Como es Él ante los ojos de Ella.
Él
podría ser una persona normal ante los ojos de cualquier otra, pero ante los
ojos de Ella, Él era una persona especial. Porque era una persona única, que se
había metido hasta lo más intimo de su ser, que la había absorbido por completo
y que impedía que cualquier otra ocupase algún lugar en su mente para
distraerla.
Él
era el ser maravilloso que te hace soñar por la noche, que te ocupa el primer
pensamiento por la mañana y que te sigue durante todas las horas del día como
una enfermedad incurable pero consentida y hermosa.
Caminábamos
por calles antiguas, rebuscábamos los rincones del Madrid más oculto, pero yo
sólo le veía a Él.
Subíamos
“¿Cuánta
hambre tienes hoy?”, me preguntó.
Me giré, me
quedé frente a él, le miré a los ojos, le apreté su mano y busque abrigo para
las dos en el bolsillo de su cazadora, “¡Ufff, me comería…tus morros”.
Me los
ofreció diciendo, “Aprovecha”.
“Ahora
verás…!”.
Le miré y
sólo vi su encanto, pasé mi mano por su negro cabello y me electricé, le
acaricié y rápidamente busque sus labios para aprovecharlos. Le besé en medio
de la calle, un beso largo. Nada en el exterior me detuvo, porque no vi nada a
mi alrededor, no existían calles, no existían plazas, no existían rincones, no
existían árboles, no existían personas…solo existíamos nosotros, parados en
medio de la calle y besándonos.
“Y ahora verás
tú”, me dijo cuando intenté separarme, “No, yo ya he visto”.
Me aparté y
le solté la mano al tiempo que le cogí la canica que tenía en su bolsillo y
salí corriendo.
“¿Qué es
esto?, le pregunté mientras le enseñaba la bolita de cristal, “Trae, es un
recuerdo”, me contestó acercándose, “¿De quien?”, y seguí retrocediendo de
espaladas, “De mi Amigo”, “¡Ah!, cuenta”, “Nada, una bola que me dio el día que
nos conocimos”, “¿Qué es de él?”, “Ahora anda liao en política”, “¿En
política…?, “Si, se ha afiliado a un sindicato de esos que están todos los días
de manifestación”, “Un sindicato no es un partido”, “Que más da, es igual, siempre
está hablando de lo mismo”, “¿De qué?”, “De que nos van a meter en una guerra y
los obreros vamos a pagar el pato”, “A lo mejor tiene razón”, “Pues yo lo que
quiero es que me dejen en paz y estar a tu lado”, “Se puede hacer todo, ¿cuánto
tiempo hace que no le ves”, “Desde que deje de ir a los dardos”, “Ya no te
llaman”, “No les hago caso”.
A medida que
hablábamos se me iba acercando y yo me iba olvidando que estábamos jugando y
que tenía que retroceder, “No te gustaría volver”, “Si sólo es algún día y sin
ningún compromiso, sí” “¿Y si te acompaño yo”, “Eso es lo que me dice, que
podíamos ir los dos, él sale ahora con una chica” “Entonces, ¿por qué no…?”,
“Lo podemos pensar para el martes…”.
“Te agarré,
no te escapas”, “traidor, has aprovechado, la conversación para cogerme”, “Sí,
y ahora verás tú…”
Y vi su
rostro acercarse, sus brazos apretarme, sus labios posarse, su lengua
introducirse en mi boca y nuestros jugos mezclarse.
“¡Quita, quita! algo se me ha metido en el
ojo”, le dije.
Minuciosamente
me lo examinó, descubrió una pestaña y me la quitó con precisión.
“¡Ya está! una pestaña menos”.
Aproveché el
momento para mirarle al interior de sus ojos. Descubrí la dulzura reflejada en
ellos. Observé con precisión infinita cada poro de su cara, la textura de su
piel, la línea fina que dibujaban sus labios, su nariz respingona, el color de
sus mejillas... Y aproveché la cercanía de sus labios para dejarle un suave
beso. “Te lo has ganado”, “Y tú te has ganado otro, para que te salga otra
pestañita”.
