Muerte
La u, la
letra de la vergüenza, que a veces se queda muda.
La u de
muerte, la u callada de guerra.
Nosotros
llegamos primero. Habíamos salido a la vez de Madrid, mi padre fue quien llamó
para decirnos que se ponían en marcha, pero nosotros cogimos el camino más
rápido, mi padre, como siempre, cogió el de Navacerrada y el tiempo le jugó una
mala pasada.
La noticia
nos pilló a todos por sorpresa. Una simple llamada telefónica y todo se
derrumba. Todo se precipita y se acelera. Sonó el teléfono a una hora
intempestiva, demasiado temprana para nuestro horario habitual, ni mi madre ni
yo nos habíamos levantado. Lo cogió ella y el grito desgarrador me levantó de
la cama y me anunció la desgracia.
“¡Nooooo…!”
Me precipite
a su encuentro y el drama estaba consumado.
“El abuelo ha
muerto. Ha sufrido un infarto esta noche”, me dijo.
Al otro lado
del teléfono la abuela lloraba. Sólo oíamos un grito, una frase desgarradora:
“¡Sola!,
¡estaba sola, y no me he enterado de nada!”, y se la oía llorar y llorar y
repetir la misma palabra:
“¡Sola, sola,
sola…!”
Mi madre
trataba de consolarla, “Llora y desahógate. Nos vamos ahora mismo. Estamos
enseguida contigo”.
Yo tenía la
oreja pegada a la de mi madre y escuchaba perfectamente a la abuela.
“No se lo he
dicho, no se lo he dicho a él, no se lo he dicho a nadie, eres la primera,
uuuuh…uuuuh.., no sé qué hacer”.
“Tranquila,
yo le llamo”.
“No hija,
prefiero hacerlo yo. Lo tengo que hacer yo. Tengo que llamar yo a todos mis
hijos. Pero tú has sido la primera. Por si tengo que hacer algo, ya sabes… ¿Qué
hago?”
“A ver, ¿has
avisado a alguien?”
“En el pueblo
ya lo sabe todo el mundo. He salido dando voces. Pidiendo auxilio a los
vecinos. Pero estaba muerto. Cuando me he despertado estaba muerto. Estaba
muerto. Se había muerto por la noche y yo sin darme cuenta”.
“De los
trámites lo primero es llamar al médico. ¿Lo has hecho?”
“Al médico,
al cura, ellos han avisado a todos. Pero no sé qué hacer, ¡uh…uh…uh…!”,
“Llora, llora
todo lo que puedas. Desahógate. Y sigue llamando a tus hijos. Y al seguro.
Porque tenéis seguro, ¿no?”.
“Sí, sí, y no
me he dado cuenta, ¡ay!...¡uh…uh…uh..!”.
“Tranquila,
ellos se encargarán de todo. Llora hasta que te canses. Llora lo primero.
Patalea. Grita. No te guardes nada. Después haces las llamadas. Nosotros
estamos en dos horas. Te queremos mucho. Besos”.
“¡Hijos,
hijos, mis hijos….!”
“Besos,
abuela, muchos besos, estamos enseguida”, le dije yo acercándome al auricular.
Mi madre
colgó el teléfono y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Me
abrazó. Me apretó con fuerza al tiempo que me acariciaba el cabello con
delicadeza.
“¡Qué pena!,
así, de repente”.
Juntamos
nuestras caras y nos besamos, la suya estaba humedecida por las lágrimas, la
mía estaba seca. Había escuchado con angustia el relato de mi abuela y no sabía
lo que me pasaba. Tenía un nudo en la garganta que me ahogaba, pero no me salía
ninguna lágrima. Me quedé mudo. Creo que mi madre lo notó cuando me dijo:
“Tienes que
ser fuerte. Llámala anda”.
“No sé…”.
“Llámala,
cuéntaselo y desahógate. Pasamos a
recogerla si se quiere venir y nos vamos”.
“No sé si
llamarla, mamá…, después de lo de anoche”.
“Llámala. Tu
obligación es llamarla y lo vas a hacer. Sólo cumpliendo con tu obligación
estarás tranquilo. Igual que mi obligación es llamar a tu padre, si antes no lo
hace él, y lo voy a hacer”.
“Todo se ha
juntado”, dije moviendo la cabeza a un lado y a otro.
“Es la vida,
hijo, nosotros no la controlamos”.
“Pero…es
injusto”.
“Nosotros
sólo somos dueños de nuestros sentimientos y de nuestros actos”.
“Y a veces
nos equivocamos”.
“Muchas
veces, pero es bueno reconocerlo”.
