Los
abuelos no entendían nada. Haber dormido en la cabaña teniendo tantas
habitaciones vacías en la casa, en la casona, una casa de pueblo adaptada con
el sudor y el esfuerzo a la realidad del presente: las cuadras convertidas en
salones, y las hierberas y los pajares convertidos en habitaciones para los
hijos y los nietos.
Toda
una vida haciendo y deshaciendo, tirando tabiques y picando suelos para
construir una casa acogedora, una casa en la que todos tuviesen cabida, en la
que todos tuviesen un sitio donde dormir tranquilos. Y ahora les dicen que han
dormido en la cabaña, en una cabaña fría, sin calefacción, sin apenas luz, y
deshabitada, una cabaña diseñada para guardar trastos, una cabaña sin calor
humano.
“¡Haber
dormido en la cabaña una noche como esta! ¡Con la nevada que ha caído!”
No
entendían nada.
Ella y Él
sonrieron, se miraron pícaramente y se sonrieron. Miraron después a los abuelos
y notaron su desazón.
La abuela
estaba todavía descolocada, la habían pillado en la cocina limpiando unas
doradas y la sorpresa aún se reflejaba en su cara.
Primero fue
un grito cuando oyó unas palabras anunciando su llegada, “¡Hasta la cocinaaa!”
y vio asomar una cabeza que reconoció al instante, “¡Ooooh! ¡Qué sorpresa!”. Se
la escapó la dorada de entre las manos, se las limpió apresuradamente con el
delantal, dio un pequeño salto y se abalanzó sobre Él.
Después dos
besos apretujados, sonoros como el estallido de una traca, que le dejó en la
cara marcándole con su sudor y con su aliento.
Más tarde,
unos segundos de silencio, una mirada curiosa, una sonrisa pícara, una pregunta
incompleta, “¿Esta es…?”, “Sí, es Ella, ya te conté…” y un nuevo abrazo sin
dejarle terminar la frase.
A Ella le dio
un abrazo más tranquilo y unos besos más serenos, acercándose y separándose más
lentamente. Le agarró suavemente los brazos con sus manos y le dedicó una
mirada intensa, penetrante, halagadora, “¡Si que es guapa carajo!”.
“¡Haber
dormido en la cabaña una noche como esta!”, fue la primera exclamación del
abuelo cuando acudió a la cocina ante tanto alboroto y escuchó lo que contaba
su nieto.
Ofreció su
cuerpo y se dejó abrazar y ofreció su cara y se dejó besar. Primero a Él y
después a Ella, pero no puso tanto entusiasmo como la abuela, ni hizo tan
visibles sus sentimientos. No los exteriorizó ni fue zalamero, no hizo alardes
de sorpresa ni tuvo detalles de halago.
Les saludo simplemente, sin dejar que la idea se le escapase de la
cabeza, “¡Con la nevada que ha caído!”
En realidad no tenían pensado comer con los
abuelos. En sus planes estaba previsto comer en Pedraza pero se dieron cuenta a
tiempo de que no hacerlo hubiese significado cometer un error imperdonable.
No les habían
avisado de su visita pero se percataron de que si se enteraban que habían
pasado la noche en la cabaña - y lo hubiesen descubierto al día siguiente
cuando hubiesen visto el muñeco y las pisadas en la nieve - y no habían subido
a comer a casa, se hubiesen llevado un disgusto de muerte. Por eso fueron a
verles y se colaron en su casa cautelosamente al saludo de, “¡Hasta la cocinaaa!”
Nada más
terminar de comer el abuelo se fue al salón. Era su costumbre, se tumbaba en el
sofá todo lo largo que era, se quitaba las zapatillas y un leve ronquido se
escuchaba inmediatamente en la casa. La abuela se encargó de recoger la mesa y
ellos la echaron una mano. Cuando terminaron Ella preguntó por el baño y se
fue. La abuela aprovechó el momento para hablar con su nieto.
“Ven”, le
llevó hasta su dormitorio, buscó en un bolso antiguo, sacó algo y se volvió.
