“NUESTROS”

 

Entendió su mensaje, dio a responder y escribió: la N, la U, la E, la S, la T, la R, la O, la S

 

Podía haber contestado: NOSOTROS. SOMOS NOSOTROS. Pero entendió que no, que había más deseo en el mensaje de Ella, que había más posesión, que estaban más unidos.

“Somos nosotros, ya lo sabíamos, ahora teníamos que dar un paso más, el paso dado esta noche: éramos nosotros para nosotros. No para los demás. No para darnos a conocer al resto, sino para disfrutarnos”.

Por eso después de pensarlo unos breves minutos su contestación fue clara y concreta: “NUESTROS”.

“Dos palabras encierran nuestro secreto”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No había terminado de escribir el mensaje cuando mi madre me llamó recordándome que ya era hora sobrada de levantarme.

El recuerdo, el sueño, el móvil pitando, el mensaje que me mandó y que leí entre una sonrisa y un bostezo…, el mensaje que le escribí con los ojos entreabiertos adivinando las letras y palpando las teclas…, las palabras de mi madre que me golpearon bruscamente, palabras que escuché y no oí, pero que me dieron el impulso definitivo para levantarme…, y la nota que leí sin ver y que me obligó a dar los primeros pasos del día, a moverme..., me introdujeron, sin querer, en el mundo de la consciencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MADRE DE ÉL

 

Había aguantado todo el tiempo posible, pero cuando me di cuenta que retrasar más la comida me provocaría una situación frustrante en mis expectativas de pasar la tarde y de cumplir con los planes previstos, le llamé sin contemplaciones y sin dar opción a la réplica.

Golpeé la puerta, la abrí, y le dije, “Buenos días. Son las dos. A las dos y media comemos. Esta tarde salgo al cine. Este es tu plan de trabajo”

Y le dejé en la mesilla una nota que decía:

“Levantarte, comer con tu madre, recoger la cocina, pasar la aspiradora por toda la casa y ser amable”.

 

Deambulaba por la casa con los ojos abiertos y dando tumbos como si no estuviese despierto. Se estiró con el móvil en la mano mientras, yo, aturdida y nerviosa, refunfuñé:

“Pero bueno, ¿no puedes dejar el móvil ni un momento?”

“La estoy dando los buenos días”

“A ver cuando la traes y la conozco”

“No te preocupes. Cualquier día nos sorprenderás en la cama. No te asustes ¿vale?”

“No me asusto, ya lo sabes. Lo único que me asusta es que no pases la aspiradora”.

“Tranquila”.

“¡Ah!, llamó tu padre. Quiere verte”.

“Yo no”.

“Ya, ya. Pero tendrás que verle. La vida es muy larga”.

“Pues esperaré que se alargue un poco más”.

           

 

Yo fui una luchadora incansable, pero desde que asumí la responsabilidad de cargar sola con todo el peso de la casa, reconozco que el mal humor afloraban de vez en cuando sin darme cuenta. Mi hijo era ahora mí única razón para luchar en la vida. Desde la separación me atrincheré en su cuidado y en habituarle a ejercer con responsabilidad sus obligaciones de la casa.

Le obligué a compartir los trabajos, acostumbrándole a la realización de las tareas domésticas, pero mi afán por mantener un orden en la casa no ocultaba mi angustia interior, mi insatisfacción por no haber podido realizar en mi vida la operación más precisa, la que hubiese salvado mi hogar.

 

“No puedes alargarlo más, te estás haciendo daño, han pasado seis meses y todavía no has reaccionado”, le reproché con fuerza dando rienda suelta a mi ira.

“Déjame, estoy dormido”

“Ya es hora de que despiertes", le grité, mientras sus ojos seguían su andar turbulento por el pasillo de la casa.

 

Estaba acostumbrada a las intervenciones quirúrgicas más arriesgadas,  era experta en cirugía cardiaca, pero sucumbí ante el abandono, ante la deserción del hogar de la persona que había compartido el esplendor de mi vida.