Las lágrimas
iban desapareciendo de la cara de mi madre. En su rostro se reflejaba la
fortaleza que a mí me faltaba.
“Llámala”.
“De acuerdo.
La llamo ahora mismo”.
Noté su voz
asustada, temblorosa, cuando pronuncié su nombre a esa hora tan temprana de la
mañana.
“¿Qué ha
pasado?”.
Tenía que
imaginarse que algo grave había pasado cuando la llamaba a esa hora después de
la bronca de la noche anterior.
“El abuelo ha
muerto…¡oh..ooooh!”.
“¿Quéee?
¡Pero…, ¡no puede ser…!”, oí un sollozo, yo sollocé también, “¡Pero si estaba
tan bien….!”.
“Estaba bien,
pero…”, se me empezaron a nublar los ojos por primera vez.
“¡Lo
contentos que estaban…!”
“Nos acaba de
llamar la abuela…, ha sido esta noche…, de repente…, un infarto”
“¡No…!,
¡no…!, ¡si estaban tan bien!”
“Nos vamos
ahora mismo. No podemos esperar ni un segundo”.
“Ven a por
mi. Yo también voy. Quiero ir. No tardo nada”.
“Gracias,
¡uuuh…!”, le dije mientras las lágrimas comenzaron a resbalar por mis mejillas.
“No tienes
que agradecerme nada. Estoy a tu lado”
“Te quiero”,
le dije sollozando.
“Y yo a ti.
Un beso”.
Mi padre
tenía muy mala cara. Tan mala, que cuando mi madre le vio le atusó los
cabellos, le pasó los dedos acariciándole los parpados de los ojos y quitándole
una legaña, le dio un par de besos y le dijo que contase con ella para todo lo
que hiciese falta. Yo nunca le había visto así. Fue la primera vez que tuve la
sensación de que la situación le desbordaba. No rompía a llorar, en esos nos
parecíamos, pero en su cara se reflejaba un estado de angustia, de impotencia y
de rabia que me preocupó tanto que por un momento pensé que estaba a punto de desfallecer.
Yo también le
abracé y le di dos besos pero no le dije nada. Me hubiese gustado decirle la
frase adecuada, pero no me salía ninguna, tenía la sensación de que cualquiera
que utilizase sería siempre considerada como un cumplido, como la frase hecha
de antemano, y quería transmitirle sólo lo que en realidad sentía. Lo que si
hice fue prolongar el abrazo y apretarle con mucha fuerza, creo que él lo
entendió porque me retuvo también y me apretó con tanta fuerza que me produjo
un dolor interno desgarrador.
Cuando llegó
con la modelo nosotros tres ya nos
habíamos fundido con la abuela en un abrazo interminable.
“¡Hijos…!,
¡hijos…!, ¡hijos…!”, decía la abuela.
“Te queremos
mucho…, ¡muuucho… ¡, ¡muucho…!”, le dijo mi madre que fue la primera en acudir
a su encuentro.
Me acerque
después yo y no dije nada. No sabía que decir. Sólo tenía mi cara pegada a su
mejilla. Por un lado estaba yo y por el otro mi madre. Entre medias lágrimas.
Lágrimas mezcladas, caras humedecidas. Por último se acerco Ella que se había
mantenido un tanto separada hasta que vio que la abuela la miró, entonces
avanzó y nos abrazó a los tres, junto su cabeza con las nuestras y sus lágrimas
resbalaron también por sus mejillas.
“¡Hija!,
¡pero que guapa eres!”, le dijo la abuela.
“¡Tú si que
eres guapa, abuela!”, le respondió Ella haciéndose un sitio y dejándole un par
de besos.
Cuando llegó
mi padre, ya habíamos visto al abuelo inerte. Le habían vestido con su traje
nuevo.
“La prima,
hija, la prima es quien me ha ayudado. Desde que se entero, cuando salí
gritando, corriendo y gritando como una loca, porque salí hasta la plaza
llamando a todas las puertas y pidiendo auxilio. Pues desde entonces está aquí,
no me ha dejado sola ni un momento. Ella ha avisado al médico. Ella ha avisado
al cura. Ella me ha ayudado a limpiarle, a lavarle, a ponerle la muda limpia y
a ponerle el traje nuevo”.
“Está feliz,
abuela, ahora sólo debes de pensar en que no ha sufrido, se le nota en la
cara”, dijo mi madre forzando una sonrisa.
“Está guapo,
¿a que sí?”, respondió la abuela sorbiéndose las lágrimas.
“Está
guapísimo”, le respondí yo.