“Toma dale
esto a tu padre”, era una foto antigua, él la cogió y se quedó mirándola. “Es
en una fiesta, vino un retratista y nos hicimos la foto”.
Era una foto
en blanco y negro, que el paso del tiempo la había convertido en amarillenta,
“Tu padre es este”, y le señaló con el dedo, “Tenía siete años, lo recuerdo
porque fue el año que murió mi madre, tu bisabuela. Mira, el abuelo lleva en la
manga la cinta negra que se ponían entonces como muestra del luto”.
Él siguió
observando la foto, las esquinas estaban arrugadas y aunque los años habían
hecho languidecer sus figuras se apreciaba con total nitidez la mirada alegre
de su padre.
“Estamos
todos, los cinco. Tu tío tenía seis años y tu tía dos”. Él esbozó una sonrisa y
ella aprovechó para preguntarle, “¿Qué tal te llevas con él?” Era la pregunta
que la ahogaba el pecho, la que no se atrevía a hacer, sabía que lo de su padre
no lo había aceptado, en eso el nieto se parecía al abuelo, por eso Él calló y la abuela insistió, “Di,
cómo te llevas”, “Apenas nos hablamos”, contestó al fin mientras seguía mirando
la foto, “Un hijo siempre es un hijo, y un padre siempre es un padre, no lo
olvides”, dijo, pero él siguió callado, “No puedes estar eternamente enfadado”,
había una dulzura especial en sus palabras, “El abuelo sí, porque es un cabezón
y tiene ochenta y cinco años, ha dicho que no le quiere ver, y no le verá”,
respiraba profundamente para contener sus lágrimas, “Cualquier día se muere y
no han hecho las paces, es terco como una mula”, le agarró del brazo y le
obligó a levantar la cabeza, “No te puedes imaginar lo que sufro”. Él no tuvo
más remedio que mirarla a los ojos, pero no dijo nada, “Dile que no deje de
llamarme”, ahora ya las lágrimas aparecieron en su rostro, “Al fin y al cabo es
la vida”, y suspiró para sorberlas, “Y un hijo siempre es un hijo”, volvió a
repetir al tiempo que le apretaba el brazo con más fuerza, “Tú tienes
veinticinco años, una vida por delante, no podéis seguir así”, un desgarrador
gemido acompañó su última frase, “Dime que vais a hacer las paces”, no pudo
aguantar más, tuvo que asentir porque también a él le amenazaron las lágrimas,
“Vale, de acuerdo, pero dame tiempo”.
Le abrazó, se
escondió en su pecho, por breves segundos dio rienda suelta a su sufrimiento.
Pero fue sólo un momento, lo justo para sobreponerse, para sorberse otra
vez las lágrimas, tragarse su dolor y
exclamar, “Vamos con el abuelo, no quiero que note nada”.
Se acomodaron
en el salón. El abuelo en su duermevela combinaba los ronquidos con la apertura
perezosa de los ojos. La abuela recordó que tenía la cafetera en un fuego de la
cocina y que ya estaría a punto, se levantó a apagarla, Ella que volvía del
servicio, la acompaño. Aparecieron las dos con los platillos, el azucarero y
las tazas. El abuelo notó enseguida el olor del café, recompuso su figura
sentándose correctamente en el sofá y aparentó que lo del sueño sólo era una
simulación.
Cuando
estuvieron otra vez todos juntos alrededor de la mesita del salón donde estaban
las tazas de café aún humeantes, volvieron a escuchar las mismas frases llenas
de reproches, dulcificadas por el tono cariñoso, y las mismas muestras de satisfacción y de
alegría.
“No se me va de la cabeza, haber dormido en la
cabaña con la habitación que podíais haber ocupado aquí”, repetía la abuela al
tiempo que movía la cabeza de un lado a otro.
“Pero que
alegría que estéis con nosotros, qué ganas tenía de conocerte hija”.
