Libertad

 

 

 

Es realidad o es sueño, es obsesión o es pasión, es duradera o es fugaz,  es amor o es dolor.

Es una lucha, un anhelo, es un deseo inalcanzable, es un camino que hay que recorrer, un amor que hay que conquistar, un lugar, un destino, un principio y un final: Libertad.

Libertad es nombre de mujer, de mujer única, perfecta, inaccesible, deseada, amada. 

Una sola palabra, un mundo. Una esperanza de ayer de hoy y de mañana. Una utopía inalcanzable, una ilusión irrenunciable, una razón para luchar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

            El sol, que nos acompañó a la salida de Madrid, se escondió cuando comenzamos a coger las primeras curvas de Navacerrada. Una niebla fina nos inundó y nos vimos sumidos en la profundidad de lo invisible. Porque el espectáculo que de lejos se apreciaba hermoso, fue cambiando a medida que nos acercamos a las estribaciones del puerto. El sol radiante, que se veía en los pueblos de la ladera de la sierra, en las primeras horas del día, cuando abandonamos Madrid por la carretera de Colmenar y que estaba adornado al fondo por una negra nube que parecía pegada a los picos más altos de las montañas, atrapándolos y escondiéndose entre ellos al mismo tiempo; se escondió de repente.

El paisaje se volvió triste y frío a medida que fuimos devorando los kilómetros y nos fuimos acercando al horizonte. Poco a poco fuimos penetrando por el sendero de los pinos acariciados por las nubes y nos adentramos en el paisaje de la sierra escondido tras una niebla espesa y fina que devoraba la luz y presagiaba el destino que nos aguardaba.

            Los pinos hablaban, el cáramo que cubría las agujas de sus ramas lo decía todo. Decía que subíamos Navacerrada y que la temperatura había pasado de ser agradable a ser extremadamente fría, en sólo unos kilómetros había descendido cerca de diez grados y el termómetro ahora acaricia peligrosamente el cero. Una temperatura que unida a la espesa niebla hacían peligrosa la carretera.

De la luz anterior no quedaba nada, porque ya tampoco se podía volver la mirada hacia atrás, porque la niebla lo había tapado todo, parecía imposible haber cambiado tanto en tan poco tiempo. Pasamos de estar abiertos a la luz y al paisaje, a estar escondidos entre la oscuridad y las curvas. Pero esos cambios tan bruscos me revitalizaban, me había acostumbrado a pasar del todo a la nada, de la muchedumbre a la soledad, del calor al frío, de la euforia a la melancolía: del pueblo diminuto a la ciudad monstruo.

Me había adaptado a los extremos, a desechar los pasos intermedios, y me sentía a gusto entre las tinieblas, porque aunque me hacían prácticamente invisible el camino, no me enturbiaban mi mente y me permitían seguir el ritmo de mis pensamientos.

            Ella me hablaba pero yo no contestaba. La última conversación la tuvimos al salir de casa cuando fuimos a dejar a la niña con su madre.

 

            “¿Sí quieres puedo conducir yo?”, me dijo cuando llegamos al garaje. Llevaba la niña en los brazos y una bolsa que colgaba de su hombro. Me acercó la niña hasta rozarme la cara e insistió, “Contesta”.

            “¡Ah!, perdona, prefiero hacerlo yo”

            Estaba totalmente ido, en otra parte. No me había duchado y tenía todavía greñas en mi cara. Los pocos pelos blancos que me quedaban salían de los laterales de mi cabeza y me colgaban grasientos y lacios formando una leve melena que me tapaba el cuello sin llegar a descansar en mis hombros. Mis ojos no tenían el brillo habitual, me los froté unas cuantas veces antes de arrancar el coche.

            Apenas iniciamos la marcha sonó su móvil, “Sí”… “Hola mamá”,… “Estamos saliendo”,… “Sí, sí, he cogido todo”,… “Vale, pero tú sólo preocúpate de disfrutar de la niña”,…  “Cuando lleguemos te doy una pitada y bajas”,… “No, no podemos entretenernos ni un momento”,…“Compréndelo mamá, tenemos mucha prisa”.

            Después ella siguió hablándome pero yo me encerré en mi mundo y dejé de contestarle, sin embargo ella no ceso en su empeño, a pesar de sus nervios algo le inducía a hablar, a evitar que el silencio ahogase aún más ese doloroso momento y la angustia causase algún accidente irreparable.

            “Si prefieres que me calle, me callo”.

            “Perdona, no te he escuchado”.

            “Ya, no te preocupes, tranquilo, sólo trato de ayudarte, pero si quieres…”.

            “No. Háblame. Aunque no te escuche, háblame. Pero no te molestes si no te contesto”.

            “Tranquilo. No me molesto”.

Me pasó la mano por la espalda, me acarició la nuca, enrolló sus dedos entre los rizos de mis cabellos blancos y me repitió, “Estoy a tu lado, te iré avisando de los peligros y si veo que vas demasiado deprisa te lo digo”, “Gracias, cariño, no sabes cuanto te lo agradezco”, “Sí, lo sé, tanto como yo a ti”.

            Desenrosco mis cabellos de sus dedos y siguió acariciándome el cuello, bajo lentamente su mano por la textura de mi espalda y la apoyó suavemente en mi muslo, “¡Qué guapa está la niña…!” 

            Ya no contesté. Conducía y pensaba. Pensaba en la mujer que llevaba a mi lado. Y pensaba en la otra. No podía por menos de pensar en las dos. Con esta tenía una hija y con la otra tenía un hijo. Con esta vivía un momento dulce y con la otra había compartido momentos decisivos.

No podía por menos de pensar en la otra porque sabía que aunque íbamos por carreteras distintas, nos encontraríamos en el mismo final. Porque después de tanto tiempo, el encuentro era inevitable, nos volveríamos a saludar, nos volveríamos a mirar a los ojos, a unos ojos llenos de lágrimas, y nos volveríamos a besar.

Sabía que ella, a esa misma hora, circulaba por la autovía de Burgos. Lo sabía porque era la ruta que utilizaba siempre, buscaba la carretera recta, la que la llevaba antes a la meta, no quería esconderse como yo entre los pinos y las curvas de Navacerrada para ganar tiempo y reflexionar. Ella no era tan retorcida, era recta, directa, parecía no tener complicaciones en su mente.

“Al grano”, me dijo cuando traté de explicarme, y mientras yo seguía buscando rodeos, “No se lo que me ha pasado…”, ella me espetó, “Si me vas a dejar por otra me lo dices y punto”, pero yo retrasaba la frase definitiva, “Tengo mucho que agradecerte, me has hecho…”, “Te he hecho…, te he hecho…, pero ya no te hago…lo mismo me pasa a mi”, “Pero yo quiero que sepas que he sido feliz…”,“He sido…, utilizamos el pasado para referirnos a nuestros sentimientos porque no tenemos futuro. Pues ya está”.

