La abuela

 

           

            “Me fijé en él cuando le vi con aquel traje tan elegante, bebiendo y cantando en el mostrador del salón que lo era todo en el pueblo: era taberna, era salón de baile, era  sala de juegos. Los mayores jugaban a la brisca, los mozos bailaban y los niños corrían y jugaban escondiéndose entre las parejas. Era el lugar por donde pasaba cada domingo toda su gente, y a donde acudíamos los forasteros de los pueblos de orilla para divertirnos o para buscar pareja, y era donde subía yo con mi pandilla.

Yo era del pueblo de al lado, sólo dos kilómetros más abajo, subía con las mozas al baile todos los domingos, era la única distracción, el único momento donde nos podíamos divertir un poco. El resto de la semana era trabajo. Trabajo en la casa y trabajo en el campo. En la casa cuidando de mi hermano pequeño y atendiendo a mi madre que casi siempre estaba enferma. En el campo haciendo de pastora cuando mi hermano mayor tenía que hacer tareas de labranza. Era la más pequeña de la pandilla, tenía dieciocho años pero ya conocía a todos los mozos, tanto de ese pueblo como de los pueblos de alrededor, pero a ese que cantaba no le había visto nunca”.

           

A la abuela se le encendían los ojos mientras lo contaba. Todos habían hecho un escrupuloso silencio, menos el abuelo que esas alturas de la conversación ya se había abandonado a su siesta y roncaba de vez en cuando.

“¿El repeinado?”, pregunto Ella.

“Si, el repeinado y con el traje nuevo”, contestó la abuela.

“Sigue, sigue”, le pidió Ella.

“Pues como os iba diciendo, conocía a todos los mozos, menos a ese que cantaba. Le pregunté a mi mejor amiga que quién era ese que cantaba tan bien, que no le había visto nunca. Cómo le vas a haber visto, me dijo, si ha estado tres años en la guerra y dos años sirviendo.

A mí, desde que le eche el ojo, me gusto, y fijaros lo que son las cosas, a los dos o tres días oí su voz, pero no le reconocí hasta que estuve cerca de él y le miré a los ojos.

-¡Pastora! cuida del perro que casi me caigo, -me gritó furioso al tiempo que hacía equilibrios sobre el lomo de una mula.

-Cuida tú de la mula para que no se espante, -le respondí desde lo lejos.

-Anda, alcánzame el azadón que se me ha caído.

Me fui acercando poco a poco al mismo tiempo que le contesté

-No sé, no sé, a lo mejor me das con él.

- Encima que casi me caigo por tu culpa, quieres hacerme apear.

Cuando me aproximé lo suficiente le reconocí, no tenía el traje nuevo como el domingo, pero con la camisa blanca y los pantalones de pana tampoco estaba mal, por eso le dije,

- Te lo alcanzaré, si controlas tu genio.

Se lo alcancé y en el momento de tenderle mis manos él me pregunto,

-¿Quién eres? No te conozco.

- Pues yo a ti sí. Sé como te llamas, como se llaman tus padres y el mote que tenéis.

-¿Y cómo lo sabes?

- Me lo dijo una amiga el domingo.

-¿Qué amiga?

- Una.

-¿Subiste el domingo al baile?

- Sí, y te vi en el salón, cantando y bebiendo.

- No eres un poco pequeña para subir al baile.

- Sólo cinco años menos que tú.

-¿Sabes también mis años?

- Más o menos,

¿También te los dijo tu amiga?

- Más o menos.

- ¿Cómo te llamas?

-Averígualo, pregunta a algún amigo que me conozca.

-Quiero que me lo digas tú, para poder pedirte un baile el domingo.

-Entonces te lo diré el domingo, si me pides el baile.

 

Y así fue como le conocí. El domingo me pidió el baile, yo le dije mi nombre, el de mis padres, los hermanos y las hermanas que tenía, el nombre de mi amiga, el del novio de mi amiga y él me fue contando su historia. Su año de guerra, sus dos años de mili, sus dos años de criado, y la nueva vida por la que empezaba a luchar. Me dijo tantas cosas que el tiempo se me pasó volando, sin darme cuenta de nada y se hizo la hora de dejar el baile. Me acompañó hasta mi casa, y así nos liamos”.