Anochecía en
Madrid cuando llegamos a
“Ahora si que
tengo hambre…, del otro”, le miré y sonreí.
“Hambre y
frío, ¿entramos donde siempre?”.
“¿A por
nuestro plato preferido?”.
“Va a estar lleno, veo gente en la puerta”.
“Bueno, nos pelearemos, como todos los días”.
El mesón a
donde nos habíamos acostumbrado a ir estaba siempre lleno. Era un típico mesón
madrileño. Un edificio viejo. Medio en ruinas. La puerta de entrada era de
madera, tenia dos partes que cerraban con sendos cerrojos grandes. Ahora
estaban las dos abiertas y a pesar del frió de la noche, nada más acercarnos
notamos una bocanada de calor.
Tuvimos que
dejar salir a una pareja antes de iniciar la aventura de encontrar un sitio.
El mesón era
pequeño, tenía dos plantas. En la planta de entrada la barra ocupaba la parte
izquierda. Estaba siempre abarrotada y las manos, llamando la atención a los
camareros, se movían constantemente por encima de las cabezas. Al fondo había
una escalera por donde se bajaba al sótano. Allí había mesas con bancos de
madera y banquetes pero siempre estaban llenas. Muchos días asomábamos la
cabeza para ver si quedaba algún sitio libre, pero ya habíamos desistido porque
encontrarlo nos llevaba al menos media hora.
Buscamos un
hueco en el lateral de enfrente de la barra, nos costó trabajo llegar. Tuvimos
que soportar apretones y ceder el paso a parejas que salían hasta adueñarnos de
él. No pudimos acomodarnos los dos, sólo yo conseguí meter un hombro y dejar mi
bolso en el reborde de madera que hacia de barra. Fue lo suficiente, con el
mínimo espacio conquistado él se dispuso a luchar en la batalla por conseguir
la atención de un camarero.
Su brazo
levantado se confundió con otros muchos, todos buscaban lo mismo, llamar la
atención, cruzar su mirada con la de algún camarero y atrapar sus ojos. El
primero que conseguía atraparlos ya tenía garantizado el servicio. Pero los
ojos de los camareros eran huidizos, estaban siempre mirando hacia la barra,
hacia la cocina mientras gritaban, o pasaban platos. Platos que buscaban otras
manos que llevaban más tiempo esperando. El mesón era un bullicio. Un continuo
trasiego de vasos y platos.
Nuestro plato
preferido eran los huevos estrellados. Era la joya del mesón. Salían humeantes
de la cocina, se notaba el calor en la puntilla churruscada de la clara del
huevo, en el brillo aceitoso de las patatas o en el crujir del diminuto
torreznillo. Se nos hacía la boca agua antes de comenzar a degustar ese plato
sabroso que se había convertido en nuestra obsesión cada tarde.
Merendamos
mezclados entre los demás, apretujados por la multitud, conseguimos sentarnos
en taburetes inmensamente altos. Pringamos los huevos sin saber para quien
pringábamos, pues igual era lo de él para mí, que lo mío para él, porque nos
ofrecíamos la comida como nos ofrecíamos los besos o las miradas.
Pasamos la
tarde y la noche sin darnos cuenta, me acompañó a mi casa y se despidió con un
beso apasionado, pero yo continué recordándole. Escondida en mi cama le veía
como la persona que siempre tenía a mi lado, disfruté de él como si lo
tuviese entre las sábanas, porque lo
tenía tan dentro de mis pensamientos que formaba parte de mí. Noté como su
aliento y su calor se mezclaban con el mío formando el nuevo aliento y el nuevo
calor con el que me dormía todas las noches desde que le conocí.