Mientras yo, seguía dándole vueltas al asunto, “No quiero hacerte daño”, ella era quien resolvía, “¿Qué quieres, una separación amistosa?, ¡pues vale, ya la tienes!”, pero yo no aceptaba que fuese tan tajante, que no hubiese un pero, “Yo quería hablarlo despacio”, “Mira, tú tienes solucionada tu vida y no hay marcha atrás, ¿no es así?”, “Si, es así, pero…”, “No hay pero que valga, márchate y déjame que  yo me solucione la mía”.

Preparé minuciosamente hablar del tema: estar los dos solos; busqué el momento: la sobremesa del sábado; y comencé tembloroso, sabiendo que lo que iba a tratar era fundamental, “Tenemos que hablar seriamente de nuestro futuro”. Pero ella no me dejó avanzar por los cauces diseñados, me forzó a ir al grano y lo resolvió en un plis plas. Terminó con un puñetazo en la mesa que hizo primero tambalearse el jarrón artesanal que había encima para después hacerlo rodar hasta el suelo y romperse al mismo tiempo que le lanzó la frase definitiva, “Vete y déjame en paz”.

Ella siempre tomaba las riendas en los momentos decisivos. Siempre daba la cara ante la adversidad. Por eso sabía que conducía ella y que circulaba por la carretera de Burgos que está más abierta a la llanura castellana y que la llevaba más directamente a su destino. Ella siempre pensaba en los grandes espacios, en las inmensas llanuras de las tierras de Castilla, a ella le gustaban los espacios abiertos, los caminos rectos. No como a mí, que siempre buscaba un respiro, una curva para aminorar la marcha y hacer la última reflexión, un cruce de un pueblo para preparar la llegada, para pensar las frases que tenía que decir, y llegar con todo ensayado.

Yo había elegido Navacerrada porque era mi camino, porque era el camino de mis recuerdos, el camino del regreso a mi infancia y a mi adolescencia.

 

Nada más coger la primer curva, en cuanto que comenzaban a aparecer los primeros pinos entremezclados con los fresnos y los robles, en cuanto percibía sus primeras siluetas, que al principio eran más bien pequeñas, porque peleaban con las otras especies para hacerse los dueños del monte, y esas peleas, no les permitían adquirir la esbeltez que conseguían unos kilómetros más arriba cuando ya el pinar era el dominador absoluto; nada más aparecer los pinos me sentía embriagado por su olor característico. Un olor que se apoderaba de mí porque lo llevaba en mi interior desde mi infancia, desde que comencé a subir a por leña al pinar.

La primera vez que acompañé a mi padre al pinar era un niño, solo tenía ocho años, “Venga hijo, que ya están uncidas las vacas”, estaba a gusto en la cama pero sabía que no podía holgazanear más. Mi padre me había dado el primer aviso a las tres de la mañana, “Vete despertando, que voy a preparar el carro”, y yo me acurruqué entre las sábanas disfrutando de mi propio calor y haciéndome el remolón. Intenté alargar los minutos sin querer dormirme para sacar más provecho al tiempo pero cuando me dijo que ya estaban uncidas las vacas supe que tenía que levantarme sin remedio. Porque si estaban uncidas las vacas era porque también mi padre  ya había preparado el carro, ya había colocado las dos filas de palancos para que sujetasen la leña, ya había preparado y echado al carro dos sacos de hierba para que comieran las vacas y los había colocado uno a cada orilla de la fila de palancos para dejar en medio un hueco que me sirviera de lecho. Ya había colocado las cadenas y las sogas, ya había atado las hachas y ya había colgado de la pértiga del carro las alforjas con la comida y la bebida.

Las alforjas con la tortilla que había visto preparar a mi madre la noche anterior, con las tajaillas de chorizo, de lomo y de costillas que sacó de la olla, con el pan y el jamón, y con la bota llena de vino que era la única bebida que se subía al pinar porque el agua se encontraba en cualquier sitio. En cualquier recodo había una fuente, en cualquier barranco un riachuelo, por todos los lados corría un agua fresca que helaba los labios y saciaba la sed. Un agua que no olvidé nunca porque sabía a naturaleza pura y viva.

Cuando mi padre me dijo que ya había uncido las vacas es porque ya tenía las puertas del corral abiertas y no se podía perder ni un minuto más.

Salí adormilado de la cama y adormilado me subí al carro y  me acurruqué entre los dos sacos de hierba que mi padre me tenía preparado a modo de cama. Utilicé una parte de un saco como almohada y otra parte del otro como colchón, me arropé con la manta y seguí acomodado en mi sueño. Cuando nos pusimos en marcha sentí como el  traqueteo del carro me mecía y me acompañaba en la oscuridad de la noche.

Mi sueño se truncó cuando entramos en el pinar, cuando cogimos las primeras curvas del Arroyo de las Truchas, cuando el frío me hizo despertar porque se me metía hasta los huesos y cuando percibí por primera vez el olor de los pinos, el ruido de sus ramas cimbreantes y el silbido del viento al acariciar las agujas perennes de sus ramas más altas.

No me molesté,  porque al despertarme pude disfrutar del olor del pinar al amanecer y ese olor se me metió tan dentro que me acompañó siempre, porque después de ese primer viaje, se repitieron otros, y otros, y en todos esperaba el momento de entrar en el pinar para despertarme. Y me despertaba con gusto, porque lo estaba deseando, porque ese olor y ese frío me reconfortaban. El olor me embriagaba y el frío me fortalecía, porque buscaba la forma de hacerlo frente y lo combatía arrimándome al cuerpo de mi padre, que conducía a las vacas con unas volvederas ahorcajado en la pértiga del carro.

Por eso siempre escogía el puerto de Navacerrada como reencuentro, como la forma de estar agarrado al pasado para disfrutarlo.

 

Subía Navacerrada, absorto en mis pensamientos, persiguiendo entre la espesura de la niebla la línea interminable del centro de la carretera como el cordón umbilical que me garantizaba evitar un accidente. Iba imaginando entre la neblina y el vapor de agua acumulada en la luneta delantera del coche los márgenes de la carretera, del mismo modo que iba separando las líneas de mi mente para encontrar entre el refugio de los recuerdos las orillas que me acercaban y me separaban de las dos mujeres que habían determinado mi vida.

A una la llevaba al lado, me hablaba pero no la contestaba, a la otra la llevaba en mi pensamiento, no me hablaba, pero la escuchaba con tanta nitidez como si la tuviese al lado.

Apareció cuando la lucha por la libertad era un sueño y yo había comenzado a flaquear en los míos. Llegó sin ser esperada, en aquel momento en que la angustia me dominaba, por eso los brazos que me rodearon el cuello aquella noche fueron unos brazos salvadores, que me apretaron acercándome a ella al tiempo que nuestras caras se tocaron por primera vez.

Escuché su voz suave, “Yo te conozco desde el día que entraste en mi clase anunciando la manifestación y se como te llamas”, fueron sus primeras palabras, las oí susurrantes en mi oído, después escuché mi nombre  y a continuación el suyo, “A mi me ha gustado conocerte”, respondí y noté el cosquilleo de sus manos enredándose en mi cuello.