Lo que resultaba también difícil era saber si habían sido feos o guapos, por más preguntas que hizo Ella no fue fácil adivinar como habían sido de jóvenes porque la abuela, por ejemplo, era una persona fea. Era una persona fea cuando estaba cuidando las ovejas, cuando llevaba por calzado unas albarcas, cuando llevaba un vestido negro que se tenía que recoger para correr si las ovejas se iban al sembrado, cuando llevaba el pelo recogido y sucio bajo un pañuelo negro, cuando tenia el semblante torcido y en su boca se dibujaba un rictus de rabia porque no podía controlar el rebaño, y el primer gilipollas que pasaba y que había observado como una oveja comía en su sembrado la gritaba de forma grosera, “A ver si aprendes a cuidar de las ovejas que se te han metido en mi tierra”. La abuela era fea cuando estaba dominada por el trabajo, un trabajo impropio de su edad, un trabajo que la destrozaba por dentro, un trabajo que la hacía incomprensible la vida, porque su vida era solo correr y sufrir, correr en la casa para recogerlo todo, correr tras las ovejas que se iban donde más verde había, sintiéndose impotente para poder dominarlas, y sufrir con los comentarios, con las burlas de las personas inconscientes, que la recriminaban si las ovejas se iban a una tierra sembrada de centeno o a un campo de alfalfa.

            Pero la abuela se convertía en la persona más bella del mundo el domingo, cuando iluminada por la ilusión de verle, sus ojos adquirían un brillo imposible, una luz y una viveza que los convertían en unos ojos únicos, porque al color azul deslumbrante se unía la alegría y la esperanza, porque  las ganas de volver a verle la comían por dentro y era incapaz de disimularlo.

            Antes de subir al baile, se lavó como nunca se había lavado, se rizó el pelo como lo hacia todos los domingos pero con una dedicación especial, porque se lo rizaba pensando en él. Se hizo los tirabuzones pensando en él, se puso el vestido del día de la fiesta pensando en él. Nadie la detuvo, ni  los gritos de su madre cuando la dijo “Hija por qué te pones ese vestido si es el de la fiesta y hoy es un simple domingo”, ni el comentario de un hermano, “Pero qué te pasa hoy, por qué estas tan loca”, ni los inconvenientes del tiempo que comenzaba a amenazar con lluvia, ni el dolor que la recorría todo el cuerpo tras la pelea primero en la casa, después con el rebaño de ovejas, y por último venciendo todos los inconvenientes que se iban poniendo para subir esa tarde al baile.

           

            Cualquier pregunta era un pretexto para seguir observándoles, cualquier respuesta era el camino por donde se iban adentrando para conocerles. Estaban absortos en escuchar sus frases para adivinar a través de ellas sus vidas. El abuelo era ajeno a las preguntas y a las respuestas porque seguía la mayor parte del tiempo dormido. Sin embargo si en algún momento encontraba un punto de lucidez y entraba en la conversación era para cuestionar lo que decía la abuela.

Encontraron el camino de las arrugas de la abuela para hacerla hablar y seguir descubriendo lo que tenía escondido en sus rincones más íntimos.

“Esa arruga que cruza su frente debe de guardar la historia de cuando se hicieron novios”, pregunto Ella.

            “Esa arruga me empezó a salir pronto, primero fueron las ganas de verle las que me hicieron abrir bien los ojos. Como os decía subíamos todos los domingos al baile y después a mi me acompañaba hasta casa. En el baile me lo pasaba muy bien, pues aunque le veáis ahora dormido, de joven tenía mucha energía y bailaba muy bien, te llevaba como si fueses una peonza, me acuerdo que había muchas chicas que querían bailar con él y que alguna vez me tuve que plantar y decirle que si se iba a bailar con otra que se fuese para siempre”.

“Anda, anda, que estás diciendo muchas tonterías”, replicó el abuelo en un momento de desperezamiento.

