Otoño

 

 

 

 

 

 

 

La “o” se repite tres veces en otoño, la “o” es una letra posesiva, la “o” es un círculo, lo acaparo, lo encierro, lo disfruto: AM“O”R.

 

 

 

 

 

 

 

Para mi fue un otoño especial. Le conocí.

Fue el otoño en el que formamos el círculo cerrado de nuestros sentimientos. Fue el otoño en el que hicimos el recorrido de ver el mundo con unos mismos ojos: las mismas películas, los mismos bares de copas, los mismos paseos por las mismas calles, las mismas cenas...

            Pero sobre todo fue el otoñó en que descubrimos el olor…el olor del suelo fértil, el olor de la tierra mojada, el olor de las hojas en descomposición…y el olor de nuestros cuerpos.

Y la humedad… la humedad en las calles, la humedad en los parques, la humedad en las plantas… la humedad en nuestros labios.

Y el brillo…el brillo en las hojas rociadas por la lluvia, el brillo de las gotas en los tallos de hierba, el brillo en los charcos, el brillo en las aceras… el brillo en sus ojos humedecidos por el deseo y la pasión.

Y el color… el color de los bosques, el color de los atardeceres, de las puestas de sol, de las nubes, de las praderas, de los árboles…  el color de sus ojos iluminados por el amor.

Y el sabor…el sabor del aire en los ratos de lluvia o en las tardes soleadas, el sabor del aire encerrado en los pequeños espacios de un coche, el sabor de los rincones de cafeterías y bares, el sabor de la hierba pisoteada… el sabor de los besos al caer la tarde.

 

            Porque fue el otoño en el que le descubrí, en el que descubrí el interior de su mente, cuando llegué al fondo de sus pensamientos, de sus deseos y de sus ilusiones.

            Paseábamos de la mano esquivando la lluvia, nos refugiábamos entre los árboles, buscábamos los lugares más apartados, porque en aquel otoño, cuando acortaron los días, cuando la noche facilitó el encuentro, fue cuando descubrí el dulzor de sus labios, la suavidad de su piel, el jugo de su boca, el brillo de sus ojos, la ternura de su mirada…

 

            Terminaba su trabajo y venía a buscarme. El Vitara se había aprendido el camino, llegaba hasta la facultad de biológicas, la bordeaba y unos metros más adelante aparcaba. Allí esperaba. Yo también me había aprendido la hora y el sitio. Terminaba la última clase, escuchaba un pitido del móvil, me despedía de mis compañeros y me alejaba entre desplantes y bromas. Unos metros andando y encontraba mi aposento. Me subía y le besaba. Le besaba en la boca saboreando los mensajes que me había dedicado ese día, las conversaciones ocultas que me había dirigido y los besos simbólicos que me había dado. 

Recorríamos un breve trayecto buscando un lugar en el parque mientras atardecía. Los senderos y los pinos de la Dehesa de la Villa, las encinas del Pardo fueron los testigos de nuestras tardes de caricias y besos, de risas y abrazos.

Paseábamos abrazados mientras el sol se escondía, sentía la sensación del roce de sus manos en mi cintura, el calor de sus mejillas cuando las pegaba a la mías y la humedad de su boca cuando se enlazaba con la mía. A medida que la luz se disipaba entre los pinos avanzábamos en las caricias y en los besos. El cosquilleo que sentía por mi cuerpo me incitaba a acariciarle con fuerza, busqué el acomodo reposando mi cuerpo en el verdor del césped, en los días soleados, o en los troncos de los árboles, en los días lluviosos, y acomodado mi cuerpo al suyo me entregaba al amor.

Pasábamos la tarde y cuando habíamos satisfecho nuestros deseos de amar, volvíamos gozosos al coche y buscábamos un lugar, una cervecería o un bar de tapas, donde terminábamos de apaciguar nuestra sed.

