LOS SENTIMIENTOS

 

 

 

 

Letras abrazadas, cariñosas, letras que forman palabras y frases sensibles: amabilidad, ternura, solidaridad, compromiso, lealtad; palabras y frases dando contenido a la vida. Letras, palabras y frases caminando entre montañas y valles, cruzando puentes, atravesando túneles…

Veo grandes autopistas, autopistas modernas, nudos que se entrecruzan, ramificaciones múltiples, y por todas ellas circulan letras y frases que forman el mundo de los...SENTIMIENTOS.

Los buenos sentimientos, los verdaderos, los que duran; los que unen a las gentes, los eternos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Amor

 

 

 

 

 

La a, la eme, la o, la r, ya está: amor. ¿Pero son sólo esas cuatro letras? ¿Es sólo una simple palabra? ¿Cuantas palabras nos hemos dicho esta noche? ¿Cuantas palabras hemos dejado de escuchar? ¿Cuántas miradas nos hemos dedicado? ¿Tienen letras las miradas? ¿Cuántos movimientos, cuantas insinuaciones, cuantas sugerencias, cuántos guiños nos hemos hecho? ¿Cuánto nos hemos dicho en sólo unas horas y por cuantos medios nos hemos comunicado?

 

Amor, qué parte es cariño, qué parte es juego, qué parte es realidad, qué parte es ironía, qué parte es engaño, que parte es deseo… Amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

¿Qué es el amor?, ¿Dónde se esconde? Cuántas veces me he hecho esa pregunta y nunca he encontrado respuesta.

Se me hizo tarde sin darme cuenta, cuando quise echar de ver ya estaba subiendo las escaleras de mi casa. Amanecía cuando introduje la llave en la cerradura del portal, una ligera brisa se había levantado, pero yo no la notaba, tampoco notaba el cansancio, ni tenía sensación de que pasase el tiempo, llevaba toda una noche a mis espaldas y me parecía que acababa de salir de casa, cuántas horas estaban escondidas en mi mente sin yo ser consciente de que estaban.

 “No seas tonto, no me acompañes, estoy acostumbrada a coger el bus” me dijo cuando insistí en acompañarla a su casa. “Siempre será un viaje más corto que el que hice este verano”. “Pero se te hará muy tarde y a mí no me va a comer nadie por ir sola”. “Si no se me hizo tarde recorriendo Berlín o Viena, no se me va a hacer tarde por ir a Moratalaz”,  “Pero ahora es distinto, no huyes de nada”. “En eso tienes razón. Pero es que no quieres que te acompañe o es que no hay vallas en tu barrio”. “Hu,hu,hu, vale, enfrente de mi casa está la de un colegio de curas”. “Pues habrá que ir a verla. Pero si no quieres mirarme no mires”.

 

No sentí el cansancio, no noté la brisa fresca de ese día del final del verano, no vi como poco a poco la luz del amanecer eclipsó la de las farolas, no escuché el sonido de la llave al introducirse en la abertura de la cerradura de la puerta, no conté los escalones ni supe por qué elegí subir por la escalera y deseche el ascensor, no fui consciente de que el tiempo pasó porque yo solo pensaba en ella.

Ella estaría ya dormida, a quizá estuviese, como yo, pensando en nuestro encuentro. Nada más dejarla me puse a pensar en el tiempo que estuvimos juntos. ¿Pensaría ella en lo mismo? No fui consciente de lo que nos habíamos dicho hasta que busqué en el recuerdo.

Agarrados de la mano el tiempo se detiene, el bus, que otras noches tardaba mucho tiempo en llegar, esa noche lo debió de hacer inmediatamente. Solo me dio tiempo a decirle, “Si ya sé tu nombre, si sé lo que estudias, los ratos que trabajas, lo que hacen tus padres, la música que te gusta, que tienes un hermano adolescente y si ya te he arrancado una sonrisa, podré darte un beso de verdad”, como no me dijo que no, se lo di, no sé cuánto tiempo duró, pero recuerdo que el autobús llegó en un momento.

Al recorrer en solitario el camino de vuelta a mi casa, fue cuando me di cuenta de lo que me había pasado, intenté recordarlo para saborearlo y disfrutarlo. Debió de ser algo muy bonito cuando ahora hacía tanto esfuerzo por recuperarlo. No escuché las frases de los demás, sólo tenía oídos para ella, para sus palabras.

