El abuelo

 

 “¡Cómo te voy a dejar si eres lo único bueno que me ha pasado en la vida! Yo tampoco quiero perderte, con lo que me das tengo suficiente, después de todo lo que he sufrido, este rato pasado contigo ha sido un sueño, lo mejor que podía sucederme”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un traje nuevo, dos chotas suizas y veinte duros en los bolsillos es lo que el abuelo llevó a casa después de haber servido de criado durante dos años en una finca próxima a Segovia.

 

Dos años ordeñando vacas antes de salir el sol. Las ordeñaban los dos, el amo y él, pero a él le tocaba madrugar más, porque era quien tenía que recogerlas del prao, “Tú tienes buenas piernas y eres joven, te encargarás de recogerlas”, le dijo el primer día, y desde entonces esa fue su manera de comenzar la jornada: recorrer una inmensa llanura cercana a la cuadra y recoger a las vacas donde dormían todas las noches, excepto en los meses de invierno, cuando las nieves la cubrían durante semanas y las heladas eran continuas.

Cuando se levantaba el amo él ya las tenía a todas en la cuadra, las había recogido y las había atado. Las había echado paja y harina en los pesebres y estaban tranquilas esperando la delicadeza de unas manos que les sobasen sus ubres para comenzar a desprenderse de la leche que tanto les pesaba.

Unas ubres duras y extraordinariamente grandes, que las balanceaban en la pradera, que las incomodaban entre sus patas al andar, y que cuando llegaban a la cuadra y comenzaban a comer la harina y la paja y a notar el suave tacto de las manos, se deshacían.

“Debes acariciar sus tetas, nunca pellizcarlas, primero te mojas las manos en el agua”, y el amo se mojaba las manos en un cubo y le obligaba a mojárselas a él también, “Después sobas suavemente su ubre y acaricias sus tetas, cuando empiece la leche a gotear la recoges en tus manos y así, con ellas pringosas, comienzas a aplastar sus tetas con toda tu palma, abriéndola y cerrándola,  primero las dos de adelante, después las dos de atrás, pero siempre aplastar y aflojar, aplastar y aflojar, nunca pellizcar, aplastar y aflojar…”

Fue la primera lección y la única, primero le hizo observar como lo hacia él y después le colocó ante una vaca, le hizo encorvarse y apoyar la frente en su ingle, le colocó un cubo en el suelo y le dijo: “Ahora tú”, y observó como realizaba los movimientos al tiempo que le repetía, “Aplastar y aflojar… Aplastar y aflojar…” Él comenzó a cerrar sus manos aplastando las tetas para aflojarlas después, y cuando las aplastaba, un garlo de leche salía de la ubre de la vaca con una fuerza inusitada. Un chorro que resonaba en el cubo de cinc, al principio agudo y metálico, y después grave y espumoso a medida que se iba llenando.

Las ordeñaban antes de salir el sol porque tenían que repartir la leche en Segovia. Y era también a él a quien le tocaba aparejar la burra, poner encima de la albarda unos serones de esparto y cargar los cántaros de leche. El amo sólo le ayudaba a cargarlos, porque tenían que echar los dos a la vez para evitar que se cayeran.

La finca estaba a unos tres kilómetros de la ciudad y tenía que llegar a tiempo para el desayuno de La Posada. Allí hacia el primer reparto, era donde más leche dejaba, repartía de los dos cántaros para que el peso fuese equilibrado y continuaba haciendo su ruta por las casas de los señoritos de la plaza del Azoguejo.

 

 

Dos años ordeñando las vacas y dos años durmiendo en el establo con un saco de hierba como cama y el calor de las vacas en invierno como única manta.