No supe utilizar la terapia adecuada para que mi hogar tuviese la estabilidad definitiva, no pude sujetar a un compañero que andaba por la vida sin sujetarse a una norma, sin adaptarse a los principios establecidos. Salvé muchas vidas de la circulación arriesgada o del trombo inoportuno, pero no pude salvar lo que más me interesaba: salvar mi hogar de los caprichos de los sentimientos.

Procuré adaptarme y encontrar acomodo en una situación nueva, pero fue un acomodo ficticio, porque no pude asumir que yo, que controlé al amor con la misma firmeza con que controlaba el bisturí, me encontrase en estos momentos desbordada y abatida. Sufriendo en mi persona lo que siempre pensé que estaba destinado para que lo soportasen otras. Controlé el amor de los dos y ahora estoy abandonada por el uno y cada vez más distante del otro.

Sólo había pasado el tiempo. De aquella universitaria atrevida, ilusionada y luchadora no quedaba casi nada, ahora era sumisa, conformista y estaba totalmente decaída; sin ganas de emprender una nueva aventura, acomodada a conservar lo que tenía y a vivir de los recuerdos.

 

La dominadora, la que movió siempre los hilos del amor, estaba ahora abatida. Porque fui yo quien tomó la iniciativa desde el primer momento, fui yo quien le conquistó, quien se fue a por él como una loba. Desde el primer día en que le vi sentí una atracción irresistible que me obligó a diseñar una estrategia segura para conquistarle.

Su media melena, su aire desenfadado, su convencimiento en lo que decía, su fuerza interior, la suavidad de sus palabras y la contundencia de las mismas, los gestos de su cara y el movimiento de sus manos, su mirada fija en un lugar sin determinar y sus ojos expresivos y llenos de encanto; me destruyeron por completo. Derribaron mi fortaleza con respecto a los hombres, esa que tanto trabajo me había costado construir a base de esfuerzo y estudio, y desencadenaron mi deseo, mi obsesión y mi enamoramiento.

            Apareció en mi clase cuando el curso se encontraba en pleno apogeo, en la plenitud del segundo trimestre y cuando ya estaba dando los perfiles definitivos a mis estudios; cuando ya tenía dominada la carrera, estaba terminando sexto curso de medicina y tenía la perspectiva del control, de ver mis objetivos desde la recta final, desde el último tramo.

“Somos representantes del Consejo de Delegados, elegidos democráticamente en las asambleas de curso, representamos a todos los alumnos de la Universidad más grande de España. Estamos relacionados con el resto de las universidades de nuestro país a través de una coordinadora estatal. Somos la democracia universitaria”.

Fueron las primeras palabras que le oí decir, y se quedaron tan grabadas en mi mente y tan ligadas a su figura que ya no le perdí ojo, ni pude olvidarme de lo que seguía diciendo mientras que su compañero escribía en la pizarra, el lugar, el día y la hora de la manifestación.

“El jueves todas las fuerzas democráticas de este país: partidos políticos de izquierdas, organizaciones sindicales,  asociaciones de vecinos, ecologistas, representantes del mundo de la cultura…, han convocado una gran manifestación por la democracia y las libertades, y en defensa de los derechos laborales de los trabajadores. La manifestación se desarrollará desde Colón hasta Cibeles.

Los estudiantes hemos quedado en Moncloa, allí nos organizaremos y daremos instrucciones por si hay detenciones. Después pasaremos por San Bernardo, Bilbao y  Alonso Martínez y nos uniremos con todos en Colón.

¡Compañeros y compañeras! esta vez somos muchos, esta vez les vamos a ganar, la libertad y la democracia están al caer. Os esperamos a todos, les vamos a volver locos, estamos todas las universidades de Madrid, los estudiantes de bachillerato, los obreros, los parados, los artistas, los intelectuales: TO-O-DOOS”.

Me bebí sus palabras, como me bebí su contenido, y me convertí desde ese primer momento en su seguidora anónima.