La sonrisa
apareció en mi cara, la tranquilidad me inundó por dentro y sin darme cuenta le
recordé ya en sueños, le acaricié su torso enrollando con mis dedos los finos
pelillos de su pecho, absorbí el licor de su boca, busqué su piel para
acariciarla y caí rendida ante la mirada de sus ojos azules, la mueca de su
boca diciéndome guapa y la pícara sonrisa con la que me dijo adiós en el portal
esa noche.
Cuando entró por primera vez en mi casa le guié como si
fuese un ciego, le protegí de las miradas curiosas, de las preguntas
indiscretas, de las situaciones embarazosas. Le introduje en mi hogar como se
introduce el tesoro más hermoso, con el mismo mimo, con el mismo cuidado, sin
apartarme un segundo de él mientras le presentaba.
“Sube a
casa”, fue el mensaje que escribí desde el cuarto de baño, con el albornoz
tapándome el cuerpo y una toalla envuelta en la cabeza.
Sabía que
venía a buscarme como hacía cada día festivo, sabía que me daría una perdida cuando
llegase a la puerta y sabía que se iba a desconcertar cuando recibiese mi
mensaje.
“Sube a
casa”. Un mensaje, una orden, una decisión que tomé en un momento, que escribí
sin darme cuenta, porque estaba contenta, porque recordaba lo de anoche y no
podía entender que se quedase en el portal esperando. “Sube a casa”, una sola
frase que ahora unía dos mundos. Una frase corta y concreta que hilaba nuestros sentimientos y que unía
nuestros compromisos.
La madeja de
la vida se va deshaciendo en frases compartidas, “Sube a casa”, un solo mensaje que configura una realidad
nueva, una realidad inquieta, movible, nunca estática, que cambia en cada
momento, y que ahora se acerca a un cambio brusco, un cambio inesperado, un
cambio que traería nerviosismo a nuestras vidas, pero un cambio que deseas, que se produce con
sólo dos palabras, con un mensaje, con una orden que no lo era, porque también
era súplica, porque también era recuerdo, porque también era deseo: “sube a
casa”
Sólo pensaba
en recorrer con Él, a la luz del día, con toda la normalidad de la vida en
familia, los mismos pasillos secretos por donde le había guiado en la noche,
pero ahora con la luminosidad del día. El gesto generoso, tierno y comprensivo
con el que mi madre me recibió esa mañana, fructificaba ahora, porque yo le
introducía en la intimidad de nuestras vidas para dar continuidad a los
senderos por donde discurren los recuerdos.
Todo se
engarza, si mi madre no me hubiese abrazado, si no me hubiese preguntado
“cuando nos le vas a presentar”, entonces yo no hubiese dicho “esta tarde” y
ahora Él no subiría a casa. Si no me hubiese abrazado, si hubiese tenido
conmigo una actitud de reproche, si se hubiese enfadado, si me hubiese gritado
por descubrir mis sentimientos, todo hubiese sido diferente y nos hubiésemos
tenido que ver a escondidas. Pero para que eso hubiese sucedido así, tendría
que haber transcurrido mi vida por caminos distintos: mis padres tendrían que
haber cogido el camino de la incomprensión frente al del entendimiento, el
camino de la incomunicación frente al del diálogo, el de la represión frente al
de la tolerancia, el de la amargura frente al del cariño. Entonces yo no
hubiese elegido colmar mi gozo en mi cuarto, hubiese elegido un rincón en un
parque, la trastienda de un bar o los fríos asientos de un coche.
Si la vida hubiese transcurrido por caminos
distintos no estaría ahora recorriendo los rincones de mi casa, vistiéndome
apresuradamente bajo la mirada y el cobijo de mi familia. Porque la vida se
engarza, se une con eslabones que van mezclando los sentimientos, que nos hacen
cómplices con las personas que nos rodean, que nos obligan a actuar en
consecuencia con lo que hacemos y con lo que decimos. Cada acto es un paso que
nos lleva a un destino, cada comentario es un compromiso que nos hace variar el
curso del camino.