 

Me pasaba el día mandándole mensajes:

“Q vas hacer sta tard”

“todavía nolo epensao”

“Me enseñas tu barrio”

“ok”

“Qué hora tva ben”

“T spero alas 8”

 

Quedaron atrás los mensajes con el resto de mis amigas, quedaron atrás los mensajes sin sentido, o mejor dicho, los mensajes que ahora dejaban de tener sentido para mí, porque el sentido era otro, porque todo en un momento había cambiado. Los mensajes del juego y del entretenimiento, de la ironía y de la burla; los sustituí por los mensajes del compromiso y de los sentimientos. Poco a poco me fui desentendiéndo de ellos como me desentendía de las amistades o de los juegos y poco a poco los fui archivando en mi memoria:

 

-     nena mñn me djan ir aKpital si n m vy a ksa dana a cmr tviens ami ksa a pnerns wapas? Xfi m ult sms s st asiq ablams mñs. muxs bsis waptna

-          hey! Akbo d llgar a mi ksa q noxecita he tnio! Luego te cntare! Mañ iré a Madrid. Tnmos q vra tom cruise (weno, su pli). 1bsazo! Xa q luego digas qnot scribo! See you

-        hi wapisima yo toy n Madrid toavia me ire el 31 pal pueblo, jo segur q no sta tan lejs! Yo llevo 5 dias sin salir d ksa  aburida! Noel 1ª pasmina y  colonia bso

 

Pasaba las tardes retozando en el parque y pasaban la última hora de la noche chateando. Me acostumbré a llenarme durante las veinticuatro horas del día de halagos, me obsesioné tanto con él, que mi vida dejó de ser individual para ser compartida.

Cuando encendía mi móvil siempre encontraban un mensaje que me ilusionaba, siempre aparecía una frase que me encandilaba y siempre tenían una respuesta para seguir conectados sin estar presentes.

“Dulces sueños”, encontré esa noche en mi móvil.

“Soñando contigo siempre hay dulzura”, le contesté sin dudarlo un instante.

En mi facultad, estaba más contenta, estaba radiante aunque dudo que mis compañeros lo notaran. Lo que sí notaron es que estaba más distante, que respondía con una sonrisa a sus comentarios, “Nos tomamos una cerveza a la salida”, “Vale”, les contestaba pero luego me comportaba como si no les hubiese entendido porque llegaba la hora de la salida, cogía el móvil y me largaba, “¡La caña!”, me gritaban, “Otro día, hoy no puedo”. Y salía corriendo como si me hubiese picado un bicho.

Cada vez mostraba más indiferencia hacia mis amistades y cada vez atendía menos a las explicaciones de los profesores; les escuchaba menos y les entendía peor. Porque mi mente estaba en la cita que tenía para la tarde, porque le veía esperándome cuando aún estaba sentada en el banco de la clase, porque estaba pensando en el paseo por el parque mientras el profesor explicaba. Porque recordaba el fin de semana en la discoteca, el sabor del chocolate compartido a primeras horas del alba, y porque tenía todavía la miel en los labios de los últimos besos que me había dado.

Me ponía de mal humor cuando mis compañeros me lo notaban. Salía de clase y  me veían quedarme apartada, porque había sonado un pitido en mi móvil, sabían que a continuación les diría que tenía prisa y ellos se burlaban,  “¿Y las cañas que nos íbamos a tomar?... ¿Y ese mus?... No tengas tanta prisa, que ese no se te escapa”, me decían con sorna. Yo me enfadaba porque no podía disimular mis sentimientos y me azoraba porque antes nunca me había pasado. Trataba de disimular y algunos días buscaba un hilo como escapatoria y aceptaba las cañas y la partida en la cafetería pero eso sí, “Rapidita, vale”, les decía.

Con mis amigas me sentía cómoda porque ahora les devolvía la moneda, me contaban lo que decían sus novios y yo les contestaba con aires de superioridad, “El mío se pasea por las barandillas de los parques”, y les hacia el mismo caso que el que ellas antes me hacían a mí.

Por la noche la pelea era con mi hermano, había un momento en el que le tenía que recordar, “Quítate ya, canijo, que tenías que estar ya en la cama”, pero él me hacía de rabiar diciéndome que tenía que terminar un trabajo, que el profesor se lo pediría al día siguiente y que mi novio podía esperar. Por eso, muchas veces, cuando me sentaba ante el ordenador eran más de las doce y siempre tenía un primer mensaje esperándome. Procurábamos no estar mucho tiempo porque al día siguiente los dos teníamos que madrugar, pero había días que iniciábamos senderos de difícil final y el tiempo se nos pasaba sin darnos cuenta.