Desde el principio ella fue directa, “Me gustaste desde el primer momento”, y yo me encontré a gusto y relajado, “A mi también me estás gustando desde el primer momento”.

Contesté a todas sus preguntas con sinceridad, “He venido al guateque porque ese Rubio que anda por ahí, se empeñó en traerme”, “¿Has venido forzado entonces?”, “No, no sabía que te iba a encontrar”, “¿Y si lo hubieses sabido?”, “Entonces hubiese sido yo el empeñado en traer al Rubio ese”.

Ella me contó de donde era, donde vivía y lo que estudiaba, dejando siempre un interrogante para que yo respondiera:

“A mi me quedan dos asignaturas de Bellas Artes y estoy matriculado en derecho”,…, “Además trabajo en una academia privada y pinto murales en algunas facultades”,…, “Yo vivo en un colegio mayor, pero estoy buscando también un piso para compartir”,…, “ Soy de un pueblo al otro lado de la sierra”,…, “Mis padres se han sacrificado mucho para que yo pudiera estudiar”,…, “Estoy comprometido con el movimiento estudiantil desde el primer día”,…, “Cuando llegué pensé que en Madrid estaban puestas todas las miradas del mundo y me metí en todos lo que se movía en defensa de la libertad”,…, “Solo soy de izquierdas, sin más apellidos”, ella utilizaba la ingenuidad para continuar con sus preguntas y yo la contestaba con la seguridad del que ha encontrado a su cómplice.

“Que va, en Segovia no había nada organizado”,…, “Sólo había bares escondidos donde nos reuníamos media docena de amigos, hablábamos en voz baja del socialismo e intercambiábamos los libros prohibidos”,…, “Castilla es igual en todos los sitios”,…, “Aquí fue diferente, todo cambio, los recitales…, el cine forum,…las asambleas”.

Contestaba a sus preguntas y me sentía a gusto, estaba relajado a su lado. Me relajaba la conversación y me relajaba la música, pero sobre todo lo que me relajaba era el contacto con su cuerpo, porque a medida que la música seguía los caminos melódicos, a medida que Serrat, que Nicola Di Bari, que Mari Trini o Cecilia, penetraban en mi mente y revolucionaban mi corazón con las canciones más dulces, me pegaba a su cuerpo, me acomodaba al ritmo lento, y bailaba tan pegado como si desease ser una misma cosa. Notaba su aliento y lo compartía como compartía sus frases y sus pensamientos, como compartía sus deseos de cambios y sus ansias de libertad.

Poco a poco me fue llevando al terreno más doloroso, “Estuve en la manifestación y te seguí, siempre ibas de los primeros”, “Yo no veía nada, solo sentía, estaba eufórico, embriagado por la cantidad de gente que nos manifestábamos”, “Vi cómo te detuvieron, estaba rabiosa, me hubiese gustado ayudarte”.

Me hablaba suavemente al oído y cada vez se identificaba más conmigo y me animaba a expulsar lo que tanto me pesaba, lo que llevaba dentro y me ahogaba, lo que no había sido capaz de contar a nadie, “Tuve suerte, cuando me detuvieron”, dije tras un suspiro,  “Hijos de puta”, me respondió y noté su rabia en el brillo de sus ojos cuando se separó para mirarme.

“Me humillaron, me cachearon, pasaron sus asquerosas manos por mis inglés, por mis muslos, por mis testículos, me esposaron y me metieron al furgón”, me paré para respirar mientras mantenía su mirada, “Yo estaba rabiosa, me sentía impotente ante la brutalidad de los policías, gritaba y gritaba, hasta que me molieron a palos, salí de allí gracias a mis amigas”, me respondió.

Le seguí contando la lucha que llevaba desde la Universidad por acabar con la dictadura e implantar la democracia, le hablé de mi organización, de cómo elegíamos a los delegados y de cómo formamos la Coordinadora Estatal, de los contactos con grupos políticos y con las instituciones sociales, de nuestras reuniones clandestinas y de la filosofía que guiaba nuestros actos.

“Tras la muerte del dictador, la lucha por la libertad tiene dos frentes: vencer la resistencia de las instituciones y plantar cara al fascismo. Vencer la resistencia de las instituciones es una labor relativamente fácil que se ejerce desde cualquier ámbito de la sociedad y que se consolida con el paso del tiempo. Poco a poco todo se degrada, la dictadura ha caído porque ha caído el dictador, y la monarquía surge desde el primer día como institución nueva que va arrinconando todas las instituciones viejas”

Le dije que cuando éramos detenidos teníamos abogados para defendernos en el momento, teníamos medios de comunicación que daban la noticia, teníamos políticos, intelectuales, curas, militares y una capa social que nos apoyaba. Por eso esta lucha la aceptaba, porque la conocía y la consideraba inevitable en el camino de la consecución de la libertad.

“Pero la otra –continué- la de plantar cara al fascismo no la soporto, es la más peligrosa, porque los fachas amparados en las instituciones moribundas, tolerados y protegidos implícitamente por Gobierno, se cobran día tras día víctimas entre los obreros y los estudiantes”.

Me paré un momento, me encendí por fuera y me apagué por dentro, apareció el sudor en mi frente y se me aflojó la textura de mi cuerpo.

Había visto de cerca las agresiones en la facultad, cadenas y bates habían rondado mi cuerpo, pero nunca había visto la muerte tan próxima como aquella tarde.

            “¡ASESINOS!”, me salió la palabra que me ahogaba y ella juntó su mejilla, me apretó y me pasó las yemas de sus dedos por la nuca, “Le mataron por la espalda…”, mientras se lo contaba noté el roce de su lengua lamiéndome una lágrima, “A traición…, le asesinaron a traición”.

            Mi voz comenzó a temblar.

            “Me lo contó el Melenas que iba con él, me contó cómo los dos burlaron el cerco policial cuando nos empezaron a detener y cómo les atacaron por la calle Barquillo cuando creyeron encontrarse a salvo. Parecían personas normales, unos desconocidos que paseaban por una calle normal, pero eran monstruos que de repente les rodearon y les golpearon y uno de ellos le dio una puñalada mortal en el costado y le mató… ¡POR ROJO! –gritaron los guerrilleros de Cristo- y huyeron los cobardes”

            “Era delegado de la facultad de psicología, estaba también en la coordinadora, había pasado por las facultades de Somosaguas llamando como yo a la manifestación, había estado como yo entre las porras de los policías y los botes de humo, había burlado como yo las normas que impedían manifestarse  POR LA DEMOCRACIA. Habíamos corrido juntos por el paseo de la Castellana, habíamos cortado Colón varias veces, habíamos desaparecido y aparecido nuevamente, habíamos gritado ¡AMNISTIA Y LIBERTAD!, y nos separamos cuando vimos que venían a por nosotros”, mi voz se entrecortaba, respiré y volví a la carga.