“Los obreros llevan toda la semana de huelgas y manifestaciones y no les podemos dejar solos”

            Continuó diciendo mientras repetía  detalladamente una serie de empresas con su situación concreta: en unos casos huelga, en otros encierros, en alguna sus lideres sindicales habían sido detenidos y estaban en las dependencias de la policía social. Y terminó arengando:

“¡El transporte, la sanidad, el metal, la enseñanza…! ¡Todos están realizando jornadas de huelga! ¡No podemos dejarles solos! ¡Es el momento de unir todas las fuerzas! ¡De decir al régimen que están solos! ¡Que este país quiere DEMOCRACIA Y LIBERTAD! ¡Quiere: AMNISTIA GENERAL!”

 

Le seguí con mis fieles amigas por el itinerario diseñado y por el recorrido previsto sabiendo que el recorrido que yo perseguía era el de mi propia felicidad. Acudimos puntualmente a la cita en Moncloa donde nos organizamos clandestinamente porque pronto nos dimos cuenta que el dispositivo policial nos seguía por todas partes.

De boca en boca nos fuimos pasando todos los recorridos posibles, fuimos anotando los puntos en donde presumiblemente seríamos atacados y disueltos por la policía, los lugares de reencuentro y agrupamiento. Nos fueron dando las normas de lo que debíamos y no debíamos hacer ante las previsibles cargas policiales, nos dieron los números de teléfonos de los abogados a quienes debíamos llamar en caso de ser detenidas y las instrucciones que debíamos seguir. Nos fueron diciendo donde estaban colocadas las pancartas, la forma de exponerlas y de colgarlas en los puentes. Nos dijeron los lemas, los cánticos, la forma de reencontrarnos al final de la manifestación y de reagruparnos. Y quedamos para el final, cuando ya hubiese acabado la protesta, en los bares donde podíamos tomar las cañas.

Participé anónimamente en otras manifestaciones y en múltiples asambleas en las que él era el protagonista. Poco a poco fui tejiendo un plan que me llevaría a ser su única dueña. No me sumé al grupo de personas que compartían con él abiertamente las ideas y se organizaban en estructuras estables, yo elaboré un plan definitivo, el que me llevaría a su lecho. Busqué, indagué, me acerqué por terceras personas a las que él tenía más próximas: a las que le rodeaban en el Colegio Mayor, a las que estudiaban en su misma clase; y cuando conseguí tenerle definitivamente a mi alcance le tendí el lazo definitivo: el de mis brazos y el de mi propio cuerpo.

Mis tres amigas, con las que compartía el piso, tuvieron un protagonismo especial en la elaboración del plan estratégico que concluiría con la celebración del guateque. Tres amigas que no solamente compartían el piso conmigo, sino que con el paso de los años llegaron a compartir lo más vello de mi vida: los sentimientos.

Porque en aquellos años, en la universidad, quienes nos vimos obligadas a dejar la familia y el hogar para juntarnos en un piso, lo compartíamos prácticamente todo. Para empezar había una coincidencia en los pensamientos políticos, la coincidencia de que el cambio era inevitable y que el mundo de la cultura y del conocimiento jugarían un papel decisivo. Pero además la universidad del principio de los setenta tenía un atractivo especial, las movilizaciones eran constantes, la policía estaba instalada en los campus universitarios y los jóvenes les hacíamos frente con un acoso constante. La lucha ideológica se movía entre pisos clandestinos y colegios mayores y tenía un componente lúdico que la hacía atractiva, porque además de estar en juego un cambio político, la juventud nos lo tomábamos con una alegría y un desenfado que más parecía un juego que una lucha.

Por eso venir a Madrid a la Universidad era un sueño para nosotras y un quebradero de cabeza para nuestras familias. Veníamos ilusionadas porque veíamos en Madrid la posibilidad de un cambio radical en nuestras vidas, de hacer realidad nuestras ilusiones; mientras, nuestros padres se quedaban en los pueblos sumidos en la más profunda de las preocupaciones, porque lo que considerábamos como un juego, ellos lo habían vivido años atrás como una experiencia trágica de crueldad y de muerte.