 

Poco a poco fui introduciéndome en su problema, lo había dejado aparcado desde el primer día porque no quise hurgar en la herida, pero con el paso del tiempo fue aflorando lentamente. Como agua tranquila fui enterándome de los detalles de la separación de sus padres, del abandono del padre por el encoñamiento de la modelo -como me decía cuando se refería a la relación que mantenía con esa  mujer que la consideraba ladrona- y de la soledad de su madre atrapada en el tiempo intermedio: el de la madurez.

 

No entendía el cambio que había experimentado mi vida. En sólo unos meses mi mente había cambiado por completo. Me encontraba en la nube del enamoramiento, estaba siempre contenta, la alegría me iluminaba por dentro, era una rosa cuyos pétalos se estaban abriendo con la satisfacción de darme cuenta de que se abrían. Cuando me rozaba sentía como si uno se abriese, y me abría con gozo, con la expectación de descubrir sensaciones nuevas: de despertar a la vida. Notaba esa sensación de sentirme madura, de crecer a una velocidad de vértigo, de no parecerme en nada a la joven  escéptica de hacía sólo unos meses, cuando las dudas embargaban mi mente, cuando los amigos eran sólo un número con los que jugaba.

Pasaban en el recuerdo uno detrás de otro, sin interrupción, con la continuidad de la duda, pasaban todos los que había conocido, me traían pensamientos gratos pero cambiaba de unos a otros sin rubor, recreándome en la vanidad de no encontrarme nunca sola, de tener siempre la posibilidad de elegir. Pensaba en mis amigos como pensaba en mis amigas, me traían recuerdos, agradables recuerdos que confundía con juegos, porque no distinguía entre los besos de unos y de otros, ni entre los roces, ni entre las frases que me decían, me parecían todos iguales, las mismas sensaciones incompletas, las expectativas que no llegaban a confirmarse, el caminar por la vida jugando, alardeando de no estar atada a nada ni a nadie, disfrutando de una libertad que pregonaba en todas las partes y que decía no estar dispuestas a abandonar. Estaba tan segura de mi individualidad y de mi resistencia como ahora lo estaba de mi complicidad y de mi pertenencia.

Porque ahora todo era distinto. Todos mis pensamientos giraban en torno a Él. Conservaba su olor y su sabor en el rincón más íntimo de mi corazón y lo olía y lo saboreaba entre las sábanas por las noches mientras disfrutaba del sueño en que se había convertido mi vida.

Mis pensamientos si que habían cambiado definitivamente, nunca tuve unos tan únicos, nunca estuve tan absorbida por una sola idea. Antes tenía montones de pensamientos en mi mente, ideas que iban y venían, que revoloteaban sin saber cual era la principal o la secundaría, pero ahora sumida en el nuevo rumbo que había dado mi vida, no tenían más cabida que los pensamientos compartidos con Él.

Porque pensaba y todavía me estremecía pensando que estaba en sus brazos, que sus manos recorrían mi cuerpo llenándome de vida, que los escalofríos se confundían con los sofocos, que el ardor podía más que el pudor y que los besos que continuamente me daba eran los caminos de nuestra comunicación y el cauce por donde circulaban todos mis pensamientos.

Pensaba en Él y me deshacía entre sus manos, unas manos inquietas que me acariciaban todas las partes del cuerpo sin que pudiese ofrecer resistencia, porque lo único que podía ofrecer era la complicidad de encontrarme satisfecha, de participar también en la fiesta de las caricias y acariciar su cuerpo con la misma intensidad que él acariciaba el mío; porque desde que fundimos en el primer beso nuestros labios, se mezclaron nuestros sabores y se enredaron nuestras lenguas: confundí su cuerpo con el mío. Dejé de saber quien acariciaba y quien era el acariciado, quien besaba y quien era el besado, quien tocaba y quien era el tocado.

