La cabaña

 

 

 

 

 

Estaban frente a frente. Desnudos. No había más luz que la que producía el fuego de la estufa, pero era suficiente porque la llama fogosa que desprendía iluminaba todas las partes de sus cuerpos. Les daba una luz resplandeciente y les iluminaba por dentro.

Brillaban los dos en la penumbra. La parte iluminada por el resplandor de la estufa tenía un tono rojizo que llamaba al deleite, el resto del cuerpo quedaba en la sombra, en una sombra misteriosa, cada vez más espesa a medida que se alejaban del fuego, pero al mismo tiempo cada vez más atractiva y hermosa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nada más llegar, lo primero que hicimos fue encender la estufa, a pesar de ser una hora temprana el cielo nublado hacía que pareciese que la noche se había echado encima.

Los faros del Vitara iluminaban la cabaña, mientras ella sacaba el bolso que habíamos preparado conjuntamente yo llené la estufa de leña de pino y con un trozo de tea y unos papeles la encendí. Enseguida empezó a arder con fuerza y a devorar los palos muy secos que había introducido.       

Después metí palos gruesos de fresno para que diesen consistencia al fuego, y comenzó a aparecer el olor agradable a la leña quemada, convirtiéndose la cabaña en un lugar acogedor y tranquilo que cada vez contrastaba más con el viento que resoplaba en sus paredes amenazando una noche de oscuridad y de frió, una noche de invierno cerrado que invitaba a buscar la intimidad, el calor y el cariño.

Todo cambió en un momento, la estufa se convirtió en una antorcha resplandeciente que hizo innecesaria la luz de los faros y el frío dio paso a un calor agradable.

Cerré la puerta y la miré dulcemente. Su cara resplandecía a la luz de la llama ardiente que devoraba los trozos de leña. Una llama que rugía compitiendo con el ruido, cada vez más fuerte, del viento que azotaba la cabaña.

La miré intensamente durante largo rato, el tiempo era lo único que teníamos que gastar. Ella aguantó mi mirada al tiempo que una leve sonrisa iba apareciendo en su cara. Disfrutaba de su mirada y observaba su cuerpo con la sensación de ser lo único que tenía que hacer esa noche, de ser mi mejor película, mi mejor cuadro, mi mejor obra de arte.

No me atreví a pronunciar la primera palabra porque no quise romper el hechizo. La sonrisa de ella se hacia cada vez larga y más insinuadora. Me recreaba descubriendo la chispa de alegría que se escondía detrás de su mirada. Reconocí en ella el deseo y el gozo y me di cuenta de que era mi mismo deseo y mi mismo gozo.

“¿Qué miras?”, fue ella quien me preguntó primero, lo hizo pícaramente demostrándome que ya no podía aguantar más, “A ti, te estoy desnudando con mis ojos”, “Uhh, me gusta, ¿a ver como lo haces?”, “Pues veras, te agarro el jersey suavemente por la cintura y lo subo despacio. Noto su rugosidad. ¡Es fuerte! Tiene que abrigar mucho. Pero aquí ya te estorba, empieza a notarse el calor”, “Tienes razón, me estorba, sigue”, “Tiro hacia arriba, tú subes los brazos, sale por tu cabeza. Descubro tu cuerpo  envuelto en tu camiseta verde”, “¿Por qué sonríes?”, “Por que ahora se marcan más tus pechos”, “Me estás dando envidia”, “A mi también me estorba el jersey”, “No te preocupes te lo quito. Levanta los brazos. Ya está”.

Seguimos el juego paso a paso hasta quedarnos desnudos, entonces agarré sus manos, acerqué mis labios a su boca… y la bese.

“¿Te ha gustado?”, “Me va a gustar más cuando me desnudes de verdad”.

De verdad. Lo hice de verdad. Con una lentitud maravillosa. Disfrutando de cada instante. Saboreando cada momento. Le quité la ropa y ella sin poder resistirse me la quitó también.

Era la primera vez que nos encontrábamos absolutamente solos. Sin una ciudad que nos cerrase el paso, sin una casa con paredes que nos espiasen, sin miedo a ruidos extraños o luces indiscretas. Estábamos solos compartiendo el espacio y el tiempo.

“Me gusta verme reflejada en la pupila de tus ojos”, me dijo mientras mi cuerpo se quemaba con el suyo en la llama del amor.