Era la primera vez que veía un cadáver. Antes
de decidirme tuve una pequeña duda, pero cuando la abuela se soltó de nosotros,
se puso ante la puerta de la habitación donde habían expuesto su cuerpo y
dirigió su mirada hacia el abuelo invitándonos a pasar, se me disipó por
completo. Porque su mirada era una súplica y la mano que nos tendía era
imposible de rechazar. Nos acercamos los tres sin soltar a la abuela y
observamos su rostro.
La placidez
de su cara delataba que su muerte había sido dulce, que le había pillado por
sorpresa en el sueño de la noche, que no había sufrido, y que su vida se apagó
en un instante como se apaga una vela. No había rictus de dolor en su boca,
parecía como si hubiese estado esperando el momento y le hubiese llegado cuando
menos daño le podía hacer.
Estábamos
todavía observándole cuando oímos el ruido de la puerta. La abuela salió de la
habitación para ver quien llegaba y al encontrar lo que estaba esperando soltó
un desgarrador grito:
“¡Hiiijooo...!”,
se abalanzó sobre él al tiempo que mi padre la abrazaba levantándola en
volandas.
“¡Aaaaaay! Ya
no podéis…¡aaaay!…¡aaay!… hacer las paces…”.
“Sí, sí
podemos, madre, mira como sí”.
Entonces vi
como mi padre se acercaba a la cama donde reposaba el abuelo. Vi como llegaba
hasta la cabecera, como se inclinaba y como le besaba. Le besó en la frente, le
beso en cada mejilla y le cogió una mano. Se la apretó como si estuviese con
vida, se la acarició con la otra mano y se la beso. Después le abrazó hundiendo
la cabeza en su hombro y aplastándole con todo su cuerpo.
“¿Ves como
sí?”, y volvió a abrazarla, y volvió a besarla y a secar sus lágrimas
acariciando sus mejillas.
“¡Se ha
tenido que morir para que os volvieseis a encontrar!”.
“Hemos estado
siempre juntos. Estoy seguro que aunque este año no nos hemos visto él ha
pensado tanto en mi, como yo en él. No te preocupes madre”.
“Si me
preocupo. Además tienes muy mala cara”.
Entonces fue
cuando soltó a la abuela, nos vio y nos saludó.
Estaba
todavía abrazado a mi padre cuando empezó a llegar la gente. No sé bien como
llegaron, pero de repente apenas si se cabía en el portal. Me soltó diciéndome,
“A nosotros no nos puede pasar”.
Sólo me dio
tiempo a decir, “No”, porque le empezaron a rodear y uno tras otro le fueron
estrechando la mano y abrazándole.
La casa se
llenó en un momento. Llegaron primos de mi padre que hacía siglos que no veía,
daban el pésame a la abuela, después se lo daban a él y a mi madre y por último
me lo daban a mí. Saludaban con la mano, abrazaban y besaban a todo el que se
encontraban, era un rito que me abrumaba, a la mayoría a penas les conocía,
pero ellos se comportaban conmigo como si tuviésemos una relación intima de
toda la vida. Daban por hecho que Ella era mi novia y la besaban con tanta
emoción como lo hacían conmigo. Procuré apartarme, buscar la puerta, salir
hacía la calle…, y entonces fue cuando la vi.
Estaba sola.
Totalmente sola. Se había quedado a la puerta. Mi padre la había dejado sola.
Yo la tenía
siempre a mi lado y no soltaba su mano. Se había comportado muy bien conmigo,
como si no hubiese pasado nada. Cuando llegamos a su casa para recogerla ya nos
estaba esperando en la acera. Yo me baje del coche, le dije, “hola” y la recibí
con un beso. Mi madre que era la que conducía, no se bajó del coche, la saludó
bajando la ventanilla y dándole un par de besos, “Siento mucho lo del abuelo,
habíamos estado allí…”, no terminó la frase porque mi madre la corto, “Gracias
hija, ya sé que te cayeron muy bien”.
Se sentó en
la parte trasera del coche, yo dude un momento, no sabía si sentarme con ella o
hacerlo en el asiento del acompañante. Mi madre me dijo, “Siéntate atrás si
quieres”, pero a mí siempre me había
parecido de mala educación dejar al conductor solo y respondí, “No, me siento a
tu lado, ya sabes que no me gusta que hagas de taxista”.
Pero al
momento de arrancar eché mi mano hacia atrás y se la ofrecí, ella la cogió
inmediatamente y yo la apreté con fuerza. Respondió a mi apretón acariciándome
suavemente con su otra mano. No nos dijimos nada pero yo por como me apretaba
la mano y como me acariciaba con la otra, supe que volvíamos a empezar y que
esta vez iba a ser para siempre, aunque también tuve la certeza de que sería de
forma diferente.