            “A mi me detuvieron, y me llevaron a pasar la noche en los calabozos de la Dirección General, ¡ojala!, le hubiesen detenido a él también”, apoyé mi frente en la suya y por primera vez la bese. Fue un beso corto, tierno, poco apasionado, pero muy sincero, un beso de agradecimiento. Por apretarme cuando me estremecía, por juntar su cuerpo cuando el mío estaba más blando, por lamerme mis lágrimas cuando se me escapaban.

“Ha habido un asesinato que no se va a poder callar, escuche decir a un policía mientras estaba detenido”.

“Han matado a uno en la calle Barquillo nos dijo el abogado que fue a vernos esa noche”.

“Os soltarán mañana porque el clima es insostenible y la situación se les está yendo de las manos por momentos, nos siguió diciendo”.

“No pude dormir esa noche. Primero se ensañaron con nosotros, nos torturaron con preguntas y golpes secos. Después cuando corrió la noticia del crimen nos dejaron en paz”.

“Pero…¿cómo podíamos dormir? ¿quién era? Era de los nuestros, pero no tenía cara, uno cualquiera de los que escapó de la manifestación, uno que no fue detenido y que se creyó libre cuando cesaron los botes de humo, cuando acabaron las carreras, cuando agotados… los defensores de la libertad escaparon hacia sus casas. No tenía cara, no tenía nombre, pero era de los nuestros, pero sin cara y sin nombre no podía estar mucho tiempo. Y cuando la tuvo…, cuando tuvo cara…, cuando tuvo nombre...” me paré, me tragué una lágrima, cogí fuerzas.

“¿Has visto su cara? ¿La has visto?”.

“Sí, en Somosaguas, en la fachada de la Facultad de Económicas. Todo el mundo la ha visto”.

“Yo la pinte…con un grupo de amigos pintamos su rostro para eternizarle, para hacer imborrable el crimen, hicimos un mural gigantesco: con sus pelos revueltos al viento, con su cara serena, con su juventud alegre…Pintamos a Carlos

 

            Sonaba la música y cada vez la abrazaba con más fuerza, le conté mis días más terribles y me acompañó en mi angustia. Le entregué mi alma y ella me entregó su cuerpo. Juntos fuimos buscando el mundo más secreto de nuestras libertades más intimas. Adecuamos nuestros cuerpos a las caricias y a los abrazos y buscamos un lugar más seguro. Buscamos la habitación más escondida. Aquel guateque, aquella casa alquilada para una noche, aquella música y aquella penumbra fue la llamada irresistible a disfrutar de una libertad absoluta. Encontré en sus brazos y en el calor de su cuerpo el amor libre que tanto había buscado para dar definitivamente la espalda a la dictadura.

La libertad une y la libertad separa. La libertad que nos unió y nos fundió en el mismo lecho, nos fue distanciando después poco a poco cuando comenzaron a entrecruzarse nuestros caminos, a enredarse entre senderos tortuosos, a distanciarse y a separarse definitivamente. Al principio los caminos de la libertad iban paralelos, el uno pegado al otro. Cuando me di cuenta, aquella noche que la tuve entre mis brazos, de que habíamos recorrido ya un largo camino juntos, no podía imaginarme que del mismo modo se podían hacer recorridos inversos: que el mismo camino de la libertad podía transcurrir por senderos distintos, por senderos que se cruzan y que nunca llegan a encontrarse.

 

Subía Navacerrada sin darme cuenta de las curvas, sin darme cuenta de lo cerca que estaba de coronar el puerto, sin darme cuenta que al coronar este puerto estaba también coronando el puerto definitivo de mi vida, porque con esta ascensión coronaba la cumbre de la madurez y me lanzaba hacia el vacío, hacia el descenso de mi vida, hacia el frenesí de la bajada, hacia el encuentro con mi tumba. Porque ya no tenía barreras protectoras, porque ya era yo el próximo que tenía que enfrentarse con la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                              II

 

Comenzamos a bajar Navacerrada y las dificultades aumentaron, a la niebla y el frío se unió un suelo resbaladizo. La vertiente norte del puerto estaba ligeramente nevada, una nieve fina, pegada a la carretera como una cortina de cristal, que hacía la conducción difícil y peligrosa.

La temperatura había bajado y el termómetro del coche marcaba un grado bajo cero. Tuve que dar los limpias porque aparecieron tímidamente los primeros copos de nieve.

Llevaba metida la segunda y no pisaba para nada el acelerador. Sin embargo el coche iba cogiendo demasiada velocidad para el estado de la carretera. Afortunadamente la bajada comenzaba con una recta larga, la carretera era ancha y no subía ningún coche. Delante iba uno al que seguía a distancia aprovechando, entre la espesura de la niebla, los puntos rojos de sus faros. No quería acercarme mucho, sabía de las dificultades de adelantar en una situación tan comprometida.

Circulaba despacio, pero la pendiente hacía que el coche aumentase su velocidad y la aguja se acercaba a los cuarenta. Mis pensamientos seguían a la misma velocidad y se entrecruzaban sin poderlo remediar. No conseguía entrar en la conversación a pesar de los esfuerzos que hacia ella.

“No puedo dejar de pensar en la niña, lo pequeña que es y lo guapa que esta”.

“Es la primera vez que la dejamos con mi madre”.

“¿Habrá sido capaz de dormirla?, por las mañanas a veces coge unas llantinas y no hay manera de que se duerma”.

“Los ojos me tienen loca. Son tan parecidos a los tuyos”.

“Voy a llamarla”.

“No creo que haya cobertura”- dije respondiendo por fin a una de sus frases. 

“Tienes razón, no hay cobertura”.

 

Pisé ligeramente el freno porque me iba acercando demasiado al que llevaba delante y a pesar de las precauciones el coche hizo un extraño.

“Aaah”.

“No te asustes, se ha ido un poco por la frenada pero es normal”.

“¿Por qué no ponemos las cadenas? “

“Creo que no es necesario. El de delante tampoco las lleva y va bien. Lo que no quiero es       acercarme demasiado”.

“A mi me da miedo conducir así”.

“No te preocupes. Tengo práctica, voy a salirme de la rodada y pisar   un poco la nieve”.

“Ten mucho cuidado”.

“Sí, sí, ¿no te das cuenta de lo despacio que bajamos?”

Me salí de la rodada y el coche se agarró a la nieve. Una capa que poco a poco se había hecho más gruesa y le sujetaba. Sin embargo me acercaba a la curva y el coche de delante lo tenía cada vez más cerca, la niebla había disminuido y a lo lejos observé la luz resplandeciente de un coche que venia de frente. No podía adelantar y me estaba acercando peligrosamente al de delante. Volví a pisar el freno, lo hice muy suavemente, apenas lo rocé e inmediatamente lo solté. Esta vez sí sujetó el coche, disminuyó la velocidad y vi con alivio como el coche de delante poco a poco se iba distanciando al tiempo que me pasaba el que subía de frente.

“Huup…- respiró - Lo único que me gusta de esta situación es ver a los pinos con la nieve pegada a sus hojas”.

“Lo que no entiendo es como no pasa ninguna quitanieves”.

No había terminado de decirlo cuando se vio al fondo un piloto rojo intermitente.