Así, entre pisos ocupados por grupos de jóvenes y tertulias en los colegios mayores, tejíamos un continúo goteo de actos de protesta. Actos disfrazados de conciertos, de recitales poéticos, de exposiciones, de conferencias…, allí las reuniones eran permanentes y los grupos de personas tan heterogéneos que se podía entablar amistad sin ninguna preocupación. Hablábamos con una normalidad y una desenvoltura que a cualquiera le resultaba fácil investigar sobre los demás.

Mis tres amigas investigaron cómo estaba formado el grupo de delegados y averiguaron de qué facultad era cada uno de ellos. Poco a poco fueron atando todos los hilos y pronto tuvieron la información suficiente y los puentes tan perfectamente tendidos como para poder acercarse a ellos sin que tuviesen la más mínima sospecha de que el encuentro no fuese casual.

Entre las tres fueron penetrando en el mundo de las tertulias, participando en reuniones secretas, indagando en los procesos movilizadores, en los repartos de trabajos, en el conocimiento de las coordinadoras y de los responsables de cada facultad, hasta que por fin descubrieron sus nombres.

 

“Son los dos rojos de Segovia. Así les conocen en su facultad”, me contó una.

“Estudian Derecho, están en cuarto, pero el que a ti te gusta es artista”, continuó otra.

“Hizo bellas artes y hace pintadas en las fachadas de las facultades”, recalcó la tercera.

“¿Y están en el colegio mayor…?, me dijo la primera alargando la pregunta, dejando ver una pícara sonrisa y creando una atmósfera de  expectación absoluta.

“Sigue o te mato”, salté sin poder contener mi emoción y mi alegría.

“Es un colegio grande, tiene una cafetería enorme”, me dijo la segunda.

“Y el sábado actúa…¡Lluís Llach!”, remachó la tercera.

 “¡Bien, sois fantásticas…, os adoro! ¡Ya sé donde ir el sábado!”, y salté sobre ellas abrazando a las tres.

  

Mis amigas eran de caracteres muy distintos. Una era gallega, otra extremeña y la tercera asturiana. Yo procedía de las tierras áridas de Zamora, de los últimos rincones del norte donde todavía se sembraba el centeno, se segaban los prados con guadaña, se guardaba el ganado en pocilgas y establos en las mismas casas donde se habitaba, se hacía cada año la matanza del cerdo, se conservaban sus embutidos, sus tocinos y sus jamones, y se disfrutaba de la naturaleza y de una convivencia en familia que ahora añoraba.

 Éramos muy distintas pero estábamos unidas por una amistad tan generosa y sincera y conocíamos tan bien nuestros sentimientos que nos ayudábamos en todo. Ellas fueron quienes recorrieron el camino que me llevó a su encuentro. Primero localizándole, después acercándose y tejiendo una malla de amistades hasta conseguir intimar con terceras personas dispuestas a compartir meriendas y bailes. Y por último con su ayuda recopilé una serie de datos que fueron suficientes para conocerle antes de tenerle rodeado por mis brazos.

Ellas fueron descubriendo sus cualidades en los procesos de acercamiento: conversaciones casuales, encuentros indiscretos, presentaciones de amigos… Se fueron haciendo una idea de su personalidad, de su carácter, de la forma de ser. Y poco a poco esas cualidades me las fueron presentando cada noche en los momentos de intimación. Me las presentaban jugosas, apetecibles, con comentarios seductores y con incitaciones a la conquista.

“Es un idealista bohemio”, me dijo la asturiana una noche, “Ha estado detenido varias veces”, “Los murales los hace desinteresadamente, por la causa dice”, “Lo malo es que tiene amoriños en el pueblo”, dijo la gallega exagerando el acento, “Os mato, o le traéis al guateque o os mato a las tres y os guiso con patatas”.

