La manifestación.
El sol lucía
en las calles de Madrid,
la gente se
echó a la calle.
Como en otras
ciudades la gente gritó:
¡NO A
“Golpe
a golpe”
“verso a
verso”
Entre
lágrimas y apretones de manos se abre un camino a la esperanza.
La madre de Él en la manifestación
No. No me
podía negar. Tenía un hechizo especial sobre mí y ambos lo sabíamos. Desde
aquel día cuando entró en mi clase de
“cien médicos
de tu hospital”.
Me lo dijo
así, como quien no quiere la cosa.
“Necesitamos mil
médicos. Uno por cada quinientas personas aproximadamente. Esperamos medio
millón”.
“¡Medio
millón!”, exclamé asombrada.
Medio millón
era una barbaridad. Sólo se habían juntado en Madrid una vez, lo recuerdo bien,
estábamos todavía juntos, es más, fuimos juntos los tres.
Al niño le
llevamos agarrado cada uno de una mano. Tenía sólo tres años, el escaléxtric de
Atocha todavía no lo habían derribado. Lo recuerdo lleno de personas. Unos iban
por arriba y otros íbamos por debajo. Lo recuerdo bien porque fue desde donde
la iniciamos nosotros. Salimos del metro y vimos el escaléxtric lleno de gente
y con pancartas colgadas de sus barandillas. En todas se repetía la misma
frase:
DEMOCRACIA
SI, DICTADURA NO.
“Medio millón
como la del veintitrés F, y a ti te tocan cien”
Me adivinó el
pensamiento. Era otra de las cosas que me sucedían cuando estaba con él. Cuando
pensaba en alguna de las fechas que habían marcado nuestra vida, me quedaba
unos segundos pensativa, como ida, y él siempre me lo adivinaba.
“¿Cien? No
sé”.
“Como te he
dicho, queremos que haya un médico por cada quinientos manifestantes, más o
menos, el dispositivo está preparado para que cada cincuenta metros de calle
haya tres médicos, dos en los laterales y uno en el centro…”
“Pero la
Comunidad… ¿pondrá un servicio de
seguridad, nooo?”.
“¡La
Comunidad…!”, se echó a reír antes de continuar.
“Sí, de risa,
los servicios de seguridad de la Comunidad son de risa. Se han negado a
conceder lo que les hemos pedido en transporte, orden público y sanidad”.
“Pero si lo
ponen en todas las manifestaciones”.
“Nos han
ofrecido lo mínimo. Se han limitado a ofrecer los servicios mínimos en
trasporte, los que se fijan en casos de huelga. De reforzar cercanías, ni
hablar; y de urgencia, los habituales para concentraciones de diez mil
personas. No nos podemos fiar de
“¿Y una UVI? Tú
estás loco”.
“No quería
asustarte, pero…, a qué lo comprendes”
“Nunca vas a
cambiar. Eres terrible”.
“Y tu
colaboración es imprescindible”.
“Abusas
porque sabes que no puedo negarme”.
“Y tú
también. Siempre sabes que te voy a buscar. Y abusas de ello, nunca das el paso
hasta que te lo pido, estás siempre deseando participar pero aguantas hasta última
hora y siempre me obligas a pedírtelo”.
“Al menos así sé que en algo cuentas conmigo”.
“Cuento en
mucho, y tú lo sabes. No podemos renunciar a lo que llevamos dentro”.
“Cien son
muchos”.
“¿Muchos?
Anda, si en el hospital sois más de cinco mil”.
“Pero no somos todos médicos”.
“Auxiliares
también valen”.
“No sé. Lo
intentaré”.
No pedí voluntarios, sabía que
levantar la mano costaba demasiado, la gente es muy tímida en estos casos. Lo
que hice fue poner mi nombre y mi teléfono móvil en un folio que encabecé con
la siguiente frase:
ASISTENCIA
MÉDICA EN LA MANIFESTACIÓN
Se lo pasé
primero a mis amigos más comprometidos y todos firmaron. Después ya no se negó
nadie. El folio pasó de mano en mano hasta que se llenó y hubo que comenzar
otro y otro y otro...
La asamblea fue
muy numerosa, cuando yo expliqué el diseño del servicio de urgencias y la zona
que la organización de la manifestación nos había asignado, y que los folios
que circulaban eran para comprometerse en prestar ayuda en caso de necesidad,
todos los presentes firmaron.
Al final no
fueron cien, fueron más de doscientas las personas que se apuntaron. Todas las
que tenían pensado acudir a la manifestación se apuntaron. Una larga lista de
nombres escritos en folios que se recogieron en las asambleas, en las juntas de
personal, en las secciones sindicales, en los comités de empresa.
Nombres que
estuvieron expuestos en los tablones sindicales junto a listas de enfermos que
no podían asistir, pero que con sus firmas mostraban su solidaridad. Nombres al
lado de pancartas llamando a la manifestación con un único mensaje:
NO A LA
GUERRA
Llegué con mi
equipo a la zona de Colón hora y media antes del comienzo de la manifestación.
Organicé la UVI móvil que estaba bajo mi responsabilidad en el lateral que hacía
esquina entre la plaza y la Castellana, comprobé el funcionamiento de los
equipos de comunicación y contacté con alguno de los médicos que estaban
repartidos entre la plaza de Cibeles, la castellana y la plaza de Colón. En la
UVI móvil nos quedamos cuatro personas.
A través del
walkie-talkie me llegaban las noticias internas de mis compañeros. Faltaba aún
una hora para el comienzo de la manifestación cuando la circulación se cortó y
sólo se permitió el paso a los autobuses que venían repletos.
La gente
comenzó a llegar, primero fue un goteo de personas que se fueron adueñando poco
a poco el paseo. Después observé como el paseo se llenaba. Salían personas de
todas las calles: de Goya, de Génova, de Jorge Juan. La salida de las bocas de metro era un continuo
flujo de personas. Los autobuses, cada vez encontraban mayores dificultades
para llegar a sus paradas, abrían sus puertas en medio del paseo para que la
gente se bajara y daban la vuelta buscando alejarse de la zona de
manifestación.
Una inmensa
avalancha de personas se adueñó de
Nos pusimos
cada uno en una esquina de la UVI y encendimos el piloto de alarma que comenzó
a dar vueltas para que la gente respetase nuestro espacio. Y ya sólo vi
cabezas, personas que no podían avanzar más
y que se quedaban paradas.
Mi primera
paciente fue una mujer muy mayor que llegó con una pareja de mediana edad y una
chica jovencita enchufada a unos auriculares.
Había sufrido
un desmayo y uno de los médicos del dispositivo que habíamos montado acudió en
su ayuda cuanto oyó los primeros gritos de auxilio y las primeras voces preguntando
si había algún médico en la manifestación.