“Mira, si antes lo digo, eso tiene que ser la quitanieves”.

 

La llevaba al lado y no la escuchaba, me decía frases y no la respondía, sin embargo la oía con toda nitidez en mis recuerdos y la contestaba con toda claridad en la distancia.

“Vale, pero para ti poso gratis”.

“Eso no puede ser, yo siempre pago”.

“No quiero dinero. Yo busco en el arte la felicidad”.

“En este caso, o aceptas el dinero, o no te voy a dar la oportunidad de buscarla”.

“Si te pones así, acepto”

Fueron nuestras primeras frases cuando le pedí que posase para mí por las tardes en el estudio, ofreciéndole el doble de lo que le pagaban en la Universidad.

No acostumbraba a llevar modelos a mi estudio. Solo cuando tenía algún proyecto que mi mente no era capaz de descifrar me ayudaba de alguna cara, o de algún cuerpo y recurría a las personas que posaban en la Facultad.

Conocía bien el mundo de las personas que se ganaban malamente la vida posando en la escuela de Bellas Artes. Eran mujeres y hombres jóvenes menores de treinta años considerados por el rectorado de esa universidad como trabajadores por cuenta propia, que llevaban muchos años reivindicando unos contratos laborales como fijos discontinuos y que amenazaron con ir a la huelga a principios del curso. Dedicaban entre dos y nueve horas diarias a posar, con períodos de descanso de un cuarto de hora cada cuarenta y cinco minutos. Cuando se trataba de realizar apuntes, ellos mismos elegían las distintas posiciones, que mantenían inmóviles durante varios minutos. Participaban en las clases prácticas sobre todo en los cursos de cuarto y de quinto, en los que se imparte un mayor número de asignaturas que precisan de modelos en vivo. Es un trabajo muy duro, que requiere imaginación, además de realizarse en condiciones muy penosas, que acaban produciendo dolores musculares, varices y frecuentes resfriados.

Apoyé sus justas reivindicaciones participando junto con la mayoría de mis alumnos en una recogida de firmas que enviamos al Rectorado. Las protestas terminaron a principios de diciembre con la firma de unos nuevos contratos que si bien no consiguieron el objetivo de la contratación laboral sí mejoraron sus condiciones económicas y de trabajo.

Por eso me sorprendió que hubiese una persona tan desinteresada, que acudía todos los días puntualmente a la facultad, y que cuando le ofrecí posar en mi estudio mostrase una indiferencia tan grande por el dinero. Al principio pensé que sus frases eran una cursilada para llamar mi atención, pero cuando me fijé en su cara noté algo extraño. Quizá fuese lo que instintivamente me llevó a escogerla entre todas las demás.

 

Cuando empecé a pintarla, y me fijé en sus ojos, noté que había algo especial en su mirada. Una expresión interior que me produjo un escalofrió que recorrió mi cuerpo. Descubrí su imán, había algo irresistiblemente atractivo en ella. Una mirada que escondía mucho más de lo que ofrecía y que me obligó a romper la norma que tenía establecida de no dialogar con mis modelos mientras trabajaba.

“¿Por qué dices que buscas en el arte la felicidad?”

“Es mi última oportunidad para encontrarla, es mi último refugio, la he buscado en todas partes y siempre he fracasado”.

Había tanta melancolía en sus palabras que parecía una frase de otro tiempo y yo por un momento dudé si sería todo un juego o si realmente era una mujer del pasado. Mi mente me decía una cosa y mi corazón me decía la contraría. Y haciendo más caso a mi mente seguí la conversación.

“No me digas”.

“En el dinero no está”.

“¿Por qué lo sabes?”

“Porque tengo todo lo que quiero”.

“Entonces, ¿por qué vienes?”

“Te lo he dicho, es mi última oportunidad y gracias a estar aquí me estoy dando cuenta de algo”.

“¿De qué?”

“De que hay que desprenderse de lo de fuera para llenarse por dentro”.

“Muy bonito, pero sólo es una frase”.

“O un solo trazo. Pero eso es el arte, ¿o no?”

“El arte no sé muy bien lo que es”, me pareció mentira oírme esa frase, creo que la dije para escapar de la cursilería que, al escuchar sus frases, había asignado a las que yo pronunciaba tan solemnemente en mis clases. Me pareció mentira escuchar de otra persona lo que debían ser pensamientos míos. Era la primera vez que me ocurría algo así, la primera vez que una persona me ponía en un aprieto, que me hacía pensar y que me obligaba a dar una vuelta a mis propias frases.

“¿Tú qué ves, lo de fuera, o lo de dentro?”, que clase de pregunta era esa, no era propia de una modelo, ella no tenía que participar así, pero participando me comía el terreno y me obligaba a entrar en el mismo juego.

“Creo que busco lo de dentro a través de lo de fuera”.

“Me siento a gusto posando para ti”.

Y yo pintando para ti, tenía que haber respondido, pero todavía mi mente controlaba mis frases y lo hice con cierta ironía.

“A ver si va a ser que la has encontrado”.

“¿El qué?”

“La felicidad”.

“¡Ah!, lo que sí sé es que tampoco está en la belleza externa”.

Me volvió a llevar a su camino.

“Lo dices muy convencida”.

“La vida me ha convencido. He visto mucha belleza por fuera y mucha basura por dentro”

Me callé, me había llevado al límite, había expresado muchos pensamientos míos y no supe que decir.

 “Y tú, ¿la has encontrado?”

Ya está, ya me ha hecho la pregunta, la que no quería escuchar, ya me ha metido en su juego, en un juego que no quería entrar, traté de escaparme.

 “¿Quée?”

“La felicidad”

“No sé si la he encontrado… –no me pude escapar y utilicé la duda para hacer más largo el tiempo- o si simplemente la he visto y me paso la vida persiguiéndola”.

“Pero… ¿me das la razón o no?”

“Creo que en el dinero no está, pero muchas veces en el dinero se esconde”.

Ahora fui yo quien concluyó con una frase cursi, o no, quizá me llevó a expresarme con el corazón.

           

            Quedé atrapado de su encanto desde el primer día que acudió a mi estudio y me sorprendió con aquella conversación tan sincera. Siempre que nos cruzábamos las miradas sentía una atracción interior que me perturbaba y que me inspiraba sensaciones nuevas. Me parecía que me leía los pensamientos y que dijese lo que dijese siempre estaría atrapado. Pero al mismo tiempo notaba como a través de mis manos plasmaba en el lienzo todo mi desasosiego interior y al plasmarlo me relajaba y una paz interior me inundaba.

Hacía mucho tiempo que no sentía nada nuevo, me había acomodado a la pintura de la rebeldía y repetía lienzo tras lienzo el mismo mensaje, pero ahora me salían trazos nuevos, curvas que nunca había imaginado, colores que no se veían en la naturaleza porque solo los veía a través de sus ojos. Su presencia me sumergía en un estado de ánimo nuevo, en un frenesí, y cada día que acudía a posar un sudor frío recorría mi cuerpo al tiempo que aparecían los trazos o las sombras.

