Cómo es Ella ante los ojos de Él

 

 

 

 

 

La ternura. ¿Qué es la ternura? ¿Dónde se esconde? ¿Cómo se nota?

 

Ella podría ser una persona normal ante los ojos de cualquier otra persona, pero ante los ojos de Él: Ella era su sueño.

El sueño de su vida, el que le inducía desde niño a abrazarse a la almohada, el sueño al que se agarraba siempre que las cosas le iban mal, siempre que se torcían sus sentimientos.

Ante cualquier contratiempo en la vida se agarraba a su sueño, al sueño que se hizo realidad cuando la vio por primera vez, porque la alegría que divisó en su cara fue la alegría que había perseguido desde la infancia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“¡Joder! Qué cambiado está esto”, “Es que llevas mucho tiempo sin venir”, me contestó mi Amigo, “Más de dos meses, desde que empecé a salir…”, “Te lo tomaste demasiado en serio”, “Quizá”, “No hay que encoñarse tanto”, “No empecemos otra vez”, “No, si a mi…”

El Chihuahua era el bar donde jugábamos a los dardos, también podía ser un pub o un antro, dependía de la hora, de las personas que lo frecuentaban y de su estado de ánimo. La diana estaba cambiada. Ahora entre los círculos concéntricos se proyectaba una diapositiva que representaba la cara de una persona mundialmente conocida. Un ojo coincidía con su parte más valiosa. Hacer un triple veinte clavando el dardo en el ojo de Bush valía sesenta puntos.

 

“¿Y todos estos cuadros?”, le pregunté, “El jefe ha declarado persona non grata a Bush, por eso está ahí: en el ojo del huracán. El Che es nuestro guía y la revolución es el futuro”, “Déjate de chorradas, he venido a jugar”, “No, si yo me dejo, pero veras que gente viene”.

En la penumbra del bareto las barbas del Che Guevara fosforecían en la pared al lado de la figura de Sting en una moto.

“Tienes una tía muy buena, cuídala”, me dijo el Pelao al tiempo que apareció dándome un golpe en la espalda, “Sí, sobre todo de ti, cabrón”, “Tú ten cuidao con los Coletos que esos mientras juegas, te la clavan”.

Los Coletos era el grupo con el que competíamos esa noche. Se llamaban así porque tenían la cabeza rapada excepto una tira en forma de coleta que arrancaba de la coronilla y les llegaba hasta el cuello. Después de haber celebrado veinte partidos llegábamos empatados en la primera posición a la cita definitiva, por eso me llamaron, porque era su última esperanza para conseguir el primer puesto.

 

Ella fue la que me dio el último empujón para acudir esa noche a los dardos. Desde que empezamos a salir juntos la última palabra la decía siempre ella. Tenía una intuición especial para adelantarse a los acontecimientos, se compenetraba conmigo de tal forma que parecía adivinarme los pensamientos para dar siempre la respuesta acertada.

Estábamos juntos cuando recibí la llamada de mi Amigo, “Tío, el martes nos jugamos la vida”, “Ya sabes que me tenéis cabreao” contesté, pero ella me rodeo el cuello, me agarró de la oreja, se acercó al auricular y dijo, “Insiste que lo está deseando”, “Estamos empataos tío, quien gane el martes pasa a la final. Recuerda lo del año pasado”, “Eso ni me lo mientes”, “Además así os presento a mi chica”, “No sé, llámame más tarde, ¿vale?”, dije buscándome una excusa.

La excusa era para hablar con Ella, para decidirlo juntos. En realidad lo que quería era hacerme de rogar pues por dentro noté un escalofrío cuando vi que quien me llamaba era él. Sabía que por esas fechas la clasificación iba a estar muy apretada, lo sabía de años anteriores, siempre dominábamos a todos los equipos, menos a uno. Los coletos siempre nos hacían la vida imposible, el año pasado perdimos y quedamos relegados al segundo puesto. Fue una partida muy disputada en la que no estuve a la altura de las circunstancias.