 

Habíamos llegado a la cabaña una tarde de invierno, una tarde cerrada, tristona, seria, gris. Era el fin de semana previo a la Navidad, habíamos elegido esa fecha porque la Navidad la teníamos comprometida, nos habíamos repartido las fechas: con los padres de Ella el veinticuatro, con mi madre el veinticinco y el fin de año en el Chihuahua.

Me costó trabajo convencerla para despedir el año en el Chihuahua, ella quería acudir a una fiesta que organizaban sus amigos de la facultad. Nos pasamos más de una semana discutiendo. Después de mi reencuentro triunfal en la partida de dardos, había vuelto a integrarme en la dinámica del grupo y eran muchas las noches que terminábamos allí bebiendo la última copa. Ella cada vez se alejaba más de sus amistades, lo que la producía desasosiego y mal humor, por eso quería reencontrarse también acudiendo a esa fiesta. Cuando estaba a punto de claudicar ante el desden que ella me mostraba, me sorprendió diciéndome que sus compañeros eran idiotas y que ya no iba a ir a la fiesta.

Había surgido un incidente que lo arregló todo. La fiesta de la facultad se convirtió en una cita a ciegas con un amigo invisible. Cada persona que acudía a la fiesta debía de llevar un regalo a otra de diferente sexo. Se fijó un día tope para inscribirse, los hombres introducían su nombre en una urna y las mujeres en otra. En la fecha fijada si eras hombre tenías que coger tu papeleta de la urna de mujeres y si eras mujer al contrario.

La propuesta la debió de dejar descolocada porque me lo fue contando a medias y siempre concluía diciendo, “Es que son tontos, siempre hacen las cosas el mismo grupito y sin contar con los demás”.

 

La Navidad siempre me había producido sensaciones agradables y ahora estábamos en el tiempo previo que es cuando más se disfruta, porque se disfruta de la ilusión y la esperanza. Le había propuesto ir al pueblo porque era el lugar más adecuado para escondernos, para estar solos. El Vitara que nos llevó por los parques de Madrid en aquel otoño maravilloso, nos trajo ahora, por montañas repletas de nieve y por carreteras en las que otros coches necesitaban cadenas, a ver paisajes hermosos de pinos con las ramas caídas por el peso de la nieve helada pegada a sus hojas.

Bajamos el puerto, serpenteamos la carretera que bordea la sierra y entre una niebla espesa llegamos a un pueblo escondido. Lo cruzamos despacio, nos adentramos por una callejuela estrecha y llena de barros y llegamos a la cabaña.

La cabaña podía ser un garaje, podía ser el lugar adecuado para celebrar una merienda -una chuletada decía mi padre- con un grupo de amigos al calor del fuego con un buen jamón y con un buen vino, pero sobre todo era el lugar ideal para las tertulias en los atardeceres de verano, para tomar unas copas por la noche, apagar la sed y combatir el calor a la luz de la luna.

En el invierno, aunque estaba preparada para combatir el frío con una estufa de hierro forjado, con leña en abundancia para calentarla de inmediato y con una bombona de butano y un calentador para tener agua caliente en la ducha del diminuto cuarto de baño;  permanecía casi siempre abandonada. Se llenaba de telarañas que nadie limpiaba y se convertía en el lugar donde se guardaban aperos y trastos.

Mi padre había construido la cabaña para tener un lugar donde refugiarse, para disfrutar a solas de sus amistades. La habíamos construido hacía ya diez años, en los tiempos en que la familia todavía permanecía junta y las ilusiones eran compartidas. En ella pintó sus sueños. Las paredes estaban adornadas con sus cuadros, algunos de ellos inacabados. Cuadros que se mezclaban con estanterías llenas de herramientas,  con aperos de labranza, con pucheros viejos, con vasijas antiguas y sobre todo con los recuerdos. Recuerdos de tiempos pasados, de tiempos difíciles, de la lucha por la vida labrando un campo inhóspito y mísero.

El corazón de mi padre latía en la cabaña, notaba su calor, recordaba uno a uno los días que habíamos dedicado a construirla, porque en la construcción habíamos participado todos, cada uno ayudó lo que pudo, bajo la dirección de un modesto albañil del pueblo fuimos construyendo y haciendo realidad el diseño elaborado por mi padre: cuarenta y dos metros cuadrados cuyo destino final debería ser un garaje con capacidad para dos vehículos y que sería el comienzo para después construir la casa.