La abuela
llegó a la UVI móvil por su propio píe, la acompañaban sus familiares y el
médico que la había atendido. Venía obligada, pues ella lo primero que dijo fue
que no era necesario hacerla nada, que ya se encontraba bien.
“Tú obedece a los médicos”, replicó el hombre
que la acompañaba.
“Sí, pero
para qué tantos empujones a la gente si ya estoy bien”,
“No
empujábamos, sólo nos hacíamos sitio”.
“A ver
tranquilícese, que para eso estamos nosotros”, intervine yo.
“Que sí, que
estoy tranquila, que ya estoy bien, no necesito nada”.
“Bueno,
entonces quédese aquí para tranquilizar a su familia, me imagino que usted será
su hijo”, dije dirigiéndome al hombre que la acompañaba.
“Sí, - me
contestó- y para que todos nos quedemos tranquilos, tú –dijo dirigiéndose ahora
a su madre-, vas a hacer lo que te digan, ¿vale?”.
“Que voy a
hacer, si os empeñáis…”
La tumbamos
en una camilla, la gente que pasaba se quedaba mirando, al poco tiempo la tomé
la tensión y la hice un electro.
“¡Ay! hija,
no se lo que me ha pasado, pero que suerte que hayáis estado aquí”.
“No ha sido
nada, sólo un ligero desmayo, los resultados son normales. ¿Cuántos años
tiene?”
“Voy a hacer
noventa, no me querían dejar venir. Pero yo les he dicho que aunque sea lo
último que haga, me voy a oponer a esta guerra. Y que si no me traían, venía
sola. Ya hemos tenido bastante. Los
jóvenes no sabéis lo que es eso”.
“Tiene razón,
no lo hemos vivido, pero a todos alguien nos lo ha contado”.
“Yo la viví
aquí…”
“Mamá déjalo
ya, estás atosigando a la doctora”.
“No se
preocupe, escuchar también es mi trabajo”.
“¿Qué dice la
radio?” Preguntó a la chica jovencita que estaba enchufada a través de los
auriculares.
Escucha
abuela. Desconectó los auriculares y por primera vez escuché:
“La cabecera
de la manifestación no se puede mover, a esta hora estaba previsto iniciar la
marcha, pero es imposible, está todo lleno.
“Roma llena,
Londres llena, Barcelona llena, Madrid llena…todas las ciudades del mundo se
llenaron de personas que se manifiestaron por
Los padres de Ella en la manifestación
NO A LA
GUERRA
MANIFESTACIÓN
DE NEPTUNO A SOL
6 TARDE
TODO EL
BARRIO EN LA PUERTA DE ALCALÁ ESQUINA RETIRO
Cerré la
puerta y miré otra vez el cartel. Ocupaba casi la mitad del escaparate. Lo
habían puesto unas horas antes dos personas que me dijeron ser de la asociación
de vecinos del barrio y que me pidieron permiso para pegarlo. Por su puesto que
no se lo negué, es más, les dije que podían pegar en toda la fachada de la
librería cuantos quisieran.
En el
recorrido hasta mi casa observé como estaba el barrio. Habían llenado todas las
tiendas, las zonas comerciales, las estaciones de metro, las paradas de
autobuses, las vallas publicitarias, las paredes del colegio, todo el barrio
estaba lleno de carteles llamando a la manifestación. Todo el barrio era una
voz clamando contra la guerra.
En las
ventanas de las casas había numerosas pancartas pidiendo la paz y condenando la
guerra. El barrio era un escaparate de lo que se vivía en España, y España era
un escaparate de lo que se vivía en el mundo.
Comimos
temprano ese sábado. Había dejado preparada la comida y cuando llegué de la
librería estaban todos esperando. El papa,
como le llaman siempre los niños, había hecho el reparto de los pedidos y había
llegado pronto. Cuando llegué ya tenia la mesa puesta. También estaban los tortolitos, como les llamaba el peque. El tortolito vino a comer porque según nos explicó, su madre estaba
organizando un dispositivo de emergencia. Nos dio todos los detalles, nos dijo
donde iba a instalar
Los abuelos
vinieron también a comer. Vinieron porque se querían sumar a la manifestación,
yo les dije que eran ya muy mayores y que lo mejor que podían hacer era
quedarse en casa, mi madre me respondió que nainas,
que si no quería que fuesen solos, se venían a comer con nosotros y luego
íbamos a la manifestación todos juntos, pero que ellos no se la perdían de ninguna
de las maneras.
En realidad estaban
angustiados, la situación actual les recordaba los momentos de la guerra y del
hambre vividos en Madrid. Mamá no dejaba de decir, “Vosotros no sabéis lo que
es eso”.
Yo trataba de
hablar de otras cosas pero era imposible. Ella pronunciaba frases aisladas:
“Quince años, quince años tenía cuando llevaba el café a
tu padre al frente de la Casa de Campo”.
“Ya nos lo has contado muchas veces, mamá”.
“Vosotros no habéis visto caer las bombas a vuestro
lado”.
“Mamá, déjalo, vamos a comer”.
“Mendrugos de pan entre las tetas llevaba a tu padre a la
cárcel”.
Mi madre estaba realmente aterrorizada, sus frases eran
retazos de la historia que nos había contado últimamente. Se pasó casi toda su
vida callada, y ahora, como si la lucidez la hubiese llegado de repente, como
si quisiera expulsar de su mente todos los recuerdos, nos bombardeaba en todas
las reuniones con la misma historia. Una historia que nos sabíamos todos de
memoria y que cuando se empeñaba en repetirla yo me avergonzaba de tener que utilizar
siempre las mismas frases para cambiar el sentido de la conversación.
Porque mi madre sí defendió con ahínco su derecho a la
igualdad, consiguió formar una familia con el hombre al que amaba, supo guardar
sus secretos, ser recelosa por temor, simuló una vida decorosa, cumplió los
preceptos para pasar desapercibida, se acomodó a las costumbres y no pudo
saborear los frutos de la libertad hasta que en su mente comenzó a confundirse
el pasado con el presente y a no distinguir muy bien lo que se debe decir y lo
que no. Mi madre estaba empezando el camino angustioso de abandonar esta vida
sin haberlo dejado todo explicado.
Sí conocía bien su historia. ¡Tenía quince años cuando
llevaba el café a las trincheras de
Sólo tenía quince años y el miliciano a quien llevaba el
café no era su novio. No era su novio todavía, porque no habían tenido tiempo
de desarrollar sus sentimientos. Sólo tenían los sentimientos comunes: la
solidaridad entre los conocidos del barrio y el odio al fascismo. Y ella le
llevaba el café para seguir unidos en el mundo de los juegos, para mantener viva
la esperanza, para seguir viéndole esos ojos claros que se burlaban de ella por
ser pequeña y pretender jugar con los mayores, para oírle hablar aunque fueran
palabras groseras, para enlazar los días, para saber que continuaba con vida.
