La manifestación.

 

 

 

 

El sol lucía en las calles de Madrid,

la gente se echó a la calle.

Como en otras ciudades la gente gritó:

¡NO A LA GUERRA! 

 

“Golpe a golpe”

“verso a verso”

 

 

Entre lágrimas y apretones de manos se abre un camino a la esperanza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre de Él en la manifestación

 

No. No me podía negar. Tenía un hechizo especial sobre mí y ambos lo sabíamos. Desde aquel día cuando entró en mi clase de la Universidad y le seguí por aquella manifestación que nos tuvo unidos durante tanto tiempo,  supe que le seguiría por todas las manifestaciones en defensa de la libertad y que nunca me podría negar a lo que me pidiera. El también lo sabía. Por eso cuando organizaba algo, sabía que una parte la tenía asegurada con mi presencia.

“cien médicos de tu hospital”.

Me lo dijo así, como quien no quiere la cosa.

“Necesitamos mil médicos. Uno por cada quinientas personas aproximadamente. Esperamos medio millón”.

“¡Medio millón!”, exclamé asombrada.

Medio millón era una barbaridad. Sólo se habían juntado en Madrid una vez, lo recuerdo bien, estábamos todavía juntos, es más, fuimos juntos los tres.

Al niño le llevamos agarrado cada uno de una mano. Tenía sólo tres años, el escaléxtric de Atocha todavía no lo habían derribado. Lo recuerdo lleno de personas. Unos iban por arriba y otros íbamos por debajo. Lo recuerdo bien porque fue desde donde la iniciamos nosotros. Salimos del metro y vimos el escaléxtric lleno de gente y con pancartas colgadas de sus barandillas. En todas se repetía la misma frase:

DEMOCRACIA SI, DICTADURA NO.

“Medio millón como la del veintitrés F, y a ti te tocan cien”

Me adivinó el pensamiento. Era otra de las cosas que me sucedían cuando estaba con él. Cuando pensaba en alguna de las fechas que habían marcado nuestra vida, me quedaba unos segundos pensativa, como ida, y él siempre me lo adivinaba.

“¿Cien? No sé”.

“Como te he dicho, queremos que haya un médico por cada quinientos manifestantes, más o menos, el dispositivo está preparado para que cada cincuenta metros de calle haya tres médicos, dos en los laterales y uno en el centro…”

“Pero la Comunidad… ¿pondrá un servicio de  seguridad,  nooo?”.

“¡La Comunidad…!”, se echó a reír antes de continuar.

“Sí, de risa, los servicios de seguridad de la Comunidad son de risa. Se han negado a conceder lo que les hemos pedido en transporte, orden público y sanidad”.

“Pero si lo ponen en todas las manifestaciones”.

“Nos han ofrecido lo mínimo. Se han limitado a ofrecer los servicios mínimos en trasporte, los que se fijan en casos de huelga. De reforzar cercanías, ni hablar; y de urgencia, los habituales para concentraciones de diez mil personas. No nos podemos fiar de la Comunidad. Por eso hemos organizado un servicio de seguridad paralelo cuyo objetivo es garantizar la movilidad de las personas y su salud. Un servicio propio, organizado por nosotros mismos, y a ti, te han tocado cien médicos y una UVI móvil”.

“¿Y una UVI? Tú estás loco”.

“No quería asustarte, pero…, a qué lo comprendes”

“Nunca vas a cambiar. Eres terrible”.

“Y tu colaboración es imprescindible”.

“Abusas porque sabes que no puedo negarme”.

“Y tú también. Siempre sabes que te voy a buscar. Y abusas de ello, nunca das el paso hasta que te lo pido, estás siempre deseando participar pero aguantas hasta última hora y siempre me obligas a pedírtelo”.

 “Al menos así sé que en algo cuentas conmigo”.

“Cuento en mucho, y tú lo sabes. No podemos renunciar a lo que llevamos dentro”.

“Cien son muchos”.

“¿Muchos? Anda, si en el hospital sois más de cinco mil”.

 “Pero no somos todos médicos”.

“Auxiliares también valen”.

“No sé. Lo intentaré”.

 

 No pedí voluntarios, sabía que levantar la mano costaba demasiado, la gente es muy tímida en estos casos. Lo que hice fue poner mi nombre y mi teléfono móvil en un folio que encabecé con la siguiente frase:

ASISTENCIA MÉDICA EN LA MANIFESTACIÓN

Se lo pasé primero a mis amigos más comprometidos y todos firmaron. Después ya no se negó nadie. El folio pasó de mano en mano hasta que se llenó y hubo que comenzar otro y otro y otro...

La asamblea fue muy numerosa, cuando yo expliqué el diseño del servicio de urgencias y la zona que la organización de la manifestación nos había asignado, y que los folios que circulaban eran para comprometerse en prestar ayuda en caso de necesidad, todos los presentes firmaron.

Al final no fueron cien, fueron más de doscientas las personas que se apuntaron. Todas las que tenían pensado acudir a la manifestación se apuntaron. Una larga lista de nombres escritos en folios que se recogieron en las asambleas, en las juntas de personal, en las secciones sindicales, en los comités de empresa.

Nombres que estuvieron expuestos en los tablones sindicales junto a listas de enfermos que no podían asistir, pero que con sus firmas mostraban su solidaridad. Nombres al lado de pancartas llamando a la manifestación con un único mensaje:

NO A LA GUERRA 

 

Llegué con mi equipo a la zona de Colón hora y media antes del comienzo de la manifestación. Organicé la UVI móvil que estaba bajo mi responsabilidad en el lateral que hacía esquina entre la plaza y la Castellana, comprobé el funcionamiento de los equipos de comunicación y contacté con alguno de los médicos que estaban repartidos entre la plaza de Cibeles, la castellana y la plaza de Colón. En la UVI móvil nos quedamos cuatro personas.

A través del walkie-talkie me llegaban las noticias internas de mis compañeros. Faltaba aún una hora para el comienzo de la manifestación cuando la circulación se cortó y sólo se permitió el paso a los autobuses que venían repletos.

La gente comenzó a llegar, primero fue un goteo de personas que se fueron adueñando poco a poco el paseo. Después observé como el paseo se llenaba. Salían personas de todas las calles: de Goya, de Génova, de Jorge Juan.  La salida de las bocas de metro era un continuo flujo de personas. Los autobuses, cada vez encontraban mayores dificultades para llegar a sus paradas, abrían sus puertas en medio del paseo para que la gente se bajara y daban la vuelta buscando alejarse de la zona de manifestación.

Una inmensa avalancha de personas se adueñó de la Castellana y se dirigió hacia Cibeles. Y en pocos minutos cambió el paisaje y me vi rodeada de personas que lo llenaron todo. Personas que caminaban despacio, con preocupación en sus caras y al mismo tiempo con ilusión en sus miradas, personas que me envolvían, que se apoderaban de todo el ancho paseo de la Castellana en sus dos direcciones y que como hormigas diminutas seguían un sendero hasta convertirlo en una mancha negra que lo cubrió todo.