En mi última tirada hacíamos pareja los dos. La pareja de coletos habían conseguido su mejor puntuación y habían logrado colocarse ochenta puntos por encima. Tiró mi Amigo y recortó en treinta puntos la diferencia y a mí me pasó toda la responsabilidad. Tenía el último dardo en mi mano. Necesitaba hacer cincuenta puntos para empatar o sesenta para ganar. En unos instantes tenía que elegir entre tirar al centro de la diana, para el empate, o ir a por el triple veinte. Tenía unos porcentajes muy parecidos, sobre el centro de la diana estaba en un setenta y cinco por ciento mientras que en el triple veinte no pasaba del setenta. Tácticamente no tenía ninguna duda, para cualquier opción que eligiera tenía la obligación de acertar. El riesgo de elegir el triple veinte es que al lado tenía la zona del uno y la del cinco, fallar por milímetros significaba pasar de los sesenta puntos a los cinco. Pero ahora no era el caso, no me servía de nada tirar a asegurar puntos. Si en vez de cincuenta la diferencia hubiese sido de cuarenta todo hubiera sido diferente porque tirando a la diana tenía la opción de fallar y asegurar los cuarenta en el circulo anterior.

Además los gritos de mis amigos fueron unánimes. En realidad eran siempre los mismos cuando tiraba, era nuestro grito de guerra: “¡TRIPLE VEINTE! ¡TRIPLE VEINTE! ¡TRIPLE VEINTE!”.

Apunté como siempre, me salió un buen tiro, pero fue a la raya. Hubo que acercarse a la diana. El dardo estaba en la raya pero no hacia el lado del veinte. Se había quedado inclinado hacia el uno. Habíamos perdido.

Tenía una espina clavada que ansiaba sacarme y Ella parecía notármelo en los ojos. Por eso fue quien me dio el toque definitivo para ir a jugar esa noche. Sabía tan bien las ganas que tenía de acudir a esa cita y de reencontrarme con el grupo de dardos, que le bastó con una pícara mirada y una frase mimosa, “Anda, que quiero conocer ese escondite tuyo”, para convencerme.

 “Vale, entonces le llamó y vamos”.

 

El Chihuahua estaba lleno, lo cierto es que resultaba fácil llenarlo, era un bar muy pequeño, apenas cabían treinta personas. Solo con los miembros de los dos equipos y las amistades que nos acompañaban se llenaba. Esa noche como el partido iba a estar muy disputado habíamos procurado rodearnos ambos de nuestros mejores fans. Su dueño, un cuñado del Gordi, participaba en el equipo. Éramos Los Pintaos. Salíamos siempre con la cara pintada. Nos pintábamos en la frente y en las dos mejillas. Para este partido nos habíamos hecho tres rayas: una roja, otra amarilla y la tercera morada. Nos pintaba la mujer del dueño y yo no me percaté del significado de las rayas hasta que brindamos por el triunfo una vez finalizado el partido.

Todos teníamos chica menos El Pelao, que estaba a lo que pillaba.

Ellas habían buscado una mesita baja donde habían dejado los bolsos, los vasos y los abrigos. Nosotros no soltábamos el vaso de la mano. Sólo cuando nos tocaba tirar lo dejábamos en la mesita donde estaba todo revuelto y volvíamos nada más terminar a recogerlo.

Cada vez que el dardo se clavaba en el ojo del non grato una explosión de júbilo se adueñaba del local. Los amigos rompían en aplausos y un, “¡Toma, cabrón!”, resonaba entre las cuatro paredes del pequeño local. Era en lo único que coincidíamos los dos equipos, en todo lo demás la rivalidad era enorme. En los últimos cinco años Los Coletos habían conseguido quedar tres veces campeones y nosotros sólo dos.

No había perdido el pulso. A pesar de llevar más de dos meses sin jugar seguía clavando el dardo siempre donde apuntaba. Es más, la presencia de Ella me hacia más infalible. Ella me tranquilizaba, me serenaba, antes de tirar la miraba, y me respondía con una sonrisa al tiempo que me guiñaba un ojo. El resultado era un dardo en el ojo de Bush y sesenta puntos.