Una frase que
es consecuencia de otra, un comentario que se une a otro comentario, y así se
va abriendo paso. Porque así nos dimos a conocer en ese primer momento, con la
tensa situación del primer encuentro, y con las frases hechas de toda la vida.
No dijimos nada nuevo, no dijimos nada que no estuviese en los rituales de
cualquier presentación, fuimos
construyendo una cadena con cada frase.
“Sííí…”,
respondí al sonido del portero automático.
“Soy yo, ¿qué pasa?”, me respondió y noté su
voz angustiada.
“Nada, que subas”,
“Pero…”,
“Sólo un
momento y nos vamos”,
“Pero así, de
improviso…”,
“No pasa nada,
sube, confía en mí”
Se le
presenté primero a mi padre y sentí yo el rubor en mi rostro, me limité a las palabras
justas, a las frases hechas, a pronunciar sus nombres, nombres ya conocidos,
pero nombres nuevos, que ahora al salir de mi boca me parecieron distintos
porque adquirían la dimensión de lo familiar, de lo cercano, de lo cotidiano.
Sin dejar pasar el tiempo, sin dar opción a una pregunta indiscreta, se le
presenté a mi madre, y repetimos las mismas frases, los mismos cumplidos, las
mismas prisas, los mismos azoramientos.
Con mi
hermano surgieron las bromas, como si se conociesen de siempre, “Este es el
novio que no te atrevías a presentar”, saltó con el desparpajo de la inocencia,
y él, apaciguando el grito de, “Imbécil” que había salido inmediatamente de mi
garganta, y sin cambiar el tono jocoso le respondió, “Y este es el hermano
adolescente con quien me voy a tener que pelear”.
Y aparecieron
las primeras risas que yo zanjé de repente:
“Bueno ya le
conocéis, y ahora me le llevo”, les dije.
Le cogí de la
mano, tiré de él hacia el pasillo y le susurré al oído, “Te voy a enseñar el
resto de la casa”, le hice una mueca y le guiñé un ojo.
Recorrimos los mismos pasillos que habíamos recorrido a
hurtadillas tan sólo unas horas antes, cuando en la oscuridad de la noche, en el
silencio compartido, palpamos las paredes y acariciamos los suelos hasta llegar
al lugar escondido donde saciamos nuestra sed.
Ahora,
agarrados de la mano, con el trámite cumplido, todo era diferente, porque
habíamos cruzado la barrera de lo censurable y nos habíamos introducido en el
mundo de lo familiar, de lo comprendido, de lo asumido y de lo tolerado.
La idea de
hacerle subir a casa me surgió de repente. Me estaba arreglando cuando mi madre
me preguntó:
“¿Vas a salir
ya?
“Sí, he
quedado a las seis”.
“Me dijiste
que nos le ibas a presentar”.
“Vale, le
digo que suba, pero a ver que hacéis, que os conozco”.
“Seguro que
no nos le comemos”.
“No sé si
fiarme”
Estábamos en
el salón comedor, todos sentados en torno a una mesa, cuando apareció el
silencio. Mi madre no nos dejó marchar sin antes tomar un café. Todo fue bien
mientras hubo movimientos, mi madre en la cocina, mi padre colocando las tazas,
mi madre sirviendo el café humeante, mi hermano pidiendo un refresco y yo dando
vueltas alrededor de la mesa colocando servilletas y cucharillas.
Pero llegó el
silencio. Apareció la tensión. Nadie decía nada. Pareció que nos habíamos
quedado mudos. Cada uno removía el café de su taza pero ninguna palabra salía
de su boca. Fue el momento temido, el
momento en que se hace eterno el silencio. Mi hermano fue quien lo rompió, lo
rompió con su inocencia, con su espontaneidad, “¿Es verdad que buscas animales
muertos en los ríos?”, todos respiramos, volvió la relajación. “Busco de todo,
pero animales aparecen muchos: gatos, perros, pájaros”, “¿Y te pagan mucho?”,
“Me pagan poco, y cualquier día me echan”, “El trabajo cada día está peor, no
sé dónde vamos a llegar”, intervino mi padre queriendo entrar en la
conversación, pero fue mi hermano quien continuó con el interrogatorio, “Y… ¿es
cierto que te puedes pasear por la barandilla de nuestra terraza sin caerte?”,
“Si estoy nervioso a lo mejor si que me caigo”.