Nos pusimos cada uno en una esquina de la UVI y encendimos el piloto de alarma que comenzó a dar vueltas para que la gente respetase nuestro espacio. Y ya sólo vi cabezas, personas que no podían avanzar más  y que se quedaban paradas.

 

Mi primera paciente fue una mujer muy mayor que llegó con una pareja de mediana edad y una chica jovencita enchufada a unos auriculares.

Había sufrido un desmayo y uno de los médicos del dispositivo que habíamos montado acudió en su ayuda cuanto oyó los primeros gritos de auxilio y las primeras voces preguntando si había algún médico en la manifestación.

La abuela llegó a la UVI móvil por su propio píe, la acompañaban sus familiares y el médico que la había atendido. Venía obligada, pues ella lo primero que dijo fue que no era necesario hacerla nada, que ya se encontraba bien.

 “Tú obedece a los médicos”, replicó el hombre que la acompañaba.

“Sí, pero para qué tantos empujones a la gente si ya estoy bien”,

“No empujábamos, sólo nos hacíamos sitio”.

“A ver tranquilícese, que para eso estamos nosotros”, intervine yo.

“Que sí, que estoy tranquila, que ya estoy bien, no necesito nada”.

“Bueno, entonces quédese aquí para tranquilizar a su familia, me imagino que usted será su hijo”, dije dirigiéndome al hombre que la acompañaba.

“Sí, - me contestó- y para que todos nos quedemos tranquilos, tú –dijo dirigiéndose ahora a su madre-, vas a hacer lo que te digan, ¿vale?”.

“Que voy a hacer, si os empeñáis…” 

La tumbamos en una camilla, la gente que pasaba se quedaba mirando, al poco tiempo la tomé la tensión y la hice un electro.

“¡Ay! hija, no se lo que me ha pasado, pero que suerte que hayáis estado aquí”.

“No ha sido nada, sólo un ligero desmayo, los resultados son normales. ¿Cuántos años tiene?”

“Voy a hacer noventa, no me querían dejar venir. Pero yo les he dicho que aunque sea lo último que haga, me voy a oponer a esta guerra. Y que si no me traían, venía sola.  Ya hemos tenido bastante. Los jóvenes no sabéis lo que es eso”.

“Tiene razón, no lo hemos vivido, pero a todos alguien nos lo ha contado”.

“Yo la viví aquí…”

“Mamá déjalo ya, estás atosigando a la doctora”.

“No se preocupe, escuchar también es mi trabajo”.

“¿Qué dice la radio?” Preguntó a la chica jovencita que estaba enchufada a través de los auriculares.

Escucha abuela. Desconectó los auriculares y por primera vez escuché: 

“La cabecera de la manifestación no se puede mover, a esta hora estaba previsto iniciar la marcha, pero es imposible, está todo lleno. La Puerta del Sol está ya llena. Cibeles está ya llena, Atocha está llena, no se puede mover la gente”…

 

“Roma llena, Londres llena, Barcelona llena, Madrid llena…todas las ciudades del mundo se llenaron de personas que se manifiestaron por la PAZ, millones de personas gritaron en todo el mundo a la vez: NO A LA GUERRA”.

 

 

 

 

 

 

 

Los padres de Ella en la manifestación

 

 

NO A LA GUERRA

MANIFESTACIÓN DE NEPTUNO A SOL

6 TARDE

TODO EL BARRIO EN LA PUERTA DE ALCALÁ ESQUINA RETIRO

 

Cerré la puerta y miré otra vez el cartel. Ocupaba casi la mitad del escaparate. Lo habían puesto unas horas antes dos personas que me dijeron ser de la asociación de vecinos del barrio y que me pidieron permiso para pegarlo. Por su puesto que no se lo negué, es más, les dije que podían pegar en toda la fachada de la librería cuantos quisieran.

En el recorrido hasta mi casa observé como estaba el barrio. Habían llenado todas las tiendas, las zonas comerciales, las estaciones de metro, las paradas de autobuses, las vallas publicitarias, las paredes del colegio, todo el barrio estaba lleno de carteles llamando a la manifestación. Todo el barrio era una voz clamando contra la guerra.

En las ventanas de las casas había numerosas pancartas pidiendo la paz y condenando la guerra. El barrio era un escaparate de lo que se vivía en España, y España era un escaparate de lo que se vivía en el mundo.

Comimos temprano ese sábado. Había dejado preparada la comida y cuando llegué de la librería estaban todos esperando. El papa, como le llaman siempre los niños, había hecho el reparto de los pedidos y había llegado pronto. Cuando llegué ya tenia la mesa puesta. También estaban los tortolitos, como les llamaba el peque. El tortolito vino a comer porque según nos explicó, su madre estaba organizando un dispositivo de emergencia. Nos dio todos los detalles, nos dijo donde iba a instalar la UVI movil y el número de médicos que iban a estar desplegados por el recorrido. La verdad yo nunca supuse que esas cosas se hiciesen con tanta minuciosidad.

Los abuelos vinieron también a comer. Vinieron porque se querían sumar a la manifestación, yo les dije que eran ya muy mayores y que lo mejor que podían hacer era quedarse en casa, mi madre me respondió que nainas, que si no quería que fuesen solos, se venían a comer con nosotros y luego íbamos a la manifestación todos juntos, pero que ellos no se la perdían de ninguna de las maneras.

En realidad estaban angustiados, la situación actual les recordaba los momentos de la guerra y del hambre vividos en Madrid. Mamá no dejaba de decir, “Vosotros no sabéis lo que es eso”.

Yo trataba de hablar de otras cosas pero era imposible. Ella pronunciaba frases aisladas:

“Quince años, quince años tenía cuando llevaba el café a tu padre al frente de la Casa de Campo”.

“Ya nos lo has contado muchas veces, mamá”.

“Vosotros no habéis visto caer las bombas a vuestro lado”.

“Mamá, déjalo, vamos a comer”.

“Mendrugos de pan entre las tetas llevaba a tu padre a la cárcel”.

 

Mi madre estaba realmente aterrorizada, sus frases eran retazos de la historia que nos había contado últimamente. Se pasó casi toda su vida callada, y ahora, como si la lucidez la hubiese llegado de repente, como si quisiera expulsar de su mente todos los recuerdos, nos bombardeaba en todas las reuniones con la misma historia. Una historia que nos sabíamos todos de memoria y que cuando se empeñaba en repetirla yo me avergonzaba de tener que utilizar siempre las mismas frases para cambiar el sentido de la conversación.

Porque mi madre sí defendió con ahínco su derecho a la igualdad, consiguió formar una familia con el hombre al que amaba, supo guardar sus secretos, ser recelosa por temor, simuló una vida decorosa, cumplió los preceptos para pasar desapercibida, se acomodó a las costumbres y no pudo saborear los frutos de la libertad hasta que en su mente comenzó a confundirse el pasado con el presente y a no distinguir muy bien lo que se debe decir y lo que no. Mi madre estaba empezando el camino angustioso de abandonar esta vida sin haberlo dejado todo explicado.