La modelo estaba sola al lado de
la puerta. Sola, con los brazos cruzados apretándose la cintura. Ella agarrada
a ella, porque nadie la tendía una mano. La casa estaba llena, pero ella entre
tanta gente estaba perdida, porque nadie la conocía aún en esa casa.
No pude
separar de ella mi mirada. La vi agarrada a su propio cuerpo con una mirada de
dolor y de súplica y no pude por menos de dirigirme hacia ella. Se vino hacia
nosotros mostrando su dolor y su angustia. La abracé, le di dos besos y le
dije, “hola”. “Hola”, dijo ella y se abrazó a nosotros dos.
Salimos los tres al corral. Un viento frío
sacudió nuestras caras.
“No le he
conocido”, nos dijo mientras las lágrimas aparecían en sus ojos.
“No ha sido
culpa tuya, ha sido culpa de la incomprensión”, le respondí acercándome otra
vez.
“Ha sido una
pena, ¡me hubiese gustado tanto!”.
Nos fundimos
otra vez los tres en un abrazo. Nos apretamos con una fuerza inusitada,
escondimos nuestras cabezas en nuestros cuerpos. Corrían lágrimas por nuestras
mejillas. Notábamos la humedad en nuestras caras pegadas por el llanto. Nos
apretamos hasta hacernos daño y ahogamos el dolor con nuestro sufrimiento.
“No merece la
pena estar enfadados”, me dijo separándose y mirándome a los ojos, “No, pero…”,
“Cuando ocurren estas cosas te das cuenta que las otras son tonterías”, “Quizá
tengas razón”, “Tenemos que hablar mucho tú y yo, tienes una hermana y no la
conoces”, “Vale, pero ahora no, por favor, no puedo”, “La semana próxima, te
parece bien”, “Bueno”.
Volvimos a aguantar nuestras miradas y
seguimos llorando sin saber si llorábamos por la muerte del abuelo o por las incomunicaciones y las
incomprensiones que nos habían tenido atenazados y distantes.
Creo que los
dos supimos que llorábamos por todo y nos abrazamos con más fuerza, y nos
miramos a los ojos como nunca lo habíamos hecho antes y entre las lágrimas de
ella descubrí a mi padre y el encuentro dulcificó mi alma en un breve instante.
El abuelo
había muerto. Y mi odio también había muerto. Como podía odiar a una persona
que sufría con tanta intensidad, que sentía nuestro dolor como suyo. Que tenía
sentimientos como nosotros. Una persona que lloraba y escondía su dolor en mi
pecho, que encontraba consuelo en mi hombro al tiempo que me servía de alivio y
me traía una paz que hacía tiempo tenía perdida. Murió mi odio con la muerte
del abuelo y nació en mí una chispa de esperanza.
“Parece que fue ayer cuando estuvimos con
ellos”, dijo Ella rompiendo el silencio en el que nos habíamos sumido.
“Es que
nosotros estuvimos con ellos un fin de semana en las navidades”, aclaré yo
dirigiéndome a la modelo.
“Ni siquiera
tenemos pan, dijo la abuela, como si tener pan fuese un obstáculo insalvable”,
continuó Ella.
Y entre los
dos le fuimos contando nuestra visita.
“Teníamos previsto comer en Pedraza, pero
cuando nos encontramos en el pueblo, a la una de la tarde jugando con la nieve
y haciendo aquel muñeco… -todavía está el muñeco en la cerca-, me dijo el
abuelo cuando hablé con él por teléfono quince días después; nos dimos cuenta
de que teníamos a los abuelos al lado y teníamos que comer con ellos”, “Que
bien hicimos en cambiar los planes”.
A
medida que contaba como había sido nuestra visita me iba dando cuenta de que me
tranquilizaba, creí que la conversación nos venía bien a los tres, por eso
seguí.
“Si nos hubieseis avisado habríamos sacado carne del
congelador - dijo la abuela- y mientras nos regañaba por presentarnos así, de
improviso, estaba planeando la comida que nos iba a hacer. Huevos siempre hay
–seguía diciendo- si os gusta os hago una tortilla…”.
“Nos hizo una tortilla, y
nos sacó las judías verdes que tenía guardadas en conserva, y un bote de setas que tenía escondido, y las
doradas que tenían ellos para cenar por la noche”.
“Nos fuimos a
por el pan y cuando volvimos ya lo tenía todo hecho, ya no pudimos decirle que
no hiciese más, porque ya estaba todo preparado, nosotros no teníamos tiempo de
nada, pero ella en un momento hacía todo”.
“La abuela
siempre estaba diciendo que la hacia mucha la ilusión vernos, y no hacia más
que halagarme”, continuó Ella.