Atravesaba las calles de Carabanchel, cruzaba el paseo de
Extremadura, se escondía en los refugios, sorteaba el fuego de la aviación
enemiga y se adentraba en la Casa de Campo, sólo por verle.
Siempre nos lo contaba así, “Sólo por verle, hija,
siempre me impresionó su fortaleza y su convicción, la seguridad con que me
hablaba, la firmeza en sus decisiones y esa disposición de proteger siempre a los más débiles, de ayudar a todos.
Desde muy pequeña le seguí sus pasos como un corderillo, y en la guerra le tuve
siempre localizado, supe desde donde disparaba sus tiros. Viéndole me sentía
segura, protegida, perdía el miedo y no me importaba arriesgar mi vida sólo por
verle”.
A los quince años le llevaba café a las trincheras y a
los dieciocho le llevaba mendrugos de pan a la cárcel. Mendrugos de pan
escondidos en las partes más intimas de su cuerpo, o simplemente trozos de miga
que escondía entre sus pechos y el corpiño que la había hecho su madre a modo
de sujetador.
“Mendrugos duros cuando la comida escaseaba en casa, y yo
me privaba de comerlos para llevárselos. Para apagar su hambre. Para ver el
brillo de sus ojos cuando los recibía. Miga de pan reciente cuando en casa
habíamos conseguido comprar clandestinamente unos kilos de harina, encender el
horno y hacer un pan crujiente”.
Trozos de pan que conseguía introducir en la cárcel y que
cuando se lo hacia llegar, notaba como él, se lo metía en la boca con miedo a
tragárselo.
“Migas de pan
entre el calor de mis pechos. Migas que él saboreaba en su boca y que me decía,
le sabían a besos”.
Y cuando llegaba aquí, mi madre ya tenía dos lágrimas
resbalando por sus mejillas.
“Migas con las que
él hacia una bola que daba vueltas y vueltas de un lado a otro, según me
contaba. Bola que mantenía durante días, que apartaba a un lado abultando
ligeramente un carrillo mientras comía esa comida apestosa que le daban en la
cárcel, algarrobas que no llegaban nunca a cocerse, patatas con manteca de
cerdo que se agarraban a la garganta como lapas, o trozos de carne que no se
sabía de que animal pudiera ser, pero que se convertía en un estropajo en la
boca que no había forma de tragar”.
“Sólo por verle… y por oírle…Por oírle decir que me
quería. Por oírle contar sus penas en la cárcel”, nos repetía una y otra vez mi
madre.
“Por oírle decir cómo se agarraba a su bola en las noches
de saca cuando escuchaba la lista
maldita. Cuando la muerte llamaba a su puerta y él la burlaba pasándose la bola
de un carrillo a otro”.
Fuimos todos juntos a la manifestación, menos los tortolitos, que salieron apresuradamente
después de comer sin decirnos nada. Una hora y media antes de la manifestación estábamos
en una enorme cola de la parada del autobús.
El autobús tardo más de cinco minutos en llegar y cuando
lo hizo llegó prácticamente lleno. Cuando nos tocaba entrar a nosotros el
conductor dijo que iba a cerrar las puertas porque ya no cabía más gente.
Entonces oímos una voz que llamaba a los viajeros a pasar para atrás y a
apretarse todo lo que pudieran. En unos segundos la puerta de entrada quedó
despejada, subimos los cinco sin ningún problema y vimos como la gente se
apretaba aún más.
“Tenemos que caber todos, al final todavía hay sitio, por
favor apretense un poco más”, era la misma voz de hacia unos segundos, pero
ahora veíamos quien la pronunciaba y como todo el mundo le hacia caso hasta
convertirse el autobús en un perfecto conglomerado humano donde no había
resquicio ni para un alfiler. Nosotros cinco logramos llegar hasta el centro y
cuando oímos cerrar las puertas comprobamos con asombro que nadie había quedado
en la parada.
Apenas había echado a andar el autobús vi, para mi
sorpresa, como entre tantas apreturas dos personas de mediana edad hacían
esfuerzos por levantarse de sus asientos y con gestos invitaban a mis padres a sentarse.
Apenas podían los unos levantarse y apartarse de sus asientos, y apenas podían
los otros avanzar hasta los mismos. Al final, abrazándose y cambiando sus
lugares, mi padre y mi madre consiguieron sentarse. Las personas que se
levantaron llevaban una camiseta blanca con un rectángulo negro a la altura del
pecho, en el rectángulo estaban las letras rojas del NO A
Miré a mi alrededor y vi que en el autobús había muchas
más camisetas blancas. No podía ver las letras porque las personas íbamos tan
pegadas que sólo podíamos percibir nuestros olores, el tacto de nuestros cuerpos
y observar nuestras caras. Los olores me parecieron fragancia, fragancia de
amor y de esperanza; el contacto de nuestros cuerpos me pareció totalmente
puro, y en las caras noté una rabia controlada y una mirada limpia. No podía
ver las letras, pero supe por sus miradas que en todas se repetían las mismas
palabras.
No pudimos llegar hasta el final, en Príncipe de Vergara
ya estaba la circulación cortada y la gente que salía de las bocas de los
metros no cabía en las aceras. El autobús paro en el centro de la calle, abrió
todas sus puertas y comenzamos a salir ordenadamente. La calle ya era nuestra,
“Agarraros de la mano como cuando erais novios”, dije a mis padres. “Y tú
agarra de esa mano al peque y no le
sueltes”, dije a mi esposo al tiempo que yo le agarraba con la otra. Así
agarrados los cinco comenzamos a andar por la calle Príncipe de Vergara en
dirección a Cibeles. Miré hacia delante y sólo vi personas agarradas de la mano
que cada vez llenaban más espacios. Miré hacia atrás y vi al autobús parado en
el centro de la calle, rodeado de personas y sin poder dar la vuelta para
regresar a su lugar de origen.
Antes de llegar a la Puerta de Alcalá nos tuvimos que
parar. Ya no se podía avanzar más. Llegar hasta Cibeles nos iba a resultar
imposible.
El padre de Él en la manifestación
Faltaban
quince minutos para las seis de la tarde cuando supe que no había ninguna
posibilidad de llegar a Sol por el recorrido diseñado. Todas las previsiones
habían sido desbordadas. Desde Neptuno hasta Sol, por el Paseo del Prado,
Cibeles y
“Imposible
moverse en Atocha, cambio”.