Y profundizando en los recuerdos me convertía en una persona vaporosa que ascendía y ascendía formando una pequeña nube hasta convertirme en un profundo sueño.

“Dulces sueños”, me habían escrito en el último mensaje esa noche, y mis sueños eran un dulzor placentero, una alegría tranquila, un placer sosegado, único…, una relajación total…, una perdida paulatina del conocimiento…, de los problemas de la vida…, y una entrada en los sueños de la magia y del descanso.

 

Es sábado y como de costumbre habrá ido después de comer con su madre a tomar café con sus amigos. Sus amigos son tres, me lo sé de memoria, me lo ha repetido una y mil veces: su Amigo con mayúscula, el de siempre, el que lograba que se le encendiesen los ojos cuando pronunciaba su nombre; el Gordi, que dejó los estudios en bachillerato porque encontró un trabajo en un taller mecánico y se acostumbró a cambiar las ruedas y el aceite y a tener siempre unos euros en los bolsillos; y el Pelao, un tipo raro, introvertido, que no había hecho amistad con nadie, que vagaba en solitario por los bares del barrio y al que una noche su Amigo le dijo, “Nos falta uno para formar el equipo de dardos, ¿te quieres apuntar con nosotros”, sólo dijo, “Vale”, y desde entonces les siguió como un corderillo.

Son los justos para echar una partida, la echan casi todos los días, pero hoy no, me lo acaba de comunicar en un mensaje, “Hoy no hay mus, están todas las mesas ocupadas, te busco a las diez, ¿Vale?”, “De acuerdo, cuando llegues a casa me pitas”, le contesté.

Una llamada suya antes de tiempo me sorprendió, “¿No habíamos quedado a las diez?”, “Acabo de mandarles a la mierda, me tienen harto”, “Pero qué te pasa”, “Que me pasa, que me pasa, que a estos no hay quien les aguante”, “Pero bueno, tranquilo cuéntamelo”.

“Como no había mesas nos sentamos en los taburetes altos que hay en barra, estoy yo pensativo cuando me pregunta mi Amigo.

-¿Y tú, qué dices?

- Qué digo, ¿de qué?, le contesté, la verdad estaba un poco distraído, pero había oído algo de una casa rural el puente del uno de noviembre y de que el Pelao había dicho, cojonudo, pero con tías y el Gordi que lo tenía difícil por que su viejo cumplía años, o algo así. No obstante yo sólo quería saber algo más y por eso le pedí que concretase más”,

 “Ya, ¿y…?”,

 “ Pues me da una palmadita en la cara y me dice:

- ¿De qué…, de lo que estamos hablando, joder.

- Ah, yo no digo nada, respondí moviendo hacia atrás la cabeza.

- Claro, no te enteras. ¿De qué estábamos hablando, a ver?,

- No sé, no estaba atento, de una casa rural o algo así, dije alejándome unos pasos,

- No estabas atento, no estabas atento,  -me reprocha mi Amigo al tiempo que se acerca y me da un golpe con las dos manos en el pecho. Siempre están igual, en cuanto me pongo a pensar en ti ya se empiezan a meter conmigo”

“Oh… eso me alaga”

“ Así que les respondí:

- ¡Y qué pasa! Me lo podéis concretar ¿no?, dime, ¿de qué hablabais?

- De las armas de destrucción masiva, ¡no te jode!, me contestó de mala manera y perdiendo los estribos, y empezó con la retahíla.

- No vienes a los dardos, no nos cuentas nada, parece que no quieres estar con nosotros.

- Dejarme en paz, les dije. Cuando empiezan así me ponen malo y me dan ganas de marcharme, así que di unos pasos hacia la puerta.

- Sí, márchate, me dice el Pelao empujándome con sus manos. Si no quieres estar con nosotros, te vas. Siempre estás igual, pensando en Ella, a ver si te la tiras de una puta vez y…?

- ¿Y qué?, respondí desafiante.