“Y el abuelo
-dije yo- sólo sabia decir, dormir en la
cabaña...¿a quién se le ocurre con el frío que hace?”
“Lo
importante es que vosotros tenéis un buen recuerdo y que os quedará para
siempre. Yo me tengo que conformar con lo que me ha contado tu padre”, dijo la modelo mostrando su melancolía.
“Salieron a la calle a despedirnos, les dije
que no, que no salieran, que hacía mucho frío, pero ellos tuvieron que salir, si
no, no se hubiesen quedado tranquilos. No entraron en casa hasta que no nos
vieron arrancar y comprobar con sus propios ojos cómo el VITARA con su doble tracción trituraba el hielo de la calle
evitando el peligro”.
“Tener cuidado, hijos, que está la tarde muy
mala. Fue la última frase que oi al abuelo entre el tiriteo de sus dientes”.
Mi madre lo
llevaba con una entereza que nunca hubiese sido capaz de imaginar. Estaba por
encima de todos, dando ánimos y reparando en los más mínimos detalles. Todos estábamos
rotos a media noche pero nadie se iba a la cama. Mis tíos de Barcelona, con sus
tres hijos, habían llegado a media tarde tras ocho horas de viaje y mi tía la
de Bélgica consiguió llegar poco antes de las doce de la noche. En la casa nos
habíamos quedado los familiares más íntimos, estábamos todos apagados,
hundidos. Menos mi madre que se movía de un lado para otro. De la cocina al
salón y del salón a la cocina, estaba siempre llevando tazas con caldos o con
infusiones y dando siempre ánimos, preocupándose de todos, “Tenéis que
acostaros, arriba tenéis camas para todos”, nos dijo a nosotros tres y a mis
primos cuando nos vio sentados en un rincón y dando cabezadas, “Un poco más
tarde, mamá, cuando se vaya la abuela”, le respondí.
Y ella fue la
que convenció a la abuela para que se tomara una taza de tila y se acostase un
rato en la cama, “Sin quitarse la ropa. No se preocupe, usted se tumba con la
ropa puesta y desde la cama nos ve a todos”, “Pero hija, yo no puedo acostarme,
no puedo separarme de él”, “Sí abuela, si puede, primero se toma esta tacita
calentita que la he preparado”, “Pero si no tengo ganas de nada”, “Pero se lo
doy yo que soy su médica favorita”, “¡Ay hija!, si ya lo sé, pero no me pasa”.
Se lo dio
poco a poco, con una amabilidad absoluta, un sorbo y un beso, otro sorbo y una
caricia, un refunfuño y un consuelo. Consiguió que se tumbase en la cama que
había en la habitación de enfrente de donde estaba el velatorio del
abuelo.
“Se tumba y
estira un poco las piernas”, “Que no, que no puedo…”, “Sí, mire vamos poco a
poco”.
La llevó
hasta la cama la quitó las zapatillas y la tumbó vestida en ella, “Mire, desde
aquí nos ve a todos. Pero ahora tiene que descansar. Mañana tiene que estar
guapa. Tan guapa, como cuando era moza y subía al baile, que eso si que nos lo
ha contado muchas veces”, “Que cosas dices, ¡hija!, si yo ya he terminado
también”.
Apenas
dormimos en toda la noche, cuando vimos a la abuela dormida serían las tres. Mi
padre se acercó y nos dijo que nos subiésemos todos arriba y descansásemos un
poco. Lo hicimos, nosotros tres nos tiramos en dos camas que había en una
habitación y mis primos se tumbaron en las camas de la otra. Sólo nos quitamos
los zapatos, conseguimos dormir un poco pero cuando amaneció nos despertamos.
Cuando bajamos
al salón nos encontramos nuevamente a mi madre con tazas en la mano. Había
hecho chocolate, había hecho café y había hecho tostadas, “Hay que comer algo.
Lo que ha pasado no se puede remediar. Pero comer hay que comer. No se puede
estar cuarenta y ocho horas sin comer”.
Mi padre y
mis tíos también estaban levantados, debieron pasar toda la noche en el salón
pues no oímos ningún ruido en las habitaciones de arriba. Cogieron las tazas
que llevaba mi madre y comenzaron a colocarlas y a servir el café, pero su
ánimo era totalmente distinto. En sus caras se reflejaba la derrota, estaban
rendidos ante la muerte. Sólo mi madre parecía plantar cara al destino y luchar
por la supervivencia.