“Imposible
moverse en Cibeles, cambio”.
“Lleno
absoluto en
Sabíamos que
los móviles no funcionarían bien y por eso teníamos un dispositivo de
walkie-talkie para comunicarnos. Me había tocado a mí coordinar al equipo de
seguridad, no sé como me las arreglaba pero siempre me tocaba cargar con el
marrón que nadie quería asumir. Siempre me costaba negarme cuando me proponían
algo, yo creo que todos lo sabían y por eso me lo proponían. A veces dudaba si
la propuesta la hacían por mis cualidades organizativas o para librarse ellos
de esas tareas, lo cierto es que una vez inmerso en la organización me centraba
de tal manera que la labor me absorbía por completo.
Desde que iniciamos la campaña mi trabajo había
consistido en hacer visible el horror. En el metro, en las aceras, en las
plazas, en las fachadas…, cualquier sitio era adecuado para hacer una pintada.
Yo me movía seguro en esta tarea, la había realizado toda mi vida, significa
sacar de mí lo que me estorbaba, lo que me quemaba en mi interior, sólo cuando
veía en el suelo el cuadro dibujado me sentía tranquilo. Hasta que no conseguía
sacar lo que llevaba dentro y plasmarlo para que otros pudieran contemplarlo,
no descansaba.
Pensaba que
mi aportación se limitaría a eso en esta ocasión, pero en la última junta de
La cabecera llevaba más de media hora constituida y no
podía moverse. El servicio de orden me confirmaba que era imposible avanzar.
Estábamos atrapados por lo que tanto habíamos perseguido: el éxito de la
manifestación. Mi cabeza daba vueltas buscando una solución, no la encontraba,
estaba cansado. Eran las seis menos cuarto de la tarde y llevaba en pie desde
las cinco de la mañana.
“¿Qué tal
estas?”.
“Estaba
cansado, pero cuando he visto a mi modelita
me he recuperado”.
“Tu modelita ha estado muy guerrera esta
mañana”.
“Me echaría
en falta, qué ha hecho”.
“Ha estado
llorona y casi no ha querido teta”.
“¡Como no
estaba yo para mimarla!”
“¿A qué hora
te has ido?”.
“Un poco
antes de las cinco”
“No te he
sentido marchar”.
“Ya me he
dado cuenta, por eso he abusado de ti”.
“¿Qué me has
hecho?, bicho”.
“¡Ufff!”
“¿Quée?
“Te he besado
donde tu sabes”
Eran las dos
y estábamos comiendo en un restaurante típico de la calle de Huertas. Un
edificio antiguo con un patio interior y unos soportales donde estaban las
mesas. En el centro una fuente lanzaba unos chorros al aire que brillaban
iluminados por los rayos del sol. Un árbol en una esquina buscaba con ahínco
sobrepasar la casa, sus hojas comenzaban a desarrollarse en los primeros
compases de la primavera. Mi modelita
dormía apaciblemente en su silla, mi modela,
mientras comía, me miraba a los ojos, me dedicaba una media sonrisa y me
interrogaba.
“¿Cómo han
respondido tus alumnos?”
“No ha
fallado ni uno. Cuando terminé la clase pregunté: ¿Quién se apunta a pintar
esta noche? Todos levantaron la mano. Y a las cinco y media estában en Gran Vía
como un clavo”.
“Y ellos sin
dormir. Porque antes estarían de copas, ¿no?”
“Sí, para
ellos fue como continuar la marcha”.
“¿Cómo os organizasteis?
“Hicimos dos
grupos, el de los pintores y el de los pancarteros”.
“¿Cómo?”
“Sí, los de
las pintadas y los colocadores de pancartas”.
“¿Y cómo os
apañasteis para llevar tantos materiales?”
“Cada grupo
tenía su equipo de intendencia”
“¿Intenden…?”
“Intendencia.
Los que tenían coches cargaron con las pinturas y los murales”.
“Y tú, de
director de orquesta. Habrás disfrutado como un enano, dirigiendo la operación pintadas en un minuto, porque ¿cómo os
las arreglabais para pintar entre los coches?”
“En un minuto
eso es. En el tiempo que estaba un trozo de calle vacío porque un semáforo
cortaba la circulación, nosotros pintábamos la paloma, el caballo herido o el
estallido de la bomba”.
“¡Qué valor!,
eso si que es militancia”.
“Como la
tuya”.
“¿La mía?”
“Sí. Por
estar aquí, por venir a comer conmigo. Por ayudarme a descansar con vuestra
presencia”.
“¡Como no has
querido ir a casa a comer y dormir un poco!”.
“Ya te dije
que no me daba tiempo a ir a comer y además si me hecho siesta es peor, así,
viéndoos a las dos, cojo fuerzas”.
“Sabes que me
hubiese gustado acompañarte esta tarde”.
“Me vais a
acompañar. Puedes estar segura”.
Le cogí la
mano y roce mi pierna con la suya por debajo de la mesa. Un sonido familiar,
reconocible en el momento, y entrañable, atrajo nuestra atención, alguien
amenazaba con despertar. Un llanto protestón nos requería. Unos puños
restregaban unos ojitos todavía apretados. Unos endebles brazos se levantaban.
Unos pies pataleaban los bordes de la silla. El llanto subía repentinamente de
tono.
“Ufff, esto
lo arreglo yo en un periquete. Tú lo que quieres es estar con tu padre, ¿a que
sí?”.
El llanto
cambió de tono, ahora se hizo mimoso, había reconocido mi voz y su cuerpo se
convulsionaba buscando unos brazos liberadores. Todo su cuerpo se movía
haciendo unos esfuerzos sobrecogedores para extender los brazos e incorporarse.
Cuando la
levanté hasta ponerla por encima de mi cabeza, alejándomela y acercándomela
hasta rozar su cara con mi nariz, su llanto se convirtió en risa, sus manos se
apresuraron a agarrarme el pelo y yo recuperé en un instante todas mis fuerzas
para seguir adelante esa tarde.
No habíamos
parado durante todo el día y ahora estábamos atrapados entre la multitud. La
cabecera de la manifestación estaba mezclada y confundida entre tanta gente. No
había diferencias, daba igual estar en la cabecera que estar en la cola. Todos
éramos cabecera y todos éramos cola.
Había que
tomar alguna decisión y la tomé. Decidí organizar un servicio de orden reducido
que fuese abriendo paso a los artistas por unas calles distintas a las
inicialmente previstas para el recorrido. Dibujé en mi mente un itinerario
alternativo, organicé a un grupo reducido de unas diez personas, que agarradas
de la mano formamos dos cadenas para proteger a los artistas, y avanzando en
forma de flecha pudimos abrir camino.