Mientras la casa llegaba, la cabaña sería un lugar multiusos, un lugar donde poder celebrar reuniones, meriendas e incluso aprovechar para dormir una noche. Tenía un servicio al fondo a la derecha. En tan sólo un metro cuadrado había una taza y una ducha, en el centro de la pared del fondo estaba la estufa, el resto era diáfano con suelo de cemento y con borriquetas y tablas a los lados para improvisar la mesa. Todo fue bien al principio, pero...

Todo se truncó de repente cuando llegó aquel dolor inolvidable, aquel momento en que me partieron el corazón.

No me imaginé nunca otra vida que no fuese ligada a mi padre y a mi madre. No me imaginé que pudiera romperse lo que parecía seguro, nunca había pasado por mi mente la posibilidad de que mis padres se separaran. Y sin embargo llegó como una cosa natural, como algo que todo el mundo veía normal, todos menos yo. Y menos el abuelo, que se unió conmigo en una pelea para no aceptar lo inevitable.

 

Me lo dijeron con toda naturalidad, hablando los tres, o mejor dicho, hablando ellos dos y escuchando yo, porque yo no sabía que decir. Nunca supuse que me iba a encontrar en una situación así. Intentaron crear un clima de normalidad  para hacerme el menor daño posible, “Eres mayor y tenemos que hablarte de un tema muy serio”, me fueron preparando el terreno, no utilizaron la brusquedad ni los malos modos, “Nuestras relaciones no van bien últimamente”, me lo fueron diciendo poco a poco, pero sin dar cabida al retroceso, “Tu padre ha encontrado a otra persona con la que se entiende mejor”, hasta llegar al último momento, al comunicado final: “Llevábamos ya un tiempo sin entendernos como pareja”,  “En la vida hay diferentes momentos y ahora nos va a tocar vivir uno nuevo”, “Hemos decidido que lo mejor es separarnos”, “Tu ya eres mayor y lo entiendes todo” “ Nuestra separación va a ser amistosa” “Hemos disfrutado mucho juntos los tres y seguiremos disfrutando aunque de forma distinta”, “Hemos hablado mucho y hemos decidido que será lo mejor para los dos”, “Cada uno va a rehacer su vida”, “Debes elegir con quien te quedas”,  “ Tu madre se queda aquí y yo me voy a vivir a otra casa”.

¡A otra casa!, no se atrevió a decir a otro hogar, con otra mujer, otra mujer que está embarazada, que espera una hija que será tu hermana.  No, no se atrevió a decírmelo así, con toda su crudeza, lo resumió en una frase: “Yo me voy a otra casa”.

Siguieron hablando sin que percibiese que frases decía mi padre y cuales decía mi madre, porque todas se agolpaban en mi mente llenándome de indignación y de dudas. “Nosotros pensamos que es mejor que te quedes aquí,  aquí tienes tu habitación y tu vida, pero eres mayor de edad y tienes que decidir tú, en los dos sitios te queremos y aunque elijas uno como el habitual siempre podrás acudir al otro cuando lo desees”, “No queremos que sufras”, “Nos tendrás a los dos, como ha sido siempre, sólo que nos tendrás por separado en vez de juntos”

No por ser comprensivos y delicados fue menor mi dolor, ni por ser amistosa su separación fue menor mi frustración. Tampoco mi edad amortiguó el golpe, porque habíamos sido tres, toda la vida habíamos sido tres, y tres no se podían partir en uno y medio, no importaba la edad, ¡qué error pensar que por ser mayor el sentimiento sería menor!

 

La cabaña estaba en un sitio apartado, a unos quinientos metros del pueblo, un trozo de llano desde donde se divisaba majestuosamente la sierra, un lugar que ahora me llenaba de recuerdos pero que ya no me producían dolor porque ahora estaba en el momento del cariño y del placer.

 “Neva…do, todo neva…do, neva…do, muer…to de amor…”, le canté por la mañana.

La luz de unos rayos de sol vigorosos me despertó. La ventana estaba empañada. La diferencia de temperatura había producido un inmenso vaho en los cristales. Me levanté desnudo. Dibujé en la ventana un corazón y descubrí la nieve. La melodía me vino instintivamente, no era muy dado al canto, pero la situación me inspiró de repente. Canté pensando en ella, en despertarla dulcemente para compartir juntos la belleza del paisaje.