Los Coletos estaban mosqueados, porque cada tirada mía iba acompañada de un griterío ensordecedor. Uno de ellos se interpuso entre mi mirada y la de ella pensando quitarme la suerte. Se fue acercando a ella y le dijo, “Tú, niñata no tenías que haber venido, eres su amuleto”. Un revuelo surgió de repente, al griterío, “¡Eh!”, “¿Qué dices?”, “¿De qué vas?”, “Gilipollas”, se unieron personas que se pusieron de pie para rodearle, unas manos que se levantaron de forma agresiva y otros gritos contestando, “Gilipollas vosotros”, “Siempre igual”, “Os vais a chulear de vuestro padre”. Con el dardo aún en la mano, agarré al Coleto del hombro y le obligué a darse la vuelta, “Déjala en paz, vale”,  “Tú, a tirar, o si no pierdes el turno”, “Y tú a callar o te…”.

Tuvo que interceder el dueño del bar. Antes de terminar mi frase, antes de que se llegase a un intercambio de golpes, apretó un interruptor y el bar quedó completamente oscuro, al tiempo su voz resonó por encima de todas. “Os recuerdo que es un juego, que estamos aquí para divertirnos, quien no lo vea así que se vaya, aquí no se pega ni Dios”, volvió a apretar el interruptor y el local se iluminó de nuevo. La sorpresa obligó a todos a bajar los brazos y callar. Hubo un cruce de miradas asesinas que zanjó El Coleto con un “Vale, tío, no hay que ponerse así. Es sólo una broma”.

Lo cierto es que Los Coletos estaban perdiendo y que mi incorporación al equipo había sido decisiva. Comenzaron a ponerse nerviosos en la primera tirada. Íbamos equilibrados hasta que me tocó el turno a mí que iba de pareja con El Pelao.

El Pelao realizó tres  tiros para la historia. El primero fue un pleno en el ojo, su primer triple veinte. Lo había intentado en numerosas ocasiones, me dijo que, desde que la cara de Bush se proyectaba sobre la diana, cuando tenían los partidos ganados, tiraba al triple veinte. Pero siempre los dardos habían sido caprichosos deslizándose ligeramente hacia la zona del uno o la zona del cinco.  Pero esa noche estaba iluminado, él decía que una rubia, que había entrado con el grupo de Los Coletos, le traía suerte. Todos los demás pensaban que era consecuencia del ron Cacique que se estaba metiendo entre pecho y espalda. Lo cierto es que a ese triple veinte le siguieron dos dianas que nos pusieron por primer vez por delante. El Coleto que tiró a continuación falló algo impensable. Tiró al centro de la diana para asegurar y no solo no acertó, sino que el dardo envenenado se escapó hasta la zona del diez. “La puta hostia”, expresión que salió de su boca mientras de su mirada salía odio hacia nosotros y hacia quienes con sus gritos nos jaleaban.

Así estaban las cosas cuando me tocó tirar. Todos comenzaron a jalearme con nuestro grito de guerra, “TRIPLE VEINTE, TRIPLE VEINTE, TRIPLE VEINTE”, brinde a todos con el dardo en la mano, la miré a ella y… sesenta puntos que descontamos a nuestro favor y que nos sirvieron para aumentar considerablemente la diferencia.

 

A partir de entonces, Los Coletos no cesaron en realizar provocaciones para ponernos nerviosos. Antes de meterse con mi chica, se habían metido también con la de mi Amigo y habían apartado a la rubia de las miradas del Pelao.

Pero no consiguieron ponerme nervioso. Zanjado el incidente, volví tranquilo, cogí el dardo en la mano, la busqué con mi  mirada y grité, “¡Por ti!”.

Los aplausos y el, “¡Toma, cabrón!”, no dejaron ninguna duda de quienes habíamos ganado esa noche. Y la carrera de Ella, y el salto que dio hasta encaramarse a mi cuello, tampoco dejaron duda de quien había sido el principal protagonista del triunfo.

 

Con Ella recuperé la alegría y cuando entró en casa todo cambió.