Aparecieron las risas y los
comentarios, “Este chico no se puede estar callado” dijo mi madre y preguntó,
“Tú también tienes hermanos”, “No, de momento soy único y no tengo con quien
pelearme, mis padres están separados y vivo con mi madre, pero mi padre va a
tener una hija con su nueva compañera, a mis años me van traer una hermana”.
Ya está, ya hemos
abierto las puertas, ya hemos enganchando las cadenas. Ya hemos terminado el
café. Con una leve sonrisa resumí el diálogo, “Tu vida en cuatro frases”. Me levanté
e intenté rescatarle del interrogatorio en que se ha convertido la
conversación.
“Ven a mi habitación, te voy a enseñar mis
cosas”.
Mientras cruzábamos
el pasillo me susurró al oído, “Me metes en unos líos, hacerme subir así, sin
darme tiempo a prepararme”, “Ayer también te metí en unos líos…, y no
protestaste nada”, “Esos líos son diferentes”, “Tú si eres diferente, anda”, le
cogí la mano y se la apreté con fuerza al tiempo que abría la puerta de mi
habitación, “Este lío ya lo conoces”, me miró y sonrió, “De noche y sin luz”,
“¿Y no te gustó?”, “Me gustó mucho, tanto que no me importa repetir de día y
con sol”.
Nos adentramos
en la habitación y le enseñé con luz y sin miedo todos los rincones, mi
decoración, mis connotaciones, mis fantasías y mis sueños, bebimos en nuestras
intimidades, nos impregnamos de nuestros recuerdos, volvimos al salón, nos
despedimos y nos marchamos.
Se fue
metiendo lentamente en mi vida, la empapó como empapa la lluvia fina, que cala
sin darte cuenta, y llegó hasta el fondo de mi ser. Primero entró en mí y
después entró en mi casa, en la vida cotidiana de mi familia, porque una vez
que se empieza a enlazar la cadena, una vez que se coge el hábito de enganchar
los eslabones ya no se puede detener.
Conoció la
forma de ser de mis padres y el desparpajo de mi hermano y al poco tiempo
comenzó a ser uno más en el engranaje familiar. Uno más que llegaba conmigo por
las tardes, que saludaba y que al poco rato ya se estaba marchando y uno más a
la mesa para comer el sábado o el domingo, porque los fines de semana nos turnábamos,
un día comíamos en mi casa y el otro en la suya.
Busqué el
punto justo para que se sintiese a gusto, para que no se sintiese acosado pero
para que tampoco se sintiese extraño. Le fui contando los problemas de mi
familia...
Lo primero
que le conté fue la conversación que tuve con mi madre un día por la mañana en
la librería:
- Mi padre
salió a hacer unas gestiones como hacía últimamente con bastante frecuencia, y mi
madre me pidió que la acompañase para ayudarla. La librería había quedado vacía
tras despachar al último cliente y entonces le pregunté, “¿Dónde dices que ha
ido papá?”, “A solucionar un problema con el crédito”, me contestó, “¿Qué clase
de problema?”, “No había suficiente dinero este mes”, “¿Y la indemnización?”,
“En la bolsa, hija. Invertido en bolsa”, “¿Y por qué no vende?”, “Porque esta
muy baja”.
Entró un
cliente e interrumpió nuestra conversación pero a mí me quedó una gran preocupación
porque el tono de las frases de mi madre no era el habitual, era un tono
brusco y seco, parecía que le molestase contestarme, levantaba la voz y
terminaba con sequedad, como invitando a parar el interrogatorio pero al mismo
tiempo intentando dejar claro que los asuntos bancarios que se traía mi padre
se le estaban escapando de las manos y que ella estaba perdiendo la confianza.
