos a Sol. A la una y media estábamos en la Plaza de España. Dos horas tardamos en hacer un recorrido que habitualmente hacemos tú y yo en diez minutos.

Hasta la Plaza de España llegamos bien, ocupamos primero toda la Avenida de la Complutense incluidos los laterales, después toda la Carretera de la Coruña y por último toda la calle de Princesa, anduvimos despacio, a nosotras las letras no nos permitían ir deprisa, pero el ritmo de la manifestación era muy lento. Los gritos eran constantes.

En la Plaza de España estaba preparada una tarima desde la que una persona muy conocida…, uuhh, bueno ahora no me sale su nombre, nos empezó a leer un manifiesto. Apenas lo escuché, los gritos eran continuos e interrumpían su lectura, sólo escuché palabras sueltas, “ilegal…”, “clamor mundial…”, “injusta…”, “acción terrorista”, palabras que yo ligaba formando mi discurso, el que tenía en mi mente, el discurso de la rabia, de la desesperación, de la impotencia. Y por un momento me sentí parte, note que formaba parte de algo, de algo grande que pensaba de forma colectiva, mi rabia era colectiva, mi desesperación era colectiva, mis ojos brillaban con el mismo brillo de los ojos de las personas que me rodeaban, estaban humedecidos como los de ellas, e instintivamente nos salió a todos la misma palabra: “¡A-SE-SI-NOS!, ¡A-SE-SI-NOS!, ¡A-SE-SI-NOS!”

La decisión fue unánime, el pensamiento era colectivo, era del grupo. 

“Ahora todos a Sol”, oí decir al finalizar la lectura del manifiesto y creí que fueron palabras que brotaron de mi boca.

“Todos a Sol, de forma pacífica”, repitió el orador. Agarré con mi mano derecha a la P y con mi mano izquierda a la Z, noté que tenían rasgones en sus bordes, que estaban un tanto arrugadas, pero seguían intactas en su significado, y seguimos avanzando.

Desde la Plaza de España hasta Callao llegamos relativamente bien. Ocupábamos toda la Gran Vía, la policía nos seguía por la acera y la gente se unía a nuestros gritos desde las ventanas. De algunas colgaban pancartas en las que se leía el lema NO A LA GUERRA  o la palabra  PAZ.

En Callao nos atascamos. La Gran Vía estaba cortada y todas las calles estaban llenas de estudiantes de secundaria. Ellos habían convocado directamente en la Puerta del Sol, como tú sabes, y la habían llenado. Además tenían tomadas todas las calles que la rodeaban.

Eran las dos cuando me di cuenta de tu mensaje. Yo también había intentado llamarte, pero el teléfono no funcionaba. Por eso te mandé el primero, pensaba mucho en ti, quería saber lo que hacías y como te estaba afectando todo esto.

Me era imposible llegar a Sol como tú me pedías y menos aún poder comer contigo. Me hubiese gustado tenerte a mi lado y cuando supe que me estabas buscando  sentí de repente unas ganas locas de abrazarte. Pero estábamos totalmente paradas, no podíamos movernos y el tiempo pasaba irremisiblemente, mi “A” sufría las consecuencias de las apreturas y cada vez estaba más deteriorada, tenías que haberme visto, habían comenzado a aparecer grietas y la raya central se había partido. Te escribí los mensajes pensando que era la única forma de compartir algo. 

 

“Que no se vaya nadie. Nuestra próxima cita es ante la embajada de EE.UU. a las ocho de la tarde”, dijo una portavoz desde un escenario improvisado cuando por fin llegamos a Sol.

“NO A LA GUERRA”, “NO A LA GUERRA”, gritamos todos.

No conseguimos entrar en la plaza, tuvimos que conformarnos con llegar a una esquina al final de la calle Preciados. A la plaza era imposible acceder, la PAZ seguía unida por el contacto de nuestras manos, pero cada vez era más difícil reconocer nuestras letras, la P había perdido un borde y ahora se confundía con la F y la Z parecía un siete al perder un trozo de su raya horizontal. De vez en cuando nos sentábamos porque el cansancio acumulado era enorme, y al sentarnos era cuando nuestra letra se doblaba e iba perdiendo parte de su contenido.