La abuela se
levantó. “Qué hora es ya”, preguntó. “Son
las siete abuela –contestó mi madre-. ¿A que está mejor?”, “No hija, no puedo
estar mejor”, “Bueno ahora se toma un café con leche calentito”, “No, mejor
otra tila”, “Un poco de café con leche y luego otra tila, ¿vale?”, “Como
quieras”
La mañana se
hacía eterna, serían las once cuando salimos a la calle, un viento frío cortaba
nuestras caras. Los pinos, que se veían a lo lejos en la montaña, estaban
ligeramente nevados, sólo tenían unos copos encima, pero los tenían tan pegados
que parecía que el blanco fuese su color natural. Agarrada a la cima una
nubecilla presagiaba la crudeza del día que nos esperaba. De repente empezaron
a llegar coches.
Primero llegó
uno, después otro, más tarde otro, y otro, y otro…pronto no hubo sitio donde
aparcar. Se llenó la calle, se lleno la plaza, se llenaron las calles de
orilla, se llenó el pueblo de coches. De cada coche bajaban personas, personas
que bajaban apresuradamente y entraban en la casa. Nosotros entramos también
para enfrentarnos al rito ceremonioso del funeral.
La casa se llenó
de personas que saludaban afligidas y que en un ritual riguroso nos daban el
pésame. Primero a la abuela, dos besos, un abrazo, y… “Os acompañamos en el
sentimiento”, unas lágrimas cayendo por las mejillas y… “Gracias, muchas
gracias”. Después a mi padre, a mi madre, a mis tíos, a mis tías, las mismas
palabras, los mismos gestos… “Es la vida…”, “Qué lo vamos a hacer…”, “Quien lo
diría…”, “Con lo bien que estaba…”, “Parece mentira…”, “No me lo puedo creer…”,
“Era un gran hombre…”.
Por último a
mí y a mis primos. Era un continuo apretón de manos, abrazos y besos en las
mejillas, en su mayoría, de desconocidos; y más frases hechas… “Ya no hay
remedio…”, “Ahora tenéis que estar al lado de la abuela…”, “Pero que mayor
estas ya…”, “Cuanto tiempo sin verte…”, “Es una pena que sea en estas
circunstancias…”, “Mejor hubiera sido en la fiesta…”, “¿Y esta, es tu novia?”…
“A ti no te
conozco”, le dijo uno a la modelo, “Soy amiga de la familia”, respondió ella
saliendo al paso sin dar explicaciones. Era un vecino del pueblo, desconocido
para mí como casi todos los demás, que había acudido puntual al rito del pésame
con el traje de los domingos y una boina nueva.
La iglesia
estaba repleta. A la casa sólo habían acudido las personas más próximas, los
familiares y algunos vecinos. Pero la iglesia estaba más llena que nunca. Ni
siquiera en la fiesta del pueblo se congregaba tanta gente. Cuando llegamos
sólo quedaba el pasillo que habían hecho para que los familiares pasásemos a
los bancos delanteros y para colocar el féretro en frente del altar mayor.
Estaba toda
la gente del pueblo y la de los pueblos vecinos. Además habían venido conocidos
de mis tíos de Barcelona, y de mi tía de Bélgica, la soltera. Pero sobre todo
la iglesia estaba llena por los dos autobuses que habían venido de la facultad
de Bellas Artes. Uno fue de alumnos de mi padre que quisieron estar con él en
los momentos difíciles. La sintonía entre mi padre y sus alumnos me sorprendía
siempre y en esta ocasión más que nunca. Venir un autocar desde Madrid de personas
jóvenes para acompañar a su profesor de arte era algo difícil de entender.
También vino otro autocar con el rector a la cabeza y con personas
representantes del claustro que para mi era mucho más lógico.
Cuando
terminaron los ritos religiosos comenzamos a recorrer el último camino. Una
hilera de personas cabizbajas y en silencio comenzaron a salir de la iglesia y
a desfilaban detrás del féretro. La mañana era fría pero tranquila, el vendaval
del día anterior había desaparecido, sólo quedaba el viento de los recuerdos.
Mis padres iniciaron el paseo menos deseado, iban agarrando a la abuela, la
llevaban en volandas porque ella no se daba cuenta de donde se encontraba.
Todos los familiares seguíamos sus pasos. Nosotros tres continuamos unidos,
llevaba a cada una agarrada a mi brazo.
Al llegar al
cementerio mi padre se acerco y me dijo: “Lee esto, por favor. Yo no puedo”, y
me entrego un folio que había escrito apresuradamente a mano y que quería
fuesen el último homenaje al abuelo. Los cogí, y cuando el féretro ya estaba
reposando en el hoyo, antes de que la tierra lo cubriera, me despedí del
abuelo, nos despedimos todos, reconociendo a la vida, reconociendo a la lucha y
claudicando ante el destino:
“Fue una
persona que se conformaba con lo que tenía. Qué difícil resulta en nuestros
días ser así. No ambicionar más de lo necesario, valorar lo justo y disfrutar
de lo que se tiene, encontrar la satisfacción en tener lo que se necesita y no
buscarla en lo superfluo.