A la conversación de la tienda sucedió la conversación en
la comida, que se la conté con el mismo detalle y con la misma confianza:
- Estábamos
comiendo los cuatro, todos serios menos mi hermano, que como siempre intentaba
fastidiarme y de repente me preguntó, “¿Qué tal se trabaja en la librería?”,
“Cállate, idiota. Qué ya puedes ir tú también algún sábado”, le contesté con sequedad
como recriminándole que no se diese cuenta de que había un problema en la casa,
“Yo no tengo edad de trabajar”, me contestó con sorna y siguiendo con su
inocencia intentó pellizcarme, “¡No me toques!” le grité con rabia, “Estaros
quietos” exclamó mi padre con brusquedad, “¿No habéis oído?”, intervino mi
madre al ver que él me seguía incordiando y yo me seguía defendiendo, “¿Qué tal
te ha ido en el banco?”, preguntó mi madre cambiando el tono de la conversación
e implicándonos a todos en el problema, “He resuelto el problema”, contestó mi
padre con sequedad, como si el problema fuese solamente de él, como si quisiera
mantenernos a todos al margen, “¿Cómo?”, continuó preguntando mi madre elevando
el tono de la voz y reclamando de esa forma su implicación, “Ampliando el
crédito”, “¿Más crédito?”, le volvió a preguntar con una voz aún más fuerte y
mostrándose aún más preocupada y corresponsabilizada, “Sí, más crédito. Para
pagar la mensualidad y para invertir”, respondió mi padre cada vez más furioso,
porque cada vez se sentía más descubierto y menos seguro. Hasta entonces los
temas de dinero siempre habían sido competencia suya y nadie había osado
cuestionarle sus actuaciones, pero mi madre insistía porque ya no tenía la
confianza que había tenido siempre, ahora el dinero escaseaba y los problemas
aumentaban, “¡Invertir ahora qué está la
bolsa por los suelos”, “Si, ahora, ahora que está baja. ¿Que pasa? Qué ya no os
fiáis de mi”, respondió furioso con la palabra decisiva, la que planeaba en toda
la conversación: la confianza. Mi madre entonces se dio cuenta de que había
asimilado el golpe, pero no retrocedió, simplemente suavizó el tono y con voz
más baja preguntó, “Pero ¿cuánto debemos?”, “Nos metimos hace tres años en
treinta millones. Hemos quitado seis, y hoy lo he ampliado en tres más y los
intereses han bajado un punto, luego estamos mejor que hace tres años. Y vamos
viviendo sin que nos falte nada. ¿O no?”, mi padre también aflojó el tono, nos
dio explicaciones que a mi madre no convencieron del todo por lo que siguió
insistiendo, “Si, pero lo que tenemos en bolsa cada vez vale menos”, “Por eso
tenemos que mantener la calma, no podemos ponernos nerviosos. En el tema de la
bolsa hay que ser fríos, saber aguantar y saber cuando es el momento de comprar
y el momento de vender”, y mi padre nos siguió dando explicaciones de economía,
de ciclos, de intereses, de créditos hipotecarios, de dividendos, de IPC, de
máximos, de mínimos, de todo lo que había manejado en el banco y que ahora
parecía le poníamos en cuestión, y mi madre se fue relajando y terminamos la
comida sin más preguntas y con mi hermano en actitud consternada.
Siguió toda
mi intervención con respetuoso silencio, interrumpiéndome sólo para darme
ánimo, calmándome con besos cuando me excitaba, empapándose con todo lo que le
contaba y haciéndolo suyo, porque él era quien llamaba a mi puerta para beber y
yo quien dosificaba el agua para calmar su sed.
Mientras, el
otoño seguía y el sendero que recorrimos esa tarde estaba lleno de hojas
caídas, de paisajes en amarillo y de rachas de aire fresco que nos obligaron a
arrejuntarnos.