“Sube, que si perdemos este el próximo tardará media hora”. “Vale, pero a mí no me importa esperar así”. Todos los asientos del autobús estaba ocupados, yo me agarré a la barra, ella se agarró a mi cintura, así el tiempo pasó aún más deprisa, porque en el trayecto hasta su casa yo sólo noté los latidos de su corazón, su aliento cuando me hablaba y el contacto con su mejilla cuando me acariciaba. “A qué no sabes dónde estoy”, le susurré al oído. “Tú con tal de escaparte de mí eres capaz de irte a la luna”. “No. No me escapo de ti, estoy subido en la tapia del colegio de curas sujetando una pancarta con las manos y tú estás mirándome y riéndote”.”Hu,hu,hu, ¿y por qué no rompes el techo del autobús, te subes en la barra de la que te sujetas y me enseñas la pancarta? ¡Qué emocionante, un autobús descapotable y andando sobre una de sus barras un encantador equilibrista. Hu, hu, hu… ”. “Me encanta que te rías”. “Y a mí”. Incliné un poco mi cabeza, ella alzó un poco la suya y cuando nuestros labios estuvieron casi juntos le dije, “En la pancarta se lee: me gustas, y debajo está tu nombre”.

 

¡Cuantas palabras nos dijimos en una sola noche! ¡Cuantas letras utilizamos! No me di cuenta de nada de lo que sucedió a nuestro alrededor, las personas que nos acompañaban, las que caminaban con nosotros, las que estaban a nuestro lado; fueron por primera vez seres invisibles que pasaron desapercibidos.

“Yo estoy todavía en la Facultad”, me lo dijo como si se avergonzase, como si los comentarios sobre mi trabajo la hubiesen supuesto un ansia especial por terminar su carrera, como si estuviera cansada ya de tanto estudio, de tantos años paseando libros, de tantas consultas en las páginas Web, “Hago biología y tenía que terminar este año, es mi sexto año en la facultad y mis padres me dicen que ¡ya está bien! Tengo asignaturas aprobadas de todos los cursos, pero arrastro una de tercero, dos de cuarto y de quinto me quedan cuatro. Siete en total, no está mal”, noté en ella el deseo de acabar cuanto antes, de sentirse como yo independiente y libre, de no estar atada a unos libros y a un curso, a un camino diario, a unos senderos cotidianos de paseos entre una y otra clase, por eso añadió sin dejarme respirar “También trabajo a ratos en la tienda de mis padres”.

La tienda de sus padres, una papelería que compraron cuando su padre fue despedido del banco y que Ella me fue describiendo poco a poco, susurrándome al oído, a medida que respondía a mis preguntas entre baile y baile: “Mis padres trabajan los dos en ella…, yo les echo una mano los sábados por la mañana… a lo mejor tengo algún libro sobre conservación de la naturaleza…”, el ruido hacía inaudible sus frases, yo arrimaba mi cara, y ella se acercaba a mi oído echándome su aliento, lo recordaba ahora mientras entraba en mi casa, mientras abría la puerta sin enterarme de que la abría, mientras recorría el pasillo en la penumbra porque no quería dar la luz para no molestar a mi madre y aunque ya había amanecido en el interior de la casa a penas se veía.

Agradecía el estruendo de la discoteca que la obligaba a acercarse para que pudiera oírla, y me estremecía al percibir en el recuerdo el ligero roce de sus labios en el borde de mi oreja.

Entré en mi habitación, cerré la puerta, encendí la luz, me quite la ropa sin ver donde la dejaba, porque lo único que veía eran sus ojos, unos ojos de sorpresa, de admiración y de asombro. Unos ojos que me siguieron mientras recorrí la barandilla con los dos vasos en la mano: unos ojos clavados en mí y que no podía olvidar, porque a pesar de lo tarde que era y del cansancio que tenía en mi cuerpo, no conciliaba el sueño, porque no dejaba de pensar en Ella. Unos ojos alegres que se iluminaron cuando escuchó mi nombre y que desencadenaron sus primeros comentarios, sus estudios, sus trabajos y luego…el torbellino de risas cuando empecé a contarle mis aventuras en el alambre: mi segunda vida.