Una persona
trabajadora, que amaba a la tierra, generosa y amable con los demás, una
persona de izquierdas, con esa idea clara y concisa que se tiene en los pueblos
de ser de izquierdas, de ser un hombre bueno, un hombre que ayuda a sus
semejantes, que es solidario en sus tareas y en sus esfuerzos, ¡Qué bien se
conocen las ideas en los pueblos!
Un hombre
callado, que nunca entró en peleas inútiles ni en debates estériles. Un
hombre…de bien”.
“Plas…plas…plas…”
Comenzaron a
sonar los golpes de la tierra sobre el ataúd. Unos vecinos del pueblo se
encargaron de tapar el hoyo. Primero un sonido fuerte golpeando la madera que
retumba en la fosa. Después golpes cada vez más suaves, golpes monótonos de
tierra contra tierra y por último el golpe brusco de una gran losa que escondió
definitivamente la vida.
Me quedé quieto. Los golpes sonaban en mi cerebro de manera exagerada, bombardeando mis entrañas. Retumbaban en mi mente en una tarde fría del diecinueve de marzo del año dos mil tres.
20 DE MARZO DE 2003
OPINIÓN
PONTE EN SU LUGAR
A.
G. Bárdera
A miles de
kilómetros no se percibe el dolor de la muerte, no llega tan nítidamente hasta
nuestros corazones. A miles de kilómetros muere gente en la guerra, gente
civil, inocente, personas, números, gente considerada colectivamente de forma
vaga e imprecisa. No se piensa en esa gente de forma individual, no se piensa
que detrás de cada muerte hay una familia, hay unos padres, hay unos hermanos,
hay unos abuelos, hay familiares y amigos. No se piensa que detrás de cada
persona que muere, hay un mundo que se destruye. Un mundo que se derrumbaba por
un solo disparo, por un solo capricho. No se piensa…¿o no se quiere pensar?
No, no hay
dolor. No quieren que haya dolor. No quieren que se vea el dolor. Se niega y se
esconde porque no se las llama muertes, se las llama bajas. Bajas terroristas,
si son iraquíes. Héroes, si son invasores. Asesinos unos, defensores del orden
y de la paz los otros.
Daños
colaterales se dice, si son niños o civiles inocentes. Muertes escondidas por
el fuego limpio de las últimas tecnologías de la guerra, por la utilización de
los medios más sofisticados, por los adelantos técnicos. Muertes necesarias
para mantener nuestro orden, nuestro estúpido orden, nuestra insensibilidad,
nuestro dominio, nuestra vergüenza.
Los que
gobiernan no parecen personas, no parecen humanos, dicen frases huecas, frases
sin sentido, sin sentimientos, incomprensibles para las personas que sienten.
Los sin sentimientos organizan guerras para dar salida a sus armamentos, para
arrebatar por la fuerza lo que producen los otros. Los sin sentimientos matan
en las guerras, alejan a sus victimas, disparan desde distancias infinitas, no
quieren ver el dolor en sus ojos, cometen actos de terror organizados
políticamente, asumidos y tolerados,
justificados artificialmente con leyes que no existen y discursos que serán
desmentidos por la realidad y la historia.
Terror en los
medios informativos, desdibujando realidades, engañando a las personas,
provocando más terror en otras gentes a las que incitan a inmolarse, a
refugiarse en paraísos ficticios, llamados por ellos divinos, en
fundamentalismos religiosos.
Personas sin
sentimientos en esta vida que equivocadamente los reservan para esa otra que no
existe. Terrorismo de estado contra los
individuos y de los individuos contra los estados, terrorismos desiguales, pero
terrorismos sin sentido, que matan a las personas y matan las mentes.
En todos los
lugares del mundo se da la guerra silenciosa entre los que miran siempre a otro
lado, los que no quieren enterarse de lo que pasa y los que ven el horror y la
desesperación de la guerra. Entre los fáciles de convencer con unas simples
mentiras y unas imágenes vagas y los que buscan desesperadamente la verdad, la
justicia y la paz.
La guerra de
Irak apareció global, con toda su crudeza, en todos los rincones. Una guerra
que quieren esconder, pero que no pueden, porque hay medios de comunicación que
no se dejan comprar, porque hay periodistas que se juegan sus vidas. Una guerra
que quieren que sea limpia, en la que no aparezcan los muertos, pero que
tampoco pueden, porque los muertos escondidos, los que quieren ocultar para que
la gente no se ponga nerviosa, salen a la luz por cadenas que no controlan, por
reporteros que no se venden y a los que callan también con la muerte.