- Y espabilas, coño”

“Me voy a poner colorada si sigues con los detalles”, “Pues sí, sigo con los detalles, y porque no te tengo al lado que si no…”, “Qué”, “Que se me pasaba el cabreo”, “Pues sigue y desahógate”, “Pues sigo:

-Cállate o te doy dos hostias, - le contesté empujándole, cuando hablan de ti me desquician.

- ¿Dos hostias, tú?, dos hostias te vamos a dar a ti, gilipollas, me mira con una sonrisa burlona y me devuelve el empujón.

- Os vais a ir a la mierda,  les he dicho.

- A la mierda te vas tú, me responde el Gordi.

- Sí, vete hasta que se te pase el enamoramiento, porque aquí no pintas nada, me dice mi Amigo.

Así que les he dejado por no liarnos a tortas”, “No te preocupes, a mí me pasa lo mismo con mis amigas”, “Siempre se están metiendo conmigo y diciendo gilipolleces, están cabreados porque no voy a los dardos, ¡como si no pudiesen buscar otro!”, “Es que tú eres el mejor, y quieren que vayas para ganar”, “Pues no pienso volver, además lo que les fastidia es que salga contigo”,  “A las mías les pasa lo mismo, van a su bola y no me cuentan nada”, “Envidia, envidia cochina”, “Eso mismo digo yo”, “Pero me da igual, contigo tengo bastante, ¿qué piensas hacer esta tarde?”,  “Las de la facultad van a ir a una asamblea sobre lo de Irak, me han dicho que me apunte”, “¡Joder tenemos Irak hasta en la sopa!” “ No, si yo las he dicho que no, que quiero estudiar un poco”, “Sí, porque lo de Bush aburre…”, “Y las del barrio, aún no me han llamado, me imagino que irán a la disco”, “Bueno, pues, ¿a qué hora voy a buscarte?”, “A las diez, como habías dicho”, “ Ah, si, bien, vale, comemos algo y nos vamos a la disco”,  “Vale”, “Hasta luego, un beso”, “Dos”, “Dos… y un muerdo…, de los que sabes”.

 

 

La música nos envuelve, nos vuelve locos, las luces sicodélicas nos obligan a movernos rítmicamente, sin darnos cuenta, porque hacemos los movimientos automáticamente, en sintonía perfecta con el ritmo que marca la música, estamos rodeados pero nos sentimos solos. Él levanta los brazos, cimbrea su cintura, yo hago lo mismo, coordino mis movimientos, me arrimo a su cuerpo. Me vuelvo loca  bailando. De vez en cuando le hablo al oído. No me oye, pero me entiende, porque me roza con su cara, pone su oído al lado de mi boca y se lo muerdo. Nos entendemos con el roce de nuestros labios.

Me pone su mano en la cintura y yo le rodeo el cuello. Acerca su boca a mi oído y me dice, “Que guapa te has puesto hoy”, no lo he oído porque el ruido es ensordecedor,  pero lo he entendido porque he sentido en mi piel el movimiento de sus labios. Me acerco más a él y le vuelvo a morder en una oreja, “Un día te la como”, le digo y él ahora sí que lo ha escuchado, se ha colado mi sonido suave en un respiro que ha dado la música, ha sido solo un instante, pero ha sido suficiente para que esa frase haya penetrado hasta lo más intimo de su ser provocándole una sonrisa y obligándole a posar sus labios y a lamer mi cuello.

 

Estamos aislados y rodeados de gente, construyendo nuestro mundo porque éste se nos queda pequeño. Un mundo cerrado, cercado por los movimientos de mis brazos, envuelto por sus miradas y por sus sonrisas e insonorizado, a pesar del ruido, por el estremecimiento que nos produce el roce de cualquier parte de nuestro cuerpo.

Cuando se rompe el cerco, cuando me doy cuenta que estamos solos pero rodeados, cuando siento que no estamos en el lugar adecuado para dar rienda suelta a nuestros sentimientos, a nuestros deseos más íntimos, cuando noto que quiere encontrar, como yo, un momento de total soledad compartida y me doy cuenta que la gente no nos permite avanzar en nuestras  ansias de poseernos le propongo marcharnos.

 

“Ven”, le agarro de una mano y le arrastro, “Voy a buscar un lugar más adecuado”.