 

Sí conocía bien su historia. ¡Tenía quince años cuando llevaba el café a las trincheras de la Casa de Campo! Sorteaba los ataques aéreos buscando los refugios situados a lo largo del camino, acompañada de mujeres de negro que la agarraban de la mano y tiraban de ella para protegerla del peligro. Era la más pequeña del grupo de mujeres que día tras día desafiando a las bombas cruzaban el Paseo de Extremadura y la Puerta del Ángel y se adentraba en la Casa de Campo hasta encontrar las trincheras de los milicianos.

Sólo tenía quince años y el miliciano a quien llevaba el café no era su novio. No era su novio todavía, porque no habían tenido tiempo de desarrollar sus sentimientos. Sólo tenían los sentimientos comunes: la solidaridad entre los conocidos del barrio y el odio al fascismo. Y ella le llevaba el café para seguir unidos en el mundo de los juegos, para mantener viva la esperanza, para seguir viéndole esos ojos claros que se burlaban de ella por ser pequeña y pretender jugar con los mayores, para oírle hablar aunque fueran palabras groseras, para enlazar los días, para saber que continuaba con vida.

Atravesaba las calles de Carabanchel, cruzaba el paseo de Extremadura, se escondía en los refugios, sorteaba el fuego de la aviación enemiga y se adentraba en la Casa de Campo, sólo por verle.

Siempre nos lo contaba así, “Sólo por verle, hija, siempre me impresionó su fortaleza y su convicción, la seguridad con que me hablaba, la firmeza en sus decisiones y esa disposición de proteger  siempre a los más débiles, de ayudar a todos. Desde muy pequeña le seguí sus pasos como un corderillo, y en la guerra le tuve siempre localizado, supe desde donde disparaba sus tiros. Viéndole me sentía segura, protegida, perdía el miedo y no me importaba arriesgar mi vida sólo por verle”.

A los quince años le llevaba café a las trincheras y a los dieciocho le llevaba mendrugos de pan a la cárcel. Mendrugos de pan escondidos en las partes más intimas de su cuerpo, o simplemente trozos de miga que escondía entre sus pechos y el corpiño que la había hecho su madre a modo de sujetador.

“Mendrugos duros cuando la comida escaseaba en casa, y yo me privaba de comerlos para llevárselos. Para apagar su hambre. Para ver el brillo de sus ojos cuando los recibía. Miga de pan reciente cuando en casa habíamos conseguido comprar clandestinamente unos kilos de harina, encender el horno y hacer un pan crujiente”. 

Trozos de pan que conseguía introducir en la cárcel y que cuando se lo hacia llegar, notaba como él, se lo metía en la boca con miedo a tragárselo.

 “Migas de pan entre el calor de mis pechos. Migas que él saboreaba en su boca y que me decía, le sabían a besos”.

Y cuando llegaba aquí, mi madre ya tenía dos lágrimas resbalando por sus mejillas.

 “Migas con las que él hacia una bola que daba vueltas y vueltas de un lado a otro, según me contaba. Bola que mantenía durante días, que apartaba a un lado abultando ligeramente un carrillo mientras comía esa comida apestosa que le daban en la cárcel, algarrobas que no llegaban nunca a cocerse, patatas con manteca de cerdo que se agarraban a la garganta como lapas, o trozos de carne que no se sabía de que animal pudiera ser, pero que se convertía en un estropajo en la boca que no había forma de tragar”.

“Sólo por verle… y por oírle…Por oírle decir que me quería. Por oírle contar sus penas en la cárcel”, nos repetía una y otra vez mi madre.

“Por oírle decir cómo se agarraba a su bola en las noches de saca cuando escuchaba la lista maldita. Cuando la muerte llamaba a su puerta y él la burlaba pasándose la bola de un carrillo a otro”.

 

Fuimos todos juntos a la manifestación, menos los tortolitos, que salieron apresuradamente después de comer sin decirnos nada. Una hora y media antes de la manifestación estábamos en una enorme cola de la parada del autobús.

El autobús tardo más de cinco minutos en llegar y cuando lo hizo llegó prácticamente lleno. Cuando nos tocaba entrar a nosotros el conductor dijo que iba a cerrar las puertas porque ya no cabía más gente. Entonces oímos una voz que llamaba a los viajeros a pasar para atrás y a apretarse todo lo que pudieran. En unos segundos la puerta de entrada quedó despejada, subimos los cinco sin ningún problema y vimos como la gente se apretaba aún más.

“Tenemos que caber todos, al final todavía hay sitio, por favor apretense un poco más”, era la misma voz de hacia unos segundos, pero ahora veíamos quien la pronunciaba y como todo el mundo le hacia caso hasta convertirse el autobús en un perfecto conglomerado humano donde no había resquicio ni para un alfiler. Nosotros cinco logramos llegar hasta el centro y cuando oímos cerrar las puertas comprobamos con asombro que nadie había quedado en la parada.

Apenas había echado a andar el autobús vi, para mi sorpresa, como entre tantas apreturas dos personas de mediana edad hacían esfuerzos por levantarse de sus asientos y con gestos invitaban a mis padres a sentarse. Apenas podían los unos levantarse y apartarse de sus asientos, y apenas podían los otros avanzar hasta los mismos. Al final, abrazándose y cambiando sus lugares, mi padre y mi madre consiguieron sentarse. Las personas que se levantaron llevaban una camiseta blanca con un rectángulo negro a la altura del pecho, en el rectángulo estaban las letras rojas del NO A LA GUERRA. Debajo del rectángulo tenían dibujada una diana de círculos blancos y negros y más abajo aún, una frase diminuta, que sólo conseguí leer cuando pasaron rozándome el pecho: “cultura contra la guerra”.

Miré a mi alrededor y vi que en el autobús había muchas más camisetas blancas. No podía ver las letras porque las personas íbamos tan pegadas que sólo podíamos percibir nuestros olores, el tacto de nuestros cuerpos y observar nuestras caras. Los olores me parecieron fragancia, fragancia de amor y de esperanza; el contacto de nuestros cuerpos me pareció totalmente puro, y en las caras noté una rabia controlada y una mirada limpia. No podía ver las letras, pero supe por sus miradas que en todas se repetían las mismas palabras.

 

No pudimos llegar hasta el final, en Príncipe de Vergara ya estaba la circulación cortada y la gente que salía de las bocas de los metros no cabía en las aceras. El autobús paro en el centro de la calle, abrió todas sus puertas y comenzamos a salir ordenadamente. La calle ya era nuestra, “Agarraros de la mano como cuando erais novios”, dije a mis padres. “Y tú agarra de esa mano al peque y no le sueltes”, dije a mi esposo al tiempo que yo le agarraba con la otra. Así agarrados los cinco comenzamos a andar por la calle Príncipe de Vergara en dirección a Cibeles. Miré hacia delante y sólo vi personas agarradas de la mano que cada vez llenaban más espacios. Miré hacia atrás y vi al autobús parado en el centro de la calle, rodeado de personas y sin poder dar la vuelta para regresar a su lugar de origen.