No sabía si era yo, no era dueño de mi voluntad, no debía hablar con ella, mi ética profesional me lo impedía, sin embargo no había un día que no entrase en su conversación y a través de ella en su vida. No podía huir del callejón oscuro donde me había metido y ella se daba cuenta, notaba que se daba cuenta de mi estado y de que me sentía su esclavo.

Sudaba en los momentos de inspiración, porque cuando daba con la verticalidad del amor, con el trazo donde se esconde la serenidad, con la curva del placer o con la mancha del deseo; cuando en el rasgo de los ojos apreciaba la sinceridad, o la candidez en el colorido de su mejilla; me introducía en el estado del sofoco, del abandono de lo real y me elevaba a lo sublime, me hacía sudar, perder el control y ruborizarme. Y mientras sudaba absorto en la obra creativa, notaba con asombro como ella se contagiaba, y me parecía tenerla atrapada en un mundo de sensaciones compartidas. No podía escapar, porque entre los dos éramos uno. Era el cuadro lo que existía y desaparecían la modelo y el pintor.

“Mira hacia la ventana. Sube un poco la vista. Así, así”, hacía todo lo que le decía, seguía fielmente mis indicaciones, parecía estar sincronizada conmigo en el arte, y yo creía adivinar lo que ella sentía, me daba cuenta de que la transportaba al estado del deleite, de que la hacía cambiar radicalmente de sensaciones y de sentimientos; la notaba como poseída, como conectada a la magia del arte, porque cada trazado o cada mancha que yo hacía se convertía en un tirón de su cuerpo, en un desgarro de su alma.

Sincronizados en el arte, ella seguía mis movimientos, y yo seguía sus transparencias; y en pleno fulgor le dije, “Desabróchate un botón más de la camisa”, y ella se lo desabrochó, abrió su blusa, la abrió lo justo, una abertura leve, pero suficiente para que apareciera su pecho, no todo, sólo medio pecho con el pezón tieso, el resto quedó tapado, oculto por la tenue blusa, me lo ofreció con un gesto, lo plasmé con un ligero trazo y lo dejé inmortalizado para siempre. Figura de mujer, con pecho descubierto. Era ella por dentro y los dos lo habíamos descubierto al mismo tiempo.

 

             

“Por hoy hemos terminado”, se lo dije porque tenía que decir algo, estaba agotado pero hubiese seguido eternamente en ese estado.

“Acabamos de empezar”, me contestó con una tranquilidad que me desarmó porque me pareció que contestaba no a lo que le decía sino a lo que estaba pensando.

“Estoy cansado”, pero no lo estaba porque no podía cansarme de mirarla.

“No puedes dejarme sin explicarme lo que nos  ha pasado”, qué nos ha pasado, era cierto lo que me había imaginado, pero cómo explicárselo, como explicárselo si no era capaz de explicármelo a mí mismo.

“Sólo te he pintado”, no era verdad, pero era lo que tenía que decir, cómo iba a decirle que me había asomado a lo más profundo de sus sentimientos.

“No. Nos ha pasado mucho más y tienes que explicármelo. Tú eres artista. Tú lo sabes. No puedes marcharte a secarte el sudor a otra parte. ¿Qué has visto en mí para alterarte, para que tiemble tu rostro, para que sude tu cuerpo?”

“Me ha impresionado lo que llevas dentro”, mi respuesta se iba acercando a lo que en realidad pensaba.

“¿Y qué llevo dentro que sólo tú ves?”, me miraba al tiempo que me preguntaba, y sus ojos se clavaban en los míos y me arrastraban a dar las respuestas más sinceras, las que quería tapar, las que tenía miedo a descubrir.

“Una sensibilidad exquisita, un amor que duele, que desgarra el alma, la garantía de que la esperanza no se acaba, de que las ilusiones no mueren, de que la libertad existe, de que la lucha continúa”, ya, ya le dije lo que quería callar, lo que me ruborizaba, lo que pensé que nunca me atrevería a decir.

“A lo mejor eres tú quien lo lleva dentro y en mí sólo ves su reflejo”, un paso más, sus respuestas siempre eran un paso más, un paso más hacía la verdad.

“No me había pasado nunca pero… ¿Por qué me mirabas así?”, seguí por el camino sincero.

“¿Cómo te miraba?”, ahora era ella quien se escondía

“Como si quisieras devorarme”.

“Devorarte por dentro…huuu. A lo mejor me miraba a mí, al tiempo que he perdido, a las personas a las que me he entregado sin desearlas. Me miraba a mí y tú eras sólo el espejo. De todas formas me impresiona tu arte: tus manos, tu cara, tus movimientos, tu sudor... Me dicen lo que nadie me ha dicho con palabras, me dicen tu estado de ansiedad, tu deseo de agrandar el mundo, de hacer más largo el tiempo”.

“Tienes que marcharte”, ahora no era verdad lo que decía, pero estaba asustado, la verdad me asustaba y por eso bruscamente di un paso atrás.

“No puedo marcharme del lugar donde sé que se encuentra la felicidad”, ella no estaba dispuesta a ningún retroceso.

“¿Y si fracasas otra vez?”

“No. Estoy segura que no”.

“¿Por que?”

“Tú lo has dicho. Nos hemos visto por dentro. He visto la cara de la felicidad por dentro. La venía a buscar y la he encontrado”.

 

Me quité la bata blanca convertida en una especie de arco iris por las manchas de pintura y la colgué en el perchero. Ella me dio la espalda lentamente, esperó hasta saber que la miraba y dejó caer su blusa dejando su torso desnudo. Se desabrochó la falda que cayó también al suelo.

“¿Por qué te desnudas?”

“Para nada sirven los vestidos si me has visto desnuda por dentro”.

Continuaba de espaldas,  aturdido, la miré desde la distancia.

“Tienes que dejar de posar para mí”, era lo que menos quería, pero ahora sí estaba atenazado por el miedo.

“¿Tan mal lo hago?”, me lo dijo al tiempo que se volvía ofreciéndome su cuerpo.

“No es eso”.

“¿No te gusto?”

“Tampoco es eso”.

“Entonces, ¿no te sirvo para modelo?”

“Ya hemos jugado bastante”, en realidad era yo quien jugaba, había vuelto al principio, a decir lo correcto, lo que mandaba mi mente y a ocultar la verdad de los sentimientos.

“¿Tú has jugado conmigo?”

“No he querido decir eso”, me confundía, me llevaba otra vez hacia el camino de la verdad.

“Pues… explícate”.

“Me deshaces con tu mirada, me desarmas, no puedo soportar por más tiempo tu cuerpo desnudo”.

“Porque te repulsa, o porque te atrae”.

“Es igual”.

“No. No es igual”.

“¿Por qué?”

“Porque estás diciendo lo que no deseas decir”, era cierto, me volvía a desarmar, ella también me veía por dentro.

“Tú qué sabes”, el que no sabía era yo. Ya no sabía por donde salir.

“Yo también sé leer en tus ojos”.

“¿Y qué dicen mis ojos?”