Reporteros y
periodistas a los que callan matándoles. Asesinan a algunos para que el miedo
haga abandonar a los otros. Les expulsan de la zona de guerra porque quieren
esconderla, porque no quieren que la gente se imagine lo que les sucedería si
la ciudad bombardeada fuese la suya.
Pero, ¿qué
sucedería si las bombas cayeran en nuestras ciudades? Sí pasásemos una sola
noche escuchando caer las bombas a
orillas de nuestra ventana, si nos levantásemos y estuviésemos a oscuras,
porque la luz ha sido aniquilada.
¿Qué sería de
nuestros hogares al día siguiente?, sin luz para que funcione el frigorífico,
sin luz para que funcione la caldera de la calefacción, sin luz para que
funcione la vitrocerámica, sin luz para la lavadora, ni para el lavavajillas.
Sin luz para ver a tus hijos. Sin luz, simplemente sin luz.
Veinte mil
bombas en una sola noche, escuchándolas todas una a una, dos mil bombas en una
sola hora, treinta en un solo minuto, cada dos segundos una.
Un solo día y
comenzaría la desesperación, pero y si sigue, si un día sigue a otro, si el
bombardeo que te impidió dormir una noche continúa la noche siguiente. ¿Dónde
estarán los alimentos cuando el frigorífico lleve unos días sin suministro
eléctrico? ¿Cómo estará tu casa después de unos cuantos días sin calefacción?
¿Cómo habrás podido alimentarte? ¿Cómo
has podido cocer los alimentos? ¿Cómo has vivido en la oscuridad de la noche? ¿Empezarías a amar a los que te están
tirando bombas? Si te las tiran por tu bien –te dirán-. Para hacerte un favor,
para aliviarte de la dictadura que te aprisiona.
Pero es tu
casa la que se queda sin luz, no la casa de quien bombardea. Es tu frigorífico
el que se queda sin alimentos, no el del que bombardea. Pero ellos, los
iraquíes, no tendrán frigorífico, ni alimentos que se les estropeen, ni tendrán
vitrocerámica, así que les dará igual quedarse sin luz. Pero eso sí, ellos serán agradecidos y comprenderán que les tiran
las bombas por su bien, para que saquen más beneficios de su petróleo y puedan
llegar a tener el frigorífico, la vitrocerámica o la calefacción que ahora no
tienen.
No, pero a
nosotros no nos puede pasar eso, nosotros somos amigos del que tira las bombas,
nosotros no tenemos dictadura, la tuvimos, pero en aquella ocasión tuvimos
suerte, nos libramos de que nos salvasen de la dictadura a bombazo limpio. Es
que la dictadura nuestra fue una dictadura amiga, hubiésemos podido estar en
peligro si hubiese triunfado el golpe del
¿Te llegará
la muerte esta noche? ¿Entrará el asesino disfrazado de metralla por la ventana? ¿Estallará el misil y derrumbará
tu casa? ¿Encontrarás a tus hijos aplastados por los escombros a la mañana
siguiente?
Nosotros no
estamos allí, nosotros no nos imaginamos eso, somos civilizados, justificamos
con mentiras nuestro apoyo a esa guerra, una guerra lejos, una guerra ajena. La
mentira, la farsa está en la boca de los gobernantes. Y uno se admira, ¡como
pueden reír esas gentes! Y hablan con tono normal, y regañan, y se sienten
ofendidos cuando protestas, cuando muestras el dolor en las calles. Te
provocan, te apalean y se ríen. Continúan su vida normal, siguen buscando
nuevos argumentos falsos, Saben que nadie les cree, pero ellos siguen, siguen
embarcados en la miseria de sus malos instintos, de sus agresiones, de sus
crímenes.
¿Qué pasaría
si nosotros imaginásemos el horror, si viviésemos cada guerra como si fuese la
nuestra, si sintiésemos el dolor de los demás como si fuese el nuestro?
¿Nos
quedaríamos en casa escondidos esperando que nos llegase a nosotros el momento?
No.
Saldríamos a
la calle. Gritaríamos en la calle.
Tiran bombas
y provocan muertes, como si fuese un juego, hacen la guerra oponiéndose a
Matan, matan
y exigen a las familias que se aguanten con su dolor, que controlen su
desesperación los desesperados, que no les vuelva locos el dolor, que no se
conviertan en terroristas. Que todo lo hacen por su bien.
¡Malditas guerras y malditos quienes las hacen y las
provocan