Carta 79
A ti
A
VILLA CISNEROS
Inocente
víctima.
Si alguna vez nos volvemos a
encontrar que sea en mejores circunstancias.
A Villa Cisneros: Inocente Víctima.
Te voy perdiendo de vista y me
alegro, poco a poco voy abandonándote y me alegro.
Son las siete de la tarde. Estoy volando
en un viejo avión y me estoy alejando de ti. Me alegro y lamento que sea así,
lamento que esta despedida no sea triste. ¿Qué culpa tienes tú? ¿La de haber
coincidido conmigo en las peores circunstancias? Te dejo y me alegro de
dejarte. ¡Qué pena sentirías, si me escucharas! O quizá no, quizá te hayas
acostumbrado a despedidas semejantes.
¡Qué injustamente te han tratado! Lo
entiendo, pero nada puedo hacer por amarte, mi sentimiento es imposible de
cambiar, aunque mi razón quisiera hacerlo. Oigo tus quejas y lo lamento aún
más. ¡Qué hermosa hubieras sido en otras circunstancias! ¡Cuántas cosas quieres
ofrecer y cómo nos negamos a valorarlas!
Me alegro de dejarte y no me
agradaría volver a verte. Es duro, pero es cierto. Nada puedes contra ello. Ni
tu sol, ni tu clima, ni tus paisajes, ni la calma de tus aguas de tu alargada
bahía, ni su bravura atlántica al estrellarse contra las rocas en el acantilado
Atlántico, me atraen. Sé que te esfuerzas en ofrecer bellezas, que intentas
hacérnoslas ver y las destacas, a veces, al máximo: esos rayos del sol tan
puros, tan penetrantes; esa brisa del mar que siempre llega a tiempo; esos
jardines tan bien cuidados y esa armonía de tus casas; esa nota típica de
mercados callejeros y esas gentes tan dispuestas siempre a una amistad sincera.
Sé, como tú sabes, que tu fuerza
está en el mar. El mar a veces consigue tu propósito, consigue maravillarnos, entusiasma al
visitante, pero es tan breve ese momento, es tan fugaz, que apenas lo
percibimos. Al acecho están siempre las
fuerzas insalvables, de las que quisiéramos escapar y no podemos. Nos impiden
ver la belleza, hacen que ese instante fugaz desaparezca y nos obligan a
juzgarte equivocadamente. No te juzgamos por tu belleza, ni por tus esfuerzos
para mostrarla, ni siquiera lo hacemos por esos breves instantes en los que
logramos percibir por un momento una ligera emoción, una agradable sensación.
No, no te juzgamos por eso. Te juzgamos por los días amargados, por los tiempos
usurpados, por todos los ratos perdidos, por el tiempo que nos han robado.
¡Que pena ha de dar a ti, cuando a
mí ya me da tanta!
¡Tanta gente como pasa y lo mal que
te trata! No se acuerdan de la plaza, de la playa larga, de las aguas
tranquilas, de la arena blanca que pisé descalzo un día, un día que conseguí
bordear la bahía, llegar hasta el acantilado, tocar levemente con las yemas el
calor de tu alma desolada. Pude vislumbrar la costa abrupta, las olas locas que
te calan de improviso, que te alcanzan cuando no las esperas; aquellas que,
deseosas de devorar, parece que te están llamando, y que ante el peligro y el
espectáculo hacen a uno asombrarse. Sí, hubo un momento fugaz para la emoción y
la dulzura, pero llegaron las fuerzas del mal, de la mentira, de la
equivocación; las que te oprimen, las que te esclavizan, las que te quieren
introducir en una sociedad dirigida por las personas de la fuerza y de las
órdenes, por las personas sin razón y sin sentimientos, llegaron y lo apagaron
todo. Llegan las fuerzas del mal, como
están llegando ahora, y no me dejan ser imparcial ni siquiera con mis
pensamientos.
Ahora que te veo de lejos, chiquita
y pequeña, entre mares escondida, por un lado acariciada y por el otro azotada,
quiero ser imparcial, al menos, con la inteligencia, con el sereno pensar, ya que
con los sentimientos jamás se te halagará. Como ves no puedo, las fuerzas del
mal recuerdo se apoderan de mi mente y, a medida que tú te alejas, ellas se
hacen más vivas y más presentes.