Comenzamos a
caminar en dirección contraria al sentido de la manifestación. Yo iba el
primero y hacía de punta de lanza. Pedía, por favor, a la multitud que nos
abriesen paso, que éramos los encargados de llevar a las personas que tenían
que leer el manifiesto
De
“Pasillo por favor, pasillo por favor, dejen
un pasillo, somos los encargados de leer el manifiesto y debemos llegar hasta
Y la frase
era una llave que nos iba abriendo poco a poco el camino, porque la gente al
oírla y al reconocer a los famosos se apretaba exageradamente abriendo un
estrecho sendero por donde pasábamos.
Los artistas eran recibidos con palmadas en las espaldas, chocándoles
las manos, con aplausos y con los gritos de:
“NO… A… LA…
GUERRA…, NO… A… LA… GUERRA…, NO… A… LA… GUERRA...
Subimos por
la calle Lope de Vega pero vimos que bajaba mucha gente y atravesamos por
Medinaceli hacia Huertas. Las calles seguían llenas aunque a medida que nos
alejábamos de la cabecera y del recorrido oficial las aglomeraciones eran
menores y las posibilidades de abrirnos paso eran más fáciles. Por la calle
Huertas vimos un reguero impresionante de personas que bajaban organizadas,
llevaban cientos de pancartas, llevaban las caras pintadas, llevaban
charangas…eran tantos que decidimos alejarnos un poco más y buscar la calle
Atocha por la calle Zucar. Atravesamos la calle Moratín sin atrevernos tampoco
a subir por ella al ver la riada que bajaba.
Al llegar a
la calle Atocha nos la encontramos también llena de gente, no tanta como en las
calles anteriores, porque era más ancha y se encontraba más alejada del
recorrido previsto, pero sí había un número suficiente para dificultar la
marcha. Tuve que repetir las mismas frases, que nos abriesen paso, que nos
dejasen avanzar, que debíamos llegar a Sol para leer el manifiesto. “Ya, ya, si ya lo han dicho por la
radio”, me contestaron, y volvimos a recibir las mismas muestras de entusiasmo
y las mismas facilidades para avanzar.
De boca en
boca corrió la noticia: “todo el recorrido desde Atocha hasta Sol está lleno,
las calles adyacentes también están abarrotadas, la cabecera de la
manifestación no se puede mover de
Por eso
cuando oían nuestras voces pidiendo por favor que nos abriesen paso, cuando
reconocían las caras de los famosos, la solidaridad florecía, se juntaban más,
les hacían pasillo, les aplaudían, les saludaban ofreciéndoles sus manos y los
gritos en contra de la guerra arreciaban con una fuerza inusitada.
El grupo de
actores escoltado por nuestro reducido servicio de orden avanzó hacía Sol con
la emoción contenida en sus rostros, llevaban las manos en alto chocándolas con
todos los que se las ofrecían, se unían a sus gritos y la calle era un clamor,
de todas las gargantas salía el mismo grito, que resonaba en las calles de
Madrid, como resonaba en las calles de Barcelona, como resonaba en las calles
de Roma o de Londres o de Berlín o de Tokio o Nueva York…
“Me huele a
caca”, “A mi también”, “Tu modelita
es una cagona”.
Eran las
tres, habíamos terminado de comer, la había llevado en brazos por la calle
Huertas hasta el Paseo del Prado, la habíamos sentado entre los dos en su
sillita y yo la empujaba por el paseo central desde Neptuno a Cibeles cuando un
tufillo totalmente conocido llegó hasta nuestras narices para apoderarse del
olor a la hierba recién cortada y de las primeras rosas que aparecían en los
laterales del paseo.
“Sin remedio,
vamos a tener que buscar un banco”, “Allí hay un pequeño parque para hacer la
tarea”.
Mientras un
niño se columpiaba y una niña trepaba por un laberinto de cuerdas, de escaleras
y de postes, nosotros realizamos la tarea. Lo teníamos bien estudiado, entre
los dos era llevadera, la apoyamos en mis muslos y yo la sujeté los pies, los
levanté y los separé lo suficiente para que ella despegara fácilmente el
dodotis, lo envolviese con sumo cuidado y guardase con delicadeza el pastelito
que nos había ofrecido de regalo. Mientras tanto yo la acerqué mi cara para que
la arañase con sus débiles deditos, le hice cosquillas en el pecho y le
mordisquee sus manos con mi boca.
“A guardar,
el regalito de mi niñaaa, eeeh”, pareció entenderlo porque respondió a su madre
con una sonrisa y un movimiento aprobatorio de los pies que yo había dejado
sueltos.
Se los volví
a sujetar para ponerle el pañal y…
“Culito
limpito… ya tiene mi niña…”, y volvió a rezongar.
Una pareja de
jóvenes agarrados de la mano nos miró, hicieron una mueca a modo de sonrisa y
lentamente se alejaron.
“Que fácil
resulta cuando son pequeños, de mayores todo se complica”, exclamé con un
suspiro que ella supo interpretar inmediatamente.
“Porque se
hacen independientes. Has conseguido quedar con Él”
“Quedamos en
cenar hoy. Estoy pendiente de que me llame para fijar el sitio”.
“Parece que
todo se normaliza”.
“Eso espero.
Tú has tenido mucho que ver, la conversación que tuviste el otro día con él ha
dado sus frutos”.
“Hice lo que
pude. Le noté muy cambiado”.
“Se habrá
hecho mayor”.
“Suerte, y no
llegues muy tarde”.
Desde donde
estábamos se veía
Llegamos a
Éramos un
conglomerado humano, no había huecos, no había espacios, sólo había cuerpos
pegados, personas que habían perdido su individualidad para convertirse en
colectivo humano. Así, poco a poco, fuimos bajando Carretas juntando nuestros
pechos con los de las personas que nos cedían su puesto, porque ya no era
pasillo lo que nos hacían, era simplemente intercambio de posiciones, el que
ocupaba un sitio lo cambiaba por el nuestro y los artistas avanzaban una
posición, y así uno a uno, posición a posición llegamos hasta Sol.
Faltaban unos
cincuenta metros hasta el escenario y no pudimos avanzar más. Los artistas si
llegaron. Les vi como llegaron en volandas, sin tocar el suelo, porque no había
espacio para posar los pies. Llegaron porque las personas les levantaron con
sus manos, manos abiertas llenaban La Puerta del Sol, palmas que se agitaban
pidiendo la paz. Les subieron por encima de sus cabezas, y les pasaron de unas
manos a otras haciéndoles avanzar los últimos metros. ¡En volandas!, como los
toreros, les vi llegar al escenario.