Antes de llegar a la Puerta de Alcalá nos tuvimos que parar. Ya no se podía avanzar más. Llegar hasta Cibeles nos iba a resultar imposible.

 

 

            El padre de Él en la manifestación

 

Faltaban quince minutos para las seis de la tarde cuando supe que no había ninguna posibilidad de llegar a Sol por el recorrido diseñado. Todas las previsiones habían sido desbordadas. Desde Neptuno hasta Sol, por el Paseo del Prado, Cibeles y la Calle Alcalá, estaba completamente abarrotado.

“Imposible moverse en Atocha, cambio”.

“Imposible moverse en Cibeles, cambio”.

“Lleno absoluto en la Puerta del Sol, cambio”.

Sabíamos que los móviles no funcionarían bien y por eso teníamos un dispositivo de walkie-talkie para comunicarnos. Me había tocado a mí coordinar al equipo de seguridad, no sé como me las arreglaba pero siempre me tocaba cargar con el marrón que nadie quería asumir. Siempre me costaba negarme cuando me proponían algo, yo creo que todos lo sabían y por eso me lo proponían. A veces dudaba si la propuesta la hacían por mis cualidades organizativas o para librarse ellos de esas tareas, lo cierto es que una vez inmerso en la organización me centraba de tal manera que la labor me absorbía por completo.

            Desde que iniciamos la campaña mi trabajo había consistido en hacer visible el horror. En el metro, en las aceras, en las plazas, en las fachadas…, cualquier sitio era adecuado para hacer una pintada. Yo me movía seguro en esta tarea, la había realizado toda mi vida, significa sacar de mí lo que me estorbaba, lo que me quemaba en mi interior, sólo cuando veía en el suelo el cuadro dibujado me sentía tranquilo. Hasta que no conseguía sacar lo que llevaba dentro y plasmarlo para que otros pudieran contemplarlo, no descansaba.

Pensaba que mi aportación se limitaría a eso en esta ocasión, pero en la última junta de la Plataforma, cuando diseñamos el dispositivo de servicio de orden y seguridad, una voz pronunció mi nombre como coordinador y un coro de voces asintieron. Yo no supe negarme.

            La cabecera llevaba más de media hora constituida y no podía moverse. El servicio de orden me confirmaba que era imposible avanzar. Estábamos atrapados por lo que tanto habíamos perseguido: el éxito de la manifestación. Mi cabeza daba vueltas buscando una solución, no la encontraba, estaba cansado. Eran las seis menos cuarto de la tarde y llevaba en pie desde las cinco de la mañana.

 

“¿Qué tal estas?”.

“Estaba cansado, pero cuando he visto a mi modelita me he recuperado”.

“Tu modelita ha estado muy guerrera esta mañana”.

“Me echaría en falta, qué ha hecho”.

“Ha estado llorona y casi no ha querido teta”.

“¡Como no estaba yo para mimarla!”

“¿A qué hora te has ido?”.

“Un poco antes de las cinco”

“No te he sentido marchar”.

“Ya me he dado cuenta, por eso he abusado de ti”.

“¿Qué me has hecho?, bicho”.

“¡Ufff!”

“¿Quée?

“Te he besado donde tu sabes”

Eran las dos y estábamos comiendo en un restaurante típico de la calle de Huertas. Un edificio antiguo con un patio interior y unos soportales donde estaban las mesas. En el centro una fuente lanzaba unos chorros al aire que brillaban iluminados por los rayos del sol. Un árbol en una esquina buscaba con ahínco sobrepasar la casa, sus hojas comenzaban a desarrollarse en los primeros compases de la primavera. Mi modelita dormía apaciblemente en su silla, mi modela, mientras comía, me miraba a los ojos, me dedicaba una media sonrisa y me interrogaba.

“¿Cómo han respondido tus alumnos?”

“No ha fallado ni uno. Cuando terminé la clase pregunté: ¿Quién se apunta a pintar esta noche? Todos levantaron la mano. Y a las cinco y media estában en Gran Vía como un clavo”.

“Y ellos sin dormir. Porque antes estarían de copas, ¿no?”

“Sí, para ellos fue como continuar la marcha”.

“¿Cómo os organizasteis?

“Hicimos dos grupos, el de los pintores y el de los pancarteros”.

“¿Cómo?”

“Sí, los de las pintadas y los colocadores de pancartas”.

“¿Y cómo os apañasteis para llevar tantos materiales?”

“Cada grupo tenía su equipo de intendencia”

“¿Intenden…?”

“Intendencia. Los que tenían coches cargaron con las pinturas y los murales”.

“Y tú, de director de orquesta. Habrás disfrutado como un enano, dirigiendo la operación pintadas en un minuto, porque ¿cómo os las arreglabais para pintar entre los coches?”

“En un minuto eso es. En el tiempo que estaba un trozo de calle vacío porque un semáforo cortaba la circulación, nosotros pintábamos la paloma, el caballo herido o el estallido de la bomba”.

“¡Qué valor!, eso si que es militancia”.

“Como la tuya”.

“¿La mía?”

“Sí. Por estar aquí, por venir a comer conmigo. Por ayudarme a descansar con vuestra presencia”.

“¡Como no has querido ir a casa a comer y dormir un poco!”.

“Ya te dije que no me daba tiempo a ir a comer y además si me hecho siesta es peor, así, viéndoos a las dos, cojo fuerzas”.

“Sabes que me hubiese gustado acompañarte esta tarde”.

“Me vais a acompañar. Puedes estar segura”.

Le cogí la mano y roce mi pierna con la suya por debajo de la mesa. Un sonido familiar, reconocible en el momento, y entrañable, atrajo nuestra atención, alguien amenazaba con despertar. Un llanto protestón nos requería. Unos puños restregaban unos ojitos todavía apretados. Unos endebles brazos se levantaban. Unos pies pataleaban los bordes de la silla. El llanto subía repentinamente de tono.

“Ufff, esto lo arreglo yo en un periquete. Tú lo que quieres es estar con tu padre, ¿a que sí?”.

El llanto cambió de tono, ahora se hizo mimoso, había reconocido mi voz y su cuerpo se convulsionaba buscando unos brazos liberadores. Todo su cuerpo se movía haciendo unos esfuerzos sobrecogedores para extender los brazos e incorporarse.

Cuando la levanté hasta ponerla por encima de mi cabeza, alejándomela y acercándomela hasta rozar su cara con mi nariz, su llanto se convirtió en risa, sus manos se apresuraron a agarrarme el pelo y yo recuperé en un instante todas mis fuerzas para seguir adelante esa tarde.

 

No habíamos parado durante todo el día y ahora estábamos atrapados entre la multitud. La cabecera de la manifestación estaba mezclada y confundida entre tanta gente. No había diferencias, daba igual estar en la cabecera que estar en la cola. Todos éramos cabecera y todos éramos cola.