“Tus ojos dicen lo mismo que los míos, me piden que no me vaya. Y los míos te dicen: tranquilo, no me voy a ir”, era cierto, pero no lo podía reconocer.

“Tienes que marcharte”.

“No puedo. Mientras me pintabas notaba cómo me arrancabas el alma. Te has quedado con parte de mí. Por eso no puedo dejar de venir”.

“¿Y si te lo ordeno?”

“No te haré caso, sabes que no tengo otra cosa que hacer, que he encontrado la felicidad en el arte, era mi última oportunidad y no la voy a desaprovechar”.

“No va a poder ser. Yo tengo una familia”, por fin lo dije, el miedo, lo que me atenazaba, lo que hacía que dijese lo contrario de lo que deseaba era el temor a perder la estabilidad, a perder lo seguro.

“Tú vas a decidir. Si no quieres verme, no me abras la puerta. Yo seguiré siendo puntual. Seguiré llamando a tu estudio”.

“No sé si voy a poder. Estoy atormentado”, era verdad, tenía que elegir, lo que me                                pasaba no era una aventura pasajera, era un proyecto duradero. Tenía que elegir. Y elegir para mí era un drama.

Había elegido muchas veces cuando el camino era claro, cuando las vías se bifurcaban por ideas, distinguía claramente entre la democracia y la tiranía, entre el egoísmo y la solidaridad o entre la justicia social y la caridad; pero cuando eran los sentimientos quienes marcaban los caminos, la duda siempre me atormentaba, porque al satisfacer a unos, hería a los otros, entonces huía, me escapaba y siempre eran otras quienes elegían por mí.

“Yo no puedo marcharme. No te pido nada. Me conformo con seguir estando a tu lado, simplemente posando. Acepto lo que me des: si me das amor con tus ojos, lo recibo; si me das fuego, también. Pero no puedo dejarte, no puedo dejar de venir a posar para ti después de haberte visto encendido en tu arte. Tendrás que elegir”.

 

No se fue y no tuve más remedio que elegir. Y ahora la tengo a mi lado. Me habla pero no la contesto. Es igual, estamos tan compenetrados que entiendo que me hable y ella que yo no la conteste. Nos hablamos en los recuerdos…

“Voy a ser tu modelo para siempre”, me dijo cuando acepté que nuestro amor era irresistible.

“No, no vas a ser mi modelo, vas a ser para siempre mi Modela: porque modelas mi vida y modelas mi alma”

 

Habíamos llegado hasta la primera de las siete revueltas, durante un tiempo, mientras gozamos de los efectos de la quitanieves, la bajada fue relativamente tranquila, pero al iniciar la primera revuelta volvió el suplicio. La temperatura bajó a menos tres grados y la nieve arreció con más fuerza. Por dos veces el coche patinó. Intenté salir de la rodada que seguía para agarrarme a la nieve, para pisarla y reducir la velocidad. Metí primera para evitar que el coche se me calara y coger con más seguridad la siguiente curva. A pesar de todo el coche se fue de nuevo en medio de la curva como se iban mis pensamientos, no di ningún volantazo sino que acompañé suavemente la dirección que el coche marcaba hasta que pudo agarrar ligeramente y dar un pequeño acelerón para salir del aprieto.

                  Pasaban los momentos más complicados del viaje al mismo tiempo que mis pensamientos se adentraban en los recuerdos más tristes. Con mi padre me había entendido a la perfección cuando compartíamos la naturaleza, cuando nuestras relaciones giraban en torno al amor a la tierra y el amor al trabajo. Cuando compartíamos el pan y el jamón, y el agua y el vino.

Cagüendios”.

El grito de mi padre me sobresalto. Me agarré a un palanco y me asomé, le vi sangrando por la cabeza, le vi dar unos pasos zigzagueantes y le vi caer al suelo. Me bajé de un salto del carro donde estaba pisando y colocando las algarrobas, y me puse a su lado. Le cogí la cabeza y vi la brecha de donde salía un chorro de sangre, vi como sus ojos se quedaban en blanco. Le zarandee para evitar que se desmayara pero sólo me dio tiempo a preguntar:

“¿Qué ha pasado?”

“La puta piedra”, me respondió antes de perder la consciencia.

Cogí la botija y le eché agua en la cabeza para lavarle la herida y refrescarle la cara. El frescor del agua le revitalizó, abrió los ojos y recupero la consciencia.

“No vi una piedra en el montón y me ha caído encima. Vaya hostia, hijo, pero no te asustes, ya se me pasa”

Era un niño de sólo seis años cuando le acompañaba a las tierras para pisar los carros. Mi padre echaba con un bieldo los montones de algarrobas al carro y yo con mis pocos kilos las pisaba y las colocaba. Los montones tenían piedras encima que se colocaban cuando se segaban para evitar que las ventoleras las esparramasen y se desgranaran.

Nos entendimos mientras mi vida se desarrolló por los cauces de la normalidad y de la tradición, pero dejamos de entendernos cuando me aparté de la buena costumbre de vivir con una mujer durante toda la vida. Cuando me separé y mi padre tuvo que recurrir al pensamiento, a buscar en la lógica de la razón, para encontrar la libertad de las personas,  las diferencias de opiniones y el respeto a las decisiones personales, todo cambió.

Aparecí un día solo en el pueblo, hacia ya casi un año, cuando mi madre me recibió con un par de besos en las mejillas y un pero…

“Pero… ¿vienes solo?”

“Sí, vengo solo”, era algo difícil de explicar porque siempre habíamos ido los tres.

“¿Os pasa algo?”, mi madre enseguida se mosqueó.

“No. No pasa nada, pero tengo que contaros algo”, respondí a mi madre un tanto nervioso, al tiempo que di un par de besos a mi padre que se había levantado torpemente del sofá.

“Pues nos estás asustando”, mi madre siempre directa y mostrando lo que la preocupaba.

“Pues no es nada. Sólo problemas de pareja”, ya lo largué y me quedé a gusto.

“Uy..uy..uy.., que eso no me gusta”.

“No es cuestión de gustos, es cuestión de vida”.

“Pero si siempre os habéis llevado bien”.

“Esas cosas suceden, te llevas bien hasta que te dejas de llevar”.

“Tonterías, ¿dónde vas a encontrar otra mujer como esa?”

“Vamos a sentarnos y os lo cuento tranquilamente”.

“No tienes nada que contar -intervino mi padre- si te has enfadado con tu mujer, te vuelves a Madrid, arregláis las cosas y venís los tres”, así solucionaba siempre las cosas mi padre. Blanco o negro, sin posibilidad para la reflexión.

“Las cosas están ya arregladas, eso es lo que os quiero explicar”.

“Pues si están arregladas por qué no estáis los tres”, insistió mi padre partiendo siempre de la verdad única.

“Por que ya no vamos a estar siempre los tres”.

“Pues yo os quiero ver aquí a los tres, en esta casa nunca ha habido escándalos, ni los va a haber”, la tradición, la maldita tradición siempre se imponía a los ojos de mi padre.

“No son escándalos, son decisiones tomadas amistosamente”.