“Mira, mira, veis como oye lo que le interesa”, “Sigue, sigue, que os estoy imaginando en el baile”, “Bueno, pues en el baile nos contábamos lo que habíamos hecho durante la semana, y me decía cosas, porque era un poco tunante, y luego cuando me acompañaba me cogía de la mano y…”, “Y os achuchabais un poco ¿no?”, “Bueno, hacíamos lo que se podía hacer entonces, que no os creáis que era como ahora, que a los cuatro días ya dormís juntos”.

 

La abuela nos les contó todo. Sentados en aquel salón, en torno a aquella mesita donde tomaban el café aquella tarde, la abuela les contó parte de los secretos que escondían sus arrugas. Pero no les contó todo, porque aunque la fueron sonsacando al hilo de la conversación que habían iniciado, ella fue lo suficiente lista como para saber lo que debía y lo que no debía contar.

No les contó el secreto de la arruga más pronunciada, la que dividía su frente en dos mitades. Una mitad era su frente despejada, la vida pegada al decoro, lo que se podía contar, lo sujeto a las normas del pudor y de las costumbres, que ella se lo contó llegando incluso al límite de lo gracioso, de lo anecdótico, de lo picante. La otra mitad, la que tenía escondida en lo más profundo de su ser, la que estaba mas dentro aún de lo que se podía divisar en el fondo de sus ojos, la que el pudor la impedía contar, la íntima, la de su secreto, la que guarda para ella sola y para saborearla en su recuerdo cuando la invadía la nostalgia, esa mitad no la contó.

            Esa historia la tenía guardada para sí y la recordaba en paralelo a lo que les estaba contando pero se la callaba. No les contó la parte oculta, lo que se escondía detrás del surco oscuro de su historia, en él se escondía el recuerdo de aquella amiga que la ayudó en los momentos claves, que la salvó del conflicto en que se convirtió su vida y que la orientó en el encuentro de las situaciones mas dulces.

Una amiga dos años mayor que ella, que la había acompañado desde niña, que la había llevado al baile y que la enseñó el camino del amor en aquellos tiempos del miedo y de los sentimientos ocultos, de la falsedad y de la hipocresía, de las amenazas continúas y de la ignorancia y los remordimientos.

“¿Y si me hurga, yo que hago?”, no tuvo más remedio que preguntárselo un día, porque su relación se había convertido en un terrible conflicto, pasaba de las risas a las lágrimas contenidas, sin termino medio. Estaba a gusto con él en el baile, hablando de lo que habían hecho durante la semana, de los problemas que habían tenido que superar y hablando de los proyectos y del futuro. Se sentía feliz mirándole a los ojos, observando sus gestos, analizando los más mínimos detalles de su rostro, la expresión de su cara, su forma de moverse. Estaba a gusto mientras se sentía protegida por la luz del salón, por los juegos de los chiquillos que revoloteaban a su alrededor, y por la cercanía de las personas mayores. Pero se sentía sola, aturdida, confusa e indefensa, en la oscuridad de la noche, cuando la acompañaba a su casa, porque en esos momentos, cuando los hombres acompañaban a las mujeres a su pueblo era cuando se iban formando parejas, cada una se distanciaba de las demás y cada pareja se quedaba sola, perdida en los senderos de un camino lleno de vericuetos, de curvas y paredes, de sombras y recodos.

Era entonces, aprovechando cualquier excusa, cuando las manos de él comenzaban a ser un torbellino inquieto, imposibles de parar. Buscaban las partes más escondidas de su cuerpo sin ningún disimulo, y para ella comenzaba el azoramiento, y comenzaba su zozobra porque no sabía qué hacer, se limitaba a dar monotazos, a decirle que se estuviera quieto, que apenas se conocían, que era muy  decente. Pero las manos de él no cesaban, porque su oídos no oían, y seguían por los caminos peleándose, él hurgando entre las ropas y las carnes y ella dándole manotazos para al final terminar malhumorados los dos, con despedidas tristes que a ella la traían un amargor y un dolor insoportable, porque quería seguir viéndole el domingo siguiente pero temía que se le escapase y que acabasen frustrándose todas sus ilusiones y sus esperanzas.