Tenía que hacer algo. Desde que clavé mis ojos en ella decidí que tenía que hacer algo. Algo que le impresionara. Y le hablé de mi viaje…

            “Me estas tomando el pelo”, me dijo, y yo aproveché el momento, sin pensarlo dos veces, me quité los zapatos, cogí los dos vasos, el de ella y el mío, y con un suave impulso  me subí a la barandilla que separaba la pista de baile del resto de la discoteca. Lentamente, con un vaso en cada mano, haciendo equilibrio, la recorrí de principio a fin. No era un alambre fino como los que había recorrido en otras ocasiones, pero si era un fino cordón metálico que se cimbreaba y por el que difícilmente otra persona hubiese sido capaz de moverse pero que sirvió para que a Ella no le quedase ninguna duda de que era cierto lo que le estaba contando.

            Vi su cara de asombro confundida entre las exclamaciones y la expectación de la gente, y al final…, ese recibimiento maravilloso, los dos primeros besos, cada uno en una mejilla. Siento todavía el calor en mi cara al recordarlo. Cientos de besos me dieron antes, pero ahora tengo la sensación de que esos fueron los primeros.

 

Notaba todavía el contacto de sus dedos, los dedos que se entrecruzaron con los míos nada más salir a la calle, que me apretaron con fuerza cuando me subí por segunda vez a otra barandilla, para caminar por encima del suelo, para estar unos metros más alto que los demás, para soñar. Y mientras soñaba, ella continuaba agarrada de mi mano observándome y el sueño se hacía maravilloso, yo la apretaba con más fuerza y a pesar de ser la primera vez que caminábamos agarrados de la mano me parecía como si ya hubiese recorrido con ella todos los rincones del mundo que se escondían en mi mente.

Caminamos a altas horas de la noche entre gente que se retiraba y mangueras que comenzaban a regar la calle, pero yo sólo sentía el contacto de su mano y el calor que me trasmitía. Volví a sentir otra vez el roce de su cuerpo cuando la invité a que fuese ella quien intentara caminar por la barandilla, a que fuese ella la que se subiera y anduviese por los hilos finos que separan el suelo del sueño; y cuando ella, tras el primer intento, cayó en mis brazos rendida; y yo, la devolví los dos besos que ella me había dado en la discoteca y me ofrecí para acompañarla a su casa.

 

 

Desde el principio, cuando cruzamos por primera vez nuestras miradas, descubrí unas sensaciones nuevas y supe que esa noche estaba destinada a ser nuestra. Casi todos se conocían, nosotros no, por eso nos miramos y yo aguanté su mirada, fue mi primer desafío, un desafío excitante, misterioso, tentador…,con el sostenimiento de mi mirada yo le decía que me gustaba, que contemplarla me apetecía, que no tenía deseos de apartar mi vista de esa imagen tan preciosa que tenía delante. Ella la aguantó también y yo entendí que respondía a mi desafío, que yo también le gustaba, que le apetecía contemplarme, que ella tampoco podía apartar su vista porque yo le resultaba agradable.

¿Qué nos dijimos en tan breves momentos? ¿Qué se dice con la mirada en ese primer momento? ¿Qué se quiere decir cuando no se quiere apartar la mirada? ¿Tiene letras la mirada? ¿Se dicen palabras con los ojos sin ser pronunciadas? ¿Qué se esconde detrás de unos instantes interminables? ¿Qué sensaciones quedan después de encontrar unos ojos tan expresivos, tan dulces, tan alegres… unos ojos que te perturban y te atraen misteriosamente?

Fueron momentos breves porque pronto hubo un pretexto. Un amigo común dijo mi nombre, después dijo el suyo: nos presentó. Nos presentó cuando ya nosotros nos habíamos presentado, cuando nos habíamos regalado nuestras primeras sonrisas y cuando ya habíamos comenzado nuestra historia sin darnos cuenta de que la habíamos empezado.

Un pretexto para juntarnos cuando ya estábamos juntos, para aislarnos. Comencé a hacerle preguntas mientras la observaba minuciosamente. Ella me contestaba y me preguntaba y así comenzamos a hilar nuestras conversaciones al tiempo que nos desentendimos de las de los demás y buscamos una burbuja donde escondernos.

Comencé a mover mis brazos y ella comenzó a mover los suyos, hice un gesto para adentrarnos en la pista de baile y me siguió. Mientras los demás continuaban con los saludos nosotros nos perdimos en el interior de la pista.