Dos años sirviendo a un amo que le recogió como si le hiciese un favor. Cuando llegó a su finca pidiendo trabajo, con unas alforjas al hombro, no se lo negó como habían hecho otros a los que también había acudido en el trayecto de treinta kilómetros que separaban a su pueblo de la ciudad, pero sí le dijo que no tenía dinero para pagarle. Que el primer año le cogía por la manutención y que en los años siguientes si le iban mejor las cosas a lo mejor le podía pagar algo de jornal.

Se quedó por conocer y por aprender un oficio nuevo. Porque le llamó la atención la vaquería y podría aprender a ordeñar. Y aceptó comer por trabajar.

 La comida también la tenía en su casa.

“Aquí siempre tendrás trabajo y un plato con patatas”, le dijo su padre cuando volvió a casa después de haber estado tres años sirviendo a la patria.

“Pero nada más, no te podemos ofrecer nada más, lo que hay se comparte, pero sabes bien lo que hay”.

Sabía que había patatas, porque se sembraban en la mejor tierra del hondizo, y sabía que había garbanzos, y sabía que había pan, y manteca, y durante algunos meses, dependiendo de lo que hubiese engordado el cerdo, jamón y tocino. Y sabía que no había cuartos, porque el único dinero que entraba en casa era el que se sacaba de la venta de los dos terneros, el año que parían con bien las vacas, y de los veinte corderos si no se lo requisaban; y eso no daba nada más que para pagar las rentas de los praos, para la compra de la ropa y el calzao, pagar las igualas del médico y del veterinario, pagar la contribución y la chapa del carro y con lo que sobraba comprar la sal, el pimentón, la arroba de vino del puerto que se echaba cada año a las cubas y alguna vez un litro de aceite.

Y no había más, el trigo se entregaba al Servicio Nacional a cambio de dos sacos de harina para cocer todo el año, las algarrobas, los yeros y la cebada se las comían la yunta de vacas. Las granzas de los garbanzos era el pienso de la mula para todo el año y las veinte fanegas de centeno junto con las patatas diminutas eran el alimento para el cerdo.

Todo eso sabía, pero quería saber más. Saber qué podía hacer con sus manos. Qué se podía hacer además de arar la tierra y cuidar el rebaño.

 

Un traje nuevo, dos chotas suizas y veinte duros en los bolsillos…

 El traje fue determinante en su vida, porque la persona que se fijó en él le atrapó para siempre. Se lo hizo en Segovia un día que fue a llevar un carro de harina acompañado del amo. Además de la vaquería el amo tenía una fábrica de harina. En la fábrica él no hacía nada, bastante tenía con la vaquería, pero lo que sí hacía era llevar la harina a Segovia. La llevaba en un carro de vacas y él tenía un especial dominio en ir delante del carro llamándolas con una ijada larga, que fácilmente llegaba con su pincho hasta el pescuezo y que si se paraban, las obligaba a acelerar el paso y seguirle.

Dejaron las vacas uncidas en la cuadra de La Posada y se fueron a una sastrería, el amo se tomó las medidas para hacerse un traje y a él solo le dijo, “Como me has dicho que te quieres ir, y no quiero que llegues al pueblo vestido como un mamarracho y que diga la gente qué vaya amo que has tenido, te voy a comprar un traje. Elige la tela que más te guste”.

El traje elegido no fue de pana como todos los trajes que se hacían en el pueblo, fue de paño gris, del mismo paño que el del amo, y hecho a su medida y a la última moda.

Lo estrenó nada más volver al pueblo, el primer domingo, se paseó con él orgulloso y pasó la noche cantando en la taberna con los mozos.

 

Las dos chotas, que se las dio el amo como pago por los dos años de trabajo y porque no tenía, o al menos eso le dijo, más que veinte duros para darle en dinero; le resolvieron la vida.