“Ya les
tenemos, cambio”, “Yo no puedo moverme, cambio”
El escenario
estaba acordonado por un fuerte servicio de orden al que yo sólo pude saludar
levantando las manos. Pasé una por mi frente para limpiarme el sudor, la otra
la metí en el bolsillo y noté que mi móvil vibraba.
“Ellos creían que nos habíamos cansado de
protestar y que les habíamos dejado libres para seguir en su alucinada carrera
hacia la guerra. Se equivocaron. Nosotros, los que hoy nos estamos
manifestando, aquí y en todo el mundo, somos como aquella pequeña mosca que
obstinadamente vuelve una y otra vez a clavar el aguijón en las partes
sensibles de la bestia. Somos, en palabras populares, claras y rotundas para
que mejor se entienda, la mosca cojonera del poder.
Ellos quieren la guerra, pero nosotros
no les vamos a dejar en paz. A nuestro compromiso, ponderado en las conciencias
y proclamado en las calles, no le harán perder vigencia y autoridad (también
nosotros tenemos autoridad) ni la primera bomba ni la última que vengan a caer
sobre Irak.
No digan los señores y las señoras del
poder que nos manifestamos para salvar la vida y el régimen de Sadam Husein.
Mienten con todos los dientes que tienen en la boca. Nos manifestamos, eso si,
por el derecho y por la justicia. Nos manifestamos contra la ley de la selva
que Estados Unidos y sus acólitos antiguos y modernos quieren imponer al mundo.
Nos manifestamos por la voluntad de paz de la gente honesta y contra los caprichos
belicistas de políticos a quienes les sobra en ambición lo que les va faltando
en inteligencia y sensibilidad. Nos manifestamos en contra del concubinato de
los Estados Unidos con los superpoderes económicos de todo tipo que gobiernan
el mundo. La tierra pertenece a los pueblos que la habitan, no a aquellos que,
con el pretexto de una representación democrática descaradamente pervertida, al
final les explotan, manipulan y engañan. Nos manifestamos para salvar la
democracia en peligro...
Él en la manifestación
No tuvimos
ninguna dificultad para hacer el diseño de la camiseta. Por delante
reprodujimos la diana con la cara de Bush y el dardo clavado en el ojo, debajo
el nombre de CHIGUAGUA. Por la espalda
el NO A
Hicimos
doscientas y todos los miembros del equipo participamos en su venta. Podíamos
haber hecho muchas más porque nos las quitaron de las manos, pero el tiempo se
nos echó encima y no dio para más. Nos conformamos con las doscientas.
“¿Qué, al fin
solo?”, fue el recibimiento de mi Amigo cuando nos juntamos en el bar.
“Sí, solo.
¿Pasa algo?”.
“No, nada…
pero como habías dicho que vendríais los dos…”.
Mi Amigo me
conocía bien y sabía la pelea que manteníamos por ir juntos a la manifestación.
“Ella va con
el grupo de su facultad, la acabo de dejar en Ciudad Universitaria, tenemos
plena libertad para ir con quien nos dé la gana, ¿vale?”
“Vale, vale,
solo que…”.
La verdad es
que intenté que me acompañase hasta el último momento, después de comer en su
casa se lo volví a pedir, pero ella
fue firme, me dijo que si quería ir con ella tendría que ser con su grupo, que
el mismo derecho tenía ella a ir con los de su facultad que yo a ir con los del
Chiguagua. Así que la acompañé en el metro hasta su facultad y no insistí más,
pues desde la tarde de Núñez de Balboa, supe que nuestra relación iba a ir por
otro camino. En el fondo su determinación me enorgullecía, la veía más mujer,
más segura de sí misma, con una personalidad fuerte, había madurado y se
mostraba libre, y esa libertad me la trasmitía, igual que me trasmitía su
confianza y su seguridad. Me había
enseñado a amar en igualdad y a dar otro significado a nuestra relación.
El amor en
igualdad nos permite acercarnos más a nosotros mismos, a alejarnos de la
obsesión, a darnos cuenta de que hay personas a nuestro alrededor, personas que
reclaman nuestra atención y que proporcionan armonía y equilibrio a nuestras
vidas. Pero sobre todo el amor en igualdad me dio seguridad en mi mismo porque
amándola a ella me amaba a mi, confiando en ella confiaba en mi y dejando que
ella viviese su vida me estaba dando vida a la mía.
Por eso no
insistí, y por eso la conversación que mantuvimos esa tarde mientras la
acompañaba en el metro giro en torno a la igualdad con mi padre: “Me he dado cuenta
de que somos dos personas maduras dueñas cada uno de su destino”, le dije en un
arrebato filosófico. Y en la conveniencia o no de que me acompañase en la cena.
Yo insistía en que viniese y ella en que era mejor que estuviésemos los dos
solos.
“Estoy seguro
que a mi padre le gustará que vengas”.
“Yo estoy
segura que después de tanto tiempo tendréis muchas cosas que deciros”.
“Hay cosas
que no se dicen con palabras”.
“A mi me da
igual ir que no. La pregunta que me hago es cómo os encontraréis más a gusto”.
“Vamos por
partes. Yo me sentiré más a gusto si vienes conmigo. Mi padre, creo que
también, pero no está aquí y no se lo podemos preguntar”.
“Lo que
tengáis que hablar lo haréis con más libertad estando solos”.
“Mira, no
vamos a hablar, yo no tengo nada que decir, y no quiero que el me diga nada. Yo
no le voy a pedir perdón, y él a mí tampoco. En realidad la reconciliación es
un instante, un momento, el momento de una mirada, el tiempo que dura el
apretón de manos, el abrazo y el beso. Después vamos a estar solos, porque los
dos vamos a estar pensando en ti. Seguro”.
“Vale, vale,
no sigas. Voy”
El andén
opuesto a donde nos encontrábamos estaba vacío. En el nuestro había bastantes
personas cuando llegamos. Éramos unos cuarenta, al llegar en tropel y uniformados
con nuestra camiseta, armamos un pequeño revuelo.
“¡BUSH
A-SE-SI-NO!”, gritó uno.
“¡NO A
El metro
tardo unos cinco minutos en llegar y en ese tiempo la estación se llenó de
gente.
“¡Tren corto,
qué hijos de puta! Gallardón y Manzano boicotean la manifestación”, dijo mi
Amigo.
“A-SE-SI-NOS,
A-SE-SI-NOS”, gritamos.