Nos aislamos con nuestros bailes, yo marcaba un ritmo y ella me seguía, se acoplaba a mis movimientos, la sonreía y me sonreía. Con nuestros gestos comenzamos a manifestar sensaciones y a transmitirnos pensamientos.

Así nos introdujimos en el lenguaje del baile, en la interpretación de la música, y a través de ella, en la manifestación de nuestra personalidad. Pasamos la noche embriagados por la novedad de habernos descubierto y no fuimos conscientes del paso del tiempo. ¿Cuántas cosas nos dijimos a través del movimiento de nuestros cuerpos? ¿Qué interpretación tienen los bailes cuando se pone tanta ilusión en atraer hacia nosotros a quien nos acompaña?

Pasamos de la borrachera de los movimientos a la borrachera de las palabras sin darnos cuenta, los ritmos y las palabras susurradas al oído nos acompañaron durante toda la noche sin ser conscientes de su significado ni del paso del tiempo. 

Cuántas palabras se pierden por el camino en esta historia, cuántas frases se nos escapan y cuántas letras se esconden por caminos que no conseguimos recordar. Sólo nos quedaron las justas, las que nos dijimos nosotros, porque pronto sólo hubo nosotros: nosotros bailábamos, nosotros hablábamos, nosotros nos preguntábamos, nosotros nos contestamos, nosotros decíamos lo que éramos, lo que hacíamos, lo que queríamos, lo que pensábamos, nosotros comenzamos a construir un mundo.

Cuando quise darme cuenta estaba recordando. Estaba camino de mi casa y me pareció imposible que el tiempo hubiese pasado tan deprisa. No fui consciente de lo que había pasado hasta que me puse a recordarlo. Recordé las frases que nos habíamos dicho, lo que nos habíamos contado, recordé lo que hacía, recordé lo que me dijo que sentía, lo que opinaba, recordé sus pensamientos y sus argumentaciones, recordé todo lo que pasó a ser nuestro.

Recordé los sonidos de su nombre. Dos sílabas bastaban para pronunciarlo, dos sílabas abiertas, dos sílabas suaves, en la primera un diptongo, labios que se abren y se cierran en un sólo momento buscando la ternura de un beso, la “a” repetida en cada sílaba, abriendo las puertas al amor y a la vida. Sólo dos vocales y sólo dos consonantes, las dos vocales y las dos consonantes que comenzaron a ser mis letras más queridas y el nombre  más pronunciado. Porque encontré en ellas una belleza especial, una sonoridad nueva, una armonía que sintonizaba con el rubor que me producía recordar su rostro, imaginar su cuerpo, explorar su mente... y pensar solamente en Ella.

Tenía el calor de la cama y el sabor de sus besos cuando me dormí esa noche. Confundido, aturdido, pasé de la dulzura del recuerdo, a la dulzura de los sueños.

 

Cuántas casualidades se esconden entre las cuatro letras del “amor”. Letras  protagonistas de historias interminables. Historias viejas. Historias nuevas. Historias de todos los tiempos.

¿Qué luz apareció ante mis ojos apagados?

¿Qué llave apretó Ella para encenderlos?

 Qué circunstancias me obligaron a cambiar de opinión para salir esa noche. Qué palabras fueron las que me convencieron, cuál fue el amigo que las dijo y a qué hora. Qué tono encontré en su voz para hacerme cambiar de opinión. A quién debo estar agradecido. Porque yo no tenía pensado salir esa noche, seguía todavía con el humor torcido y esa noche me tocaba el abatimiento, el abandono en mi habitación con el ordenador y los cascos para escuchar música.

Pero afortunadamente tengo amigos. Amigos que han notado mi dolor y lo han tratado con respeto. Amigos que no me han abandonado a pesar de que les he dado la espalda. No me abandonaron porque sabían que estaba pasando un mal trago, por eso no tuvieron en cuenta mis desplantes, ni mis desaires, ni mis malas contestaciones, ni mis silencios. Me dejaron marcharme en solitario cuando rompí los planes comunes para pasar las vacaciones aquel verano. Planes que habíamos elaborado conjuntamente, que teníamos diseñados hasta el último detalle… Pero yo me abrí. Les dije solamente que conmigo no contasen, que quería estar solo.

Intentaron convencerme, me dijeron que querían estar conmigo en estos momentos pero desistieron ante la rotundidad de mi negativa. Cuando volví no me lo tuvieron en cuenta, volvieron a acercarse, insistieron en invitarme a salir y aguantaron pacientemente esperando que pasase el vendaval y las aguas volviesen a su cauce.