“El día va a ser muy largo, - seguí escuchado - vamos a necesitar reponer fuerzas, por eso, atentos todos. ¡ATENTOS!: VAN… A APARECER… POR LAS ACERAS… BOCADILLOS A UN EURO”,

¡Bocadillos!, no me lo podía creer, bocadillos con el hambre que tenía, agudice mi oído para comprobar que no era un sueño.

“No, no es un milagro. O en todo caso es el milagro de la SO-LI-DA-RI-DAD.  La Coordinadora, ha contactado con los trabajadores de los bares de las facultades…, con los de las cafeterías.., con los de los comedores… con el personal de los colegios mayores… y todos…, todos se han ofrecido. Todos se han ofrecido a traernos comida a precio de coste.”

Impulsivamente me puse a aplaudir con todas mis fuerzas al escuchar la última frase. No fui la única, todos nos pusimos a aplaudir como si nos hubiesen inyectado una dosis de moral colectiva.

Oí como decía que habían trabajado desinteresadamente toda la mañana haciendo bocatas a precio de coste: “Veinte céntimos el pan…, cuarenta el jamón, el queso o el chorizo…, y el resto hasta el euro para la solidaridad…, para la caja de resistencia de la coordinadora…, porque compañeros…, AMIGOS…, AMIGAS…, TENEMOS QUE RESISTIR…, NOS ESPERAN DÍAS MUY DUROS, PERO VAMOS A RESISTIR. LA SOLIDARIDAD HUMANA ES INFINITA”.

No sabes cómo me emocioné. No te puedes imaginar con que fuerza aplaudí. Aplausos, aplausos y más aplausos, la Puerta del Sol se convirtió en una clamorosa ovación y cuando no pudimos más porque nuestras manos se cansaron, gritamos:

“NO A LA GUERRA”, “NO A LA GUERRA”.

“Gracias, gracias, gracias –volví a oír por el altavoz –. Gracias trabajadores de cafeterías…, de bares…, de comedores de facultades, gracias, gracias, gracias. Gracias trabajadores de colegios mayores. Gracias, gracias, gracias. En vuestro nombre: NO A LA GUERRA”.

“NO A LA GUERRA”, “NO A LA GUERRA”.

Y en ese momento me subí en una nube, me olvidé del cansancio, me olvide del hambre, sólo pensé en seguir, en seguir con todos, estar todos juntos, hasta el final, hasta donde fuese necesario. Desde el altavoz nos siguieron diciendo cómo aparecerían los bocadillos, nos dijeron que no nos pusiéramos nerviosos, que no nos aglomerásemos, que iba a haber para todos, que había decenas de miles y que estaban repartidos a lo largo del trayecto que nos llevaba hasta la embajada americana.

“¡A LA EMBAJADA…, TODOS JUNTOS, A LA EMBAJADA!”

 

Sábanas, sábanas blancas adornaban las aceras de la calle Alcalá hasta la Plaza de la Cibeles. Sábanas transportadas por cuatro personas que al abrirse nos ofrecían los bocadillos. Bocadillos amontonados, envueltos cada uno en una servilleta. Cuando pude acercarme me agaché y cogí uno. Al agacharme doble mi “A” y se rompió por el centro, pero no importaba, porque a medida que se deterioraba por fuera se iba fortaleciendo por dentro. Desenvolví el bocadillo y en la servilleta también estaba mi “A” unida a la “P” y unida a la “Z”.

No dejé un euro. Dejé dos.

 

 

Y a las siete te vi salir del metro de Núñez de Balboa y corrí hacia ti porque tenía unas ganas locas de contártelo todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

…Ella y Él

 

“¡Ya! Ya me he quedado a gusto. Te lo he contado todo con pelos y señales”.

“Pues prepárate para cuando te lo cuente yo”.

“¿Me lo vas a contar también de un tirón?”

“No, yo te lo iré contando poco a poco. Pero antes quiero decirte que me ha gustado mucho que me lo hayas contado así: ¡con tanto entusiasmo y con todo detalle!”.

“Tenía muchas ganas de contártelo. La verdad es que tengo una sensación contradictoria. No sé lo que me pasa. Por un lado estoy rabiosa, enfadada, triste, desilusionada, asqueada…no sé, me parece mentira. Pero por otro lado estoy animosa, exaltante, contenta, eufórica”.

“A mi me pasa lo mismo”.

“Me deprime lo que están haciendo, pero me llena de esperanza lo que estoy viviendo. La multitud, la gente apoyándonos desde las ventanas, la solidaridad de todos…”.