Cuando repití, “Neva…do, todo neva…do”, por segunda vez, sus brazos me rodearon el cuello y una exclamación acarició mi oído. “¡Qué bonito!”, “¿El qué?”, “La nieve vista a través de la ventana del amor”

Estaba detrás de mí. Al oírme se había levantado arropada con una manta. Me rodeó el cuello y su cuerpo desnudo quedó pegado al mío y atrapados los dos por el calor de la manta.

“¡Cómo me gusta!”, le dije,

“¿Qué te gusta?”, me preguntó,

“Tenerte detrás, percibir el calor de tu cuerpo”,

“Y contemplar al mismo tiempo la nieve”,

“Gozar de tus caricias”,

“Y del maravilloso paisaje”,

“Somos como una burbuja”,

“Aislada entre la nieve”.

Ella sujetaba la manta y me apretaba. Echando hacia atrás mis brazos, busqué su cuerpo para acariciarlo. Me lamió la oreja. Retuve mi impulso y no me di la vuelta. “Espera, aguanta un poco más. Disfruta de este momento”, me susurró al tiempo que su lengua lamía mi espalda y su cuerpo se ondulaba haciéndome suaves caricias. “¡Humm, no puedo más!”. Me volví, la rodee desesperadamente con mis brazos, la acaricié con todo mi cuerpo y me fundí en ella deshaciéndome. Ella sujetaba la manta y me demostraba que se encontraba en el mundo del deleite y de la fantasía. Estaba observando el paisaje y la vi abandonada a sus sentimientos.

 

La nieve nos sorprendió esa mañana. El viento huracanado de la noche trajo una nevada cálida en las primeras horas del día. Una nevada que llegó inesperadamente, que cubrió el paisaje de un espeso manto y que desaparecería casi con la misma rapidez con la que había llegado, porque al medio día lucía un sol espléndido que proporcionaba un paisaje extraordinariamente bello.

Las paredes tapadas por la nieve, la pradera con una blancura cegadora, los tejados del pueblo, que se divisaban al fondo, con un manto espeso y pesado que se iba deshaciendo poco a poco a medida que los rayos del sol penetraban en los copos de la nieve desangrándolos por dentro. A esa hora de la mañana se libraba la terrible batalla entre lo hecho y lo deshecho: el frío y la nieve de la noche peleaba ahora con los rayos del Sol, brillantes, calurosos, despiadados, que pretendían volver al orden y hacer visible nuevamente el paisaje.

            Con todo tapado, con todo escondido bajo el manto imprevisible de la nevada, lo veía más claro. Divisaba el paisaje, veía sus montes y montecillos, sus valles y vallejuelos, sus lastras y sus lastrillas, sus cerros y cerrillos, sus vegas y veguillas, sus tongueras, sus prados, sus praderas… Y olía y soñaba que olía, porque el aroma que penetraba en mi mente me recordaba el olor al pino, a la retama o la estepa, me volvía a la infancia y me recordaba paseos inolvidables. Sentía el calor de la tierra, la tierra removida, la tierra cavada, la tierra arada y la tierra sembrada. La tierra dormida, como la percibía ahora tapada por la nieve, pero la tierra viva, que siempre da frutos, frutos escasos, pero frutos sabrosos, degustados ahora por mi mente y que me recordaban el sabor salvaje de los productos robados al campo, cogidos y comidos en el acto, sin tiempo a darse cuenta de que les habían arrancado sus vidas, que les habían desgarrado de la mata madre, porque cuando querían darse cuenta ya habían sido mordidos, ya estaban formando parte de unos jugos extraordinarios, ya estaba proporcionando vida. Habían pasado de una vida a otra  sin tiempos intermedios, sin darse cuenta, por eso eran unos sabores especiales, unos sabores únicos, sabores de vida, que ahora recordaba con gusto mientras al paladar acudían retazos de saliva que me hacían envidiar aquellos momentos y anhelar el pasado.