 “Mañana comemos aquí”, le dije de sopetón a mi madre.

“¿Cómo qué mañana, tú estas tonto o qué te pasa?”.

“¡Joder!, no decías que querías conocerla”.

“Pero eso se dice antes, si viene a comer habrá que preparar comida”.

“Y qué más da dos que tres”

“Qué más da…, qué más da…, no te das cuenta de nada”.

“Bueno, pues dime qué quieres hacer”.

“Pues algo especial, algo que le guste, pero lo había que haber comprado esta mañana”.

“Encargamos unas pizzas, que le gustan, y vale”

“¡Unas pizzas, el primer día que viene a comer a casa!”

“Bueno, no te preocupes, dime lo que quieres y lo compro yo esta tarde”.

“Luego te haré la lista. Te vas a enterar”.

 

Mi madre tenía razón. Lo comprobé cuando vi la lista de la compra. Estaba minuciosamente detallado lo que tenía que comprar en la pescadería, en la carnicería o en la frutería. Había tal cantidad de productos apuntados que en vez de una comida para tres personas más bien parecía la compra para un regimiento.

Pero cuando realmente me di cuenta del cambio fue en la comida. Llegamos puntualmente y nada más presentársela y tras los besos de rigor, mi madre, con una enorme sonrisa, la agarró de un brazo y la dijo, “Bueno, te voy a enseñar la casa”. Me quedé de repente en un segundo plano, sin saber qué hacer ni qué decir. Seguí a las dos mujeres por el recorrido de la casa como si para mi también fuese desconocida. “Esta es su habitación, está ordenada porque esta mañana no le he dejado salir hasta que no estuviese todo perfecto. Pero lo normal es el desorden absoluto”, “¡Qué grande!”, exclamó, “En realidad son dos, tiramos el tabique cuando tuvimos la certeza de que no iba a haber más hijos en casa”.

Mi madre hablaba y hablaba, explicaba la decoración del pasillo, mostraba los cuartos de baño, la enseñaba la habitación donde dormía y al final se detuvo en una gran habitación llena de estanterías y ordenadores. “Y este es el cuarto donde hago yo mi vida”, “¡Qué cantidad de libros!”, exclamó otra vez Ella, “Es mi segunda cabeza, entre lo que está en los libros y lo que tengo en el disco duro, se completa el almacén de mi memoria”.

“Bueno, y ahora al salón”

Seguí a las dos mujeres sin decir palabra, estaba sorprendido por el estado de ánimo de mi madre, hacía tanto tiempo que no la veía así, que se me había olvidado esa faceta suya. La trataba con una amabilidad exquisita, como si la conociese de siempre. Las dos mujeres se miraban ofreciéndose sonrisas, comentaron los cuadros del pasillo con naturalidad y cuando llegaron al que tenía mi madre en la cabecera de la cama, mientras a mí me dio un vuelco el corazón, ellas dos lo comentaron con gracia, “Me lo pinto su padre, cuando todavía funcionábamos”. Era un desnudo abstracto, “Encanto de mujer ofreciéndose”, era su título, al lado el nombre de mi padre y la dedicatoria, “eternamente agradecido”. Se detuvo un tiempo contemplándolo antes de decir, “Me gusta. Hace juego con la decoración”, “En algún momento estuve a punto de cambiarlo todo, pero ya no, el pasado siempre está en el presente”, dijo mi madre. Lo dijo como si no hubiese pasado nada, contándoselo con la misma tranquilidad con la que la enseñaba el resto de las cosas de la casa.

Mi asombro culminó cuando llegamos al salón. Era un salón desconocido a pesar de estar en él todos los días. “Este es el salón, y la mesa esta a punto”, dijo.

“Pero bueno, ¿qué es esto?”, contestó sorprendida.

 “Nada, un simple recibimiento”. 

La mesa estaba cubierta con una mantelería que nunca había sido utilizada. Era de hilo y estaba bordada a mano. Recordaba haberla visto alguna vez guardada, mi madre hablaba de ella como del tesoro de la abuela, el regalo que la hizo para su boda. Una vainica recorría sus bordes y otra formaba un rectángulo central dentro del cual había unas rosas bordadas ocupando el centro. Haciendo juego con la mantelería estaban las servilletas.