Porque fue el trato que hizo con su padre. Cuando se presentó de vuelta a casa con las mismas alforjas que se había llevado, con una bolsa al hombro donde llevaba el traje y con dos chotillas del ramal, le dijo: “Padre, para trabajar gratis para un amo, prefiero trabajar en casa”, y antes de que le repitiera las frases que ya le había dicho otra vez, él se adelanto, “Ya sé que solo tengo garantizado un plato de patatas, pero quiero además las cáscaras para alimentar a estas chotas, que son todo lo que he conseguido en dos años”, “No te preocupes hijo, el trabajo ya lo conoces, la comida también, y estas tendrán lo suficiente. Hierba y paja: lo que quieran. Pienso…, eso ya es otra cosa, solo tendrán alguna lata de harina si sobra. Pero con lo que coman en los praos seguro que se te harán buenas vacas. Y serán tuyas, porque tú las has traído a casa”.

Dos chotas fue todo lo que consiguió llevar a casa el abuelo en dos años de trabajo, pero fue suficiente, porque aprendió a tener paciencia. A saber esperar a que la chota se convierta en vaca, a saber apreciar el valor de las cosas que se consiguen con el esfuerzo y con trabajo.

Dos años tarda una chota en convertirse en vaca. Dos años paciendo, porque la hierba en los prados no cuesta. Dos años sin apenas probar la harina, ni de algarrobas ni de yeros, porque la harina andaba escasa, dos años llenándolas el pesebre de heno, de berzas, de remolachas, de nabos, de alfalfa, o de cáscaras de sandias y melones, porque eso tampoco cuesta.

Dos años llenándolas los pesebres de lo que produce la tierra, de lo que solo cuesta sudor y trabajo.

 

Y los veinte duros para sentirse seguro, para gastarlos en vino y para darle el aire de suficiencia que le había faltado hasta entonces. Pero sobre todo para ahogar sus penas, para gastarlos con los amigos, con los que habían vuelto de la guerra, porque no volvieron todos, porque algunos dejaron sus vidas en campos perdidos, en lugares donde nunca debían haber acudido.

Por eso cantaba ahogando sus penas, por eso los veinte duros los gastaba en jarras de vino, jarras que pasaban de boca en boca, cánticos que apagaban las palabras, que hacían olvidar los hechos. No estaban todos…

 

 

“As…tu…rias… patria queridaaa….”

 

Cantar y beber para ahogar los recuerdos, porque los recuerdos le atormentaban, porque tenía el silbido de las balas y el olor de la metralla tan dentro de su mente que le perseguían por donde quisiera que fuese. Disparar al aire y esconderse. Día tras día disparando al aire, rastreándose por el suelo, escondiéndose entre las piedras, entre los montículos del terreno, huyendo de los jefes y huyendo de las balas, con el pánico en el rostro sorteando la muerte. Disparando al aire porque no podía disparar a la gente, no podía pensar que el que estaba al otro lado era su enemigo, no podía creer que fuese rojo, no podía creer que quemase iglesias, que violase a mujeres. Porque sólo veía allá en frente a una persona como él, que araba y cavaba como él, que cuidaba las ovejas o las cabras como él, una persona a la que un día como a él, le alistarían sin preguntarle, “¿Tú con quién estás, por quién quieres pelear?” Porque si se lo hubieran preguntado hubiese respondido como él lo habría hecho si hubiese tenido la oportunidad, “Con nadie, yo no estoy con nadie, yo estoy en el campo, yo estoy en la tierra, yo aro y escardo, yo recojo el trigo, pero yo no estoy con nadie, yo solo trabajo”, pero no, llegaron como habían llegado más veces, a por los que habían cumplido dieciocho años, a por todos, sin preguntar, solo gritando, gritando y diciendo cosas que no les habían preguntado, “Vais a ir a matar a los rojos, a los que queman las iglesias, a los que violan a vuestras hermanas, a esa chusma que quiere destruir España. Arriba España”, “Arriba España” tuvieron que contestar porque sabían que si no recibían un tiro. 