“A ver hijo –intervino mi madre- nos quieres decir que te has separado de tu mujer y que no hay vuelta atrás”.

“Eso es lo que os quiero decir, que no hay marcha atrás y que tampoco hay ningún problema porque lo hemos discutido nosotros, que somos los afectados, y hemos llegado a la conclusión de que es lo mejor para todos”.

En Dios… cuanto más listo mas tonto, cómo te vas a separar a tus años, mira de eso no quiero ni oír hablar”, la reacción de mi padre era la que me esperaba.

“No des voces padre”, traté de tranquilizarle aunque sabía que no lo lograría.

“Que hostias de voces, aquí se hace lo que se tiene que hacer, o venís los tres o no venís ninguno”, ya estábamos en el momento crítico, con las costumbre no hay quien pueda.

            Intenté apoyar mis manos en sus hombros para tranquilizarle pero me las apartó con un brusco manotazo y me despidió con un bufido.

“Márchate y no vuelvas, a tus años hacernos esto, lo que nos faltaba, amargarnos la vejez. Y si tienes otra aquí no la traigas mientras yo viva. No quiero verla”, no había nada que hacer, su cerrazón era absoluta, el diálogo no servía de nada. Su verdad era única y para no destronarla, no había mejor cosa que evitar la reflexión y el debate.

 

            Sus palabras atravesaron mi corazón  como espinas, siempre me había entendido bien con mi padre, pero era en las cosas donde no había que poner a prueba la inteligencia. Ahora que se trataba de la reflexión y que lo que necesitaba era su comprensión me trataba como a un extraño.

Me marché cuando mi madre me dijo:

“Es mejor que te vayas. Ya se le pasará. Pero piénsatelo bien”.

 

No volví al pueblo desde entonces. Durante casi un año el teléfono fue mi único contacto. Hablaba con mi madre porque mi padre siempre se negaba a ponerse. Conversaciones repetidas casi todas las semanas en un intento por mantener viva la esperanza de la reconciliación pero que siempre terminaban con el mismo resultado.

“No se va a poner”.

“Bueno anda, dile que se ponga. Lo intentaremos un día más”.

“Que te pongas. Tu hijo”.

“No quiero hablar. Ya sabe lo que tiene que hacer. Venir con su familia como dios manda”.

“¿Le oyes?”

“Sí, le oigo, pero no le entiendo”, bueno, sí le entendía, sabía que no era culpable, que era victima del retraso y de la incultura y sabía que a sus años la posibilidad de cambiar era nula.

“¿No le entiendes? La que nos has liao”.

“Yo no he liado nada”.

“Si supieras las noches que me da”, a mi madre también la entendía y me la imaginaba aguantándole todos los días el mismo sermón, por eso traté de cerrar la conversación lo más pronto posible.

“Yo sólo quiero que viváis vuestra vida tranquilamente y me dejéis vivir a mi la mía. Las separaciones hoy son lo más normal del mundo”.

“Para tu padre no. Y claro la que se lo tiene que tragar soy yo. Cualquier día me da algo”.

“Te he dicho que no tienes que preocuparte”.

“Tú lo ves muy fácil, pero tu padre…”.

“¿Pero por qué no podemos entendernos?”

“Tu padre es así. Vive en el pasado y no va a aceptar estas moderneces”.

“Pero si siempre nos hemos entendido”.

“¿Entendido?”

“Bueno, siempre nos hemos llevado bien”.

“Os habéis llevado bien cuando le acompañabas al campo. Pero ¿os entendíais? ¿De qué has hablado con tu padre?”

“No sé. Somos de épocas muy distintas”.

“Tú nunca nos has contado nada”.

“Yo siempre os he contado todo”.

“Nos has contado lo que sucedía pero no lo que pensabas”.

“Tampoco me lo habéis preguntado y vosotros tampoco me habéis hablado de esas cosas”.

“Ese es el problema. A veces pienso que nos separa un abismo. Yo cierro los ojos y lo acepto todo. Porque no aguanto estar así. Pero tu padre, ¡tiene una cabeza…!

“A vosotros sólo os debe interesar si soy feliz o no. No os debe importar lo que diga la gente”

“¡Qué fácil lo ves tú!”

 

¿De qué había hablado con mi padre? Con mi padre no había hablado de nada. Y me daba cuenta ahora mientras baja las siete revueltas, las siete curvas más peligrosas de mi vida. ¿Cuándo había hablado con mi padre de la libertad, del respeto, del amor, del sexo…?

 

“Ya hay cobertura. Voy a llamar”.

“Las relaciones familiares se mueven por caminos estrechos…”.

“¿Qué dices?”

“Nada. Voy pensando”.

“Ya, pensando…”.

“…Son como un castillo de naipes, es necesario sujetar con precisión cada carta, cada decisión, cada  frase. Cuando eliges lo correcto, lo respetuoso, lo que no produce ningún daño, las relaciones avanzan por el camino de la satisfacción. Se ve el futuro con optimismo y se mira al pasado con gratitud, pero cuando el camino se tuerce, cuando una carta se cae, se comienza  un sendero de desencuentros y de incomprensiones de difícil retorno. Se mira hacia el futuro con miedo y hacia el pasado con resentimiento. Las relaciones familiares se mueven en un margen muy estrecho”.

 

            Dejamos atrás el puerto. La nieve dejó de caer cuando llegamos a la Boca del Asno. Volvió a pasar la quitanieves limpiando la carretera. Desapareció la niebla y se abrieron grandes claros en el horizonte. La niebla y la nieve fueron sustituidas por un fuerte viento que hacía peligrar la estabilidad del coche, igual que peligraba mi estabilidad emocional a medida que me acercaba al final del recorrido. Un viento fuerte, presagio del vendaval en que se iba a convertir mi vida, soplaba con intensidad inusitada anunciando los tiempos violentos de la intolerancia y de la incomprensión que amenazaban el mundo y que me llevarían por los caminos de la ansiedad y de la lucha frenética por la libertad.

            Una libertad que llegaba a vislumbrar pero que se escondía en recodos, que jugueteaba conmigo llevándome por vericuetos cada vez más complicados y más difíciles, una libertad que se me escapaba cuando más cerca la tenía, una libertad en continuo peligro que me esforzaba por controlar y por dominar.

 

            Me acerqué al final con el desasosiego de no haber compartido el último pensamiento, con el vacío en el corazón por no haber tenido la última conversación, la definitiva, la que aclarase todas las dudas, la que me hubiese tranquilizado el alma. Con la pesadumbre de no haber tenido el tiempo suficiente para ganar la batalla a la ignorancia, de no haber discutido sobre la última verdad, la verdad del amor, la verdad de la libertad y la verdad de la vida. De no haber descubierto juntos que la verdadera verdad está en la lucha, en la lucha por conseguir la libertad, en la lucha por conseguir el amor y en la lucha por mantener la vida. De no haber conseguido la comprensión en los momentos más decisivos, cuando más necesaria era. Me acercaba al final con el sabor amargo de no haber compartido con mi padre el último trago.