 

Nos marchamos como nos íbamos todas las noches, sin decir nada, o a lo sumo una leve despedida con un simple gesto si alguien conocido se cruza en nuestro camino. Nos marchamos como personas que ya pertenecen a un mundo distinto, un mundo donde no es necesario dar explicaciones porque todos saben que has encontrado un hueco en la vida y no quieres compartirlo con nadie, porque ya todos reconocen que te has convertido en una pareja que se aleja del grupo, que no da cuentas al grupo, que se vale y se basta ella sola, que no da ni pide explicaciones, que comparte a veces el espacio pero que no comparte nunca las sensaciones.

Le llevé al sitio seguro, al lugar sin riesgo, a donde se encuentra calor y cobijo, al refugio de las cuatro paredes de siempre, al lugar adecuado para hacer el nido. Le llevé a mi casa, podíamos haber ido a la suya, pero fui yo quien cogió su mano, fui yo quien guió sus pasos, fui yo quien le dijo, “Acompáñame, acompáñame como siempre, pero hasta el final, hasta mi casa”, y me acompañó hasta la puerta de mi casa y se la abrí pero no le solté la mano, tampoco di la luz, sólo dije suavemente con voz temblorosa, “Sígueme, sígueme hasta el final del pasillo, hasta mi cuarto”, y me siguió despacio, a hurtadillas, amortiguando el ruido de la puerta al cerrarse, palpando las paredes del pasillo para no tropezarse. Yo iba delante, me conocía bien el camino, le llevaba de la mano, sabía que nunca se despertaban mis padres cuando llegaba a casa. Llegaba, daba una vuelta por la cocina y otra por el servicio, y me acostaba.

Entramos en mi cuarto un poco asustados, abrí la puerta y él la cerró sin apenas hacer ruido, di la luz y sólo le dije, “Tranquilo, ya estamos”, me apretó fuertemente la mano, respiró profundamente y sólo supo decir, “Te quiero”, me lo dijo tan suavemente, tan bajito, que no lo entendí por el sonido producido, sino por el aliento que salió de su boca. No respondí con otra frase, simplemente dejé la suavidad de un beso en sus labios.

 

Sin música, sin ruido, sin voces..., continuamos por el camino emprendido, por el camino secreto, por el camino interminable de los descubrimientos. Sin prisa, sin pausa, con la misma ilusión y la misma esperanza fuimos profundizando en el reconocimiento de nuestros cuerpos.  Saboreamos los primeros momentos totalmente solos, totalmente aislados, totalmente encerrados en la oscuridad de mi cuarto pero iluminados por la claridad de nuestros sentimientos.

Comenzamos a hablarnos con las yemas de los dedos, con el borde de los labios, con el sonido de los besos y con los latidos de nuestros corazones. Y comenzamos a vernos con los ojos del tacto al quitarnos la ropa, a conocernos por el olor de nuestros cuerpos, por las  caricias que nos hacíamos… con pausa... recreándonos… poco a poco…

 

“¿Estás a gusto?”, le susurré al oído, “Es como un sueño. El sueño de mi vida”, me contestó, “¿Y tú?”, “El sueño de mi vida. El primer sueño de mi vida”.

 

 Hicimos el amor con ternura.

 

En realidad comenzamos a hacernos el amor el mismo día que nos conocimos. Desde la primera mirada que nos dirigimos comenzamos a sentir el cosquilleo incipiente del amor…nos tocábamos y se nos erizaba el vello, jugábamos en el ordenador y sentíamos sensaciones nuevas en el interior de nuestros cuerpos: sentíamos que nos desnudábamos por dentro. Ligábamos nuestras sensaciones más incontroladas con nuestras conversaciones más serias, íbamos preparando minuciosamente un camino sin darnos cuenta de que ya caminábamos por él. Porque el camino del amor comienza cuando nace el deseo, y el deseo de poseernos comenzó con nuestra primera mirada. Siguió con las tardes de jardines y parques, de chateos nocturnos y culminó cuando nos adentramos en mi habitación por el pasillo oscuro del gozo.