 “Si te hurga, húrgale tú también, si él te toca, tócale tú a él, haz lo que él te haga, defiéndete, si te ataca, ataca”, le aconsejo la amiga, su amiga, la de siempre, la de toda la vida, la que llevaba con novio dos años y la que sabia cómo mantenerle y cómo satisfacerle.

“Pero qué me dices, no entiendo nada”. Como lo iba a entender, como iba ella a entender lo que su amiga le decía si era todo lo contrario de lo que le habían enseñado en la iglesia y en la escuela. Si era romper con sus principios y sus creencias, ella debía de ser recatada, sumisa, debía de huir del pecado, debía ser decente.

“Mira, los hombres son así, o les dejas satisfechos o se van. Nosotras tenemos que ser las listas, las que controlemos la situación“, “Pero yo no sé que hacer”.

 

La abuela recordaba su historia mientras les contaba que estuvieron cinco años de novios, que en aquellos tiempos no se podían casar hasta que lo decidían los padres. En el caso del abuelo porque trabajaba en casa y tenía una hermana que como se había echado novio antes le llevaba la delantera.

“Y a mí, mis padres me decían que era muy joven y que tenía que esperar. Además para casarse era necesario tener un lugar para vivir y en mi casa éramos muchos y no había sitio, y en la casa de él pues tampoco. Así que cinco años hijos, cinco años subiendo al baile y bajando agarraditos de la mano, que a pesar de que me acompañó todas las noches conseguí ir limpia al altar, no como otras que iban con una tripa que se las notaba un montón”.

Pero tampoco les contó como los consejos de su amiga fueron determinantes, “Hay dos clases de mujeres, las que son tontas y se dejan arrastrar por las zalamerías de los hombres y terminan preñadas; y las listas, las que nos defendemos utilizando sus mismas armas, las que sabemos dejarles satisfechos sin que lleguen a sobrepasar la barrera de lo prohibido”, la dijo su amiga cuando la vio tan angustiada.

“No entiendo nada, no sé como puedes decirme esas cosas, nunca me imaginaría que tú me dijeses esto”.

           

No iba a ser fácil enseñarle a amar a quien solo estaba enseñada a sufrir. A sufrir en casa, porque tuvo que dejar la escuela a los diez años para cuidar del hermano recién nacido cuando su madre enfermó, su hermana mayor ya se había ido a servir y ella era la única mujer en la casa, porque cuando no lloraba el hermano pequeño se lamentaba la madre, cuando no se lamentaba la madre gritaba el padre, porque las dificultades en casa cada vez eran mayores y había temporadas que se agotaban los alimentos y el padre tenía que salir por las noches a comprar trigo de estraperlo para dar de comer a sus hijos.

A sufrir en la escuela, unos días por ir y otros por no ir, porque cuando no iba era por tener que trabajar en la casa y porque cuando iba la preguntaban por qué no había ido el día anterior, porque se perdía muchas explicaciones y luego no sabía hacer las cuentas, porque la maestra le ponía a enseñar a leer a otras más pequeñas y a ella no le explicaba nada.

Y a sufrir en el campo, porque tuvo que cuidar ovejas cuando el hermano mayor tenia que arar, o sembrar o rejacar, o segar, o trillar, y eso sucedía un día si y otro también, porque sufría los  calores en el verano y los rigores del frío en el invierno y porque tuvo siempre que soportar la carga de llevar la casa.

            Pero la amiga no desfalleció en el intento, porque en aquellos tiempos, como en todos, las lecciones del amor siempre las daban las buenas amigas, las que son un poco más mayores y tienen más experiencia, y de la suerte de tener una buena amiga o no, a veces, dependía tu futuro. Y esta era buena y era experta.