Todo me lo ofrecieron en bandeja mis amigas porque me descubrieron atrapada por las garras del deseo y la obsesión y quisieron compartir conmigo los juegos del destino. Lo descubrieron la misma tarde en que él apareció irrumpiendo en mi aula. La asturiana, que compartía mi clase, me lo notó en el momento. Cuando entró en la clase y pidió atención y silencio, vio cómo me alboroté, cómo perdí el control. La mandé callar sin haber pronunciado una palabra, busqué un sitio más próximo para verle mejor, seguí ensimismada todo su discurso, y le pregunté antes de irse si le conocía. Las otras dos me lo notaron nada más llegar a casa, porque las recibí con los brazos abiertos y con una alegría exagerada, les pregunté si habían pasado también dos chicos por sus clases llamando a la manifestación, mostré indignación y asombro ante su falta de interés y me puse furiosa cuando quisieron desviar la conversación por derroteros distintos.

Pero fue la manifestación la que disipó todas sus dudas. Desde que comenzamos a reunirnos en Moncloa fue un constante forcejeo con la policía. Primero pasándonos mensajes por las aceras con las lecheras siguiéndonos en el recorrido, después acelerando la marcha porque los coches comenzaban a rodearnos y a pisarnos los talones. Pronto el grupo se hizo tan numeroso que las aceras se quedaron pequeñas y empezamos a cortar la calle. En San Bernardo la policía comenzó a cargar y las sirenas empezaron a sonar. Desde allí todo fueron carreras, gritos, cánticos, puños en alto, estruendos de disparos y polvareda de humos provocada por los botes que la policía lanzaba contra nosotros.

Carreras continúas por las calles adyacentes al recorrido previsto, grupos que aparecían y desaparecían. Nosotras procuramos mantenernos unidas y lo conseguimos a duras penas.

Entre carreras y carreras llegamos a Colón. Allí se multiplicaron los ruidos, y aparecieron los cascos, los escudos y las porras. Comenzó la batalla, porque nos juntamos con obreros en huelga, con jóvenes organizados para la carrera y los saltos, con coches atravesados, con papeleras quemadas… Y en la batalla vi como a él le rodeaban, como le cerraban el paso, como disparaban para disolver al grupo y para dejar a unos cuantos cercados, y fue cuando en un ataque de histeria y de rabia, me enfrenté gritando a la policía, quise acercarme hasta donde él estaba para ser detenida también, pero no me detuvieron porque me pararon en seco a golpes de porras. A mis gritos, “¡No le detengáis!”, “¡No ha hecho nada!”, me contestaron con golpes y golpes, mis amigas intentaron arrastrarme a un sitio más seguro, “¡Vamos, te van a matar!”, alejarme del alcance de la policía, apartarme a una calle secundaria, pero no lo consiguieron porque las esquivé y volví a hacerles frente gritando, “¡Salvajes, para eso os pagamos! ¡Sois trabajadores también!”, no me daba cuenta del peligro que corría, no me daba cuenta que estábamos indefensas mientras que ellos estaban parapetados tras los escudos, con cascos, con porras en la mano y con fusiles lanzando pelotas de goma.

Mis amigas me agarraron, “Quieta, no seas loca, ¡no puedes hacer nada!”, me cubrieron con sus cuerpos para que no recibiese todos los palos y así con las heridas compartidas me fueron alejando a calles secundarias mientras enrabietadas nos sumamos a los gritos que se oían en toda la Castellana.

“¡De…mo…cracia! ¡Li…ber…tad! ¡De…mo…cracia! ¡Li…ber…tad!”

“¡Am…nis…tia! ¡Ge…ne…ral ! ¡Am...nis...tia ! ¡Ge…ne…ral!”

 “¡Hijos… de puta! ¡Hijos… de puta!”

“¡Po…li…cía… a…se…si…na! ¡Po…li…cía… a…se…si…na!