            El sabor de la leche y de la carne. Leche recién ordeñada, carne recién matada. Sabores que llegaban al paladar de forma inmediata, porque la leche pasaba de las ubres de la vaca al cubo del abuelo, y del cubo del abuelo al cazo donde se cocía, subía tres veces y se apagaba, y al rato tenía una nata espesa, amarilla, que se untaba en el pan, se llenaba de azúcar y sabía exquisita. Las carnes se oreaban, se mataban los pollos, los corderos o los terneros y no se comían hasta el día siguiente, y la casa se impregnaba de olores que cambiaban continuamente, del olor a la carne recién matada, se pasaba al olor a la carne asada o la carne cocinada, del olor a la carne de pollo se pasaba al olor de la carne de cerdo, del cordero o del ternero. Los olores de aquellos tiempos, de aquellas primaveras y aquellos veranos donde todo se confundía y todo giraba en torno a la naturaleza me llegaban ahora tan nítidos que me parecía estar reviviendo aquellos momentos bajo el manto espeso de la nieve.

            Recordaba el amor…cuando la vida era un sueño, cuando los sentimientos eran visibles, porque en el campo, en aquellos años de la infancia, de la confianza, de la inocencia, con los ojos del niño que comenzaba a ir al colegio y que pasaba todas sus vacaciones en el pueblo, unas veces acompañado de los padres, cuando eran padres de verdad, y otras con los abuelos, cuando los abuelos eran una fuerza viva de la naturaleza, un refugio para mí y un alivio para mis padres. Porque yo tenía vacaciones y mis padres tenían que seguir trabajando y me llevaban y me dejaban y nunca me sentía solo porque desde el mismo momento que pisaba el pueblo las preguntas se agolpaban en mi mente y una tras otra las iba lanzando y los abuelos las iban respondiendo.

            La vida era un continuo descubrimiento, cada pregunta un mundo, cada respuesta una satisfacción infinita, porque siempre había algún ternero o algún cordero recién nacido y yo era el encargado de ponerles el nombre. “¿Y cómo se llama?” preguntaba siempre. Y el abuelo se reía y siempre respondía de la misma manera: “Estábamos esperando que tú llegases para bautizarle, a ver que nombre te has traído de Madrid en este viaje”. Y a mi mente venían los nombres fantásticos por mí descubiertos: Cara Sucia, Pili y Mili, Chelito, Conejilla, Morucha, Azabache, Gorrión, Tordo... 

            “Tordo, este se llamará tordo, porque es todo negro, negro como un tordo”.  Y me quedaba tranquilo en casa de los abuelos mientras que mis padres me despedían con besos apretujados, con mordisqueos tiernos y se marchaban abrazados porque todavía conservaban el calor del amor y del cariño. Se iban para seguir sus trabajos tranquilos, sin la inquietud de preocuparse del hijo en los días sin colegio, y para encontrarse, me imaginaba yo entonces, en noches de soledad compartida.

El campo en aquellos años era una fuente inagotable de fantasías, las cosas se veían mejor, con más claridad y los sentimientos eran naturales y no se disimulaban. Desde la mañana a la noche era un continuo goce. Saboreábamos el olor de los pinos cuando trepábamos buscando la cima del cerro, recorríamos senderos y veredas, subíamos las cuestas agarrados de la mano y llegábamos sudorosos a la Peña Lisa donde nos sentábamos y descansábamos. Nos tumbábamos y contemplábamos el paisaje, enumerábamos los pueblos que se veían desde la cima en el horizonte y planeábamos excursiones para los días venideros.

Me veía subido en los hombros de mi padre cogiendo las moras más altas y más frescas que se encontraban en los caminos, nos las ofrecíamos los unos a los otros como regalos únicos, inigualables, porque eran los regalos del amor, y disfrutaba ahora del sabor jugoso de esos frutos únicos escondidos entre las hojas y los pinchos de las zarzas que rodeaban los caminos y que tenían ahora el sabor de la naturaleza y del paso del tiempo.

            Recordaba el amor en esa dimensión global, donde está todo junto, todo revuelto, sin distinguir al amor de dos cuerpos abrazados, totalmente desnudos, los de mis padres en la cama; del beso en la frente del padre o la madre, del abuelo o la abuela. La inocencia de la niñez me traía sus mejores recuerdos: las risas de mis padres, los paseos jugando, cantando y saboreando los placeres infinitos de la naturaleza. Pero sobre todo la relajación de unas personas que en aquellos momentos no dudaban ni por un instante de que eso fuera la felicidad.