 

 “Mira yo llevo dos años de novia y sé muy bien lo que te digo. Ni la maestra, ni el cura, ni tus padres te van a hablar como yo lo hago, porque no te hablaran desde la sinceridad, ni desde el conocimiento, sino que te hablaran desde la mentira: el cura; desde el desconocimiento: la maestra solterona; o desde el miedo: los padres”,

“El amor siempre es cosa de dos” continuaba diciendo la amiga, “La responsabilidad de lo que suceda es siempre de dos, del uno por atacar y de la otra por estarse quieta. En el amor no hay termino medio, si no te dejas se va, y si te dejas y te estás quieta, él, sólo estará pensando en una cosa, en terminar su faena, en satisfacer su gusto, en metértela. Si te quedas preñada será tu perdición, estarás en boca de todos y habrás acabado con tu juventud. Si tienes la suerte de que acepte casarse, serás su esclava, porque él pensará que igual que lo hizo contigo lo podrá hacer con otra y que tú igual que lo hiciste con él lo podrías hacer con otro. Además entrará en tu casa, o te llevará a la de él, como el gallo en el gallinero, altivo y posesivo, te dominara a ti, y dominará a tu padre si tuvo que ir a suplicarle”.

“A lo mejor tienes razón, pero estoy aturdida porque nadie me ha hablado así nunca, con tanta claridad, llamando a las cosas por su nombre, sin remilgos ni falsas alusiones”.

“Para salvarnos tenemos que ser más inteligentes que ellos, les tenemos que dar lo que quieren pero como y cuando nosotras lo queramos. Les tenemos que hacer pensar, pensar en ellos, cuando nos hurgan sólo piensan en nosotras y en poseernos, en que nos acaloremos y cedamos. Les tenemos que hacer pensar en ellos, en que ellos también se estremecen cuando nosotras les tocamos, en que se descontrolan como nosotras, en que ceden y explotan y revientan sin control y sin poderlo evitar. Pero además si piensas en él, no estarás pensando en ti, ni en los escalofríos que recorren tu cuerpo cuando él te acaricia, estarás pensando en él, observando su reacción, observando sus dudas, observando su nerviosismo, y así tu no te pondrás caliente, será él el que se ponga, y cuando llegues a tocar su miembro le tendrás controlado, serás su dueña”.

“Mira, nosotros llevamos dos años de novios y no me ha jodido, ni me va a joder mientras yo no quiera, y no voy a querer hasta que los compromisos estén atados, hasta que este fijada la fecha de la boda. Mientras tanto yo le controlo y le doy únicamente lo que quiero”

“Pero él ¿se queda a gusto?”

“Él siempre ha terminado contento, siempre le he sacado brillo a su mirada y nunca ha dudado en volver a buscarme al domingo siguiente”.

“Seguro que tienes razón porque tu sabes y yo no, pero no se cómo hacerlo”, “No te preocupes por eso, cuando empieces te saldrá solo. ¡Ah! y al cura ni una palabra, esto no es pecado, pecado es la mentira. Las mentiras que nos han dicho en la iglesia y en la escuela”.

 

Todas estas cosas recordaba la abuela mientras les contaba como fue su boda y como se las tuvieron que apañar los primeros años de casados. Pero no les contó sus apuros, porque una cosa es tomar la decisión y otra cosa es hacerlo. Ella había decidido tomar el camino que su amiga la aconsejaba por dos razones: por la vergüenza y por la confianza. Porque no se podía imaginar la vergüenza y el dolor que la supondría quedarse preñada y preferiría morirse a verse enfrentada a una tripa que crece irremediablemente, sin poderla ocultar en su casa y sin poderla esconder ante sus padres; y porque confiaba en su amiga. Una amiga que la había ayudado desde niña, que la había llevado los cántaros de agua cuando iba a la fuente con sólo tres años y tenía que llevar los cántaros a medias porque no podía con el cántaro lleno, y ella se lo cogía, se lo llenaba y se lo llevaba hasta el portal de su casa. Que la había acompañado a llevar las vacas a los prados cuando ya era un poco más mayor pero todavía temía a las sombras, a los rincones, a los ruidos y a la oscuridad de la noche. Una amiga con la que había compartido sus primeras jornadas de pastora, porque cuando ella empezó su amiga ya tenía experiencia y cuidaba sus rebaños por los mismos parajes para darla compañía y echarla una mano si era necesaria. Una amiga que la había dejado sus vestidos cuando los suyos se la quedaban pequeños, que la había acompañado en los juegos de infancia y que había convencido a sus padres para que la dejasen subir al baile del pueblo de arriba cuando cumplió los dieciocho años. Una amiga a la que quería como a su hermana y que la ofrecía una garantía siguiendo su camino.