 

La galleguiña fue quien más indagó en los bares de los colegios mayores hasta descubrirles y después fue quien investigó sobre sus puntos más débiles. Se acercó hasta él sin conocerle y descubrió la sensibilidad que llevaba dentro. Se acercó hasta las amistades que le rodeaban y todas le describieron como un iluso buscador de sueños. A medida que iba descubriendo sus bondades me las iba presentando de forma exagerada. Sus cualidades, sus virtudes, sus capacidades y sus distracciones me las presentaba de tal forma que me pareció conocerle antes de habérmele presentado. Estar a su lado se convirtió en mi obsesión y preparar el encuentro, preparar aquel guateque, fue el trabajo más ilusionante de mi vida.

 

Por eso cuando le tuve rodeado con mis brazos esa noche ya supe que sería mío, que le arrastraría hasta fundirle con mi vida sin que él tuviese tiempo de darse cuenta, porque le sumiría en un frenesí, en una carrera de vértigo que cambiaría su rumbo. Le rodeé con mis brazos nada más presentármele, tenía la música prepara para comenzar a bailar en ese mismo momento. Adopté la posición más sumisa, pero la más dominadora, porque al estirar los brazos y rodearle el cuello me ofrecí a él toda entera, no había ninguna parte de mi cuerpo que quedase escondida, que no fuese ofrecida; y al mismo tiempo con mis brazos le atraía hacia mí, le hacia doblegar la cabeza cuando quería e inclinarse hacia mi cuello. Fui yo con mi mirada y la fuerza de mis brazos la que controló la situación desde el primer momento.

No puse las manos en su pecho para frenar cualquier ímpetu, ni las puse en sus hombros para ir poco a poco tomando contacto con su cuerpo, le rodeé, le apreté contra mí desde el primer momento para sentir desde el principio su calor, el latido de su corazón y las modificaciones de sus órganos y de sus entrañas.

Desde el principio nos movimos en las distancias cortas, sentí la penetración directa de su mirada, saboreé su respiración y su aliento, noté su olor y sentí el estremecimiento de todo su cuerpo.

Era un poco más baja que él, no mucho, lo suficiente como para que al rodearle el cuello con mis brazos, tuviese que estirar un poco mi cuerpo y al estirarme se tensase mi torso y mis pechos más erectos se apretaran contra él. Mi boca permanecía ligeramente por debajo de la suya, pero a poco que levantase mi cabeza o que él la bajase, nuestros labios se situaban a la misma altura y la posibilidad de rozarnos  y de besarnos se hacia tentadora y sugestiva, más tentadora y sugestiva aún si la música era melódica y lenta e insinuaba un ambiente de caricias y besos, como aquella canción de Nicola Di Bari que estábamos escuchando: “El amor es el fruto… que debe comerse… con justa medida…, sin volver la espalda… a nuestro destino…”.

 

Pasamos la noche pegados como lapas, saboreamos la música más dulce, pasamos del roce de las manos al roce de los labios, nos besamos mientras intercambiábamos frases; él me contó lo que ya sabia. Que había venido al guateque porque un amigo suyo conocía a mi amiga. Que sólo le quedaban dos asignaturas para acabar Bellas Artes y que por eso se había matriculado también en derecho. Que trabajaba dando unas horas en una academia privada. Que estaba en un colegio mayor pero buscaba un piso para compartir con otras dos personas. Que estaba tranquilo porque había conseguido tener la independencia económica suficiente como para no tener que depender de sus padres. Que sus padres habían llevado una vida dura, llena de sacrificios para que él pudiera estudiar. Que era de un pueblo precioso al otro lado de la sierra. Que estaba comprometido con el movimiento estudiantil sin tener ninguna afiliación política determinada. Que se sentía una persona de izquierdas sin más, sin entrar en los entresijos de los análisis políticos ni de las corrientes organizadas y que sólo tenía un compromiso: el de mantener viva la llama de la juventud, mantener viva la rebeldía y los principios de paz y solidaridad…