“Que no me vengan con monsergas, yo no estoy con nadie”, les hubiese dicho si hubiese podido. Como si él no supiese que sólo hay dos clases de personas en el mundo: las que trabajan y las que viven del cuento. Y el que tenía enfrente de sobra sabía que era de los suyos, de los que trabajan y no quieren meterse con nadie, uno que le pilló la guerra en la otra parte, y como estaba en la otra parte tenía que pegar tiros contra él. Por eso tiraba al aire y se escondía entre los montículos y pensaba que el otro también dispararía al aire y que por eso tampoco le daría, y que a él le tocaba avanzar y al otro retroceder por que la guerra la estaban ganando los que tenían más aviones, los que tenía más bombas.

El estallido de las bombas era lo que le atormentaba porque las tiraban los profesionales de la guerra, los que vivían del cuento, los que eran sus verdaderos enemigos, y las bombas eran las que hacían a unos avanzar y a otros retroceder y a él le tocaba avanzar y al que estaba enfrente le tocaba retroceder. Por eso avanzaba, avanzaba escondiéndose entre las piedras, despacio porque no quería acercarse demasiado y ver al que retrocedía, pero no demasiado porque tampoco quería ser de los últimos, porque los últimos eran siempre amenazados por sus jefes.

“A los que daban las ordenes, a esos si les daría dos tiros, porque esos no saben de trigos, ni saben de viñas, ni de ovejas, ni de cabras. No saben el trabajo que cuesta conseguir unas fanegas de cebada, o de centeno, a de algarrobas, o de yeros. No saben cuantas güebras hay que dar a la tierra hasta conseguir el fruto, primero alzarla, después binarla, más tarde sembrarla, luego rejacarla, después escardar, y más tarde segar y después acarrear y trillar y aventar. Y así pasar año tras año, sufriendo y peleando y ahora le vienen con monsergas, que queman iglesias, que violan, que quieren destruir España; como si no supiera que el que destruye España, el que viola a sus gentes, es el que no hace nada…es el que no trabaja…es el que manda.  A esos sí les daría yo dos tiros”.

 

 “As…tu…rias de mis amorees…”

 

Por eso no la vio. Porque estaba ciego. Porque había vuelto y todos sus recuerdos llegaron con él. Y los quería ahogar en vino, ahogar en llanto, en llanto desgarrado, en rasguidos de una guitarra, en rasquidos de una botella, en llanto de cantares, “¡Ay lerel-lé…leler-lé…esta noche ronda un pollooo….porque los gallos no estáaan… que si estuvieran los galloos… los pollitoos… a…acostar…ay lerel-lé… lerel-lé!”, de cantares de rabia, pero de cantares de lucha, de lucha por sobrevivir, por seguir cantando, por seguir odiando desde dentro y sin decirlo a quienes habían roto la paz, a quienes habían traído la guerra. A quienes habían matado a su amigo. Y en la noche, cantando, vio a sus ojos brillar.

“Si yo tuviera un amigoo… que se llamara Gabinoo…, estaría todo el díaa… venga vinoo…, venga vinoo…”.

 

Gabino tenía su nombre escrito en una lápida a la puerta de la iglesia al lado de una cruz. Pero él se cagaba en quien lo había escrito. Porque no quería un nombre escrito al lado de una cruz. Ni caído por Dios. Ni caído por España. Él quería a Gabino acompañándole en los montes, cantando en la taberna, rasgando las cuerdas de la guitarra con esa ciencia innata que aprendió de su padre. Que su padre aprendió de su abuelo y que Gabino habría transmitido a sus hijos si le hubiesen dejado tenerlos. Si no le hubiesen arrebatado el aliento sin ningún derecho.

 

“Están ahí Gabino”, los ladridos de los perros le despertaron. El revuelo de las ovejas se lo cantaron, tenía ocho años y dormía envuelto en su manta al lado de Gabino. “Están ahí, son ellos”.