Había que tomar alguna decisión y la tomé. Decidí organizar un servicio de orden reducido que fuese abriendo paso a los artistas por unas calles distintas a las inicialmente previstas para el recorrido. Dibujé en mi mente un itinerario alternativo, organicé a un grupo reducido de unas diez personas, que agarradas de la mano formamos dos cadenas para proteger a los artistas, y avanzando en forma de flecha pudimos abrir camino.

Comenzamos a caminar en dirección contraria al sentido de la manifestación. Yo iba el primero y hacía de punta de lanza. Pedía, por favor, a la multitud que nos abriesen paso, que éramos los encargados de llevar a las personas que tenían que leer el manifiesto

De la Plaza de Neptuno, bajando hacia Atocha por el lateral izquierdo, llegamos a la calle de Lope de Vega. Fue un tramo duro, tuvimos que sortear primero a la multitud que se había congregado en torno a nosotros en Neptuno y que se apretaba intentando llegar lo más adelante posible para ver a los que formaban la cabecera, y después a los que subían por el Paseo del Prado procedentes de la estación de Atocha.

 “Pasillo por favor, pasillo por favor, dejen un pasillo, somos los encargados de leer el manifiesto y debemos llegar hasta la Puerta del Sol”. Repetía yo una y otra vez.

Y la frase era una llave que nos iba abriendo poco a poco el camino, porque la gente al oírla y al reconocer a los famosos se apretaba exageradamente abriendo un estrecho sendero por donde pasábamos.  Los artistas eran recibidos con palmadas en las espaldas, chocándoles las manos, con aplausos y con los gritos de:

“NO… A… LA… GUERRA…, NO… A… LA… GUERRA…, NO… A… LA… GUERRA...

Subimos por la calle Lope de Vega pero vimos que bajaba mucha gente y atravesamos por Medinaceli hacia Huertas. Las calles seguían llenas aunque a medida que nos alejábamos de la cabecera y del recorrido oficial las aglomeraciones eran menores y las posibilidades de abrirnos paso eran más fáciles. Por la calle Huertas vimos un reguero impresionante de personas que bajaban organizadas, llevaban cientos de pancartas, llevaban las caras pintadas, llevaban charangas…eran tantos que decidimos alejarnos un poco más y buscar la calle Atocha por la calle Zucar. Atravesamos la calle Moratín sin atrevernos tampoco a subir por ella al ver la riada que bajaba.

Al llegar a la calle Atocha nos la encontramos también llena de gente, no tanta como en las calles anteriores, porque era más ancha y se encontraba más alejada del recorrido previsto, pero sí había un número suficiente para dificultar la marcha. Tuve que repetir las mismas frases, que nos abriesen paso, que nos dejasen avanzar, que debíamos llegar a Sol para leer el manifiesto. “Ya, ya, si ya lo han dicho por la radio”, me contestaron, y volvimos a recibir las mismas muestras de entusiasmo y las mismas facilidades para avanzar.

De boca en boca corrió la noticia: “todo el recorrido desde Atocha hasta Sol está lleno, las calles adyacentes también están abarrotadas, la cabecera de la manifestación no se puede mover de la Plaza de Neptuno, los artistas encargados de leer el manifiesto tratan de abrirse paso por calles paralelas para llegar a Sol”.

Por eso cuando oían nuestras voces pidiendo por favor que nos abriesen paso, cuando reconocían las caras de los famosos, la solidaridad florecía, se juntaban más, les hacían pasillo, les aplaudían, les saludaban ofreciéndoles sus manos y los gritos en contra de la guerra arreciaban con una fuerza inusitada.

El grupo de actores escoltado por nuestro reducido servicio de orden avanzó hacía Sol con la emoción contenida en sus rostros, llevaban las manos en alto chocándolas con todos los que se las ofrecían, se unían a sus gritos y la calle era un clamor, de todas las gargantas salía el mismo grito, que resonaba en las calles de Madrid, como resonaba en las calles de Barcelona, como resonaba en las calles de Roma o de Londres o de Berlín o de Tokio o Nueva York…

 

“Me huele a caca”, “A mi también”, “Tu modelita es una cagona”.

Eran las tres, habíamos terminado de comer, la había llevado en brazos por la calle Huertas hasta el Paseo del Prado, la habíamos sentado entre los dos en su sillita y yo la empujaba por el paseo central desde Neptuno a Cibeles cuando un tufillo totalmente conocido llegó hasta nuestras narices para apoderarse del olor a la hierba recién cortada y de las primeras rosas que aparecían en los laterales del paseo.  

“Sin remedio, vamos a tener que buscar un banco”, “Allí hay un pequeño parque para hacer la tarea”.

Mientras un niño se columpiaba y una niña trepaba por un laberinto de cuerdas, de escaleras y de postes, nosotros realizamos la tarea. Lo teníamos bien estudiado, entre los dos era llevadera, la apoyamos en mis muslos y yo la sujeté los pies, los levanté y los separé lo suficiente para que ella despegara fácilmente el dodotis, lo envolviese con sumo cuidado y guardase con delicadeza el pastelito que nos había ofrecido de regalo. Mientras tanto yo la acerqué mi cara para que la arañase con sus débiles deditos, le hice cosquillas en el pecho y le mordisquee sus manos con mi boca.

“A guardar, el regalito de mi niñaaa, eeeh”, pareció entenderlo porque respondió a su madre con una sonrisa y un movimiento aprobatorio de los pies que yo había dejado sueltos.

Se los volví a sujetar para ponerle el pañal y…

“Culito limpito… ya tiene mi niña…”, y volvió a rezongar.

Una pareja de jóvenes agarrados de la mano nos miró, hicieron una mueca a modo de sonrisa y lentamente se alejaron.

“Que fácil resulta cuando son pequeños, de mayores todo se complica”, exclamé con un suspiro que ella supo interpretar inmediatamente.

“Porque se hacen independientes. Has conseguido quedar con Él”

“Quedamos en cenar hoy. Estoy pendiente de que me llame para fijar el sitio”.

“Parece que todo se normaliza”.

“Eso espero. Tú has tenido mucho que ver, la conversación que tuviste el otro día con él ha dado sus frutos”.

“Hice lo que pude. Le noté muy cambiado”.

“Se habrá hecho mayor”.

“Suerte, y no llegues muy tarde”.

Desde donde estábamos se veía la Plaza de la Cibeles, en el lateral del edificio de correos unos operarios trabajaban en la instalación de un andamiaje para colocar puntos fijos de televisión. A nuestra izquierda un grupo de personas jóvenes con ristras en su cabello colocaban una pancarta. Cuando la desplegaron apareció un Guernica.

 

Llegamos a la Plaza de Jacinto Benavente y allí las cosas se complicaron, estábamos ya a sólo unos trescientos metros de la Puerta del Sol. Sólo teníamos que bajar Carretas y ya estábamos ante el escenario, pero la gente cada vez estaba más apretada y a pesar de las voces pidiendo un pasillo, a pesar de los esfuerzos de las gentes por apretarse aún más, nos resultaba prácticamente imposible encontrar el hueco.