Tengo muchos amigos, pero tengo uno especial, uno con el que comparto todos mis secretos. Cuando le conocí todos le llamaban El Pecas, pero después de aquel encuentro, de aquella aparición en el momento que más lo necesitaba, pasó a formar parte de mi intimidad, se convirtió en el amigo confidente, inseparable, con quien se comparten las ideas y a quien se revelan todos los sentimientos. Pasó a ser para siempre mi Amigo.

Con él viví una experiencia amarga y dolorosa.  Apareció en un momento crítico de mi vida, cuando estaba acosado, cuando me tenían acorralado y no tenía posibilidad de huida.

“¡No estáis solos, si no le soltáis grito!”

Escuché sus palabras salvadoras cuando un sudor frío me recorría todo el cuerpo, cuando ya había empezado a temblar y unas gotas de orina habían mojado mis pantalones. Porque mis agresores ya me habían dicho la frase más hiriente, la más humillante, las más aterradora: “Nos la chupas o te ahogamos”

Estaba en los servicios, me habían encerrado en uno, me habían tapado la boca y sudaba. Sudaba porque no había podido huir, porque no me dieron tiempo, porque se abalanzaron contra mí sin que me diese cuenta, porque yo bajaba como había bajado muchas veces, tranquilamente al servicio durante una clase. Los servicios  estaban vacíos, no vi a nadie. Entré y sin darme cuenta tenía a dos mayores a mi espalda, no me dejaron ver sus caras, uno me agarró por los brazos, otro me tapó la boca, y entre ambos me metieron en el cuarto. Por eso no pude chillar, por eso no pude huir, por eso estaba atrapado, estaba totalmente indefenso, presa del abuso, presa del acoso.

Oí su frase salvadora y no la olvidé nunca, porque me salvó la vida, porque evitó que sufriera la mayor agresión que un niño puede sufrir: el abuso sexual despiadado.

Sólo tenía doce años, estaba en primero de la ESO. Mis agresores tenían dieciséis y estaban repitiendo  tercero de la ESO.

 Las voces de mi Amigo torcieron el rumbo de los acontecimientos. Yo respiré, los otros se pusieron nerviosos. Oían que un chico gritaba desde la puerta, pero no le veían, no sabían quien era.

“Soltadle a él y quedaros vosotros dos dentro”, “Si salís vosotros chillo”, “No me vais a ver, no vais a saber quien soy”, “¡SOLTADLE!”.

El grito les sobrecogió. El que me tenía sujeto por los brazos me soltó. El que me tenía tapada la boca aflojó su presión. Y yo salí disparado como un cohete, salí corriendo, resbalé, me caí, pero no llegué a tocar el suelo, porque nada más apoyar mis manos me reincorporé, y seguí corriendo, crucé el pasillo de los servicios, torcí la puerta donde estaba mi salvador que seguía gritando, “NO SALGÁIS TODAVIA”,  sólo le vi los ojos porque nos perdimos los dos en un instante camino de nuestras respectivas clases.

Sólo le vi los ojos pero fue suficiente, nos reconocimos mutuamente en un momento, me quedé con su mirada tan gravada, que esa misma mañana, al salir, le busqué. Le busqué con el corazón palpitando, con un sudor en la frente, porque las últimas clases fueron un tormento, me las pasé recordando, sin poderme concentrar, ni atendía, ni increpaba, estaba sumido en la inconsciencia, repasando una y otra vez las escenas brutales que me había tocado vivir, las escenas que nunca me había imaginado, porque nunca había pensado que la violencia que decían se daba en las clases me pudiera tocar a mí tan de cerca.

Le busqué pero no le encontré, entre tantos compañeros no divisé su cara, por eso me sorprendí cuando una mano se posó en mi hombro, “No te preocupes, no pasa nada”. Reconocí su voz, reconocí sus ojos, reconocí al compañero que había visto alguna vez, pero con el que nunca había hablado, le conocía de vista, de cruzarme con él por el patio, pero no había compartido las clases porque estábamos en cursos distintos.

“Gracias, me has salvado. Si no es por ti esos cabrones me matan”.

“No lo des vueltas, no hubiesen llegado a tanto. Sólo te hubiesen hecho pasar un mal rato”.

“Están locos”.