Gabino tenía dos años más, dio un salto, buscó su botella y su cuchara, la botella de anís y la cuchara que siempre llevaba consigo, sus instrumentos para el cante,  “¡Métete dentro con tus ovejas, yo me voy con las mías!”, gritó.

Rasguidos de una guitarra, rasquidos de una botella, Gabino se había puesto en el centro de la red donde las ovejas inquietas se revolcaban, tenía la cuchara y la botella sonaba al ritmo del treinta y tres… treinta y tres... y cantaba.. “ay lerelé… lerel-lé”.

Tenía sólo ocho años, estaba entre las ovejas, que le pisaban, que se apretujaban y le hacían tambalearse, y escuchaba la voz de Gabino, “¡Canta, no dejes de cantar hasta que se vayan!”

 

Le quería cantando, “Cómo las águilas realesss…anidan en los barbechooos…yo con gusto anidaríaaa… en el canal… de tu pecho…”. Y le quería vivo. Vivo. Guardando las ovejas con él. Subiendo al pinar con él. Arando las tierras con él. Sudando y sufriendo con él. Por eso se cagaba. Se cagaba en los que escribieron su nombre a la puerta de la iglesia. En los que le alababan en el púlpito. En la hostia cana y en el dioslebaco…  

“Cantan y duermen a solasss… los pastores en el campooo.. se arriman a una retamaaa… y haga usted faa…vor señoraaa…”

Cantan y duermen a solas los pastores en el campo…

Hasta que salió el sol estuvieron cantando. Hasta que salió el sol, los perros estuvieron ladrando. Hasta que salió el sol, los lobos estuvieron rondando. Dando vueltas alrededor de las ovejas.

“Gabino, ¡ven!”, “Gabino, ¡ven!”.

 

Por eso no la vio ese domingo. Por eso no la vio cuando ella se quedó prendada de su traje y de sus cánticos.

 

Cuando si la vio fue unos días después cuando iba a cavar la viña montado en la mula Torda. Era una mañana temprana de un día luminoso del principio de la primavera, iba por un sendero estrecho y no había más testigos que el campo y la naturaleza. Ladró una perra, respingaron unas ovejas, se espanto la mula y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse montado y no caer al suelo, aunque lo que no pudo evitar fue la caída del azadón que colgaba del cuello de la mula. Entonces fue cuando la vio y le pidió que le alcanzara el azadón.

Le llamó la atención el desparpajo en sus respuestas, la serenidad de sus frases, la seguridad en sí misma, el desenfado y la provocación de su despedida, “ ... te lo diré el domingo si me pides el baile”.

 

Cuando la vio entrar en el baile del brazo de su amiga todas sus preguntas comenzaron a tener respuestas. A la amiga la conocía bien y a su novio mejor. Adivinó de quien era y la reconoció, pero nada tenía que ver con la niña de antaño. Habían pasado cinco años y era imposible reconocerla. Ahora era una mujer y estaba tan guapa que no parecía la misma que tan solo dos días antes se le había encarado.

“Pareces otra”, “A lo mejor soy otra”, “La que yo digo me prometió un baile si se lo pedía”, “Y la otra a lo mejor también está dispuesta a bailar contigo si se lo pides”. “La que yo digo me prometió decirme como se llamaba”, “La otra quiere que lo descubras tú”, “Prefiero escucharlo de tus labios mientras bailas conmigo”.

Lo escuchó de sus labios y le pareció tan bonito que lo repitió varias veces hasta arrancarle una sonrisa y obligarle a decir, “Me lo vas a desgastar”.

Desde aquella noche su nombre se convirtió en su obsesión. Le acompañaba durante todos los días de la semana mientras trabajaba. La buscaba los domingos en el baile y no se separaba de ella. Comenzó a caminar por un sendero nuevo con la seguridad de ir siempre acompañado.

 

Descubrió la calma y la serenidad en el salón de baile y la tormenta cuando la acompañaba por la noche.