La cristalería también era especial, tenía adornos tallados a mano, y sólo se había utilizado en momentos especiales: reuniones de cumpleaños, fiestas de Navidad…

En medio, encima de la rosa, había un centro de flores. Los gladiolos, las rosas, las margaritas y los claveles, iluminados por un tenue rayo de sol que penetraba por un resquicio de la cortina creaban un clima extraordinariamente acogedor.

Tenía razón mi madre. ¡Cómo íbamos a comer dos pizzas en esa mesa! En la cocina estaban preparados los aperitivos. Mi madre dio la orden. “Podéis ir llevando estas cosas mientras yo preparo las gambas a la plancha”

Estas cosas eran salsas de diferentes colores, tostaditas de distintas formas y tamaños; cuencos con frutos secos, con trozos de quesos variados y con virutas de jamón; ensaladas aderezadas con frutas frescas y la sorpresa: lo que se escondía dentro del horno. No se veía, pero el olor que desprendía era delicioso. Un olor que añoraba porque me recordaba a tiempos pasados.

 

Primero me llevó a los dardos, después devolvió la alegría a la casa y por último me acercó hasta la exposición de mi padre.

Mi padre me llamaba siempre a la hora de la comida. Sabía que era el momento seguro para encontrarme y aunque la mayoría de las veces me negaba a ponerme, alguna lo hacía, aunque fuese de mala gana.

“Tu padre. Que te pongas”, me levanté de la mesa a regañadientes y cogí el teléfono de mal humor.

“Sí”

“Me ha dicho tu madre que tienes novia”

“Estamos comiendo”

“¿Cuándo me la vas a presentar?”

“Cuando coincidamos en casa”

“Tengo una exposición en Serrano”

“Es zona de pijos”

“En la galería…”

“Ya, ya, se donde es, pero es zona de pijos”

“Seguro que le gustaría verla. Por qué no os acercáis un día”

“Algún día, pero ahora estamos comiendo”

“Vale, algún día. Que aproveche”

 

            Ella escuchaba mis conversaciones y no decía nada. Sólo en una ocasión me dijo, “Algún día tendrás que hacer frente a la realidad y cuando lo hagas te sentirás mejor”, “Algún día, pero esta tarde no”, le contesté un tanto furioso.

            Creo que ella sabía que mi furia no era contra ella, sino contra mí mismo y que ese algún día tenía que llegar.

            Llegó una tarde soleada de otoño en la que vencí todos mis miedos. Agarrados de la mano paseábamos por la Castellana cuando me preguntó, “¿Estamos cerca de la galería donde expone tu padre?”, “Sí, estamos cerca, podemos ir sí tanto lo deseas”, “Es por ti, tonto, sé que te va a venir bien”, “Vale, te los presento, vemos sus cuadros y nos vamos”.

            Entramos en la exposición como personas anónimas, observamos los cuadros y las esculturas. Lienzos abstractos expresando sentimientos. Imágenes moldeadas expresando la vida. Varias personas paseaban a su alrededor. Todas, curiosas ante unos cuadros tan raros, buscaban los secretos escondidos en ellos.

           

            “Aquel del poco pelo blanco y largo es mi padre”, le dije resignado, vencido por las circunstancias, “Es interesante, tiene un algo”, me contestó, “Tiene un algo que te agrada o te hiere” repliqué. “Y la gorda, de los papeles en la mano, es la modelo”, proseguí, “No es gorda, está embarazada”, me dijo esbozando una sonrisa.

            “Bueno, adelante, te los presentaré”.

            Avanzamos hasta encontrarnos. Hice una presentación fría, los nombres escuetos, pero ellos se saludaron con cordialidad, con calor, dándose un par de besos.

            “Me alegra mucho que hayáis venido” comentó mi padre dirigiéndose a ella, la miró, la sonrió, y le dijo “Tenía ganas de conocerte”, Ella también sonrió y contestó, “Yo también tenía ganas, me ha hablado mucho de ti”.