Éramos un conglomerado humano, no había huecos, no había espacios, sólo había cuerpos pegados, personas que habían perdido su individualidad para convertirse en colectivo humano. Así, poco a poco, fuimos bajando Carretas juntando nuestros pechos con los de las personas que nos cedían su puesto, porque ya no era pasillo lo que nos hacían, era simplemente intercambio de posiciones, el que ocupaba un sitio lo cambiaba por el nuestro y los artistas avanzaban una posición, y así uno a uno, posición a posición llegamos hasta Sol.

Faltaban unos cincuenta metros hasta el escenario y no pudimos avanzar más. Los artistas si llegaron. Les vi como llegaron en volandas, sin tocar el suelo, porque no había espacio para posar los pies. Llegaron porque las personas les levantaron con sus manos, manos abiertas llenaban La Puerta del Sol, palmas que se agitaban pidiendo la paz. Les subieron por encima de sus cabezas, y les pasaron de unas manos a otras haciéndoles avanzar los últimos metros. ¡En volandas!, como los toreros, les vi llegar al escenario.

“Ya les tenemos, cambio”, “Yo no puedo moverme, cambio”

 

El escenario estaba acordonado por un fuerte servicio de orden al que yo sólo pude saludar levantando las manos. Pasé una por mi frente para limpiarme el sudor, la otra la metí en el bolsillo y noté que mi móvil vibraba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 “Ellos creían que nos habíamos cansado de protestar y que les habíamos dejado libres para seguir en su alucinada carrera hacia la guerra. Se equivocaron. Nosotros, los que hoy nos estamos manifestando, aquí y en todo el mundo, somos como aquella pequeña mosca que obstinadamente vuelve una y otra vez a clavar el aguijón en las partes sensibles de la bestia. Somos, en palabras populares, claras y rotundas para que mejor se entienda, la mosca cojonera del poder.

Ellos quieren la guerra, pero nosotros no les vamos a dejar en paz. A nuestro compromiso, ponderado en las conciencias y proclamado en las calles, no le harán perder vigencia y autoridad (también nosotros tenemos autoridad) ni la primera bomba ni la última que vengan a caer sobre Irak.

No digan los señores y las señoras del poder que nos manifestamos para salvar la vida y el régimen de Sadam Husein. Mienten con todos los dientes que tienen en la boca. Nos manifestamos, eso si, por el derecho y por la justicia. Nos manifestamos contra la ley de la selva que Estados Unidos y sus acólitos antiguos y modernos quieren imponer al mundo. Nos manifestamos por la voluntad de paz de la gente honesta y contra los caprichos belicistas de políticos a quienes les sobra en ambición lo que les va faltando en inteligencia y sensibilidad. Nos manifestamos en contra del concubinato de los Estados Unidos con los superpoderes económicos de todo tipo que gobiernan el mundo. La tierra pertenece a los pueblos que la habitan, no a aquellos que, con el pretexto de una representación democrática descaradamente pervertida, al final les explotan, manipulan y engañan. Nos manifestamos para salvar la democracia en peligro...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Él en la manifestación

 

No tuvimos ninguna dificultad para hacer el diseño de la camiseta. Por delante reprodujimos la diana con la cara de Bush y el dardo clavado en el ojo, debajo el nombre de CHIGUAGUA. Por la espalda  el NO A LA GUERRA.

Hicimos doscientas y todos los miembros del equipo participamos en su venta. Podíamos haber hecho muchas más porque nos las quitaron de las manos, pero el tiempo se nos echó encima y no dio para más. Nos conformamos con las doscientas.

 

“¿Qué, al fin solo?”, fue el recibimiento de mi Amigo cuando nos juntamos en el bar.

“Sí, solo. ¿Pasa algo?”.

“No, nada… pero como habías dicho que vendríais los dos…”. 

Mi Amigo me conocía bien y sabía la pelea que manteníamos por ir juntos a la manifestación.

“Ella va con el grupo de su facultad, la acabo de dejar en Ciudad Universitaria, tenemos plena libertad para ir con quien nos dé la gana, ¿vale?”

“Vale, vale, solo que…”.

 

La verdad es que intenté que me acompañase hasta el último momento, después de comer en su casa se lo volví a pedir, pero ella fue firme, me dijo que si quería ir con ella tendría que ser con su grupo, que el mismo derecho tenía ella a ir con los de su facultad que yo a ir con los del Chiguagua. Así que la acompañé en el metro hasta su facultad y no insistí más, pues desde la tarde de Núñez de Balboa, supe que nuestra relación iba a ir por otro camino. En el fondo su determinación me enorgullecía, la veía más mujer, más segura de sí misma, con una personalidad fuerte, había madurado y se mostraba libre, y esa libertad me la trasmitía, igual que me trasmitía su confianza y su seguridad.  Me había enseñado a amar en igualdad y a dar otro significado a nuestra relación.

El amor en igualdad nos permite acercarnos más a nosotros mismos, a alejarnos de la obsesión, a darnos cuenta de que hay personas a nuestro alrededor, personas que reclaman nuestra atención y que proporcionan armonía y equilibrio a nuestras vidas. Pero sobre todo el amor en igualdad me dio seguridad en mi mismo porque amándola a ella me amaba a mi, confiando en ella confiaba en mi y dejando que ella viviese su vida me estaba dando vida a la mía.

Por eso no insistí, y por eso la conversación que mantuvimos esa tarde mientras la acompañaba en el metro giro en torno a la igualdad con mi padre: “Me he dado cuenta de que somos dos personas maduras dueñas cada uno de su destino”, le dije en un arrebato filosófico. Y en la conveniencia o no de que me acompañase en la cena. Yo insistía en que viniese y ella en que era mejor que estuviésemos los dos solos.

“Estoy seguro que a mi padre le gustará que vengas”.

“Yo estoy segura que después de tanto tiempo tendréis muchas cosas que deciros”.

“Hay cosas que no se dicen con palabras”.

“A mi me da igual ir que no. La pregunta que me hago es cómo os encontraréis más a gusto”.

“Vamos por partes. Yo me sentiré más a gusto si vienes conmigo. Mi padre, creo que también, pero no está aquí y no se lo podemos preguntar”.

“Lo que tengáis que hablar lo haréis con más libertad estando solos”. 

“Mira, no vamos a hablar, yo no tengo nada que decir, y no quiero que el me diga nada. Yo no le voy a pedir perdón, y él a mí tampoco. En realidad la reconciliación es un instante, un momento, el momento de una mirada, el tiempo que dura el apretón de manos, el abrazo y el beso. Después vamos a estar solos, porque los dos vamos a estar pensando en ti. Seguro”.