Cuando sonaba la gramola la invitaba a bailar y se introducían en un mundo íntimo, “Que guapa has subido esta tarde”, le decía y repetía tres veces su nombre, como hizo el primer día, hasta arrancar de su cara una sonrisa al tiempo que respondía, “Me lo vas a desgastar”.

Por la noche todo iba bien mientras caminaban agarrados de la mano, pero todo se complicaba cuando intentaba besarla, al principio se resistía, “Si a penas nos conocemos”, “Te conozco muy bien, te llamas…”, y repetía otras tres veces su nombre hasta que la sacaba la sonrisa y la robaba un beso.

Acepto los besos y el caminar cogidos de la mano, pero cuando su otra mano buscaba los resquicios de su ropa para acariciarle el cuerpo, se revolvía, le daba un manotazo y protestaba, “Estate quieto”, pero él no podía, porque su olor le embriagaba y el tacto con su piel le descontrolaba, “Si no te voy a hacer nada, tonta”.

 

Así las noches de los domingos, cuando él la acompañaba hasta su pueblo, se convertían en una guerra. Él no cejaba en su empeño de llegar hasta el último rincón de sus partes más intimas, de las más secretas y las más protegidas y ella se retorcía, se escabullía, le daba un manotazo y le gritaba, “Soy muy decente”.

Todos los días la despedida era una pelea. Él quería más, ella le eludía, y terminaban siempre enfurruñados.

Pero todo culminó aquella noche que le satisfizo su cuerpo y le revolucionó su alma.

Cuando esperaba un manotazo, no lo encontró. Por el contrario notó cómo la mano de ella le acariciaba el cuello. Cómo sus labios respondían a sus besos con la misma fuerza. Cómo a medida que él buscaba sus carnes para acariciarlas, ella buscaba las suyas para acariciarlas también. Notó como se adelantaba a sus deseos de acariciar su sexo y llegaba antes que él hasta el fondo. Sintió como le aflojaba el cinto y como sus dedos reptaban y se enrollaban con los pelos de su pubis y como llegaban hasta su zona viril para revolucionarla.

Por un momento se quedó aturdido, parado, confuso. No podía hablar porque habían iniciado el camino de las comunicaciones por el contacto directo de sus sensaciones. Pero además no se le ocurría que le podía decir, como le iba a preguntar “¿Por qué me tocas…eso?”, entonces ella le diría “¿Y por qué me tocas tú eso… y lo otro…?”. Por eso se quedo parado, parado por unos momentos, porque tampoco podía pararse para siempre, tampoco podía dar marcha atrás, porque tampoco tendría nada que decir, como iba a explicar que él, todo un hombre, se echaba para atrás ante una mujer que le plantaba cara, que no se amedrentaba. No entendía, no se lo podía imaginar, y por otra parte le gustaba, porque el roce de sus dedos le deleitaba, porque ella no le apretaba, solo le rozaba, le rozaba suavemente, y le encendía más su fuego.

Cuando él explotó notó cómo ella se quedó parada. La notó asustada, aturdida, avergonzada. Y fue entonces cuando lo entendió todo. Y comenzó a acariciarla para volverla a la vida, la acarició como no lo había hecho nunca, la llenó de besos, la ensalivó su cuerpo, la lamió sus pechos, se entregó a la dulzura de sus besos y a inhalar el olor de su cuerpo hasta que la notó resucitada, entregada, satisfecha…

Cuando escuchó su voz llorosa, “No quiero que me dejes preñada, pero tampoco quiero que me dejes”, vio en la oscuridad de la noche una chispa de luz en sus ojos y una sonrisa dibujada en su cara, “¡Cómo te voy a dejar si eres lo único bueno que me ha pasado en la vida! Yo tampoco quiero perderte, con lo que me das tengo suficiente, después de todo lo que he sufrido, este rato pasado contigo ha sido un sueño, lo mejor que podía sucederme”.