“Yo les conozco. Les gusta machacar a los más pequeños”.

“Son unos hijos de puta”.

“Son drogatas. Acabarán mal”.

Seguimos un mismo camino durante algún tiempo. Mis ojos se movían bruscamente en todas las direcciones temiendo encontrar a mis agresores. No les vi, pero el miedo aún se reflejaba en mi rostro.

“No tengas miedo. Ahora están en el bar”.

“¿Por qué lo sabes?

“No les gustan las salidas. Hay aglomeración. Ellos buscan la soledad, buscan a los chicos solos. Ahora estarán trapicheando con la droga”.

Continuamos hablando durante un corto trayecto, justo hasta que mi camino dejó de coincidir con el suyo. Nos despedimos con complicidad, sabiendo que algo nos había unido para siempre.

“Mañana en el recreo hablamos”, –me dijo.

“Vale”, –le contesté

Seguimos hablando al día siguiente y los días que siguieron al siguiente, diseñamos una estrategia para hacer frente al miedo, para derrotar al temor, para enfrentarnos al Cobra. No optamos por la huida, le seguimos, investigamos su vida, le sacamos fotos comprometedoras y un día en un recreo, con toda su jerga por testigo, le citamos, le llamamos por su nombre y le plantamos cara. Cruzamos nuestros ojos con los suyos delante de todos, mi Amigo sabía que rodeado de gente no se atrevía a hacernos nada, y por eso le llamó, le retó, le entregó un sobre y le dijo: “Sólo queremos que nos dejes en paz, de lo contrario mira lo que hay en este sobre…”.

 

Ahora lo recuerdo, pero mis recuerdos se evaporan, ahora veo de forma distinta aquel regreso al colegio en septiembre del curso siguiente. Yo para hacer segundo de ESO, mi Amigo para hacer tercero, unos recuerdos que había mantenido claros en mi mente formando parte de una realidad cercana, pero que ahora se disipaban.

Recuerdo vagamente ese primer día del curso donde lo primero que hicimos fue buscarnos. Primero nos buscamos nosotros y después buscamos al Cobra. Recuerdo cada vez con menos nitidez los momentos de nuestras investigaciones, las pesquisas que realizamos. Primero fue un recorrido visual por todos los rincones del colegio, un repaso a todos los alumnos de tercero y de cuarto, unos momentos de incertidumbre y de miedo. Pero el Cobra no estaba, no se le veía por ninguna parte y sin embargo yo sospechaba que aparecería en el momento más inesperado, cuando estuviese más solo, por eso buscaba a mi amigo, le buscaba todos los días para iniciar juntos la investigación. Nos acercamos a grupos de chicos conocidos del Cobra y nos atrevimos a preguntar al más tímido, al que consideramos el más inocente, al que creímos que era el más inofensivo.

“¿No ha venido el Cobra?”

“El Cobra está muerto, ¿no os habéis enterado?”

El cobra muerto: un respiro.

 

Mi Amigo me llamó esa noche y ahora lo recuerdo con un cariño especial, una noche que tenía destinada a mi amargura, pero que la pregunta que me hizo y el tono en que la realizó me obligó cambiar instintivamente de planes, porque a su pregunta “¿Te vienes a la disco esta noche? Tenemos a unas tías de empresariales esperándonos” respondí con un “de acuerdo” espontáneo, sin pensármelo. Cambié de planes sin darme cuenta, cambié de humor sin enterarme.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

Recuerdo que cuando escuché su nombre me supo a miel, me llegó como si fuera una palabra nueva a pesar de  ser un nombre corriente, un nombre habitual. Pero no lo había visto nunca en esa cara, no lo había visto nunca asociado a esa mirada, a ese cabello brillante, a esas manos tan suaves, a esa barba incipiente, a esa sonrisa tan serena, a esa...personalidad tan única. Por eso me pareció un nombre nuevo, como si no lo hubiese oído nunca, porque tenía la novedad de ser la primera vez que esa sencilla palabra estaba ligada a una personalidad que desde el primer momento me atrajo enormemente.

“Acabo de terminar Ciencias Medioambientales y tengo un contrato de esos que llaman basura” recuerdo que me dijo cuando le pregunté lo que hacía. Fue la primera frase completa que escuché de sus labios y ahora la recuerdo en la soledad de mi cama, escondida entre las sábanas, con la misma nitidez que el comentario siguiente: “Un contrato basura, no por la duración del mismo, sino por la desconsideración hacia la persona, porque no se hace pensando en las personas como seres sensibles, sino como objetos para ser aprovechados”.