En efecto, el
tren que entraba en la estación del Barrio del Pilar era de tres vagones en vez
de los seis que hacían el recorrido habitual en la línea nueve. Cuando vimos
que venia casi lleno, le recibimos con una estruendosa pitada. Se abrieron las
puertas y la gente se apretó para que pudiésemos entrar todos. A duras penas lo
conseguimos, pero fue tanto el esfuerzo, tanta la generosidad, que todavía
consiguieron entrar los de las dos estaciones siguientes. No cabía un alfiler,
estábamos tan apretados que compartíamos nuestro aliento, pero no nos
importaba, en todas las miradas que compartía a mi alrededor notaba la misma
indignación y la misma rabia, y al mismo tiempo el mismo deseo de apretarnos un
poco más para que el número de manifestantes aumentara.
A partir de
Plaza de Castilla se comenzó a escuchar en las estaciones a las que íbamos
llegando la misma frase: “Este tren está lleno, no admite más viajeros, en
breves momentos llegará el siguiente”. Y a continuación los mismos silbidos,
los mismos gritos y los mismos insultos al Alcalde y al Presidente de
En todas las
estaciones se repetía la misma imagen: un andén lleno, el de enfrente
totalmente vació. En Príncipe de Vergara teníamos pensado hacer trasbordo para
bajarnos en Retiro, que era el lugar donde habíamos quedado con más gente del
barrio, pero volvimos a escuchar por los altavoces: “NO SE PERMITE EL TRASBORDO
A
El tren se
quedó prácticamente vacío en Príncipe de Vergara, sólo ocho o diez personas
siguieron su trayecto, el andén se llenó, parecía mentira que hubiésemos cabido
tanta gente en los tres vagones del metro. No habíamos terminado de bajar
cuando llegó el otro tren, el que venía en dirección contraria, también era
corto, se quedó igualmente vacío y el andén lleno. Cuando nos juntamos los
procedentes de ambas direcciones atascamos las escaleras. Iban llenas las
escaleras mecánicas de subida y se ocupaba todo el ancho de las normales, sin
dejar sitio para la bajada, en realidad no hacia falta, porque bajar, no bajaba
nadie, ni siquiera por las mecánicas. Al bullicio que llevábamos los de nuestro
andén se unió el que traían los del otro, convirtiendo a los pasillos del metro
en un preludio de lo que iba a ser la manifestación.
“Tengo que
decirte una cosa importante”.
“No me digas
que te vas a afiliar al sindicato”.
“Eso puede
esperar. Lo de esta noche es más importante…Voy a quedar a cenar con mi padre”.
“Bueno,
tampoco es para tanto”.
“Tú eres
gilipollas o que te pasa, has estado siempre diciendo que tenía que arreglarme
con mi padre y ahora me dices que no es para tanto”.
“Paara, no te
enfades. Me alegro, pero no es para tanto porque nunca he pensado que fueses
tonto, así que antes o después te tenías que arreglar. Un padre y un hijo no
pueden estar eternamente enfadados”.
“No pueden
estar eternamente enfadados…uuuh, uuuh, uuuh”.
“De qué te
ríes, bobo”.
“De que dices
las mismas cosas que mi abuela…¡viejo!”.
Estábamos en
el Retiro. Mientras mi Amigo y yo hablábamos habían ido llegando más personas
del barrio, eran de las que habitualmente se pasaban por el bar y que llevaban
nuestra camiseta. También había llegado una charanga de la asociación de
vecinos. Nos juntamos unas doscientas personas en una de las esquinas del lago.
El retiro estaba lleno de grupos que se estaban organizando, con charangas,
pancartas, camisetas, bocinas, disfraces, zancudos, sombreros, globos…, el
panorama era impresionante.
Bajamos
ocupando todo el paseo y buscamos la puerta de España para salir a la calle
Alfonso XII, teníamos pensado llegar
hasta Neptuno por la calle Antonio Maura.
No podíamos
salir del retiro. La puerta de España estaba colapsada, poco a poco se habían
ido llenando todos los paseos y las puertas de salida no daban abasto a tanta
gente.
“La que se
está liando en Atocha, escucha”, mi Amigo llevaba un mptres por el que
escuchaba una emisora de radio, me pasó un auricular y escuché:
“Enormes
problemas de circulación en la estación de Atocha. Los trenes de cercanías
llegan completamente abarrotados. Los viajeros protestan porque no se han
puesto trenes suficientes y han venido apretados sin apenas poder respirar. Una
compañera que está en un andén nos pide paso”.
“Sí, tenemos
con nosotros a un pasajero que ha salido estrujado por la puerta:
-¡Una
vergüenza!, no hay derecho. De Coslada viene un tren cada cuarto de hora. ¡Cómo
sardinas en lata!, así venimos.
– ¿Cree que
es intencionado, que
– Estoy
seguro, sólo hay que escuchar lo que ha dicho Gallardón, que la respuesta no
iba a ser mayoritaria porque la mayoría de la gente entiende la posición del
Gobierno.
– Pues muchas
gracias. Y a vosotros os dejo, no sin antes deciros que los andenes están
completamente llenos y los trenes siguen llegando y vomitando más y más
pasajeros. La aglomeración es impresionante, puede ocurrir alguna desgracia si
no se toman medidas”.
“Joder tío,
que hijos de puta”, le dije a mi Amigo y seguí escuchando.
“La gente que
llena la estación de Atocha no puede salir a la calle porque ya está llena.
Desde nuestro puesto podemos ver perfectamente lleno el Paseo Infanta Isabel y
“Lo… llaman…
democracia… y no lo esss…oeee….oeee… lo…llaman…democracia…y no lo esss… ”
Fue el
cántico que escuche cuando devolví el auricular a mi Amigo.
Las personas
que estaban a mi lado se agarraron las manos y las levantaron. El que estaba a
mi derecha me ofreció su mano, se la di, al mismo tiempo di un golpe a mi Amigo
para que dejase el mptres, me diese la suya y escuchase. Con las manos
levantadas y dando saltos todos nos pusimos a cantar:
“Lo… llaman…
democracia… y no lo esss…oeee….oeee… lo…llaman…democracia…y no lo esss… ”
“La cabecera
de la manifestación está atrapada. No pueden salir de Neptuno. Lo acaban de
decir por la radio”, me dijo mi Amigo. Entonces yo me acorde, saque mi móvil y
marqué:
“El teléfono
al que llama está apagado o fuera de cobertura”.
“Mierda, me
lo imaginaba”.
Volví a marcar:
“El teléfono
al que llama está apagado o fuera de cobertura”.
“Mierda,
mierda, lo sabía, tenía que haber llamado antes”.