Comencé a odiar a los militares el mismo día
en que salí de mi casa. Me había despedido de todos, había subido al Venancio, el seiscientos de Victoriano y
Gloria, que me traía a Madrid. Pero un olvido de última hora me hizo volver.
El panorama en mi casa era
desolador. Cogí a la realidad por sorpresa. Los pillé dando rienda suelta a sus
sentimientos reales. Sorprendí al llanto en el momento más inoportuno. Mi padre
lloraba, lloraba como un niño impotente y con rabia. Mi madre y mis hermanas
trataban de consolarle y, al mismo tiempo, contener sus lágrimas. Sólo había
visto llorar a mi padre en las desgracias familiares, cuando su madre, la
abuela Felipa, murió; llanto desgarrado, de desesperación y de rabia, que se repetía ahora.
Cuando entré, se quedaron aterrados.
Les había descubierto, se mostraban ante mí con los sentimientos propios de la
cruda realidad. La despedida anterior fue puro fingimiento; sus sonrisas eran
para darme ánimo, la importancia que quitaban a la mili era pura mentira, lo hacían para que fuese más tranquilo al
matadero. Por eso no supieron reaccionar,
no dijeron palabra, sólo una pregunta
-¿Qué pasa?
- Nada, que me he dejado el reloj,
pero cambiad el ánimo, no os quedéis así, que parece que quien se va sois
vosotros.
Volví a iniciar mi
marcha, pero ahora comprendí que algo muy duro hacían a mis padres; les robaban
a su hijo y los llenaban de recuerdos. De recuerdos de hambre, de recuerdos de
angustia, de recuerdos de muerte, de recuerdos de guerra. Historias contadas a
medias, comentarios escondidos sin apenas hilazón, susurros temblorosos aún
estando solos en casa, siempre en voz baja y con miedo, siempre con medias
palabras para hilvanar los recuerdos. Los tres años de mili de mi padre, imborrables en su memoria, pero siempre contados
a trozos, retazos de su vida que se agolpan ahora en mi mente: Tetuán, Larache,
las fiebres palúdiacas, las algarrobas con gusanos para comer, la fuerza de las
amistades surgidas entre el dolor, el hambre y los sufrimientos.
El abuelo Nicolás que llevaba municiones al
frente del puerto de Navafría, sabiendo que tenía hijos y hermanos al otro lado y que una de
las balas que subía podía ser para uno de ellos. Se lo comentó un día al
compañero de al lado. -"Subir munición teniendo la mitad de la familia al
otro lado…". Y un militar que le escuchó
le apunta y le dice: - "Ha tenido suerte, no le voy a dar dos
tiros, pero, si en vez de escucharle yo, es otro, le pega dos tiros, lo deja
tirado en la cuneta y no vuelve a decir lo que siempre se debe callar".
Al primo Flores, al que robaron seis años de
vida, lo pillo la guerra en Madrid y por cumplir con la legalidad de la
República lo obligaron a repetir la mili.
Tantos años como estuvo en la mili de
la República tuvo que repetir después en
la mili de Franco. Recuerdos
terribles, recuerdos tristes, y, siempre, los militares culpables. Entonces
comencé a odiarles.
Tal vez el sol caliente en
primavera, tal vez un rayo de sol
penetre día a día por la ventana escondida, tal vez yo haya pasado un año y no
haya visto amanecer en la playa, esconderse el sol por la tarde, corretear los
niños al son de cantares morunos. Quizá no haya escuchado los cantos risueños
de niños morenos, no haya visto volar a los pájaros o respirar a los peces.
Quizá haya pasado sólo pisándote, Villa
Cisneros. O quizá haya soportado contigo el pisotón del opresor que te oprime,
del que te domina, te humilla y te aniquila. Quizá mi año de estancia en Villa
Cisneros haya sido sólo compartir un año de tu amargura y tu pena. Quizá haya
madurado en el amor al cobijo de tus playas. Quizá el susurro de tus olas haya
impedido incorporarme a la masa, me haya mantenido fresco y relajado y no hayan
conseguido adoctrinarme ni introducirme en la manada. Quizá te deba a ti, a tu
cálida dulzura, presentarme en mi vuelta ante mi propio rostro, allí abandonado,
con la cara descubierta y altiva y con la sensación de no haber cambiado; de
haber despertado a la vida, al amor y al futuro.
En algún lugar escondido de mi
corazón debe de haber necesariamente un sentimiento agradable para ti: No
tiembles, Villa Cisneros, tú no tienes culpa.