“Vale, vale, no sigas. Voy”

 

El andén opuesto a donde nos encontrábamos estaba vacío. En el nuestro había bastantes personas cuando llegamos. Éramos unos cuarenta, al llegar en tropel y uniformados con nuestra camiseta, armamos un pequeño revuelo.

“¡BUSH A-SE-SI-NO!”, gritó uno.

“¡NO A LA GUERRA!”, respondimos otros. Los que estaban en el andén aplaudieron.

El metro tardo unos cinco minutos en llegar y en ese tiempo la estación se llenó de gente.

“¡Tren corto, qué hijos de puta! Gallardón y Manzano boicotean la manifestación”, dijo mi Amigo.

“A-SE-SI-NOS, A-SE-SI-NOS”, gritamos.

En efecto, el tren que entraba en la estación del Barrio del Pilar era de tres vagones en vez de los seis que hacían el recorrido habitual en la línea nueve. Cuando vimos que venia casi lleno, le recibimos con una estruendosa pitada. Se abrieron las puertas y la gente se apretó para que pudiésemos entrar todos. A duras penas lo conseguimos, pero fue tanto el esfuerzo, tanta la generosidad, que todavía consiguieron entrar los de las dos estaciones siguientes. No cabía un alfiler, estábamos tan apretados que compartíamos nuestro aliento, pero no nos importaba, en todas las miradas que compartía a mi alrededor notaba la misma indignación y la misma rabia, y al mismo tiempo el mismo deseo de apretarnos un poco más para que el número de manifestantes aumentara.

A partir de Plaza de Castilla se comenzó a escuchar en las estaciones a las que íbamos llegando la misma frase: “Este tren está lleno, no admite más viajeros, en breves momentos llegará el siguiente”. Y a continuación los mismos silbidos, los mismos gritos y los mismos insultos al Alcalde y al Presidente de la Comunidad.

En todas las estaciones se repetía la misma imagen: un andén lleno, el de enfrente totalmente vació. En Príncipe de Vergara teníamos pensado hacer trasbordo para bajarnos en Retiro, que era el lugar donde habíamos quedado con más gente del barrio, pero volvimos a escuchar por los altavoces: “NO SE PERMITE EL TRASBORDO A LA LÍNEA DOS DEBIDO A LO LLENOS QUE VIENEN LOS TRENES, SE RUEGA A LAS PERSONAS QUE VAYAN A LA MANIFESTACIÓN QUE SE BAJEN EN ESTA ESTACIÓN”.

El tren se quedó prácticamente vacío en Príncipe de Vergara, sólo ocho o diez personas siguieron su trayecto, el andén se llenó, parecía mentira que hubiésemos cabido tanta gente en los tres vagones del metro. No habíamos terminado de bajar cuando llegó el otro tren, el que venía en dirección contraria, también era corto, se quedó igualmente vacío y el andén lleno. Cuando nos juntamos los procedentes de ambas direcciones atascamos las escaleras. Iban llenas las escaleras mecánicas de subida y se ocupaba todo el ancho de las normales, sin dejar sitio para la bajada, en realidad no hacia falta, porque bajar, no bajaba nadie, ni siquiera por las mecánicas. Al bullicio que llevábamos los de nuestro andén se unió el que traían los del otro, convirtiendo a los pasillos del metro en un preludio de lo que iba a ser la manifestación.

 

“Tengo que decirte una cosa importante”.

“No me digas que te vas a afiliar al sindicato”.

“Eso puede esperar. Lo de esta noche es más importante…Voy a quedar a cenar con mi padre”.

“Bueno, tampoco es para tanto”.

“Tú eres gilipollas o que te pasa, has estado siempre diciendo que tenía que arreglarme con mi padre y ahora me dices que no es para tanto”.

“Paara, no te enfades. Me alegro, pero no es para tanto porque nunca he pensado que fueses tonto, así que antes o después te tenías que arreglar. Un padre y un hijo no pueden estar eternamente enfadados”.

“No pueden estar eternamente enfadados…uuuh, uuuh, uuuh”.

“De qué te ríes, bobo”.

“De que dices las mismas cosas que mi abuela…¡viejo!”.

Estábamos en el Retiro. Mientras mi Amigo y yo hablábamos habían ido llegando más personas del barrio, eran de las que habitualmente se pasaban por el bar y que llevaban nuestra camiseta. También había llegado una charanga de la asociación de vecinos. Nos juntamos unas doscientas personas en una de las esquinas del lago. El retiro estaba lleno de grupos que se estaban organizando, con charangas, pancartas, camisetas, bocinas, disfraces, zancudos, sombreros, globos…, el panorama era impresionante.

Bajamos ocupando todo el paseo y buscamos la puerta de España para salir a la calle Alfonso XII, teníamos pensado  llegar hasta Neptuno por la calle Antonio Maura.

No podíamos salir del retiro. La puerta de España estaba colapsada, poco a poco se habían ido llenando todos los paseos y las puertas de salida no daban abasto a tanta gente.

 

“La que se está liando en Atocha, escucha”, mi Amigo llevaba un mptres por el que escuchaba una emisora de radio, me pasó un auricular y escuché:

“Enormes problemas de circulación en la estación de Atocha. Los trenes de cercanías llegan completamente abarrotados. Los viajeros protestan porque no se han puesto trenes suficientes y han venido apretados sin apenas poder respirar. Una compañera que está en un andén nos pide paso”.

“Sí, tenemos con nosotros a un pasajero que ha salido estrujado por la puerta:

-¡Una vergüenza!, no hay derecho. De Coslada viene un tren cada cuarto de hora. ¡Cómo sardinas en lata!, así venimos.

– ¿Cree que es intencionado, que la Comunidad no ha puesto los trenes necesarios a propósito?

– Estoy seguro, sólo hay que escuchar lo que ha dicho Gallardón, que la respuesta no iba a ser mayoritaria porque la mayoría de la gente entiende la posición del Gobierno.

– Pues muchas gracias. Y a vosotros os dejo, no sin antes deciros que los andenes están completamente llenos y los trenes siguen llegando y vomitando más y más pasajeros. La aglomeración es impresionante, puede ocurrir alguna desgracia si no se toman medidas”.

“Joder tío, que hijos de puta”, le dije a mi Amigo y seguí escuchando.

“La gente que llena la estación de Atocha no puede salir a la calle porque ya está llena. Desde nuestro puesto podemos ver perfectamente lleno el Paseo Infanta Isabel y la Glorieta de Atocha”.    

 

“Lo… llaman… democracia… y no lo esss…oeee….oeee… lo…llaman…democracia…y no lo esss… ”

Fue el cántico que escuche cuando devolví el auricular a mi Amigo.

Las personas que estaban a mi lado se agarraron las manos y las levantaron. El que estaba a mi derecha me ofreció su mano, se la di, al mismo tiempo di un golpe a mi Amigo para que dejase el mptres, me diese la suya y escuchase. Con las manos levantadas y dando saltos todos nos pusimos a cantar:

“Lo… llaman… democracia… y no lo esss…oeee….oeee… lo…llaman…democracia…y no lo esss… ”

“La cabecera de la manifestación está atrapada. No pueden salir de Neptuno. Lo acaban de decir por la radio”, me dijo mi Amigo. Entonces yo me acorde, saque mi móvil y marqué:

“El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda, me lo imaginaba”.