La abuela era
la que hablaba, hablaba sin parar, de la casa, del tiempo, de lo a gusto que
estaban con la calefacción, del tiempo que había pasado desde la última vez que
le vio, de su salud, de los vecinos…
Hablaba de
vaguedades porque el abuelo estaba delante y aunque los párpados se le cerraban
y la cabeza, de vez en cuando, se le echaba hacia un lado, no se atrevía a
hablar de lo que en realidad le preocupaba.
Ellos
escuchaban y sonreían, sólo alguna vez Él le interrumpía para contarle algo de
su trabajo o Ella para contarle algo de sus estudios. En realidad lo que hacían
además de sonreír era observar. Observar a la abuela mientras hablaba y al
abuelo mientras se esforzaba por eludir el sueño. Les miraban atentamente como
si quisieran descubrir sus secretos, descubrir tras sus múltiples arrugas los
misterios que encerraban sus mentes, sus sacrificios y esfuerzos, sus momentos
felices, los días de juventud, los momentos del amor…
La abuela
tenía la cara completamente arrugada, detrás de cada arruga debía esconder sus
recuerdos. El abuelo tenía menos arrugas, pero tenía más verrugas, tenía la
piel más curtida, tenía más escemas, tenía más aburrimiento reflejado en el la
sequedad de sus ojos, y tenía más cansancio. Pasaba las horas sentado y siempre
tenía pereza para hacer cualquier cosa. La abuela era mas viva, tenía la piel
más suave a pesar de las arrugas, y siempre se estaba moviendo, siempre estaba
dispuesta a hacer algo. Había que fijarse mucho para ver detrás de las arrugas
la juventud de la abuela, o la del abuelo escondida detrás de la flacidez de la
cara, pero lo que resultaba casi imposible, aunque uno se fijase mucho, era
imaginarse sus sentimientos.
Por eso tuvieron
que cambiar el rumbo de la conversación para indagar más. Fue Ella quien
comenzó a preguntar a la abuela sobre cómo había pasado su vida. Hizo un halago
al salón donde tomaban el café y aprovechó la explicación de le dio, “El trabajo
que nos costó deshacer los pesebres, porque antes aquí estaba la cuadra,
teníamos nueve vacas metidas en este salón. Parece mentira”, para iniciar un
camino de preguntas más íntimas y a través de sus respuestas descubrir sus
recuerdos y buscar en ellos las huellas del pasado.
Imaginarse a
la abuela en su juventud no era difícil, bastaba con estirarla el cuerpo,
alisarla la piel, revitalizarla el pelo, resucitar la chispa de alegría que
todavía quedaba reflejada en sus ojos y escucharla. Más difícil resultaba
imaginarse al abuelo en su juventud, a él no había que revitalizarle el pelo,
había que adivinar su peluca, porque sus cuatro pelos blancos ya no daban de sí
como para descubrir su cabellera, pero por las conversaciones y por las frases
de la abuela era fácil deducir que el abuelo había sido un buen mozo.
“Si le
hubieseis visto cuando llegó de Segovia. Con su traje nuevo, alto, repeinado,
erguido…”
Alto y
repeinado, como ella decía, un poco presumido y coqueto, presumiendo de andares
y con buena disposición para el cante.
Adivinar como
habían sido físicamente de jóvenes no les resultó difícil, porque además de las
explicaciones de la abuela estaban las pocas fotos que rebuscó con ahínco y que
les enseñó con enorme satisfacción, pero entrar en los sentimientos era más
complicado. Habían pasado muchos años y por mucha conversación que les diesen,
si era difícil averiguar sus pensamientos de ahora, cómo no iba a resultar
difícil adivinar los pensamientos de hace sesenta y tantos años.
Sin embargo Ella insistió en su interrogatorio, lo hizo
disimuladamente, aprovechando cualquier frase para indagar en su pasado.
“Pero que guapa eres,
carajo”, volvió a repetir la abuela, “Tú si que eres guapa”, le replicó Ella, “¡Ay
hija como ves yo ya estoy muy arrugada!”, “Las arrugas son bellas porque detrás
de ellas está una historia, la vuestra debe de ser muy bonita”
“¡Ay, hija!,
si yo te contara. Si yo te contara…”
“Cuente,
cuente…”