Fue el comentario que nos introdujo en el debate de la dignidad humana y lo miserables en que se estaban convirtiendo las relaciones laborales.

“Llevo quince días trabajando. El trabajo es repugnante e ilusionante a la vez”, continué recordando al mismo tiempo que una inmensa placidez se iba adueñando de mi cuerpo, “Tenemos que recuperar un parque, limpiarlo de plásticos, de latas, cartones, basuras… si piensas en los cerdos que lo han ensuciado es repugnante, gente que pasa por el monte destruyendo la naturaleza sin importarles nada; pero si piensas en los esfuerzos por recuperarlo te ilusionas, y entramos en las contradicciones humanas pensamos unas cosas y realizamos las contrarias”.

El encadenamiento del recuerdo de las frases que le escuché esa noche me acunaba. Me dormí sin saber cuando me dormía, sin darme cuenta de cual de ellas fue la última que recordé. Confundí el sueño con el recuerdo, y ya no supe si dormía, si recordaba, o si soñaba…

 “No me extraña… porque antes he sido equilibrista, titiritero... Equilibrista, titiritero, mago...”

 

 

Me desperté como me había dormido: pensando en Él. Y enseguida me di cuenta de donde tenía clavada la espina, lo recuerdo ahora perfectamente, como recuerdo el giro que dio nuestra conversación cuando lo noté. “Atrevimiento y olvido”, eran las dos razones que le habían llevado a recorrer Europa como equilibrista, a pasear por parques haciendo equilibrios al tiempo que se alejaba de sus preocupaciones. “Olvido de qué ”, le pregunté, “Quería olvidar todo”, me contestó, y su rostro cambió de repente, se reflejó inmediatamente el dolor y dejó de ser el chico despreocupado y alegre de momentos antes. Me precipité en la siguiente pregunta “¿Alguna novia?” y casi antes de que me diera la respuesta, “Sí, pero de mi padre”, estaba ya pensando en abandonar el camino emprendido, estaba ya arrepentida de haber seguido el interrogatorio, de haberme tomado a broma lo que en su cara se reflejaba como un drama.

Sin darme cuenta quise retirar mi pregunta, iniciar otro camino, suavizar la siguiente pidiendo disculpas, “Perdona, pero me lo puedes contar, si no te molesta, claro”, pero notaba que le molestaba, “Es una historia tonta, se separaron mis padres hace cinco meses y yo no lo asimilé”, no quise indagar más, me retiré un poco y comencé a exagerar mis movimientos de baile. Él me lo debió de notar porque respiro más tranquilo.

Entonces busqué otro sendero por donde caminar juntos pacíficamente, porque me di cuenta que había tocado su herida y no quise profundizar en ella y me quedé con la curiosidad de lo que había descubierto. Supe que un problema familiar le atormentaba y a pesar de que esa duda comenzó  a atormentarme también a mí  seguí preguntando por cómo fue su gira, por cuántos le acompañaron y quienes fueron, por qué aportaron los demás y por cuantos países habían recorrido.

Seguí recordando sus respuestas, hablándome de países, de calles, de plazas, de parques, de gentes… y terminó con esa pregunta que guardé en mi mente y que comencé a desear contestar algún día afirmativamente: “El próximo verano, te vienes conmigo. ¿Vale?”

 

Qué casualidad nos llevó a juntarnos esa noche. Qué tuvo que ocurrir para que yo cambiase de grupo de amigas, por qué llegó esa llamada en el momento justo, qué tuvo que suceder para que una amiga a la que hacia varios años que no veía me llamase aquel día.

No pensaba salir ese fin de semana, estaba aburrida de soportar los desaires y los desplantes de mis amigas. No es que me hubiesen aislado, no me dejaban de lado, me seguían llamando, seguíamos saliendo aunque más esporádicamente; seguíamos hablando, hacíamos siempre algún hueco para estar juntas, pero todo era tan distinto, o al menos, a mí me parecía totalmente distinto.