            No dije nada sólo pensaba, “Mentira, no te he hablado mucho, te he hablado lo justo, lo imprescindible”.

            “Te habrá hablado mal, todavía no lo ha asimilado, sigue siendo un poco niño”, comentó mi padre con sorna.

            Estuve a punto de salir corriendo, de gritarle, de descargar mi ira, pero me reprimí.

            Seguí escuchando lo que le contestó con toda la naturalidad del mundo, “¡Qué va! te admira, desde que sale conmigo ha madurado, ya es un hombre”.

            Sus palabras me hirieron, porque había verdad en ellas, pero no lo quise reconocer, porque no podía admitir mi derrota, no podía claudicar en la batalla, la que tenía entablada conmigo mismo y a la que estaba haciendo frente. Por momentos la odié, la odié a Ella también, porque me descubrió mis secretos, y me sumergió en una terrible lucha, la de salir corriendo, huir de la realidad, como huí en el verano a esconderme en países ocultos; o la de aguantar el tipo, aceptar las cosas como son y vivir en el mundo que me toca vivir. Envuelto en ese mar de dudas, en esa terrible batalla que se libraba en mí  interior, seguí escuchando las conversaciones.

            Las dos mujeres se miraron, Ella le miró la tripa, “¿Qué tal lo llevas?”, “Ya pesa mucho. Da patadas y vueltas”, “Qué emocionante, a lo mejor está pintando, ¿cuánto te queda?”, “Me falta poco, la esperamos en Navidad”, “¿Va a ser niña?”, “Sí, si la ecografía no falla…”

            Se apartaron y siguieron hablando. Me quedé a solas con mi padre. No pude escapar porque me echó la mano por encima del hombro y comenzó a hablarme con normalidad, me fue explicando el sentido de cada cuadro,  los sentimientos que se esconden detrás de cada trazo, detrás de cada sombra, detrás de cada luz…, me fue explicando donde se esconde el odio, donde nace el amor, donde está la desesperación o la ira y donde está la alegría y la esperanza.

            No pude más y me rendí, le seguí la conversación como si no hubiese pasado nada, “Los trazos largos dan serenidad, las manos abiertas significan generosidad”, “¿Y las curvas de los pechos?”, pregunté, “Encierran el amor. Son curvas abiertas, nunca cerradas. En los pechos, en las caras, en los muslos; siempre con una abertura por donde entra o sale el amor”.

            La conversación me serenó.

“Y las posiciones de la figuras, ¿qué indican?”, volví a preguntar. “Hay posiciones de recogimiento interior, es un embarazo, es el amor a sí mismo. Otras son de ofrecimiento, el amor a los demás. Otras de equilibrios, los equilibrios que debemos hacer en la vida, lo que elegimos y lo que vamos perdiendo”.

 Continuamos hablando. Mi padre me fue explicando uno a uno el sentido de los cuadros y poco a poco se adentró en el problema. Le tembló la voz cuando me hablo de ello, se expresó con voz suave, me miró con los ojos humedecidos y me dijo, “En la vida siempre hay que hacer equilibrios, quiero que lo entiendas así, hijo, porque tú eres lo más importante de mi vida, de una parte de mi vida, porque la vida sigue, ¿lo entiendes?”.