Escuchaba y pensaba, escuchaba lo que me decía y pensaba en las fuentes a las que había tenido que recurrir para saberlo todo antes de que me lo pronunciasen sus labios, porque lo que me contó en esa noche me costó semanas averiguarlo. Porque tuve que tejer una red para conseguir que acudiese esa noche a mi guateque, al que yo y las brujas habíamos organizado. A mis amigas comencé a llamarles así desde que comenzaron a husmear en los rincones más escondidos de la Universidad y a tenerme escondida, para que no corriese el riesgo de ser descubierta y poderme presentar después como una reina que aparece de incógnito para llevarse la prenda. Y ahora mientras le escuchaba me imaginé los caminos que habían recorrido para llevarme a sus brazos.

Y mientras, él, siguió hablando, y a medida que hablaba cada vez se enternecía más, porque comenzó a introducirse en el terreno profundo de sus ideas, de sus pensamientos más íntimos, de sus ansias de libertad, de la opresión que le producían las injusticias, de la angustia que sentía, del dolor  y de sus sentimientos.

Me dijo que hacía murales y que a veces pintaba en las fachadas de las facultades y que tenía uno grabado en el corazón, y el temblor apareció en su cuerpo. Porque después supe que el mural del que me hablaba, el que tenía grabado en su corazón, fue el que pintó junto con un grupo de amigos en Somosaguas, en la facultad de Económicas, un mural que todavía perdura, un mural de homenaje y de recuerdo, un mural de denuncia, porque denunciaba un crimen: el asesinato de la juventud.

Noté su temblor, su sudor frío, y le abracé con más fuerza, cogí las riendas de la conversación y le conté parte de lo que sabía. Porque de todo lo que sabía sólo le dije lo que era inevitable. Que le conocía desde que un día entró en mi clase para anunciar aquella manifestación…

 Aquella manifestación que a mi me despertó y que nos volvió a unir esa noche. Porque sin soltar mis brazos de alrededor de su cuello, sin aflojar la presión de mi cuerpo, sin apartar el roce de mis labios mientras hablábamos, me fue comentando los acontecimientos de aquella tarde: las cargas policiales, las carreras, los cánticos, los gritos, las detenciones, las huidas y escapadas y… la sangre derramada.

Aquella muerte trágica, cruel, inútil, innecesaria, desgarradora, nos atrapó. Nos atrapó en una situación de rebeldía y de angustia y al mismo tiempo nos abrió las puertas del amor y de la esperanza.

Noté que tenía un nudo en la garganta. Que quería pasar del dolor del recuerdo, pero no podía. Me dijo que no se lo había contado a nadie, pero esa noche…, escondido entre mis brazos no pudo por menos de soltar lo que oprimía su pecho…

 

Todo nos unió aquella noche, una noche interminable, porque desde que comencé con mis brazos rodeándole el cuello y las manos de él atrapando mi cintura, hasta que terminamos en un sofoco, en un fuego compartido, con el sudor y el dolor en las entrañas, solo pasó un momento, un momento que paralizó nuestras vidas y unió nuestros sentimientos.

 

Lo recordaba ahora, al ver a mi hijo tan ensimismado, tan pegado al móvil y tan atolondrado. Al verle andar por la casa medio dormido y ausente. Notaba que su mente estaba en algún lugar escondida. Escondida como están las mentes cuando  descubren los rincones secretos del amor.

 

Dominé, manejé los hilos del amor a mi antojo, como ahora manejaba el bisturí, con cortes precisos, sin sobrepasar las líneas peligrosas; pero ahora me encontraba paralizada y absorta en un pasado que quería revivir y me resultaba imposible, gasté todas mis fuerzas y ya no me quedaban más, pero tenía que agarrarme a mi fortaleza y mantenerme firme y segura, porque tenía que continuar defendiendo lo que aún me quedaba, lo que era mío, lo que no estaba dispuesta a perder jamás: mi hijo.