“Te entiendo porque a mi me pasa igual. Yo también he vivido un día importante”.

“Pues ahora te toca a ti”.

“Antes quiero saber si sigues enfadada conmigo”.

“¿Enfadada? De lo único que estoy segura es de que hoy he aprendido a quererte”.

“Entonces me has perdonado”.

“Perdonado… ¿el qué?

“Todo lo que te dije”.

“¿Qué me dijiste?”

“Eso”.

“¿Quéeee?”

“Pues…, tú lo sabes”.

“Huu…huuu…huuu…”, no pude por menos de soltar una carcajada. Le vi tan angustiado, tan incapaz de repetir la frase, tan ahogado en las palabras que fui yo la que por fin las di luz para desdramatizarlas.

“¿El mandarme a tomar por culo?, huuu…huuu…”

“Te lo tomas a risa. No lo das importancia. Con lo mal que yo he estado”.

“Es sólo una expresión. Como mi contestación de que te fueses tú”

“Pero yo creí que te había hecho daño”.

“Y me lo hiciste. Como yo te lo hice a ti. Pero no por eso”.

“¿Entonces?”

“Te he dicho que de lo único que estoy segura es de que hoy he aprendido a amarte”.

“No lo entiendo”.

“A amarte sin hacerte daño. Antes nos amábamos, pero nos hacíamos daño”.

“No entiendo nada. Me estás tomando el pelo”.

“No te enfades. A ver si te lo sé explicar. Mira, te he dicho que tenía muchas ganas de contártelo todo. De contártelo a ti. No tengo ninguna duda, tú eres la persona a la que quería contárselo, no he pensado en nadie más durante todo el día. Cuando pensaba en desahogarme con alguien, pensaba en ti. No se me ocurría nadie más. Tú eres el más importante en mi vida. Pero hoy he sido yo, he tenido mi vida propia. Mi vida es mía”.

“Sí. Y la mía, mía”.

“Pero hoy me he dado cuenta de que me la puedo administrar yo, y me la he administrado yo”.

“Como yo me he administrado la mía”.

“Sigues sin entenderlo…”

“Sí. Sigo sin entender nada”.

“Antes nos anulábamos. Yo no era yo. Y tú creo que tampoco eras tú”.

“¿Yo te anulaba?, pero si todo fue bien hasta la vuelta del pueblo”.

“Parecía que iba bien, pero…sí, me anulabas. A ver, ¿cuántas asignaturas aprobé en febrero?”

“Pero…eso… ¿qué tiene que ver?”

“¡Todo! ¡En la facultad no era yo! ¡En mi casa no era yo! ¿Recuerdas las broncas de mis padres?”

“Sí, pero…”

 “Éramos una cosa rara. Dos personas atolondradas”.

“¡Que nos queríamos!”.

“Atolondradas. Dos personas atolondradas. Tenemos que aprender a ser simplemente dos personas que se quieren. Yo lo he aprendido hoy”.

“A lo mejor tienes razón. Hoy me han ocurrido muchas cosas”.

“Cuéntamelas, a ver si te puedo ayudar a aprender a querer”.

 

Estábamos sentados en un banco del paseo central de la calle Juan Bravo. Teníamos agarradas nuestras manos y nuestros labios se rozaban al tiempo que pronunciábamos las palabras. Por los laterales había un atasco monumental de coches. De la estación de metro seguían saliendo montones de personas en dirección a la embajada de EE.UU.

Las voces de los manifestantes que se oían a lo lejos, eran como un susurro que nos animaban a seguir contándonos lo que nos había pasado ese día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

…Él y Ella

 

Cuánto tiempo pasé así. A veces pienso que fue una eternidad. En realidad debieron de ser unos minutos. Cuando la conté todo, me quedé tan tranquilo, tan relajado, que no noté el paso del tiempo. Sólo noté el contacto de sus manos. Unas manos que me levantaron del banco y que me condujeron hasta el verde que había entre las dos calzadas de la calle Juan Bravo. Ella se sentó y se recostó contra un árbol y sus manos me invitaron a tumbarme apoyando mi cabeza sobre su vientre. Ella me acarició hurgando con sus dedos mi cabeza y ondulándome el cabello. Fueron unos minutos, pero me pareció una eternidad.