Todo estaba
lleno. Pero yo encontré mi camino. Hay un sitio por donde sólo circulan los
sueños. Un sitio que me había aprendido de pequeño y que ahora veía con
claridad. Una simple valla separaba a la gente que estábamos dentro del retiro
de la que llenaba por completo la calle de Alfonso XII. Una valla a la que
dirigí mis ojos, vi sus bordes puntiagudos, pero sus puntas no eran cuchillos
afilados, más bien eran dulces bordes suavizados, una ligera redondez les hacía
atractivos.
Me quedé por
unos momentos ensimismado.
La línea que
nos separaba apuntaba al cielo.
Cuando baje
la vista y me cruce con la de mi Amigo supe que él se había dado cuenta de
todo.
“Tú puedes”
“Claro que
puedo. Tú me vas a ayudar y me vas a alcanzar esa pancarta”.
La pancarta
la traían vecinos del barrio. Sólo ponía PAZ. Yo saqué un rotulador y añadí el
nombre de Ella.
Mi amigo
colocó sus manos a la altura de su cintura. Yo me descalcé y puse mis pies en
sus manos al mismo tiempo que me agarraba a la valla. Mis pies pasaron de sus
manos a sus hombros, y de sus hombros pasaron a su cabeza. Cuando llegaron a su
cabeza yo ya me había apropiado de los bordes de la valla. Ya los acariciaba,
notaba su frialdad pero sabía que los tenía domados. Trepé el trozo escaso que
me faltaba y mis manos y mis pies se hicieron sus dueños. Cuando conseguí
erguirme, levantar los brazos y pedir la pancarta, una sonora ovación me dio la
seguridad de que no fallaría en mi intento.
Despacio,
acariciando con mis pies los bordes de la valla y con mis brazos levantando la
pancarta, caminaba más cerca de las nubes que de la multitud que seguía en el
retiro y de la que llenaba las calles de Madrid. Porque no era solo Alfonso XII
la calle abarrotada: Valenzuela, Montalván, Juan de Mena, Antonio Maura…, hasta
la Cuesta Moyano solo se veían cabezas, cabezas o manos abiertas levantadas,
porque el instinto unía a todas las personas y unificaba los gritos y unificaba
los gestos, y desde arriba se veía la ola de las manos al levantarse, las
palmas de las manos que empezaban a aparecer en la Plaza de Neptuno eran como
un río que avanzaba por todas las calles. El asfalto había sido sustituido por
personas, por personas que levantaban las manos al unísono, por personas que
gritaban los mismos cánticos, por personas que ahora se quedaban quietas, que
me miraban y que me aplaudían cuando pasaba.
Desde arriba
todo está más claro, veía a las personas con sus miradas elevadas al cielo
buscando la paz que no encontrábamos en la tierra, la paz que llevábamos dentro
y que nos la estaban pisoteando. Veía también más claros mis sentimientos. Ella
había quedado con la gente de su facultad en la Cuesta Moyano, esquina del
Retiro. Yo desde la altura moví la pancarta porque en un momento determinado supe
que me miraba. La agité mientras hacía equilibrio con mis pies descalzos que se
agarraban a la redondez de picos de la valla, una bocanada de viento me hizo
perder el equilibrio y mis manos soltaron la pancarta para sujetarme, lo
conseguí a duras penas, y cuando estuve otra vez erguido vi como la pancarta se
cimbreaba por las calles de Madrid y como un montón de manos se peleaban por
alcanzarla, no tuve ninguna duda supe que mi pancarta alcanzaría su destino.
Miré hacia la
Plaza de Neptuno, la cabecera de la manifestación seguía atrapada. Busqué mi
móvil y volví repetir la llamada:
“El teléfono
al que llama está apagado o fuera de cobertura”.
“Mierda, esto
no lo soluciona la altura”.
Me di cuenta
de que iba a ser imposible hablar con mi padre, la enorme afluencia de gente
había colapsado la cobertura de los móviles, entonces le escribí un sms
confiando que antes o después lo recibiría:
“Despues dlamani
qdamos xa cnar no recuerdo el nombre xo si el lugar ladehesa dela villa dnde
íbamos cuando era peqeño acomer esas chuletillas ala brasa tan ricas nose maolvidao
el sitio bss”.
“…Hasta ahora la
humanidad ha sido siempre educada para la guerra, nunca para la paz.
Constantemente nos aturden las orejas con la afirmación de que si queremos la
paz mañana no tendremos más remedio que hacer la guerra hoy. No somos tan
ingenuos para creer en una paz eterna y universal, pero si los seres humanos
hemos sido capaces de crear, a lo largo de la historia, bellezas y maravillas
que a todos nos dignifican y engrandecen, entonces es tiempo de meter mano a la
más maravillosa y hermosa de todas las tareas: la incesante construcción de la
paz. Pero que esa paz sea la paz de la dignidad y del respeto humano, no la paz
de una sumisión y de una humillación que demasiadas veces vienen disfrazadas
bajo la mascarilla de una falsa amistad protectora.
Ya es hora de que las razones de la
fuerza dejen de prevalecer sobre la fuerza de la razón. Ya es hora de que el
espíritu positivo de la humanidad que somos se dedique, de una vez, a sanar las
innúmeras miserias del mundo. Esa es su vocación y su promesa, no la de pactar
con supuestos o auténticos ejes del mal...
No hay ninguna exageración en decir
que la opinión pública mundial contra la guerra se ha convertido en una
potencia con la cual el poder tiene que contar. Nos enfrentamos deliberadamente
a los que quieren la guerra, les decimos “NO”, y si aún así siguen empecinados
en su demencial afán y desencadenan una vez más los caballos del Apocalipsis,
entonces les avisamos desde aquí que esta manifestación no es la última, que
continuaremos las protestas durante todo el tiempo que dure la guerra, e
incluso más allá, porque a partir de hoy ya no se tratará simplemente de decir
“No a la guerra”, se tratará de luchar todos los días y en todas las instancias
para que la paz sea una realidad, para que la paz deje de ser manipulada como
un elemento de chantaje emocional y sentimental con que se pretende justificar
las guerras.
Sin paz, sin una paz auténtica, justa
y respetuosa, no habrá derechos humanos. Y sin derechos humanos –todos ellos,
uno por uno- la democracia nunca será más que un sarcasmo, una ofensa a la
razón, una tomadura de pelo. Los que estamos aquí somos una parte de la nueva
potencia mundial. Asumimos nuestras responsabilidades. Vamos a luchar con el
corazón y el cerebro, con la voluntad y la ilusión. Sabemos que los seres
humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor. Ellos (no necesito ahora decir
sus nombres) han elegido lo peor. Nosotros hemos elegido lo mejor”
Nota:
en cursiva trozos del discurso leído por José Saramago y Dulce Chacón en la
manifestación del 15 de marzo del año 2003 en Madrid.