A medida que fueron entablando relaciones estables con chicos, me iban dejando a un lado, ya no me comentaban sus cosas como antes, cuando éramos siempre nosotras las protagonistas de las frases y de los hechos; ahora me contaban las frases que pronunciaban sus novios, los chistes que salían de sus bocas, sus comportamientos, las descripciones de sus caras y de su forma de ser. Yo dejé de ser protagonista, me convertí en espectadora y sufrí sus desdenes. Cuando me hablaban, eran los nombres de los chicos con quienes salían lo que afloraban en sus bocas, y sus caras se iluminaban cuando pronunciaban sus nombres o cuando comentaban los momentos que habían compartido.

Yo sufría en silencio, porque mis amigas, que lo habían sido todo en mi vida, se me escapaban. Los momentos que habíamos compartido se escondían en el pasado y eran sustituidos por otros nuevos en los que yo no contaba. Los tiempos en los que compartíamos todo, cuando buscábamos pretextos ante nuestras familias para dormir juntas, para pasarnos las noches en vela escuchando música y chismorreando; los recuerdo ahora con añoranza. 

Por eso, ese viernes no tenía pensado salir, era mi callada protesta, mi rebeldía, la forma de hacer visible mi enfado. Un enfado que no tenía nombre, un enfado que no tenía justificación, que no podía explicar con palabras, que no podía debatir abiertamente con ellas, porque no tenía argumentos, porque a mis suspicacias siempre me responderían con argumentos tajantes que me machacarían. Me demostrarían que seguían contando conmigo, que me seguían queriendo, que todo eran suposiciones mías. Pero yo notaba que algo estaba cambiando y me resistía a aceptarlo, me daba cuenta de que dejaba de ser protagonista y pasaba a planos secundarios. Estaba enfadada conmigo misma, había algo en mi interior que me sumía en el mundo de la amargura y quería machacarlo quedándome ese fin de semana escondida en mi casa.

Pero me llamó esa amiga, que llevaba años sin saber nada de ella. Una de mis amigas más antiguas y que en su momento llegó a ser la más íntima, la más confidente: la primera, como decía yo en aquellos tiempos. En aquellos años en los que un cantante nos volvía locas y un autógrafo suyo nos transformaba, que cantábamos y hacíamos coros sin darnos cuenta, que nos mandábamos mensajes en claves de guiños y gestos secretos. Unos años en los que la foto de nuestro ídolo nos ensimismaba, que un verso de amor nos embriagaba y nos transportaba a su mundo de ensueño. Un mundo compartido del que disfrutábamos todas las tardes al salir de clase, al recorrer juntas el camino hacia nuestra casa, al hacer el comentario sobre el chico al que mirábamos todos los días para intimidarle y que era objeto de burlas y comentarios en las noches mágicas que compartíamos en mi casa.

Una amiga que no veía desde el último año del instituto porque la universidad y el cambio de barrio que realizaron mis padres nos separó. Yo opté por biológicas en la Complutense mientras que ella optó por empresariales en la Carlos III. Yo encontré nuevas amistades entre las que comenzamos a hacer juntas la carrera, y sin darme cuenta me olvide de ella.

Pero…, una llamada…, unas preguntas, un “Por qué no nos vemos”… “Que tienes pensado hacer esta noche”…”Hemos quedado con unos chicos que conocemos desde la facultad”…”Sales con alguien”…preguntas alocadas, emocionadas, con respuestas también alocadas, un tanto precipitadas…”Bueno”…”No sé”…”La verdad es que…”…”No, no pensaba salir”…”A mí también me encantaría verte”…”Sí, hace tanto que no nos vemos”.. “No, no salgo con nadie”…”Bueno si insistes”…

Y un reencuentro…, unos besos…unas presentaciones y… todo cambió. Sin saber cómo ni por qué, todo adquirió una dimensión diferente, y las tornas se invirtieron, las preocupaciones se me olvidaron, los desdenes de mis amigas ahora se los devolvería yo con creces. 

Por qué se tiene que repetir la historia, antes fueron ellas las que me olvidaron... Y ahora soy yo quien las empieza a olvidar, porque en el recuerdo de una sola noche, mis pensamientos habían dado un giro completo y ahora era yo la que me obsesionaba con Él relegándolas a ellas a un segundo plano. Me olvidaba de ellas sin rencor, como algo natural, sin intencionalidad, porque dejaban de tener preferencia en mis recuerdos; y me avergonzaba de haberlas entendido mal, o de no haberlas entendido, porque lo que antes eran suspicacias ahora se convertían en explicaciones, porque lo que no entendía antes, ahora lo veía con claridad.