Volví a marcar:

“El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda, mierda, lo sabía, tenía que haber llamado antes”.

 

Todo estaba lleno. Pero yo encontré mi camino. Hay un sitio por donde sólo circulan los sueños. Un sitio que me había aprendido de pequeño y que ahora veía con claridad. Una simple valla separaba a la gente que estábamos dentro del retiro de la que llenaba por completo la calle de Alfonso XII. Una valla a la que dirigí mis ojos, vi sus bordes puntiagudos, pero sus puntas no eran cuchillos afilados, más bien eran dulces bordes suavizados, una ligera redondez les hacía atractivos.

Me quedé por unos momentos ensimismado.

La línea que nos separaba apuntaba al cielo.

Cuando baje la vista y me cruce con la de mi Amigo supe que él se había dado cuenta de todo.

“Tú puedes”

“Claro que puedo. Tú me vas a ayudar y me vas a alcanzar esa pancarta”.

La pancarta la traían vecinos del barrio. Sólo ponía PAZ. Yo saqué un rotulador y añadí el nombre de Ella.

Mi amigo colocó sus manos a la altura de su cintura. Yo me descalcé y puse mis pies en sus manos al mismo tiempo que me agarraba a la valla. Mis pies pasaron de sus manos a sus hombros, y de sus hombros pasaron a su cabeza. Cuando llegaron a su cabeza yo ya me había apropiado de los bordes de la valla. Ya los acariciaba, notaba su frialdad pero sabía que los tenía domados. Trepé el trozo escaso que me faltaba y mis manos y mis pies se hicieron sus dueños. Cuando conseguí erguirme, levantar los brazos y pedir la pancarta, una sonora ovación me dio la seguridad de que no fallaría en mi intento.

Despacio, acariciando con mis pies los bordes de la valla y con mis brazos levantando la pancarta, caminaba más cerca de las nubes que de la multitud que seguía en el retiro y de la que llenaba las calles de Madrid. Porque no era solo Alfonso XII la calle abarrotada: Valenzuela, Montalván, Juan de Mena, Antonio Maura…, hasta la Cuesta Moyano solo se veían cabezas, cabezas o manos abiertas levantadas, porque el instinto unía a todas las personas y unificaba los gritos y unificaba los gestos, y desde arriba se veía la ola de las manos al levantarse, las palmas de las manos que empezaban a aparecer en la Plaza de Neptuno eran como un río que avanzaba por todas las calles. El asfalto había sido sustituido por personas, por personas que levantaban las manos al unísono, por personas que gritaban los mismos cánticos, por personas que ahora se quedaban quietas, que me miraban y que me aplaudían cuando pasaba.

Desde arriba todo está más claro, veía a las personas con sus miradas elevadas al cielo buscando la paz que no encontrábamos en la tierra, la paz que llevábamos dentro y que nos la estaban pisoteando. Veía también más claros mis sentimientos. Ella había quedado con la gente de su facultad en la Cuesta Moyano, esquina del Retiro. Yo desde la altura moví la pancarta porque en un momento determinado supe que me miraba. La agité mientras hacía equilibrio con mis pies descalzos que se agarraban a la redondez de picos de la valla, una bocanada de viento me hizo perder el equilibrio y mis manos soltaron la pancarta para sujetarme, lo conseguí a duras penas, y cuando estuve otra vez erguido vi como la pancarta se cimbreaba por las calles de Madrid y como un montón de manos se peleaban por alcanzarla, no tuve ninguna duda supe que mi pancarta alcanzaría su destino.

Miré hacia la Plaza de Neptuno, la cabecera de la manifestación seguía atrapada. Busqué mi móvil y volví repetir la llamada:

“El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”.

“Mierda, esto no lo soluciona la altura”.

Me di cuenta de que iba a ser imposible hablar con mi padre, la enorme afluencia de gente había colapsado la cobertura de los móviles, entonces le escribí un sms confiando que antes o después lo recibiría:

“Despues dlamani qdamos xa cnar no recuerdo el nombre xo si el lugar ladehesa dela villa dnde íbamos cuando era peqeño acomer esas chuletillas ala brasa tan ricas nose maolvidao el sitio bss”.

 

 

 

 

 

            “…Hasta ahora la humanidad ha sido siempre educada para la guerra, nunca para la paz. Constantemente nos aturden las orejas con la afirmación de que si queremos la paz mañana no tendremos más remedio que hacer la guerra hoy. No somos tan ingenuos para creer en una paz eterna y universal, pero si los seres humanos hemos sido capaces de crear, a lo largo de la historia, bellezas y maravillas que a todos nos dignifican y engrandecen, entonces es tiempo de meter mano a la más maravillosa y hermosa de todas las tareas: la incesante construcción de la paz. Pero que esa paz sea la paz de la dignidad y del respeto humano, no la paz de una sumisión y de una humillación que demasiadas veces vienen disfrazadas bajo la mascarilla de una falsa amistad protectora.

Ya es hora de que las razones de la fuerza dejen de prevalecer sobre la fuerza de la razón. Ya es hora de que el espíritu positivo de la humanidad que somos se dedique, de una vez, a sanar las innúmeras miserias del mundo. Esa es su vocación y su promesa, no la de pactar con supuestos o auténticos ejes del mal...

No hay ninguna exageración en decir que la opinión pública mundial contra la guerra se ha convertido en una potencia con la cual el poder tiene que contar. Nos enfrentamos deliberadamente a los que quieren la guerra, les decimos “NO”, y si aún así siguen empecinados en su demencial afán y desencadenan una vez más los caballos del Apocalipsis, entonces les avisamos desde aquí que esta manifestación no es la última, que continuaremos las protestas durante todo el tiempo que dure la guerra, e incluso más allá, porque a partir de hoy ya no se tratará simplemente de decir “No a la guerra”, se tratará de luchar todos los días y en todas las instancias para que la paz sea una realidad, para que la paz deje de ser manipulada como un elemento de chantaje emocional y sentimental con que se pretende justificar las guerras.

Sin paz, sin una paz auténtica, justa y respetuosa, no habrá derechos humanos. Y sin derechos humanos –todos ellos, uno por uno- la democracia nunca será más que un sarcasmo, una ofensa a la razón, una tomadura de pelo. Los que estamos aquí somos una parte de la nueva potencia mundial. Asumimos nuestras responsabilidades. Vamos a luchar con el corazón y el cerebro, con la voluntad y la ilusión. Sabemos que los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor. Ellos (no necesito ahora decir sus nombres) han elegido lo peor. Nosotros hemos elegido lo mejor”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nota: en cursiva trozos del discurso leído por José Saramago y Dulce Chacón en la manifestación del 15 de marzo del año 2003 en Madrid.