No supe si lo entendía o no, sabía hacer equilibrios en el alambre, pero el equilibrio de la vida no lo dominaba todavía. No obstante me encontré más tranquilo aunque sabía que no podía dejar de anhelar el pasado, “Entiendo que la vida es continuidad, pero no se puede seguir sin contar con el pasado”, “Hay que saber enlazar, no olvidarlo, seguir queriéndolo, pero tampoco negarse a un horizonte nuevo. Es lo que me pasa a mí. He encontrado ese horizonte y es como si comenzase de nuevo, tengo algo que decir y siento la necesidad de expresarlo en los lienzos”, “Te has desentendido de nosotros”, “No me he desentendido. Creo que tu madre ya lo ha comprendido. Seguís formando parte de mi vida pero ahora mi inspiración brota de ella. Estoy en otro momento creativo. Ella ha sido quien ha hecho todo esto, quien ha organizado todo, sin ella yo no habría conseguido realizar esta exposición, no habría podido manifestar lo que siento,  por eso estoy atado a ella, no puedo separarme de ella si quiero seguir trabajando. Sin ella no hubiese conseguido nada. Esta exposición es ella”, “Tú todo lo solucionas con el arte”, “Con el arte, con quien nos inspira el arte y nos mantiene vivos y con los sentimientos”, “Y ahora te mantiene vivo tu modelo. ¿Por eso la quieres, porque te mantiene vivo”, “Sí, me mantiene vivo y la quiero, me imagino que como tú a la tuya, ¿o tú no lo sientes así?”, me callé porque me dejo sin respuesta.

Seguimos andando y mi padre continuó confesándose y entrando en el terreno delicado. Comenzó a hablar de mi madre y a darme consejos, “Cuida de tu madre, mímala, no pienses que no la quiero, no pienses que no nos queremos, lo que pasa es que ¡la vida da tantas vueltas…! Y en alguna de ellas tenemos que buscar las soluciones que consideramos más adecuadas para seguir siendo todos lo más felices posible, cuida de ella y cuídate tú, vive y disfruta, disfruta de los sentimientos, los que tengas en cada momento, los que te hagan feliz”.

Tampoco supe que decir, cada vez estaba más confuso, no sabía cómo hacer frente al futuro ni con que palabras responder a mi padre. Estaba más tranquilo pero no pude comprometerme, “No sé si podré, nos has dejado muy solos, ya sabes lo que pienso, todavía no lo he asimilado. Tú lo has dicho. Sigo siendo niño. Y quiero seguir siendo niño”,  “Intenta comprender al menos”, “Lo intento, pero no lo consigo. Dejemos pasar el tiempo, yo lo necesito”, “De acuerdo, dejemos pasar el tiempo, pero veámonos mientras…de vez en cuando”, “Nos veremos, no te preocupes”.

Nos volvimos a juntar los cuatro, las dos mujeres estaban fijamente observando un cuadro, debajo aparecía la palabra, vendido.

“Es mi regalo, lo he pintado para vosotros”, Ella lee el título “Amor eterno. ¡Qué bonito!”, “El amor siempre es eterno, si se tiene es eterno y si no se tiene no se encuentra nunca. El amor está dentro de nosotros, si lo tenemos, lo tendremos para siempre, y nunca nos podemos deshacer de él, y si no lo tenemos y pensamos que lo encontraremos en las otras personas, entonces estaremos dando tumbos por la vida, buscando y buscando y nunca llegaremos a encontrarlo”.

Mi padre se puso otra vez a filosofar, a hacer esas manifestaciones tan categóricas, que me fascinaban y me acomplejaban al mismo tiempo, que me hacían sentirme inseguro y me incitaban a buscar cobijo. El cuadro era hermoso, no se podía disimular, y no tuve más remedio que manifestarlo, como lo había manifestado Ella, “Es muy bonito.  Se percibe amor por todas partes”, “El amor siempre está escondido en los rincones más profundos, nunca desaparece, siempre queda”, mi padre continuó con su filosofía.

“En los rincones más profundos de nuestro interior…”, repitió la Modelo cogiéndose con las dos manos su tripa. Todos nos reímos y continuamos absortos observando el cuadro: sus escasas líneas, la brevedad de trazos que hacían más simple su expresión, las curvas que expresaban la sumisión mutua y al mismo tiempo la posesión descontrolada, la palidez de sus colores que iluminaban un sentimiento por dentro, y esa fragilidad del pergamino que era expresión pura de la sencillez y la humildad.

“Cuando queráis os lo lleváis”, nos dijo. No me atreví a aceptarlo y busqué una frase que lo dejase abierto a la esperanza, “Cuando tengamos un rinconcito en nuestra casa nos lo llevaremos, mientras aquí está muy bien”.