Pero hacerlo era otra cosa, porque sudaba sólo de pensarlo, porque se ponía nerviosa a medida que avanzaba la semana. Pero el momento se acercaba irremisiblemente, porque el domingo llegaba y porque después del baile y después de las confidencias, de los cánticos en pandilla y de las risas, llegaba la noche, llegaba el camino, llegaba la soledad, llegaba la hora del fuego, llegaba la hora de los miedos y de  la angustia, llegaba el momento de las lagrimas, lágrimas que ocultaba siempre, que se tragaba todos los días, porque tampoco quería que la viese enclenque y llorosa.

Y cuando llegó el momento, cuando él comenzó como un pulpo a tocarle su cuerpo, a introducir sus dedos por el escote, a abrazarla, a subir y bajar su mano por la espalda, a intentar besarla y al mismo tiempo a buscar entre sus vestidos el calor de su cuerpo; fue cuando sus manos se dirigieron al cinto, no podía hacer otra cosa, lo había decidido, y aunque la costase un temblor y el estremecimiento de todo su ser, tenía que seguir adelante. Y al mismo tiempo que él, intentó buscar sus pechos, intentó buscar sus muslos, intentó buscar su ingle, ella le aflojó el cinto, abrió hueco entre el pantalón y la tripa e introdujo sus dedos, dedos temblorosos, dedos inexpertos, dedos sudorosos, pero dedos que surgieron efecto, porque notó como él se paraba, se sorprendía, no decía nada porque no podía decir nada, sólo se sorprendía, porque lo que le estaba pasando era nuevo, porque no le había sucedido nunca, porque no se lo esperaba, por eso se paró un momento, pero siguió, siguió más lentamente, como a la espera, esperando a ver si ella se atrevería también a seguir y siguió más despacio, con más cautela.        

Ella temblorosa tampoco pudo dar marcha atrás, porque lo echaría todo a perder, y a medida que él iba profundizando en sus entrañas, ella iba profundizando en las de él, si él la buscaba el calor de sus intimidades, ella buscaba el vello de su pubis escondido bajo sus calzones, y antes de que él encontrase el dulzor de sus partes vitales, ella encontró su zona viril, tocando por primera vez el miembro erecto al mismo tiempo que se estremecía y que un sudor frió le cubría su cuerpo llegándole hasta la frente.

Notó como se aceleraba, como su miembro vital se endurecía hasta límites insospechados, como los latidos de su corazón aumentaban vertiginosamente de ritmo, como cambiaba de expresión su cara, como respiraba aceleradamente, como se la acercaba con todo su cuerpo, como la apretaba, como por momentos se descontrolaba, como explotaba, como se deshacía y se desparramaba.

            Y se quedó aturdida, confundida en un mar de soledades inexplicables, de confusiones y de dudas. Confundida en un tiempo que se quedó parado, en un sueño desconocido del que despertó cuando la lengua de él rozó suavemente su cuello.

 Cuando notó que el roce de sus labios no tenía el fuego de otras veces, cuando se dio cuenta de que en las caricias y besos que ahora continuaban, había más ternura y menos pasión, perdió todos sus miedos, se abandonó a la contemplación y al deleite, a acariciarle el cuello, a colmarle de besos, a disfrutar de sus caricias, porque las manos de él, apagadas del fuego, seguían introduciéndose entre sus ropas buscado las partes más escondidas y más secretas, sus partes más intimas, y ahora gozaba de su tacto, un tacto suave, lento, delicado… y se encendió como él se había encendido antes, y se sofocó con los mismos sofocos que había contemplado en él, y reventó de satisfacción y se fundieron en un abrazo estrujándose sus cuerpos.

Y sin decirse nada parecía que se habían dicho todo, porque la despedida de esa noche fue tranquila, sin miedos, sin dudas, sin recelos y sin lágrimas. Ella sólo esbozó una sonrisa y le dijo una frase: “No quiero que me dejes preñada, pero tampoco quiero que me dejes”…