            Entre paseo y paseo, entre beso y beso, entre juego y juego, estaban aquellas miradas limpias que nos dirigíamos los unos a los otros, unas miradas que hacían innecesarias las palabras, que no necesitaban explicaciones porque lo decían todo en un instante, en el instante de la ternura. En el instante de un beso, de una suave caricia en la cara, de un paseo en los hombros de mi padre o en el regazo de mi madre. La alegría y la felicidad se notaban porque eran los momentos más dulces, los momentos en los que el amor siempre ocupaba el primer lugar. Los tres y los abuelos disfrutando de una naturaleza que ahora tapada por la nieve la contemplaba con más nitidez que nunca.

            La vida familiar era entonces una barca donde nos subíamos todos para remar y disfrutar, pero poco a poco la barca se fue dividiendo, se hicieron primero dos y luego tres, y se fueron separando cada vez más y ahora mi barca iba sola aunque a veces encontrase un puerto como el que habían encontrado ese fin de semana escondido bajo el manto cegador de la nieve.

            Mi vista, mi olfato, mi oído, mi tacto, mis sentimientos, dejaban desnudas las llanuras y las montañas, hacían visibles los valles y las hondonadas, el verdor de los campos en primavera y la aridez del campo quemado en el verano. Todo estaba más claro bajo el manto de nieve con que había aparecido el día y abrazado al amor y a los recuerdos lo saboreaba como si fuese el último refugio donde esconderme.

 

 

El sol hacía daño a la vista…el cielo azul contrastaba con la blancura del suelo. Los rayos reflejados en la nieve herían los ojos. Pero nosotros salimos con alegría dispuestos a comernos el mundo. El primer contacto con la nieve nos helo el rostro. Aunque hacia un sol esplendido la temperatura era gélida. Un viento frío cortaba el cutis. Las partes del cuerpo descubiertas se enrojecían.

Ella se agacho primero, cogió un puñado de nieve y…, “Toma nieve”, me puso la cabeza blanca, “Guerra, ¿quieres guerra?, pues toma nieve”, me agaché y comencé a tirarle nieve con una energía inusitada. Ella no se amedrentó, se agachó también y comenzamos unos minutos de intensa batalla. Al rato nuestros cuerpos estaban blancos y nuestras caras cubiertas por copos y gotas de agua. Abatidos y sofocados nos abrazamos. Con mi lengua sorbí los copos y las gotas que se habían formado en su cara.

Tiritábamos y sudábamos al mismo tiempo. El frío polar que azotaba nuestras caras se enfrentaba al calor que desprendían nuestros cuerpos tras la batalla. Ella tenía la nariz totalmente roja y se la succioné con mis labios. Ella aprovechó la tregua para que su mano helada buscase un hueco por debajo de mi jersey, apartase mi camisa de felpa y llegase a palpar mi piel. Noté el frío,  di un respingo y me retiré, cogí con las dos manos un bloque de nieve y lo apreté.

“Mira lo que hago”, dejé caer en el suelo la bola dura que había formado y la hice rodar. La nieve se iba pegando a la bola y cada vuelta que daba se hacía más grande. “¡Un muñeco de nieve! ¡Vamos a hacer un muñeco de nieve!”, exclamó y se sumó a empujar la bola. Entre los dos fuimos dejando una rodada en la pradera, la nieve se pegaba a la bola y dejaba al descubierto un largo surco. Rodaba y rodaba y se hacía cada vez más grande, entre los dos cambiábamos la dirección de la bola para que engordase de manera proporcionada, al poco rato fue tan grande que apenas podíamos moverla, entonces la dejamos y comenzamos a formar una nueva.

La segunda bola la hicimos un poco más pequeña, entre los dos la cogimos y la subimos encima de la primera. Hicimos una tercera que subimos encima de las otras dos y tuvimos el cuerpo del muñeco. 

Las carreras, los empujones, la nieve que nos habíamos tirado y los surcos que habían dejado las bolas rompieron la virginidad del manto blanco que descubrimos a través de la ventana por la mañana. Ahora todo eran pisadas, jirones de nieve desgarrada, retazos de hierba asomando entre las pisadas y los surcos, y en medio de toda la llanura: el muñeco.

El muñeco con su bufanda: un trapo viejo…, con su puro: un palo clavado en la última bola…, con sus ojos: dos piedras incrustadas…, y con sus orejas: dos cáscaras de la naranja que antes nos habíamos comido.